Al fin dejé el Instituto. Me viene al pelo porque aquí no están desdobladas las clases ni hay permanencias. Veré de agenciármelas para hacer unas pesetillas por las tardes.
Don Basilio, el director, me recibió bien y me soltó un discursito. Le dije lo de la casa y él me contestó que aguardemos una semana porque ahora están los pintores. A la madre no le gusta el traslado. Dice que ella preferiría morir donde vivió treinta años. Todas las viejas tienen las mismas pamplinas. Finalmente la convencí con lo de la renta.
Por otro lado, me dicen que aquí los obvencionales son sustanciosos, y hay una gratificación extra por Navidad. No para echar coche, desde luego, pero menos da una piedra. En fin, si las cosas vienen como espero, podré comprarme para diciembre la Jabalí del 16. Aquilino me dijo ayer que aguardará unos meses antes de sacarla a subasta. Me queda un poco larga de culata, pero Melecio podría cepillarla con cuidado. Por lo demás, me viene que ni pintada, es ligerita y los tubos brillan de tal modo que hacen daño a los ojos.
En el café volví a discutir con Tochano. Cuando Tochano coge una perra hay que sentarse. Me dice que por qué tiro con el 16, habiendo un calibre mayor y otro más pequeño. Apuré toda clase de razones, pero no le convencí. Acabó con la de siempre, diciéndome que estaba enviciado y que el 16 es un calibre a extinguir. No le basta que yo me acierte con él. Será porque soy zurdo, como él dice, pero yo me arreglo con él y no veo motivo para ensayar otro.
16 agosto, sábado
Estuve por la mañana con don Basilio viendo la casa. Los pintores la han dejado como nueva y huele a limpia. Lo celebro porque, según me dijo el señor Moro, la mujer de Ladislao era una tía guarra. El piso no tiene otro inconveniente que el de estar en la parte alta del edificio, expuesto a todos los vientos y a todas las inclemencias. El señor Moro me dice que con las lluvias del otoño salen goteras. Veremos de andar al quite.
18 agosto, lunes
A las seis de la mañana alquilé un carrillo de mano e hice el traslado. La madre anduvo llorando un rato, agarrada al quicio de la puerta. La Modes no quiso venir a echar una mano, eso que la avisé ayer. La Modes siempre anda a lo suyo. Si alguna vez viene por casa es a pedir. No he visto otra mujer que haya cambiado tanto como ella con el matrimonio. A todas horas anda desgreñada y sucia como las de la tirada del carbón. Cuando le dije lo del traslado me contestó que quién iba a atender lo suyo entonces. Le advertí que haría el traslado de los trastos de madrugada, antes de levantarse Serafín y de despertarse los críos, pero ella dijo que nanay. En cambio Melecio estuvo trajinando como un forzado hasta las ocho y media que se fue a la sierra. Tiene unas manos muy hábiles el condenado. Melecio es uno de esos tipos que no hace un solo movimiento de más. Al concluir la tarea, me dijo que ayer oyó decir en la Sociedad de Cazadores que el 24 se levanta la veda de la codorniz. Al parecer no hay mucha, aunque de la parte del páramo se las oye cantar. Dice que, en cambio, la perdiz crió bien este año y que se ven polladas de igualones por todas partes. Cuando oigo decir estas cosas me entra frío por la espalda. Desde marzo no he disparado un tiro. ¡Desde marzo, Señor! ¡Se dice pronto!
19 agosto, martes
Me despertaron los gorriones piando como locos en la azotea. Dice el señor Moro que la señora de Ladislao tenía la costumbre de echarles las migajas de pan de las sobras al levantarse. Así se explica que hubiera más de un ciento de ellos revoloteando entre las chimeneas y los tendederos. La madre llevaba un rato levantada, rutando porque no le tira la cocina. Debe de ser por el tiempo quedo, sin una brizna de viento. De todas formas a estas cosas hay que cogerles el punto flaco. La madre estaba hecha a la cocina de la otra casa y ésta le extraña. Además, la madre siempre anda dispuesta a protestar. Es su manera de ser. Todavía no ha hincado el pico. Se le ha ido el día recordando a la señora Rufina. A las siete me dijo: «¿Y qué hago yo a estas horas si no puedo sacar una silla a la puerta?». «Siéntese en la azotea, madre», le dije yo. Ella dijo: «Ya, a ver pasar los pájaros, ¿verdad?». A la mujer no le falta razón, pero cuando hemos cenado a la fresca, bajo un techo de estrellas, se le ha desarrugado el semblante. A medio comer me pidió la toquilla porque notaba el relente. Yo le dije que de cuándo acá había necesitado la toquilla en agosto. Al concluir, la llevé a la baranda para que contemplara las vistas. Ella se asomó y dijo: «Es muy hermosa nuestra ciudad, ¿verdad, hijo?». Desde la azotea se divisa un mar de luces y todo está en silencio, como muerto. Sólo de vez en cuando le asusta a uno el silbido de un tren. Cuando le mostré el Sagrado Corazón, se le alegró la cara y se santiguó: «Lo tenemos aquí cerquita, hijo. Casi al alcance de la mano», decía. La notaba sobrecogida porque el Sagrado Corazón, iluminado por una luz blanquecina, parece tal cual una aparición milagrosa.
20 agosto, miércoles
De día es aún más hermosa la vista de la ciudad. Al pie de la casa brillan los carriles de la estación y se divisa el movimiento de los trenes sin que se oiga su jadeo. La ciudad queda enfajada por el río y de la otra orilla hay un extenso campo de remolacha, protegido por unos tesos rojizos, salpicados de vides. En las otras direcciones, la ciudad se pierde en unos arrabales polvorientos.
Melecio pasó la tarde en casa. Anduvimos recargando. Parece que lo de la codorniz es un hecho. Sacamos una mesa a la azotea y allí estuvimos a la fresca. El perdigón sigue subiendo. Nos lo han cobrado a 22. Menos mal que para la codorniz ponemos media carga. Melecio se da buena maña para calcular la pólvora. Yo me limito a numerar las tapas y a rebordear los cartuchos cargados. Siempre que hago esto, sea donde quiera, me acuerdo de la primera vez que salí al campo con el padre, después que la guillotina de la imprenta le segó la mano. Marró una liebre que le arrancó de los mismos pies en unas pajas y tiró la escopeta. Luego se puso a llorar, se sentó en un mojón y me dijo: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Yo le pregunté: «¿Se puede cazar con una sola mano, padre?». Él dijo: «Por lo visto, no». A partir de aquel día empezó a consumirse y se nos fue en tres meses. ¡Qué cosas! Sólo contaba cincuenta y dos años. El médico decía: «Por más que le hurgo no le encuentro ningún mal». Mi madre dijo: «Es la pena, doctor». Y se murió y aún estamos aguardando el diagnóstico. Es chocante cómo cada vez que me siento a recargar me acuerdo del padre. Y también cuando me veo en el campo, con el sol arriba y un cansancio doloroso en los pies.
Al marchar Melecio, le pregunté dónde iríamos el domingo 24 y me dijo que ha oído que en Villatorán hay un corro grande de codornices. Iremos, pues, a Villatorán.
21 agosto, jueves
A la una fui a casa de Melecio a ver a la Doly. Está crecida la zorra de ella y tiene buena estampa. Estuve un rato enseñándola a cobrar con la boina vieja de Melecio. Pero ella lo echa a barato. Es un animal retozón y zalamero. O mucho me equivoco o no tiene casta. No volveremos a agarrar una perra como la Ina. Malas pulgas sí gastaba la condenada, pero conocía el oficio como nadie. Todavía recuerdo la perdiz alicorta que me cobró en lo de la Diputación. ¡Aquello eran vientos!
De regreso, me topé con la Modes. Al verme se echó a llorar. Siempre hace igual la chalada. Le dije que si a pedir limosna, y ella respondió que Serafín estaba enfermo. Me supuse que sería otra vez el vino, pero ella dijo que no, que esta vez tiene calentura. «¿Y el Seguro no paga?», dije yo. «Ése es otro cantar», respondió ella suspirando. Le di una pela, porque aunque le diese cinco sé que volverá mañana. A mi hermana le hizo la boca un ángel.
En el café estuve con la peña de Tochano. Parecen confabulados para no decir dónde piensan abrir la temporada. También yo me callé que en Villatorán hay un corro grande. Si quieren codornices, que las busquen. De todas formas no creo que Tochano y su partida se conformen con matar pajaritos el domingo. O mucho me equivoco o irán a la linde de lo de Muro, a las liebres. Jugué la partida con ellos y palmó el Pepe los cafés. Como acostumbra, lo anotó en cuenta. Don David no le puso buena cara.
22 agosto, viernes
He pasado un rebufe del demonio. Encontré llorando a la madre al regresar del café y me dijo que la hija segunda del señor Moro la había llamado tía. Le dije que se explicase y me dijo que desde hace cuatro días las hijas del señor Moro cuelgan la ropa en nuestro tendedero y hoy nos arrancaron un palo. Me endemonió la cosa, pues hace una semana me tiré la tarde colocando el alambre. Como no me gusta andar con tapujos pasé a casa del señor Moro y le dije que, con todos los respetos a su edad, no estaba dispuesto a molerme para él y los suyos. Las tres candajos de sus hijas vinieron a mí como tres furias y me dijeron que me explicara. Yo me expliqué a mi modo, y la Carmina, al concluir, me chilló que podía meterme el tendedero en el culo. El candongo del señor Moro me dijo que lo que yo decía no era cierto y que el tendedero lo había arrancado el viento. Fuera de tino le pregunté que qué viento. Él me pasó a la habitación vecina y me salió con que si yo había caído aquí al olor de la conserjería. «Vamos, vamos, ¿es eso?», le dije. Él me dijo entonces que tenía muchos años y sabe que nadie dejaría el Instituto por esto si no esperara un ascenso. «Yo no vine aquí a hocicar —dije lealmente—. Eso no quita para que si don Basilio me ofrece la conserjería le vaya a arrugar el morro». El viejo empezó con que don Basilio le tiene aquí y que si el cargo lo dan por antigüedad, como debe ser, yo no pinto aquí nada. Me recomió el retintín y le contesté que no estaba allí para hablar de la conserjería sino del tendedero y que, aunque joven, no me gusta que nadie se me siente en la barriga. Le dejé con la palabra en la boca.
He estado un rato en la azotea contemplando las luces de la ciudad.
23 agosto, sábado
Tengo un remusguillo dentro del cuerpo que no me lamo. He sacado a la cocina las botas, los pantalones de dril, la camisa vieja, la canana, la percha y la escopeta. No quisiera despertar a la vieja cuando salga de madrugada. Melecio estuvo aquí por la mañana y por la tarde. Con unas puntas afirmamos el cajoncito en el soporte de la bicicleta. Melecio trajo los pistones que nos recargaron en la cárcel. Supone una buena economía porque hoy día los pistones son un renglón. Le pregunté a Melecio si sabía dónde iban los de Tochano y piensa lo mismo que yo: que saldrán a las liebres. Le dije que si la Doly no se asustaría de ir en el soporte y me contestó que no lo cree fácil. Cuando se fue, estuve quitándole la grasa a la escopeta y me acosté temprano; pero, como me olía, no me pude dormir. No sé por qué me viene a la sesera cada vez que se abre la temporada la perdiz aquella de Villalba; la que me hizo la torre. La condenada no llevaba sino un perdigón en la cabeza. Le pegué a cincuenta metros cuando menos. He pensado en ella y luego he pensado en cuando yo era chico y dejaba los tiros cortos. Don Florián, el cura párroco del Carmen, se hartaba de decirme: «No es eso, mozo. No pares la escopeta cuando oprimas el gatillo. De otro modo, adelanta el tiro para que la pieza se encuentre con él». Pero yo no podía seguir sus instrucciones porque arrancarme la pieza y perder la cabeza era todo uno. Él decía: «Si no sabes reportarte es mejor que cuelgues la escopeta, mozo». Yo lloraba por las noches y me decía que nunca sería un buen cazador. Alguna vez, de casualidad, yo cobraba una caza y entonces la apretaba el pecho con toda el alma y encontraba un placer dañino en verla abrir y cerrar la boca en los estertores de la agonía. Y me gustaba ver mis manos untadas de sangre. Ahora, cada vez que encuentro a don Florián, inflo el pecho. Va y me dice: «¡Quién me iba a decir a mí que aquel rapaz sería con el tiempo la mejor escopeta de la provincia!». Yo lo echo a barato: «¡Qué cosas tiene, don Florián! ¡Qué más quisiera yo!». Él me da unos golpecitos en la espalda: «¿Quién si no?». «Docenas, señor cura. Hay docenas de ellos que funcionan mejor que yo». Y él pone una sonrisa resignada. Yo pienso que el día que me ocurra lo que a él, que el reúma o el asma o la historia no me dejen salir al campo, me moriré de asco. Como el padre. Eso es, igual que el padre. Voy a intentar dormir, aunque de seguro volverá la perdiz aquella de Villalba. A las seis he quedado con Melecio frente a la botica de Creus.
24 agosto, domingo
El corro de Villatorán debió subirse al páramo. Ha cedido un poco el calor y la codorniz es muy sensible al cambio. En la huerta se constipa en días así. Por lo que he podido oír, casi todos los excursionistas se quedaron a la luna de Valencia. Decididamente no hay codorniz este año. Melecio me recordaba la primera salida del año pasado en la que cobramos 116. Hoy hicimos 21, pero después de un buen jabón. Claro que la Doly es nueva y no parece le sobren vientos. En el arroyo trabajó mal y únicamente hizo tres muestras, una de ellas a una calandria. Mala cosa para un pointer, aunque sea nuevo, hacerle una muestra a una calandria. Melecio hizo 11 y yo sólo 10. Claro que tiré cuatro tiros menos. De salida hice un doblete junto a una morena que me llevó a pensar que las cosas rodarían bien, pero que si quieres. De todos modos ha sido un buen día. Salir al campo a las seis de la mañana en un día de agosto no puede compararse con nada. Huelen los pinos y parece que uno estuviera estrenando el mundo. Tal cual si uno fuera Dios. La Doly se arrojó dos veces del soporte y terminamos por amarrarla. El bicho regresó reventado.
25 agosto, lunes
Vino la Modes después de comer y volvió a echar unas lágrimas. Cuando se calmó dijo que le gustaba la situación de nuestra casa. La madre se va haciendo y dice que si no fuera por la vecindad del señor Moro y los suyos aguantaría. Ha cogido la costumbre de la mujer de Ladislao y todas las mañanas un ciento de gorriones la esperan en la azotea. Alguna tarde viene la señora Rufina a hacerle la tertulia. Sacan dos sillas a la azotea y no cesan de charlar. Otros días va la madre a casa de ella para ver pasar la gente. A la Modes le dije que escribiera a Tino, que está en mejores condiciones que nosotros para ayudarla. Tino, de churrero en Madrid, y sin familia, vive como un patriarca. Las Navidades últimas le habló a la madre de sacar un chiquillo del hospicio. La Modes me dijo que escribió a Florentino pero que, como acostumbra, se había hecho el roncero. Fue entonces cuando le dije que por qué no le dejaba uno de sus chiquillos. Se puso burra y dijo que antes los despachaba a todos que darle uno a Tino. Le pregunté la razón y me dijo que no me hiciera de nuevas, que yo sé lo mismo que ella que Florentino mete en casa a mujeres de la vida.
En el café pregunté a Tochano por su excursión. Como me olía, estuvieron en lo de Muro, a las liebres. Llevaban hechas dos cuando les salió la pareja y tuvieron que tirarlas. Luego no encontraron más que una. En resumidas cuentas, perdieron el día. Le pregunté si quería venir conmigo a Herrera, a las torcaces, un día de labor. Respondió que a las torcaces no hay quien les meta mano una vez que oyen un tiro. A pesar de lo que dice, yo iré a los pinares de Herrera antes de que empiecen los exámenes. Mal ha de darse para no colgar media docena.
A última hora caí por casa de Melecio. No estaba él y pasé un rato con el Mele enseñando a la Doly a cobrar. Luego el Mele me pidió que le contase cosas de pájaros. Le conté otra vez lo del alcaraván y la lagartija.
La madre me dice que en casa del señor Moro tuvieron barullo esta tarde porque es el santo de una de las chicas.
26 agosto, martes
Me pasé el día yendo y viniendo a la tienda de don Rafael para que firme unos traslados. Es la primera vez que veo a un Secretario despachar los asuntos oficiales sin moverse de su almacén. Este don Rafael me va a hacer la tana. Ir y volver a la tienda le lleva a uno media hora larga. El señor Moro me dice que podíamos organizar el servicio por viajes, por días o por semanas; como a mí me pete. Yo prefiero por días, porque así durante las vacaciones no necesito aguardar una semana para salir al campo. Le pareció bien. El tío candongo no me habló una palabra de la conserjería. Bueno está lo bueno.
28 agosto, jueves
En la vida pasaré un trago como el de hoy. Me sorprendió la pareja en un pinar y llevaba a la espalda una liebre como un burro. Bien sabe Dios que salí a las torcaces, pero la tía se me arrancó en la linde de un majuelo, tan clara y tan pausadita, que no me pude reprimir. Le solté el izquierdo porque iba un si es no es larga y la dejé seca. El tiro le cogió la chola y sangraba a chorros. Me asusté porque la socia pesaba sus buenos tres kilos y hacía un bulto del diablo. Pensé que era mejor dejar las torcaces para otro día y volverme arreando a la bicicleta. Yo sabía que en Herrera hay cuartelillo, pero confiaba en que la pareja anduviera de servicio en la carretera. De todas formas, si no es por la mierda de la tamuja ellos ni se enteran. Pero la tamuja crujió al pisar y entonces ellos me sisearon. Me acerqué temblando como si acabara de matar a un hombre. El cabo me preguntó si no sabía que aún no es tiempo de caza y le respondí que había salido a las torcaces. Tenía las manos de sangre y no sabía dónde meterlas. «Ha tirado ahí arriba, ¿no?», preguntó el cabo. «Tiré una torcaz y se me fue de riñones. ¡Son duras las condenadas!», le dije. Yo le sonreía, pero el tío tenía cara de estreñido. Le ofrecí un cigarro, pero no tragó y dijo que no fumaba. Yo no hacía más que pensar si Aquilino tendría autoridad para sacarme del aprieto. Luego dijo el cabo que según la Ley de Caza no puede cazarse donde haya frutos pendientes. «Son negrales estos; no dan más que resina», dije. «Aunque así sea», dijo el cabo. Y luego añadió: «Saque usted…». Y yo pensé que iba a decir: «la liebre del zurrón», pero dijo: «… los papeles». Se los mostré sin abrir la mano para que no viera la sangre. «Bueno», dijo mirándoles por encima. La liebre me pesaba una tonelada y pensé que no podía darme media vuelta mientras ellos siguieran mirando. Tampoco me petaba que me hiciera más preguntas el cabo y le pregunté, para distraerle, si conocía a un brigada que se llama Aquilino. Me dijo que dónde andaba y le respondí que en la capital. «Aquilino ¿qué?», dijo él, entonces. «Pérez. Es primo de mi madre». El cabo llamó al otro y le preguntó si conocía al brigada Aquilino Pérez. El otro encogió los hombros. Me vi mal otra vez y entonces se me ocurrió contarles lo de la mujer soldado. Le interesó el asunto al cabo y me hizo muchas preguntas. «Cumplía por un hermano», dije. «¿Y el hermano?», preguntó el cabo. «Es desertor», dije. El cabo sonrió al fin y empezó a pesarme menos la liebre en la espalda. ¡La madre que le echó! Hasta las tres no llegué a la bicicleta. La madre ya había dado recado a Melecio. Me he metido en la cama sin comer. La liebre ha pesado tres kilos menos cien gramos.
29 agosto, viernes
Desde hace cuatro días me estoy dejando bigote. Arranca un poco ralillo, pero me da cierta apariencia. No tiene razón de ser, pero sale más recio del lado izquierdo. Claro que también el brazo y el pecho izquierdo los tengo más desarrollados que los derechos. Es natural siendo zurdo, pero no parece claro que lo del bigote tenga nada que ver con esto.
Don Basilio, el director, echó esta mañana un buen rapapolvo a José el de Secretaría. Don Basilio si se atocina saca una voz chillona de pendoncete. José me dijo luego que él conoce a don Basilio y estas peteras no se las toma en cuenta.
No he visto a Melecio en todo el día. Realmente la sierra y los conejos, luego, no le dejan tiempo ni para echar un vaso.
30 agosto, sábado
La Sociedad de Cazadores era esta tarde una olla de grillos. El presidente leyó un escrito para la prensa contra los cazadores desaprensivos. El artículo estaba bien traído y viene a decir que si los cazadores no respetamos la veda acabaremos con la gallina de los huevos de oro. El domingo los civiles hicieron una redada en el rapidillo y el que más y el que menos traía las manos manchadas. Se incautaron de veinticinco escopetas y ciento veintitrés cazas. He de ver a Aquilino. Uno de estos birlochos llevaba seis pollos de perdiz del tamaño de gorriones. Como el presidente dice, esto no se explica si no es por el placer de hacer daño. Según los informes, diez de las liebres estaban preñadas y veintitrés criando. A tres crías por término medio, resulta que los daños causados por esta bazofia son, además de las treinta y tres hembras muertas, las noventa y nueve crías que no nacerán o no podrán vivir sin la teta. Me dijeron si quería firmar al pie del escrito y no me hice de rogar. Hay que terminar con esa canalla.
El Pepe dijo en el café que a ver quién es el guapo que yendo de codornices se quita la gorra ante una liebre que se le enreda en los pies. Yo me cabreé y le contesté que el que no sepa reportarse que se quede en casa. Tochano dijo que para tanto como eso es mejor que no se abra la veda mientras no se pueda tirar a todo. Yo dije: «A ver qué codornices cazas tú en octubre». Él se sulfuró y terminó diciendo que por su parte las codornices podían morirse todas.
31 agosto, domingo
Hoy hicimos veinticinco pájaros sin movernos de un garbanzal y sin perder tiro. Estuvimos en lo de Ortega, junto al Duero, en una vega muy fresca. La Doly va espabilando. Cobra cuando quiere, pero tiene la boca dura y machuca los pájaros. Hizo cuatro posturas de tente y no te menees. Melecio llevó al Mele en la barra y el chiquillo se ensució los calzones. No debimos dejarle beber de la bota.
De vuelta, me dijo la madre que han robado el pellejo de la liebre de la ventana donde lo puso a secar. No es el valor del pellejo sino la acción lo que me giba. Pensé pasar sin más a casa del señor Moro y preguntarle para qué quería en casa un pellejo más, pero lo pensé mejor y me fui donde Tochano a pedirle el Sol. El Sol tiene unos vientos muy vivos. Tochano no había regresado y le esperé cosa de media hora. Al fin llegó con dos pollos de perdiz en el morral. Me dijo que las parejas andan muy movidas este año. Encontraron dos durante el día. Luego me preguntó para qué quería el Sol y se lo dije. El animal estaba cansado, pero no bien le dieron los vientos se coló en casa del señor Moro y salió con el pellejo en la boca. La candaja de la Carmina apareció detrás con la escoba en alto. Al verme tiró la escoba y se colocó en jarras. «¿Qué?», dijo en plan chulo. «Este pellejo tiene dueño», dije tranquilamente, quitándoselo al Sol de la boca. «¿Y quién ha metido esa basura en casa, si puede saberse?», dijo ella con el mayor cinismo. «Eso me pregunto yo», dije. «Habrá sido ese cochino perro, que como vuelva a echarle el ojo le parto los hocicos de un escobazo», dijo ella. Me estaba jorobando ya la tal Carmina. Dije: «El perro lo ha sacado, no lo ha metido». «Vamos, ¿es que ahora va a resultar que me he pringado en ese pellejo apestoso?», dijo la tía a voces. Salió el señor Moro y por buenas componendas le dije que a la próxima se enteraría don Basilio. Él sonrió y dijo que si llamaba a un guardia, ¿qué? Dije un poco cortado: «No quiero líos, señor Moro; bien claro se lo dije el primer día». No tuve ganas de darme otro paseo y le eché al Sol unos mendrugos y le extendí una arpillera para que durmiera en la azotea.