Hoy cobré 615 líquidas. También cobraron los obvencionales, pero a mí no me corresponden porque soy nuevo. Dice José que, como mínimo, entre los repartos de octubre, febrero y mayo hemos de hacer las dos mil pelas. Si no, nos completan hasta esa cifra por Navidad. Le pregunté si en ese suplemento va incluida la extra, y dijo que son cosas aparte. El señor Moro ha hecho estos días varias matrículas de los de fuera y supongo que le rentarán lo suyo. Comprendo que lo haga él porque a mí aún no me conocen y Ladislao se largó. Al curso que viene veré de explotar este momio.
Llamé al bar de Polo a preguntar por Tochano y la Paula me dijo que tiene menos calentura, pero la hinchazón no baja.
El tiempo se ha metido en agua. Ha estado jarreando todo el día. Las tardes así me gusta encerrarme en casa y oír el chapoteo del agua en el tejado. Me gusta también escuchar los silbidos de los trenes cuando entran y salen de la estación. Pasé la tarde entretenido en limpiar la escopeta y después sumé las piezas de la temporada de codorniz. Total, bien poca cosa: 1 liebre, 53 codornices, 4 torcaces y 2 tórtolas. Es la peor temporada en los últimos seis años. En el cuarenta y dos hice 5 codornices menos. Fue el verano que anduve con las fiebres.
3 octubre, viernes
Sigue cayendo agua. Apertura de curso. A primera hora fui de uniforme a la Universidad a llevar las togas y los birretes. A don Basilio le cae bien el traje académico. El de Francés, en cambio, parece un espantapájaros. El acto resultó un buen tomate. Habló un catedrático de Medicina sobre tumores cerebrales. Cosme me dijo que a ver cuándo me voy con ellos. Ya le dije yo que por mi parte haré todos los posibles para no pasar a la Universidad. El vaina me preguntó que por qué y le contesté lealmente que hay demasiados actos, demasiadas conferencias y demasiadas historias. ¡Si aquello no es vivir! Al salir la procesión, dijo Emilio que ninguno iba como los del Insti. Me hizo gracia el disparate y le dije que se fijara en mi director. Preguntó quién era mi director y se lo dije. ¡Si parece que ha nacido con la toga puesta! Cosme metió el cuezo y dijo que no entraba ni salía en si le caía bien o mal la toga a don Basilio, pero que los catedráticos de Universidad tienen un qué que no tienen los de otros Centros. La procesión duró sus buenos tres cuartos de hora, y cuando regresé a casa con las togas y los birretes, la madre andaba alarmada pensando en si me habría ocurrido algo.
No fui por el café. La madre me avisó para que me asomase a ver pasar el Talgo. Para la madre es un espectáculo de todos los días. Todos los días dice entre dientes: «¡Qué hermoso es!». A las siete vino Melecio y estuvimos recargando. Trajo más pistones de la cárcel. Nos los dan casi regalados y queman mejor la pólvora que los de fábrica. Melecio traía también una lata de pólvora P. B. S. Me dijo luego que, a mediodía, pasó por casa de Tochano y que la hinchazón había cedido. Después Melecio quedó como achucharrado y apenas hablaba. Casi a la hora de marchar me preguntó si me conformaría yo con otros treinta. Le dije que de cuál y respondió que de años. «¡Hombre! —dije—. Eso, Dios dirá». Él dijo que los firmaba. «¿Es que te sientes mal? —le dije intranquilo—. ¿Por qué piensas hoy esas cosas?». «El otoño me abolla», agregó. Le pregunté si estaban malos los críos, pero él insistió que era el otoño. Cuando se iba me confesó que había regañado con el jefe. Este Melecio tiene un temperamento del diablo. A ratos pienso si no estará un poco chalado.
6 octubre, lunes
Hay más de doscientos chaveas de matrícula y algunos tan chicos que aún se mean en la cama. La gorra es un cachondeo. Uno se me cuadró esta mañana y me dijo: «A sus órdenes, mi teniente». Luego he oído a varios llamarme Teniente. Me quedaré con Teniente para toda la vida, digo yo.
Al señor Moro le dicen la Gallina y al de Francés, José Bonaparte. Es ley de vida. Después de todo también don Basilio es el Coronel. Tenía miedo de que me faltara la voz al llamar a clase o al dar la hora, pero todo rodó bien. El de Francés me ha dicho que le dé la hora a las menos diez; la de Alemán a las menos cinco; don Basilio a las menos siete y don Rafael a las menos cuarto. Así da gusto.
Después de comer, aunque la tarde estaba anubarrada, me cogí la burra y la escopeta y me llegué a Buitrejo. Los majuelos están aún sin vendimiar y viene una cosecha bien rala. A poco de llegar al pinar, descargó una nube y aguanté bajo un pino. Cuando escampaba, sentí cantar las perdices a mi vera. Hacía un ventarrón del demonio y me llegué a la linde del pinar cubriéndome con los pimpollos. Allí hay un claro de escobillas y jaras. El viento casi me tumbaba, pero aguardé con paciencia tras el pimpollo, pues la perdiz cantaba allí mismo. Cuando la vi apeonar, a tiro, estuve por sacudirla, pero aguardé por el placer de observarla. El sol rompió una nube y el campo se llenó de colores. De la parte de la derecha llegaron otras dos perdices cantando confiadamente. Luego se me ocultaron tras una avena y dejaron de cantar. Esperé un rato y salí a por ellas. Las suponía encamadas y llevaba a punto la escopeta. El bando de lo menos veinte se me levantó de los pies. Iban apiñadas y yo tiré al bulto y descolgué tres. No me atreví a tirar el segundo por miedo a perder las tres primeras y luego, en la bicicleta, me pesó.
En el café, el Pepe se cachondeó cuando se lo dije y me salió con la bobada de que también él, de chico, mató un oso de una pedrada en la ingle. Terció Zacarías y dijo que él cayó una vez dos perdices disparando cuando se cruzaban, pero no sabía de nadie que bajara tres de un tiro. Me cabreé y le dije si es que mi palabra no contaba. Los mandrias se echaron a reír. Juan, que retiraba los servicios, dijo: «El cazador no puede engañar a los de su oficio». Y me guiñó un ojo. Me levanté y me vine para casa sin jugar la partida. El que quiera divertirse que se compre un mono.
10 octubre, viernes
Vino Melecio después de comer. Traía en la mano un recorte de «El Diario Vasco» y me lo enseñó. Decía: «Proeza de un joven cazador. El joven de la localidad, Vicente Ansoátegui, tuvo la fortuna de matar ayer una hermosa liebre en este término municipal. Dicha proeza la realizó sin ayuda de perro». Dijo Melecio: «¿Qué te parece?». «Bueno —dije—. Yo no lo entiendo». Luego me dijo Melecio que le acompañara al café, que íbamos a reírnos un rato. Respondí que ni hablar y me pidió que le explicara. Yo le conté lo de las tres perdices. Me preguntó si es que pensaba guardársela y le dije que no era eso, sino que no me petaba. Salí con él, pero en la esquina nos separamos y yo me fui donde el curtidor. La piel queda bien, aunque un poco tiesa. Le largué al tío los seis duros y él me dijo entonces que eran siete. Le dije que habíamos quedado en seis y seis le daba. El marrajo salió con que el bicho estaba machucado más de la cuenta y que si no quería la piel la dejase. Anduvimos un rato de picadillo. El tío estaba sentado en un taburete, enfrascado en la tarea sin mirarme. De repente levantó los ojos y dijo: «Vengan los seis. Con un duro me limpio yo el ojete». Le dije que no se trataba de eso y que si él creía que su trabajo lo valía le daba los siete duros y santas pascuas. Él saltó con que le diera lo que quisiera. Le dejé los siete pavos sobre el banco y llevé la piel a casa de Melecio para que la Amparo me la guarde hasta Navidad. A los tipos así hay que recortarles las alas.
12 octubre, domingo. El Pilar
Esta mañana bajé por unos churros para celebrar la fiesta. Hay una buñolería en la esquina, pero hasta hoy no había entrado en ella. Ya iban a cerrar aunque sólo eran las nueve y media. Había un montón de churros sobre el zinc y pregunté si estaban calientes. El tipo gruñó y preguntó cuántos quería. Yo los toqué por encima con cuidado para ver si estaban calientes. El hombre se subió a la parra y voceó que los sobase bien y luego dijera que estaban fríos. Yo le dije que no se trataba de eso. Había una chavala fregando la churrera a mano izquierda, bajo un grifo, y volvió la cara al oírnos. Tenía los ojos grandes y asustados. Le dije al tipo aquel que me diera dos pesetas. El hombrón, mientras me despachaba, dijo a la chica: «Lava bien la estrella, que luego pasa lo que pasa». La chavala tenía las manos torpes y daba lástima. Yo no podía apartar los ojos de ella, y cuando comía los churros mano a mano con la madre, veía sus ojos asustados en el tazón de café con leche. Luego, cuando llevaba la caja con los birretes y las togas, junto a la estatua de Colón, donde había un acto de Hispanidad, me quedé mirando como alelado la puerta gris de la buñolería. Durante la Misa de Campaña y los discursos, seguía pensando en los ojos asustados de la chavala de la buñolería. Después de comer, me tumbé en la cama tripa arriba y en el techo continuaba viendo los ojos asustados de la chavala de la buñolería. No salí en toda la tarde. Por la noche me asomé a la azotea y se oía de lejos el concierto de la Banda Municipal en el kiosco del parque. Pensé que quería que tocasen La Bejarana y fue como un milagro, porque a la pieza siguiente la tocaban y hasta que la oí no me di cuenta de que si yo quería que tocasen La Bejarana era para poder recordar más de cerca los ojos asustados de la chavalilla de la buñolería. He estado un rato como una bambarria mirando las luces de la ciudad. Nunca he sentido una cosa así. También gibaría que la chavea esa me hiciera perder la cabeza.
15 octubre, miércoles
Hoy se presentó Serafín con un chirlo en la cabeza. Olía que apestaba a vino. La madre se asustó y le preguntó qué le ocurría. Él respondió que la Modes le había sacudido con el hierro de la cocina. Explicó que los embarazos irritan a mi hermana y que en la fábrica le habían dicho que diese parte, pero que él no va a dar parte porque quiere a la Modes, y eso era una vergüenza, y por los chicos. Le acompañé a la Casa de Socorro y le pusieron dos grapas. El menguado chillaba como una mujer cuando le cosieron. Al concluir le llevé a casa y la Modes se colgó de él como si hiciera un año que no le veía. «Eso es por lo que te quiero, gandul, ¿me oyes? Nada más que por lo que te quiero», decía a voces. Los dos lloraban y los chiquillos andaban por allí a la greña y yo, no sé por qué, me acordé de la chavala de la buñolería. Al regresar a casa, entré y pedí una pela de churros. El hombrón tenía una rueda en la sartén y la chavala atendía al mostrador. Me preguntó que si una peseta y yo dije que sí con la cabeza. Sirvió antes a dos vejetes y me di cuenta que en mis churros ponía más azúcar que en los de ellos. Le pregunté a qué hora cerraban y ella me dijo que a las ocho. Entonces le dije que si tenía algo que hacer a esa hora. Ella se achucharró y me hizo señas de que callara la boca porque el hombrón podía oírnos. A las ocho estaba como un clavo a la puerta de la buñolería y vi salir a la chica con el hombrón. Llevaba un abrigo muy corto y gastado y enseñaba unas pantorrillas demasiado flacas. A pesar de todo, tiene tilín. La seguí de lejos y por la noche, desde la azotea, me emperré en distinguir la casa donde ella vive.
17 octubre, viernes
Con estos fríos mi bigote anda flojo. Del lado izquierdo, todavía; pero del derecho… El Pepe dice que es un quiero y no puedo. A la madre le gusta y cuando me mira dice que hace nada era aún un mocoso. Si pasados unos días no da más, me lo corto y para la primavera volveré a ensayar. Yo quisiera saber qué piensa la chica de la buñolería de los hombres con bigote.
A Melecio le confesé este mediodía que hay una chavea que me tiene gilí. Melecio se interesó y aunque yo le dije que, aparte de que la chica me puso a mí más azúcar que a los vejetes, no había nada, me hizo contarle todo con pelos y señales. Por la tarde volví junto a la buñolería. La chavala salió con el hombrón, pero se separaron en la esquina. Yo me acerqué y le dije que si no le importaba le acompañaría y ella dijo que no le importaba, y fui yo entonces y la acompañé. Ella me contó que la buñolería es de su padre, y que acababa de tener un hermanito y por eso venía ella a ayudar a su padre en lugar de su madre. Le dije yo que era una cosa rara que siendo su padre tan fuerte fuese ella tan flaca, y ella se echó a reír y me dijo que su padre era hombre y ella mujer, y que su hermanito recién nacido era en proporción tan fuerte como su padre, porque era hombre también. Luego me dijo que se llamaba Anita y que sus amigas dicen que se parece a la Pier Angeli. Le pregunté quién era ésa y ella me dijo que no bromeara. Le dije lealmente que no bromeaba y ella me dijo entonces que era una artista de cine y que ya me mostraría fotografías. Le pregunté a intención que cuándo y me dijo que el domingo. Yo le dije que era cazador y que los domingos salgo al campo y a ella esto la gibó y dijo que si no tenía tiempo, nada. Le dije que cualquier otro día, pero ella dijo que no salía más que los domingos, y que si su padre la ve corriendo por las calles entre semana la dobla por la mitad. También la chavala es de su pueblo.
Pasé por casa de Melecio, y el Mele me dijo que la perra estaba coja. La anduve mirando y tenía una garrapata entre los dedos inflada como un globo. Se la quité y le di un poco de alcohol. El animal aullaba y el Mele le acariciaba las orejas. Luego me pidió el chiquillo que le contara historias de animales. Le conté la del hurón que encontró dentro de la boca un turón y tuvo que salir de naja. El Mele se reía las muelas. Cuando llegó Melecio estuvimos un rato recargando.
A la chavala esa voy a darle otra oportunidad. Si quiere, bien; si no, ¡que tire por donde le dé la gana!
19 octubre, domingo
Estuvimos en lo de Quintanilla. Es un cazadero áspero, pero tiene perdiz. Por la mañana nos salió el guarda cuando acababa de coger un racimo de un bacillar. Lo arreglamos con dos barbos. Yo estuve hecho un panoli. Marré dos perdices que me salieron a huevo. Sobre la una, cuando llevábamos delante más de un ciento de ellas, apareció un jurado y nos dijo que aquello era vedado. Le pregunté por los postes y él dijo que arriba estaban. Le dije lealmente que arriba no había postes y él contestó que no tenía la culpa si los arrancan los del pueblo, pero que allí tenían que estar. Melecio me hizo señas de que callara la boca y tiramos para arriba. Buscamos la abrigada para comer y entonces le conté a Melecio que estuve con la chica de la buñolería la otra noche. Le dije también que me había citado para esta tarde y que se mosqueó cuando le dije que salía al campo. Dice Melecio que a las mujeres las cabrea la escopeta. Le pregunté la razón y él dijo que les estropea el domingo, y que recordase que la Amparo, mientras no tuvo el primer chico, siempre le ponía jeta.
Al volver para tomar el tren, me preguntó Melecio si conocía a uno que le dicen Pavo, que estudia donde yo estoy. Le dije que sí y que es el que organiza todas las jaranas. Melecio abrió el ojo y dijo que a ver si me hago con él, porque tiene un monte de la parte de La Pedraja, donde por lo visto no se da abasto para cargar la escopeta. Mañana haré por verle.
Hemos hecho cinco perdices y una media liebre. Yo hice dos perdices y el resto Melecio. En casa me mudé de ropa y me bañé los pies, y me fui a la calle a dar un clareo. No he visto a Anita viva ni muerta.
20 octubre, lunes
El Pavo es mal estudiante, pero lleva dentro una alegría que para qué. Hoy, a cada vuelta que daba al corredor, yo le decía: «Pavo, majo». Él miraba y me hacía una seña con la mano. A la cuarta vez yo le dije también «Pavo, majo», pero él no me hizo la seña. A la quinta vuelta se separó del grupo y vino a mí y me saltó con que qué coño pasaba ya con tanto Pavo. Me dejó parado, la verdad, y le dije que yo no había querido molestarle. Dijo él: «Joroba ya eso de Pavo, Pavo, a lo bobo, ¿no comprendes?». Yo intenté ganarle por la mano y le dije que no lo tomara por ahí, que si quería un pito. «Acabo de tirarlo. No lo tomes a desaire», dijo él. Luego el cipote volvió con su cuadrilla. No me pareció pedirle el permiso. Otra vez será.
Tochano fue hoy por el café. Aún se le notan los colmillos del zorro en la muñeca. Nos jugamos el café a la garrafina y le tocó palmar. Dijo, por guasa, que le salía más barata la penicilina. Luego cogió la perra con que si en vez del tres-pito mete el cinco-pito no le ahorca Zacarías el seis-doble y nos dio la tarde. El Pepe todavía no se ha explicado.
En casa, la madre me contó otra vez lo del Gobernador, cuando invitó al padre a cazar y le dijo que era la primera escopeta del país. Siempre que se acercan las Ánimas hablamos del padre. Cuando me acosté, el viento sacudía la persiana contra los cristales y no me pude dormir hasta las tantas. Sentí el exprés de Galicia.