16

La maldición de Dédalo

A falta de otra alternativa, hube de citarlo en la calle del consulado. Era peligroso, después de la advertencia pública del juez Tejera, pero no tenía opción. No sabía por dónde empezar a buscar. Gustavo Seco había dicho que Quinland vivía en las afueras, cerca de Santa Brígida, pero aquello es terreno difícil de rastrear de noche. Campo abierto. Malo para cazar a un animal escurridizo. Necesitábamos sacarlo de la madriguera. Antes de la cita, llamé a un amigo, experto en electrónica, para pedirle asesoramiento. No sólo me orientó, sino que me prestó, bajo juramento de devolvérselo intacto, un artilugio que podría serme útil esa noche. Cuando llegué, Tomás ya estaba allí. Sentado en su carraca. Con los faros apagados. Tomándose un carajillo —el olor a coñac lo delataba— en un vaso de plástico. Le pedí que estacionara el coche unos metros más atrás. En el principio de la calle. Justo en una esquina iluminada por una farola. Rivero me miró desconcertado, tú sabrás, Ricardo, pero aquí no vemos nada y ellos a nosotros sí. Me agaché. Con una navaja me abrí paso en el corazón de la farola y le fundí los plomos, ahora somos tan invisibles como ellos. El periodista esbozó una sonrisa socarrona, ¿eso es legal? Y yo, con un breve gesto de hombros, no, pero si nos agarran, no creo que empeore mucho la cosa.

El edificio estaba cerrado. Decidí rodearlo con cuidado de no despertar sospechas en el vecindario ni de alertar a las cámaras de seguridad. Ninguna habitación parecía viva. Las ventanas trancadas. Las cortinas corridas. No había luz ni movimiento en la casa. Volví al coche, pero antes de entrar utilicé el pequeño aparato que me habían prestado. Nada más enfilarlo hacia la verja y apretar el botón, saltó la alarma, un zumbido chinchoso e intermitente que hizo que medio vecindario se asomara a las ventanas a ver qué ocurría. El periodista se frotó las manos nervioso, para querer pasar inadvertidos, m’ijo, menudo espectáculo hemos montado. Lo tranquilicé, no te apures, Tomás, estamos lo suficientemente lejos para que nadie repare en nosotros, ahora hay que tener paciencia. Y él, amagando con encender la radio, ¿de cuánta paciencia hablamos? Y yo, impidiéndoselo, eso depende de lo que tarde en llegar la guardia del consulado. Y él, volviendo a su carajillo, ¿cómo sabes que vendrán ellos y no la policía? Y yo, reclinando el sillón, porque la policía no tiene jurisdicción en un edificio como ése; además, lo último que querrían es implicar a los nuestros. Y él, alzando la voz, ¿los nuestros?, por lo que tengo entendido los nuestros no te quieren demasiado. Y yo, serenándolo, shss, calla, hombre, no seas bruto, que te van a oír; y no deberías creer todo lo que dicen por ahí.

Tres cuartos de hora y trece coches más tarde —Rivero no dejó de avisarme cada vez que se acercaba uno, incluido el de una pareja de enamorados que aparcó delante de nosotros— se terminó la espera. Un vehículo oficial azul marino, posiblemente el mismo que recogió a Juliette y a Heynes en el hotel, se detuvo delante de la verja del consulado. Dos hombres salieron. Uno de ellos, el más alto, el negro, abrió la valla y entró en el jardín, mientras el otro se quedaba vigilando afuera. Le susurré a mi acompañante que encendiera el motor. Que dejara las luces como estaban. Y que estuviera dispuesto a una señal mía para arrancar. Cinco minutos después la alarma dejó de retumbar. Y el hombre alto volvió a salir. Cerró la verja. Echó un vistazo alrededor. Se quedó mirando hacia donde estábamos. Y comenzó a andar hasta nosotros. Contuvimos la respiración. ¿Nos habría visto desde donde estaba? El guardia seguía andando en dirección a la farola rota. Tomás echó mano de un palo que tenía a su izquierda, en los bajos de su puerta, como este tipo se acerque a la ventanilla, por Dios muerto que se queda sin dientes como yo me quedé sin abuela. Pero el hombre alto se detuvo en el coche de los enamorados. Fisgoneó en el interior. Se disculpó con un movimiento de manos ante los ocupantes, a quienes había soliviantado de un modo notorio. Regresó a donde estaba su acompañante. Y le ordenó que entrase en el coche. Cuando giraron a la izquierda, le di la señal a mi nuevo socio, vamos allá, enciende la luz corta, mantente a esta distancia, y cuida de no dar volantazos bruscos ni acelerones.

Los escoltamos a través de rondas y callejuelas durante diez minutos. Más de una vez ante el mismo árbol, la misma cabina de teléfonos, el mismo contenedor de basuras. Demasiado tiempo y demasiadas vueltas para mi estómago. No hacía falta ser muy listo para entender que aquello era una estratagema —no esperaba menos: se suponía que eran agentes experimentados— para comprobar si alguien los seguía. Comprendí que tendríamos que variar de táctica, antes de que notaran nuestra presencia. Revoqué la orden al periodista, vamos a hacer otra cosa, Tomás: si ésos no nos van a llevar a Quinland, no nos sirven de nada; así que olvídate de ellos, coge la siguiente a la derecha y baja hasta la avenida marítima; los esperaremos en el Teatro Pérez Galdós. A Rivero le nació una duda en el entrecejo, pero ¿es que sabes adónde van?, ¿entonces qué coño hacemos jugando al escondite inglés con dos tipos armados hasta la bragueta? Y yo tuve que disipársela, sé el camino que tomarán, pero no el destino; Seco dijo que la casa del cónsul estaba por Santa Brígida, pero no si antes o después, si a la derecha o a la izquierda de la carretera, si subiendo o bajando un risco. A mi hombre, por la cara de asombro que puso, se le debieron de abrir las heridas del recuerdo, de cuando reportero de guerra, de cuando creyó, se sintió y prefirió estar muerto, mierda, mierda, estamos en la mierda, Ricardo, ¿a Santa Brígida?, aquello es como la selva, muchacho, allí por mucho que grites no te oye nadie. Y yo, intentando aparentar una calma que empezaba a faltarme, pues te jeringas, chico, ya te advertí que podía ser peligroso, si te vas a rajar, dilo, que aún estamos a tiempo de ir a buscar mi coche. Y él, fingiéndose ofendido, jamás y nunca he dejado a un colega en la estacada, ¿estamos?, y no lo voy a hacer ahora; pero, si vamos a ir tan lejos, no podemos esperarlos en el teatro, porque con este trasto los perderíamos por el camino; lo mejor es tirar para arriba despacito hasta que nos adelanten, ¿y entonces?, entonces reza para que a ellos no les de por embalarse y a mí no se me haya olvidado conducir.

Me pareció razonable. Aunque su propuesta tenía un riesgo: que los guardias del consulado no tuvieran previsto ir a casa de Quinland y perdiéramos el viaje. Sin embargo, no podíamos hacer otra cosa. Pasarnos media noche dando vueltas a la manzana detrás del coche del consulado no tenía sentido. Salimos de la ciudad poco antes de las nueve y media. Rivero puso un rumbo de crucero de sesenta por hora, para darles tiempo a los perseguidos —ya del todo perseguidores— a que nos alcanzaran. Durante el trayecto hablamos más bien poco. Cada uno embelesado en sus propios temores, pero cuidando de que no se nos escapara ningún detalle. Fue Tomás quien los vio primero. Por el retrovisor. No tuvo que decirme nada. Cuando lo vi recoger la marcha para que su cacharro cogiera resuello, comprendí que empezaba lo bueno. Dentro de lo que cabe, tuvimos suerte. Nos adelantaron a una velocidad discreta que mi amigo pudo mantener sin ponernos en peligro. Otros vehículos nos adelantaron también, lo que nos daba un margen de seguridad. Por muy desconfiados que fueran los agentes, no podían olerse nuestra presencia tres coches por detrás.

Se desviaron de la carretera poco antes de llegar a Santa Brígida. Había un camino estrecho y sin asfaltar que se perdía, a la derecha, por entre una arboleda. Seguimos, más que el rastro luminoso, una estela de polvo que nublaba el sendero. El periodista se condujo como un experto. Sin ruidos. A media luz. Deteniéndose en cada bifurcación para observar el terreno. De repente, se detuvo en el margen izquierdo, entre dos rocas empinadas. Apagó el motor y los faros. Y señaló una veredita en la que yo no había reparado. A unos ochenta metros, frente a una quinta rústica de madera con tejado a dos aguas, el vehículo del consulado se había detenido. Los dos hombres estaban entrando en el caserón. Rivero me ofreció una sonrisa nerviosa, tú mandas, Ricardo; ¿ahora qué hacemos? Abrí mi puerta. Salí. Cerré sin hacer ruido. Y esperé a que Tomás hiciera lo mismo y se colocara a mi lado para contestar, ahora nos va a hacer falta mucha suerte y, puestos a pedir, el palo que tienes en el coche por si la suerte necesita ayuda. Él regresó a buscarlo y, de paso, se trajo también un cuchillo de monte que escondía en la guantera. No quise preguntar para qué —o para quién— lo guardaba, a caballo regalado no se le mira el diente. Pero, por si las moscas, elegí el palo. No me hubiera sentido cómodo con lo otro. Mi cuerpo tenía tanta memoria de puñales y navajas como un romance de Lorca. Echamos a andar muy despacio. Quizá pensáramos que íbamos a cruzar un campo de minas. Quizá fuéramos a cruzarlo de verdad. El caso es que, instintivamente, cada uno eligió un margen del camino, como si siguiésemos una estrategia militar.

Llegamos a la altura de la casa. Junto al coche que habíamos seguido, había otro aparcado. Una lujosa furgoneta de color rojo metálico. La pared exterior de la quinta debía de medir quince metros. El fondo parecía excavado en la roca. Y, a nuestra derecha, la terraza se columpiaba peligrosamente sobre un risco. Tenía razón Tomás: nos habíamos metido en la mierda. Si nos acercábamos por detrás, quedaríamos atrapados en una ratonera. Y, si lo intentábamos por el mirador, colgados sobre un barranco de treinta o cuarenta metros. Nos habían dejado la solución más disparatada: la puerta. A primera vista, no había nadie de guardia. Le pedí al periodista que esperara escondido tras la furgoneta. Mi ayudante intentó amotinarse, ¿por qué me quedo yo? Zanjé la cuestión con algo de incienso y coba, porque, si me ocurre algo, tú lo contarás mejor.

Me acerqué a comprobar si tenían cámaras de vigilancia. No las vi. Agazapado, fui recorriendo las ventanas una a una para contar las sombras de la planta baja. Había dos en la cocina —a los guardias les había dado apetito el viaje a Las Palmas de ida y vuelta— y una en el salón, en un sofá, delante de la tele. En la esquina que daba a la terraza, se levantaba un entramado de hierros, instalado para sustentar las parras. No era de extrañar con un dueño cosechero. Probé si el enrejado soportaba mi peso. Chirrió algo, para desasosiego de Tomás, pero se mantuvo firme. Afianzado en lo alto pude llegar al ventanal de una amplia habitación. Me alongué lo preciso para contar dos sombras más: una tendida en la cama y otra, leyendo bajo una lámpara de pie, en un sillón gemelo con el que había descubierto en los aposentos privados del cónsul. Volví a bajar y me reuní de nuevo con mi socio, que ya estaba empezando a dudar si había sido buena idea el acompañarme en aquella aventura.

En el bolsillo de la chaqueta aún guardaba el aparato distorsionador que me había prestado mi amigo informático. Se lo puse en la mano a Tomás. Le expliqué con exactitud su funcionamiento. Y, de paso, mi plan, tu trabajo será simplemente pulsar el botoncito, esperar que salte la alarma, esconderte bien detrás de unos matojos y no respirar durante, pongamos, las próximas dos horas. Rivero no podía creerse que fuéramos a hacerlo, ¿de verdad vamos a entrometernos en semejante asunto?, ¿no sería mejor llamar a la policía?, ah, no hay tiempo, bueno, y, como dijo la ratita presumida, ¿tú qué harás esta noche, Ricardillo? Se lo conté, con más pelos que señales, verás, de todas las ventanas la única que está abierta es la de la cocina; yo esperaré debajo, cuando suene la alarma, los dos guardias saldrán disparados a comprobar qué ocurre, entonces entraré por allí, me esconderé donde pueda, y aguardaré a que oscurezca. Y él, desalentado, ¿qué dices?, pero si oscureció hace tres horas. Y yo, alentador, a que oscurezca dentro de la casa, totorota. Y él, todo pesimismo, estás loco, tío, te van a coger, tú no sabes lo que es un interrogatorio con picana, primero te mojan los huevos y luego… Y yo, puro atrevimiento, no me cogerán, no te desveles, ya me preocuparé yo de mis huevos, tú sólo haz tu trabajo y saldremos de ésta. Y él, pidiendo aire por señas, vamos a dejárselo a la policía, hombre, que a ellos les va en el sueldo, joder. Y yo, abriéndole una puerta para que respirara, mira, Tomás, haremos una cosa: cuando acabe el revuelo, cuando los tipos recompongan la alarma y vuelvan a la casa, tú coges el móvil y pides refuerzos al inspector Álvarez, ¿de acuerdo?, aquí te dejo su número, dile que la he cagado, él lo entenderá.

A pesar de todo, insistió en que llevara conmigo el cuchillo de monte, no más fuera para cuando tuviera que desatar a la chica. Jamás supo hasta qué punto esa insistencia suya nos salvó la vida. Cuando llegué a la pared exterior de la cocina, le hice una seña. Él activó la señal y un soniquete ronco de perro asmático revolucionó el silencio. Los policías, como yo esperaba, abandonaron la cena para ir a inspeccionar la causa de aquel jaleo. Yo empujé la ventana y salté dentro. La volví a dejar como estaba y busqué con la vista un rincón donde pudiera plantarme hasta la madrugada. La cocina no era demasiado grande. Muebles rústicos de madera y bronce, una mesa rectangular con dos banquetas, un botellero de metal, una esquinera alta. Y, de nuevo —se estaba convirtiendo en una manía—, puertas cerradas. La primera daba al pasillo por el que habían salido los escoltas. Descartada. La segunda a la despensa, un cubículo con baldas llenas de latas y botellas hasta la mitad, y un hueco algo más espacioso para guardar la fregona y el balde. Contraindicada. La tercera era la del comedor, una estancia algo mayor que la cocina con una mesa para diez comensales con sus correspondientes sillas, dos alacenas a través de cuyos cristales se apreciaba la vajilla y la cubertería de gala. También había una ventana que daba a la trasera de la quinta.

Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad, pude divisar afuera un discreto cenador con una pequeña glorieta rodeada de rosales. Y, dentro, otra puerta. Una desazón semejante a la que debió de sentir Dédalo se empezó a apoderar de mí. ¿Iba a acabar mis días en aquel laberinto? ¿A qué rey Minos le había tocado las narices para que me castigara con semejante mortificación? ¿Qué loco arquitecto se había empecinado en llenar de puertas todos los cuartos de aquel caso? Al menos, esta última era diferente. De cristal. Y corredera. La abrí con mucha prudencia para que no rechinara. Y me topé con un inmenso salón en forma de «ele». El palo corto era un despacho. Las luces apagadas. Una mesa en forma de media luna. Una silla ergonómica. Un ordenador. Estanterías llenas de libros. Un equipo de música. Y un piano formando ángulo con una de las esquinas. El palo largo era la pieza iluminada en la que, diez minutos antes, un hombre veía la televisión en el sofá. A todas éstas, la alarma había dejado de sonar y las voces se acercaban peligrosamente por el pasillo. Me había recorrido la planta baja entera y aún no había hallado un lugar donde esconderme. Tenía que decidirme.

Me pareció un detalle de buen gusto, una sutil alegoría que fuese un piano el que velase por mí, el que me protegiese. Me oculté, en el hueco triangular que me dejaba, a tiempo de oír llegar las voces al salón. Dos hombres discutían en inglés sobre algo que entendí a cuentagotas. Uno, a quien no pude reconocer, se lamentaba de la frecuencia con que se disparaban las alarmas últimamente en aquella isla. El otro, por cuyo acento almibarado pude distinguir a Gustavo Seco, respondía en tono irónico que era la misma frecuencia con que la gente moría o era raptada o resultaba herida. Uno hablaba de lealtades y de patriotismo. El otro de delitos y de crímenes. El secretario se notaba incómodo; forzado a seguirle el juego a su jefe, pero nada convencido. Me sentí mejor al saber que yo no era el único en la casa al que le horrorizaba lo que estaba ocurriendo. Pero esa amable sensación me iba a durar bien poco. Sólo hasta que el desconocido lanzó una pregunta que me congeló el pecho, who is Tomás Rivero?

¿Quién es Tomás Rivero? Ese interés repentino sólo podía significar una cosa: a mi socio lo habían atrapado. Después supe que por el motivo más grotesco del mundo. Cuando estaba agazapado detrás del matorral, lo llamaron por teléfono. El ruido ronco de la alarma se disipó. Pero dejó paso a otro más tenue, aunque perceptible, sobre el coro de grillos de la noche. Una versión ridícula y deformada del Himno a la alegría que le había grabado a Tomás en su móvil una novia suramericana para que nunca la olvidara. Y a fe que nunca, luego de ese día, la logró olvidar. Lo habían atrapado. Por eso nada más que dos voces regresaron al salón. Los escoltas debían de estar con el periodista. No quise ni pensar en lo que estaría sufriendo. Reviviendo otra noche de años atrás en una celda oscura de Caracas. La picana. La tortura. Todo por mi culpa. ¿Dónde lo tendrían? ¿En el vestíbulo? ¿En la cocina? ¿En las habitaciones superiores? Volví a la frase de Gustavo Seco, «era la misma frecuencia con que la gente moría o era raptada o resultaba herida». ¿En cuál de esas situaciones se encontraba Tomás Rivero? Me sentía oprimido. El piano había dejado de ser refugio alegórico para convertirse en prisión real. Tenía que hacer algo. Salir de allí cuanto antes. Ayudar a mi socio.

Logré rodar el piano, empujando con el cuerpo, apenas una baldosa. Lo justo para escapar a rastras de la esquina. A rastras, recorrer el despacho a oscuras. A rastras, abrir la puerta corredera que me llevó de nuevo al comedor. Una vez allí me aposté tras la entrada de la cocina, desde donde podría intuir los movimientos de los dos guardianes. Una voz gutural en un inglés renegado le preguntaba al periodista —imaginé a Rivero sentado en una de las banquetas, con las manos atadas a la espalda y un hilo de sangre saliendo de la boca, pero vivo: nadie le habla a un muerto de ese modo tan frío— qué hacía tan lejos de la redacción. Sabían que Tomás no actuaba solo. Y querían saber dónde estaba su compinche. El verdugo le decía que podría hacerle esa pregunta de una manera amable, delante de un buen vaso de vino, o desagradable, a golpe de culatazos. Que él, Rivero, podía decidirlo. Pero que lo decidiera pronto porque él, el verdugo, estaba empezando a impacientarse. Y que él, Rivero, no tenía idea de lo que él, el verdugo, era capaz de hacer cuando se impacientaba.

Estaba tan atento a lo que sucedía detrás de la puerta que descuidé la retaguardia de un modo, he de reconocerlo, temerario. Debí haberlo deducido. Para asustar a un hombre atado no hacía falta un pelotón. Y allí sólo hablaba uno de los guardias. Debí haber supuesto que el otro estaría buscándome. Y que, en una casa tan jeringadamente colmada de entradas y salidas, el peligro tenía por donde colarse. Para más inri, al arrastrarme hasta el comedor, había dejado la puerta corredera abierta, con lo que mi asaltante se coló sin hacer ningún ruido. Sólo puedo recordar un leve movimiento, una sombra clandestina a mis espaldas, y la ardiente y completa oscuridad.

La estancia donde desperté me era desconocida. Triste. Lóbrega. Húmeda. Hacía un frío de muerte. Me acordé —y eso no mejoró mi estado de ánimo— del depósito de cadáveres. Pero aquello era aún más deprimente. Las paredes estaban sin estucar y llenas de desconchados. Una bombilla pelada arrojaba una luz azul e irregular sobre la habitación. A la izquierda, una escalera de subida. A la derecha, el contador de luz de la casa y las costrosas cañerías del agua. Estábamos, sin duda, en un sótano. Pero eché en falta los trastos que dan vida a los sótanos de cualquier quinta: útiles de jardinería, un viejo somier apoyado en la pared, una bicicleta sin ruedas, una nevera antigua, cajones llenos de ropa y zapatos viejos. No había nada de eso. Era una cripta mutilada. Sin pasado ninguno. Nada raro considerando los bandazos del cónsul, un hombre al que le costaba tanto calentar cátedra. Me ardía la cabeza. No podía moverme. Estaba de pie, maniatado a uno de los postes que sustentaban la habitación. Me entró un golpe de tos. Mi carraspeo debió de despabilar a Tomás Rivero, a quien no podía ver, pero que se encontraba al otro lado de la columna. El periodista se interesó por mi salud. Se alegró de que aún conservara la cabeza sobre los hombros. Me contó la historia de su captura. Lo del puñetero móvil. Lo de los dos hombres lanzándose sobre él. Lo de su cara contra el barro. Lo de dos o tres guantazos para hacerle entender que iban en serio. Lo del cónsul y su secretario manteniéndose al margen, como si la cosa no fuera con ellos. Fuera de esa humillación, no tenía un rasguño. Incluso, cuando me cogieron a mí, le habían dado un vaso de vino y le habían dejado adecentarse la cara en el fregadero. Después nos habían bajado a la cripta. Nos habían amarrado a la columna. Y se habían ido.

—La cosa pinta mal, Ricardillo. No tuve tiempo de avisar a Álvarez.

—Lo supongo. Siento haberte metido en todo esto.

—Olvídalo. Tú no me metiste. Y habla bajo. Nos vigilan. Aquí sí hay cámara de seguridad. En el techo. Apuntando a nosotros.

—…

—¿En qué piensas?

—Estoy pensando en la muchacha, Tomás. Éramos su última oportunidad.

—Tal vez podamos ayudarla aún.

—¿Cuatro contra uno y medio?

—¿Uno y medio?

—El porrazo ha debido de fundirme un plomo. Veo borroso.

—No jodas, Ricardo. Eso es la luz que palpita. Además, puestos a contar decimales, somos dos y medio contra tres y medio.

—¿Y eso?

—La chica irá con nosotros. O eso espero. Y uno de los guardias está cojo. Olvidé contarte que me defendí. Como gato panza arriba. Sí. Le pegué un viaje con el palo al rubito. Su rodilla se acordará de mí durante un tiempo. Pero tuvo suerte el cabrón: si llego a tener el cuchillo, aún estaría buscándose las tripas por el bosque.

—¡El cuchillo! Tú estuviste despierto todo el tiempo. ¿Viste si me registraron y lo descubrieron?

—Estabas inconsciente. Y ya sabían quién eras. ¿Para qué te iban a registrar?

—Pues entonces debo de tenerlo aún encima. Aunque no lo siento.

—¿Dónde lo guardaste?

—Bajo la camisa. A la altura de los riñones.

—Menéate contra el poste. Como si te estuvieras rascando. A ver si sigue ahí.

—… Sí. Sigue ahí.

—Bien. Pues ahora hay que lograr que bajen y que te desaten.

—Ya me dirás cómo. ¿Pedimos una pizza?

—Un pollo.

—¿Pedimos un pollo?

—No, tolete. Montamos un pollo. Voy a empezar a insultarte por haberme metido en este sarao. Tú sígueme el juego.

El jodido Tomás o había nacido para la pantomima o era un experto en broncas. Pero yo comencé a tenerle verdadero aprecio, si no se lo había ganado ya, en aquellos instantes que compartimos cripta. De repente al hombre le dio por aullar de un modo endemoniado y lanzar patadas al aire y acordarse de mis muertos todos. No pude contemplarle la cara desde mi posición pero no me hubiera extrañado verle segregar una baba blanca por la boca y bizquear como un poseso. Yo me hice el sueco. Cerré los ojos. Dejé caer la cabeza a un lado. Y esperé a ver qué ocurría. En mis cábalas entraba que, si los tipos tenían que desatar a alguien para separarnos, elegirían al más fácil, al más templado, al que supuestamente no podía defenderse. Sobre todo después del garrotazo que se habían llevado del periodista. La situación comenzó a enderezarse desde el momento en que se abrió la puerta de la catacumba. Rivero había tenido que hacerle daño de verdad al otro sicario porque sólo bajo uno, el negro alto, a ver lo que ocurría. Descendió con tiento la escalera. Contempló el panorama. Mandó, sin demasiado éxito, callar al periodista. Le dio una sonora bofetada. Tomás reaccionó al golpe alzando el tono aún más y pidiéndole al guardia que lo desatase. Que lo dejase cinco minutos a solas conmigo. Que él se encargaría de ajustarle las cuentas al cabrón del detective. Que así le resolvería una papeleta. Que lo tomase como el último deseo de un condenado. Como la última cena. Que él había visto muchas películas norteamericanas. Que ellos, en su hondo concepto de la democracia, le concedían una cena de lujo a los presos del corredor de la muerte. Pues él, Tomás Rivero Morote, estaba en el corredor de la muerte y no tenía hambre. Pero sí unas ganas enormes de romperme la crisma.

El grandullón dudó. Y luego cayó en la trampa. Para que aquel loco dejase de berrear, intentó explicarle que eso no lo podía hacer. Que él, Rivero, tarde o temprano se arrepentiría de acabar con la vida de su amigo desmayado. Que él, Rivero, no sabía lo que era matar a un hombre. Que cuando matas a un hombre —el tipo citó, no sé si de un modo consciente, a Clint Eastwood en Sin perdón— no sólo le arrebatas lo que es, sino todo lo que puede llegar a ser. Así que él, el verdugo pacificador, iba a llevarse a su amigo desmayado a una esquina para que él, Rivero, se calmase un rato. Y entonces cometió el primero de sus dos errores: me desató. Cogió mi cuerpo lánguido e inanimado como si fuese un fardo y lo llevó a la esquina. Lo apoyó en la pared. Y, cuando se volteó para coger una soga con que amarrarlo —el segundo error—, el cuerpo lánguido e inanimado cobró vida para sacar un cuchillo de monte de la faltriquera. Y esperó a que el guardia se volviera de nuevo. Y lo empujó contra el muro de piedra. Y le colocó la hoja fría y brillante en la garganta. Y le hizo un gesto con un dedo cruzado sobre los labios. Un gesto que venía a decir algo así como si se te ocurre decir algo será lo último que digas en tu puñetera vida. Para chulo tú, chulo yo. Y le quitó el arma. Y la chaqueta. Y le ató las manos y los pies con la misma soga con la que el guardia se suponía iba a atarlo a él. Y lo amordazó. Y, por si las moscas, le estampó el sello de la culata de su pistola en la cabeza.

Volví al centro de la cripta convertido en otro hombre. Con chaqueta nueva y armado. Procuré a mis gestos toda la firmeza y toda la seguridad del mundo. Aunque, en realidad, me dediqué a rezarle a medio santoral por que el otro sicario, el que sin duda estaba tras la cámara de vigilancia, no descubriera el engaño. Había que actuar muy rápidamente. Desaté a Rivero. Le pregunté en susurros si había usado un arma alguna vez. Como la respuesta y la energía con que la dio me convencieron, le dejé la pistola a él y me quedé el cuchillo. Le pedí que subiera y que abriera la trampilla. La luz de la luna iluminó un rincón de la cripta. El espacio suficiente para poder moverme cuando provocara el caos que necesitábamos. Me dirigí al cuadro de luces. Destripé un par de cables. Cuando la bombilla se apagó, me di por satisfecho. Subí a tientas y con cautela los peldaños estriados e irregulares. Y cerré la trampa con el fechillo.

La casa estaba a oscuras. Caminamos en busca de una entrada. De repente, sonaron dos disparos. Y el cristal de una de las ventanas saltó por los aires hecho trizas. Tomás estaba bien pero se había puesto peligrosamente a tiro. Le recordé, escucha, socio, nosotros a ellos no los podemos ver desde fuera, pero ellos a nosotros sí; a contraluz, a través de las cristaleras, así que agachadito estás más guapo, Rivero; ahora necesitamos entrar para igualar las fuerzas. Él propuso, si nos separamos, quizá tengamos más oportunidades. Y yo acepté, de acuerdo, tú inténtalo por la cocina y yo por el mirador. Nos deseamos suerte: yo lo previne acerca de las balas perdidas; él a mí acerca de la profundidad del barranco. A gachas, nos dividimos. Desde mi posición, lo vi empujar su ventana. Y, cuando se perdió dentro de la casa, aproveché para escalar un murillo y saltar a la terraza. La mejor noticia que pude recibir en los primeros minutos del asalto fue la ausencia de tiros. Prefería mil veces el silencio a la incertidumbre de no saber de qué pistola había procedido el proyectil y en qué barriga había impactado.

La terraza resultó ser la prolongación natural del salón en forma de «ele». Apostado tras unas macetas, esperé a que mis ojos se hicieran a la penumbra. No hubo movimiento. A simple vista, la estancia estaba vacía. Aguardé un instante. Nada. Entré agachado. Llegué al sofá. Seguí a la derecha hasta el despacho. Nadie. Los nervios comenzaban a pesar como baúles. Las gotas de sudor me corrían por la espalda. Demasiada quietud para mi corazón. Necesitaba que ocurriese algo. Cualquier cosa. Cogí un objeto de encima del escritorio, un abrecartas de hueso, y lo lancé con fuerza contra la puerta corredera del comedor. Entonces sonó un disparo. Además del estampido, pude percibir con claridad el fogonazo. Venía de la ventana desde la que se contemplaban los rosales. Otro estampido y otro fogonazo, esta vez desde la cocina. Y el golpe de un cuerpo al caer. Y ruido de loza rota. Y una sombra que recorría el comedor. Y un rumor de voces y jadeos. Y, finalmente, el gesto aliviado de Tomás Rivero asomando al despacho. El periodista recogió el abrecartas del suelo. Lo sostuvo apretado en la mano. Y se sonrió, nunca pensé que un bicho de éstos me salvara la vida, con la rabia que me dan; si salimos enteros, prometo empezar mañana una colección; por cierto, Ricardillo, se volvieron las tornas: ahora somos tres y medio contra dos; y, mira, he recuperado mi teléfono.

Resultó que, al oír el abrecartas contra la vidriera, el rubio cojo, que estaba escondido entre las dos alacenas, disparó y delató su posición. El segundo tiro, el proveniente de la cocina, lo había efectuado Rivero. La bala acabó incrustada en el hombro del sicario. Estaba medio atontado, pero fuera de peligro. Y desarmado. Según el herido —y Rivero citaba textualmente— los otros dos tipos, el cónsul y su secretario, cobardes hasta el final, se habían pertrechado en el segundo piso, tras las faldas de la muchacha. Lo primero que hicimos fue avisar a Álvarez. Le dimos nuestra posición. Y le rogamos que se diera prisa. Habíamos recorrido la mitad del camino pero nos faltaba la mitad más dura. Tomás me miró sorprendido, ¿por qué la más dura?, chacho, nos hemos cargado a los peligrosos.

—No. Nos hemos cargado a los profesionales. Esos dos trabajan por un sueldo. Cumplen órdenes. Cuando las cosas se les ponen feas, se atienen a razones y rinden las armas.

—¿Y los de arriba?

—Los de arriba son imprevisibles. Uno es un pusilánime. El otro está como una baifa. Y de un cobarde y un loco puedes esperar cualquier reacción para salvar el culo. No te fíes ni un pelo. Esto no ha acabado.

—¿Y ahora qué?

—Ahora volvemos a dividirnos. Elige: la escalera o la parra.

—¿Cómo?

—Sí. Mientras uno de nosotros sube por la escalera, el otro tendrá que escalar la parra y entrar por la ventana de la habitación.

—¡Qué ganas de hacerte el héroe, joder! ¿No podemos esperar ahora a la policía?

—Te acabo de decir que los de arriba son imprevisibles. Contra nosotros creerán tener alguna posibilidad. Pero, si esto se llena de policías, se verían acorralados. Y cualquiera sabe lo que le harían a Juliette.

—Me pido la escalera. Nunca se me dio bien subir a los árboles.

Así lo decidimos. Tomás me dio dos minutos para que yo pudiera salir y encaramarme al bastidor de hierro. Luego comenzó a subir. Sin locuras, vísteme despacio que llevo prisa. La habitación estaba levemente iluminada por un resplandor titilante. La ventana, para mi suerte, entreabierta. La puerta cerrada. Junto a ella pude ver a Gustavo Seco. Alerta. Nervioso. Sudoroso hasta el final. Con algo en la mano. Un tarugo curvado. La pieza de algún mueble. A Juliette la habían sentado en el sillón de orejas de cara a la puerta. Tras la muchacha amordazada y con aspecto frágil, había una figura amenazante. Elliot Heynes. Robert Quinland. Ignoraba con cuál de las dos personalidades desdobladas me las iba a tener aquella noche. No llevaba máscara. ¿Para qué? De nada le servía en las tinieblas de su madriguera. Su cara era un extraño amasijo de piel y venas violáceas. Su mandíbula desencajada. Sus ojos furibundos. En la mano izquierda sostenía una vela grande —había dos o tres más en diversos rincones de la habitación— y en la derecha un arma. Comprendí que sólo teníamos una oportunidad. Si fallábamos, la primera en pagarlo sería la viola canadiense, mi triste, mi desolada Audrey Hepburn.

Pasaron cinco minutos en los que el más imperturbable de los hombres podría haber envejecido cinco siglos. Según supe después, Tomás se había entretenido en inspeccionar los otros dos dormitorios. Un vestidor. Y el cuarto de baño. Hasta que comprendió que la fiesta era en la habitación principal. Luego todo se volvió confusión. Fue como si el infierno mismo se instalase de repente en una quinta de madera de Santa Brígida. Mi socio no entendía de medidas. Se había pasado la noche apelando a la sensatez. Reclamándome una y otra vez, hasta quedarse sin argumentos, que fuésemos cautos y esperásemos por la policía. Lamentándose de mi ambición de héroe. Pero, cuando le tocó entrar en acción, se disparató. Se jugó la matrícula. Despreció cualquier riesgo.

Yo esperaba ver cómo abría la puerta muy despacio, sigiloso. Estaba preparado para avisarlo de la presencia de Gustavo Seco. Para gritarle que tuviese cuidado con su mano derecha. Pero no me hizo falta. Tomás hizo una entrada tan triunfal en escena que dejó sin aliento a todos los presentes. Quebró la puerta de un empellón. Y se llevó por delante al secretario y un perchero que había cerca, y al que le faltaba un cuerno. Precisamente la pieza que llevaba Seco en la mano y que, ¿justicia poética?, acabó insertada en la ingle del pobre diplomático. El estropicio me dio la ocasión de entrar en el cuarto por la rendija del ventanal sin que nadie lo advirtiera. Tomás, porque bastante tenía con zafarse del cuerpo pesado de Seco. Éste, porque bastante tenía con zafarse del tarugo de su entrepierna. Juliette, porque cerró los ojos creyéndose ya muerta. Y Heynes, porque se quedó petrificado sin saber qué mano utilizar primero.

Por fortuna eligió la izquierda, la de la vela. Se la lanzó al periodista con todas sus fuerzas. El velón dio en la espalda de Rivero y rebotó hacia la cama, que comenzó a arder con una rapidez inusitada. Cuando el clarinetista se sobrepuso al hechizo que produce el fuego —su rostro, al amparo de las llamas, parecía el de un animal salvaje—, encañonó con el arma a la muchacha. Pero no tuvo tiempo de disparar. Un cuerpo, el mío, se le vino encima. Rodamos por el cuarto. Forcejeamos. Golpeamos con los puños. Yo al aire y él a mí. Porque yo estaba más preocupado por mantener el ojo de la pistola lejos de mi cabeza. Y él no tenía preocupación ninguna y podía apuntar con sus nudillos a mi costado, a mi oreja, a mi axila. Cuando estuvimos tan juntos que ya no tuvo espacio para usar sus manos, utilizó la frente. Los dientes. Las uñas. Estábamos en el suelo, a un lado de la cama, más pira funeraria que otra cosa. El fuego se acercaba. Sentía el calor intenso viniéndoseme encima. Lo agarré por la muñeca derecha. Y le empujé la mano hacia las llamas. El músico soltó el arma pero aprovechó su otra mano, libre de ataduras, para agarrar una lámpara que estaba encima de la mesilla de noche. Sin embargo, el cable se le atoró. El pulsador había quedado encajado entra la mesilla y la pared. Ésa fue mi suerte. Y su desdicha.

Ya no tenía yo armas de las que preocuparme así que puse todos mis sentidos en la pelea con Heynes. El tipo me mantenía agarrado por el cuello. Me levantaba la cabeza esperando que el fuego acabara con mi resistencia. Y casi lo consigue. Cuando ya comenzaba a oler a pelo quemado, me aferré con las dos manos a la mesilla de noche y la despeñé con las fuerzas que me quedaban sobre la cara, sobre todas las caras de mi oponente: la del carcelero, la del asesino, la del destripador de violas, la del secuestrador, la del loco, pero también la del compositor, la del clarinetista, la del cónsul melómano, la del pobre leproso, la del hombre que había sido y ya jamás y nunca volvería a ser.

El grito de Tomás Rivero, hay que salir de aquí, Ricardo, esto se viene abajo, me sacó del trance. Me levanté como pude. Mareado por el humo. Los ojos lagrimeantes. Los pulmones sin aire. Observé cómo el periodista ayudaba a la chica a salir por el ventanal del emparrado. Los imité. Un pie sobre los hierros cruzados. Luego el otro. Agacharse para mantener el equilibrio. Y saltar a tierra. Corrimos hacia los coches. Para ser más exactos, hacia uno de los coches, porque alguien se había llevado la ranchera roja. Gustavo Seco. Las ratas —incluso las heridas— abandonan el barco antes que nadie. Sentados en el suelo, tosiendo los tres, pudimos ver de lo que nos habíamos librado. La casa estaba ardiendo. El fuego iluminaba como una inmensa fogata la noche de febrero. De la planta alta ya no quedaba nada. El techo se había desmoronado sobre ella. El salón y el estudio seguirían pronto la misma suerte. Miré a Juliette. La chica se abrazaba las rodillas y lloraba sin ruido. Le acaricié el cabello. Pero no dijo nada. Ni siquiera se atrevió a mirarme. Le reproché a Rivero haberme ocultado sus habilidades, coño, Tomás, ¿no decías que lo tuyo no era trepar a los árboles? Y él se tendió sobre la tierra húmeda buscando resuello, sí, pero el camino inverso me lo sé de memoria: me caía de todos. Estábamos a salvo. Y la risa ayudó a liberar la angustia y el resto de humo que quedaba en el pecho.

De repente, me acordé de los guardias. Me levanté corriendo. Le grité a Tomás que fuese a por el negro del sótano. Y yo rehíce el camino de ventana a ventana, de la de la cocina a la del comedor, donde yacía el soldado rubio herido. Lo levanté y lo saqué de allí, segundos antes de que las llamas se adueñaran definitivamente del resto de la casona. Cuando logramos salir los cuatro —parecíamos dos ventrílocuos con sus dos marionetas de papel maché—, una luz diferente a la del fuego nos encandiló. Dos coches de policía inundaban la vereda de un brillo azul intenso. A la cabeza del grupo estaba el inspector Álvarez. Venía con el ánimo dividido. No sabía si felicitarnos o echarnos una bronca. Observó el aquelarre que habíamos montado en la finca del cónsul Quinland y meneó la cabeza de lado a lado, no me gustaría, Ricardo, estar en tu pellejo mañana cuando te enfrentes al juez Tejera; m’ijo, tú, cuando la cagas, la cagas de verdad.

—Tejera lo entenderá.

—Yo no estaría tan seguro. La casa del cónsul arrasada. Dos escoltas magullados. Un herido de consideración. E imagino que dos cadáveres calcinados.

—¿Un herido? ¿Dos cadáveres? Yo soy de letras, Álvarez, pero a mí no me da el mismo resultado.

—Por el camino nos encontramos con Gustavo Seco. El tipo iba embalado en su furgoneta y chocó contra uno de nuestros coches patrulla. Tiene un agujero del tamaño de mi dedo gordo en una zona algo delicada. Acaban de llevárselo al hospital. Y, si no cuento mal, ahí dentro debe de haber dos cuerpos.

—Cuenta mal. Sólo hay uno.

—¿Uno? ¿Y Heynes?

—Bajo los escombros.

—¿Y Quinland?

—También.

—Ah, carajo. Aún te quedan ganas de coñas.

—No son coñas, inspector. El asesino de Schulman se llamaba Elliot Quinland Heynes. Era el mejor clarinetista del mundo. Y el peor cónsul honorario.