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Parlamento final

Allegro ma non troppo

Me prohibió quejarme. Lo dijo bien claro, ya le avisé, Blanco, que esta herida no se le iba a curar persiguiendo malvados, rescatando muchachas ni quemando chalés, ahora se me aguanta; si le duele, ajo y agua. Y no me quejé. Asumí la imprudencia, tiene razón, doctor Jiménez, pero alguien debía hacerlo y yo estaba más cerca. El hombre apretó fuerte —acaso más de lo necesario para recalcar que, allí, quien mandaba era él— los vendajes. Me extendió un ungüento frío por la ceja y por el cuello. La ceja había sanado. Ni la sentí. Pero descubrí un escozor nuevo en el pescuezo. Mi exposición al fuego no me había salido gratis. Tenía ligeras erosiones. Leves quemaduras detrás de la oreja. Cuando el médico acabó de aplicarme la pomada, volvió a reprenderme, esto le pasa por jugar a Dios. Y yo, ¿qué tiene que ver Dios en esta historia? Y él, que usted, como Él, resuelve un crimen en seis días, y, al séptimo, viene a descansar.

La luz del mediodía se colaba por entre las rendijas de las persianas dejando en la habitación un rastro de penumbra intercalada. Jiménez alargaba su visita más de lo que solía con sus otros pacientes. Me imaginé que esa demora tenía que ver con la curiosidad. La prensa hablaba de la noche de Santa Águeda. De una muerte. De una chica. De dos locos pirómanos. Pero dejaba alguna página en blanco. Y el doctor quería aprovechar mi convalecencia para rellenarla.

—¿Puedo preguntarle por la muchacha del periódico? No me crea un cotilla. Es que me pareció tan hermosa y tan delicada. Me recuerda a alguien, una actriz tal vez, pero no estoy seguro.

—Eso suele ocurrirle a quienes la conocen. Se llama Juliette Legrand. Y sí que es hermosa. Y una magnífica viola además. Le aseguro que, si logra superar este disgusto, tiene un futuro espléndido…

Juliette estaría en aquel momento en las nubes. Así: en toda la acepción del término. En un avión rumbo a Milán. Y en un lánguido estado emocional. Lo último que vi de ella fueron sus ojos tristes. No se despidió. ¿Qué iba a decirme? No tenía fuerzas ni para dar las gracias. Su mirada me compensó. Mientras un policía la acompañaba al coche y le abría la puerta y le advertía, cuidado con la cabeza, y esperaba a que entrara, ella miraba al suelo. Luego, a través del cristal de la ventana, me buscó con la vista. Me encontró junto a Álvarez. Y me dejó el recuerdo de una lágrima tibia resbalando por el tobogán de su mejilla.

—Un futuro espléndido. Sí. Mejor que el de sus dos colegas, seguro.

—Bueno. Schulman y Heynes eran dos grandes de la música clásica. Los aguarda la historia. Antes de eso, claro, sus cuerpos deberán soportar media docena de trámites burocráticos. Pero no lo dude, Jiménez: dentro de una semana serán recibidos en algún aeropuerto de Estados Unidos con música y banderas y flores y alharacas. Ya sabe cómo son los norteamericanos para esas cosas.

—Óigame, Blanco. Que aquí también respetamos a nuestras figuras. No olvide que el Auditorio se llama Alfredo Kraus.

—Es cierto, doctor, pero a nosotros no nos va tanto la bulla. Enterramos a nuestros muertos en familia. Y, hablando de muertos, dígame: ¿cuánto tiempo tengo que estar aquí?

—¿Ya está quejándose? Me prometió que aguantaría el tratamiento hasta el final. Fuera el tiempo que fuera. Además, no me llore, caramba. En la ciento catorce está el secretario del consulado. A ese pobre sí que le queda un calvario. No vea usted cómo tiene la ingle. Guillermo Seco. Por un centímetro no se queda en Guillermina.

—Se llama Gustavo. Pero es un tipo tan sumamente desabrido que todos olvidan su nombre. Y, créame, aunque su delito no pasa de encubrimiento, no sé si preferiría el cambio de sexo porque le espera una temporadita en remojo.

—A quien tenían que haber cogido era al cónsul. Menudo cabrón asesino. Mire que cargarse a los pobres músicos. Y sin ningún miramiento. Hay que estar chalado. Dice el periódico que logró escapar del incendio. Que tenía algún cómplice aguardándolo en el aeropuerto. Y que a estas alturas ya estará en alguna isla perdida del Pacífico. ¿Qué cosas, verdad? Un tipo con dinero. Culto. Con clase. Un melómano. ¿Qué necesidad tenía de matar a Schulman y a Heynes?

La política es como el patio de mi casa. Llueve y no se moja. Tiene una manera muy particular para solucionar los problemas. El caso se nos había ido de las manos. Nos había superado. Tras el incendio, el Gobierno norteamericano solicitó discreción al español. Éste mandó recado al juez Tejera. Su Señoría —ya habíamos visto cómo se las ingeniaba para salir de los atascos— le paso la papa caliente al director del periódico donde trabajaba Tomás. No podían permitirse dos escándalos en la misma noticia. Le dio a elegir un asesino: el cónsul o el clarinetista. Y, dado que el cónsul ya era un fantasma a quien nadie apenas conocía, decidieron echarle todos los muertos: Schulman y, de paso, para que la historia les cuadrara, Heynes.

—¿Qué necesidad tenía? Usted debe saber mejor que yo que la mente humana es enrevesada. ¿Cualquiera sabe lo que le pasaría por la cabeza cuando los asesinó? A lo mejor, es que desafinaban.

—Seguro, ja, ja. Bien, señor Blanco, esto ya está. Tiene visita, pero le he dicho que sólo le permito cinco minutos. Usted necesita reposo.

—Muchas gracias, doctor.

Mi amigo venía cariacontecido. Había tenido un día para olvidar. Secuestrado. Golpeado. Disparado. Casi incinerado. Y, aunque esperaba ser el portador de una gran exclusiva, al final había tenido que morderse la lengua. La diplomacia había hallado una solución muy conveniente. Para todos. Excepto para Tomás Rivero Morote.

—¿Cómo andas, Ricardo?

—Por lo que he oído, mejor que tú.

—¿Ya te has enterado?

—Después de la luz, lo que más corre es el chisme. Siento que no haya salido la cosa como esperabas. Pero con despedirte del periódico no solucionas nada.

—Bah. Estoy harto de toda esta mierda, Ricardo. Se deja uno las pestañas persiguiendo la verdad y, al final, la verdad es lo que menos interesa.

—Tú conoces la verdad. Eso es lo que debería importante.

—¿Y el público?

—El público es demasiado novelero. Acabo de hablar con el médico que me atiende. Está entusiasmado con la trola que contaste en el reportaje. Estoy seguro de que la verdad le hubiera gustado mucho menos.

—Por eso lo dejo. Paso de jugarme la vida para que se queden con verdades a medias. ¿Quieren chismes? Pues les daremos chismes. ¿No sabes? Hay una editorial interesada en comprarme la historia. Me adelantan una buena pasta a cuenta de los derechos de autor.

—¿Te vas a hacer escritor? No es mala cosa. Ligarás más que de reportero. Mira Pérez-Reverte, nadando en el euro.

—Anda que no me queda nada para llegar a Pérez-Reverte.

—¿Cómo te crees que empezó él? Se peleó con todo Dios y los mandó al carajo. Les hizo un corte de mangas. Y ahora es su propio jefe, que es el sueño de todo trabajador.

—Ya. Bueno. Sólo venía a saber cómo andabas. Y ya veo que sobrevivirás. Se me pasaron los cinco minutos.

—Gracias por venir, Tomás. Y mucha suerte. Espero ser el primero en leer tu novela.

—¿Leerla? Pienso hacerte protagonista, ja, ja. Ya te contaré. Oye, ¿creo que tienes un abuelo por ahí? ¿Quieres que vaya a verlo o que lo llame?

—¿Qué dices? Ni loco. Déjalo estar, Rivero. Tú no sabes el genio que tiene el condenado viejo.

Cuando se fue Tomás, encendí la lamparilla. Pulsé el botón para elevar la cama. Doblé las almohadas. Abrí la mochila que me había traído conmigo al hospital. Saqué un libro. Una petaca de whisky a medio vaciar. Y, con una semana de retraso, me dispuse a releer, de un tirón, ya sin interrupciones, sin llamadas a deshora, sin muertos, sin mentiras, sin dudas, sin violas canadienses ni clarinetistas californianos, la novela que tanto me había emocionado en mis años de instituto: «En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser escritor…».