15

El hombre que sabía demasiado

El primer jueves de febrero despuntó ceniciento. Me levanté antes que el despertador. No podía permanecer más tiempo entre las sábanas. Me di una ducha fría. Me vestí. Desayuné de camino. Algo rápido. Dos cafés cortos y medio pan con aceite y sal. Intuía que después no iba a tener un segundo libre. Llegué al Reina Isabel antes de las nueve. Para mi sorpresa, en el aparcamiento del hotel me esperaba Rivero. Llevaba la misma ropa del día anterior, de lo que deduje que habría dormido en algún portal cercano. Me hizo señas para que me acercara. Y luego se duplicó: el Tomás me llamó por otro nombre, el Rivero me susurró creo que tengo algo para ti, Blanco; el uno recordó a viva voz tiempos ficticios en la universidad, el otro murmuró ése que andas buscando, ¿es alto y viste como un puñetero pijo?; Jeckyll, a grito pelado, me preguntó por mi mujer y mis hijos, Hyde, en secreto, vino a desembuchar pues un tipo igual al tuyo salió ayer a media mañana del hotel con una muchacha del brazo, los esperaba un coche negro, como una limusina venida a menos, en la puerta.

Le seguí el juego y me despedí de él dos veces: sin tapujos, le mandé recuerdos a la familia; en voz queda, le agradecí te debo una, Tomás, si averiguo lo que espero, serás el primero en saberlo. Entré en el hotel con el convencimiento de que estaba a punto de cumplir la promesa hecha al cadáver de un violinista. En el vestíbulo, pregunté a un policía uniformado por el inspector. No estaba allí. ¿Y el juez? Tampoco. ¿Dónde podría encontrarlos? El hombre me salió reservado y bíblico, ¿acaso era él el guardián de sus hermanos? Lo intenté por teléfono en la comisaría —Álvarez había salido hacia el aeropuerto; habían detenido a una pareja que respondía a la descripción de Heynes y Legrand, a quienes ya llamaban Bonnie and Clyde— y en los juzgados, donde nadie había visto a Tejera. Por si, como yo intuía, la pareja detenida no fuera la que esperaban, seguí colgado del teléfono. Descarté pronto las compañías de taxi dada la contundencia de la primera réplica: ellos no trabajaban con limusinas, no les estaba permitido; sólo tenían licencia para servicios públicos.

Lo intenté luego con las agencias de alquiler de coche. Una a una, fui recorriéndolas en orden alfabético. La estrategia era la misma: buenos días, señorita, llamo de parte de Lauro Tejera, juez instructor del caso del músico asesinado, supongo que habrá oído hablar de él —del caso, sí; no del juez—, queríamos saber si emplean ahí coches con chófer y si uno de esos coches recogió ayer, sobre las once de la mañana, a una pareja en la puerta del hotel Reina Isabel. Las respuestas —voces engoladas todas, como si sus dueñas tuvieran una traba de tender ropa en la nariz— también fueron las mismas: no cuelgue, por favor, que lo consulto… señor, ¿sigue ahí?, pues no, ninguno de nuestros coches recogió a quien usted dice, donde usted dice ni cuando usted dice, lo siento muchísimo, que tenga un buen día.

Al devolver la guía de teléfonos en recepción, me encontré con Del Toro. Yo quería saber si el hotel solía tener tratos con compañías de alquiler de coches con chófer. Del Toro me respondió que no. Al menos, no directamente. Si el cliente lo solicitaba, se le conseguía un servicio sin problema. Pero ellos no los contrataban, sólo ejercían de intermediarios. Insistí, y, aparte de las empresas conocidas, ¿hay alguna que se dedique a ese trabajo bajo cuerda?, quiero decir, alguna un poco menos legal y un poco más barata, no sé… El hombre no me dejó acabar la frase, ahí ocurre como con las meigas, señor mío, haberlas haylas, pero el Reina Isabel no toma parte en esos tejemanejes. Yo no pretendía ser descortés. Así se lo dije al recepcionista. Pero estaba preocupado por la muchacha desaparecida. Según tenía entendido, la habían visto subir a un coche grande —no a un taxi— junto al sospechoso. Y el coche los esperaba afuera.

—Puede que lo hayan llamado ellos mismos, señor Blanco.

—Me extrañaría. Se supone que son extranjeros. Ni siquiera hablan castellano. Desconocen cómo funcionan las cosas aquí. Lo normal hubiera sido que le pidieran consejo al hotel.

—Por lo que he oído, esos señores no son muy normales.

—Ya.

—Y, si querían pasar inadvertidos, no iban a andar preguntando direcciones.

—También. Pero se me ocurre que tal vez…

—Dígame.

—Que tal vez, si es cierto que llamaron ellos al coche, lo hicieran desde el hotel. La llamada quedaría registrada en la cuenta de la habitación.

—Eso es fácil de comprobar. Aguarde un segundo… Ajá… En la de Mr. Heynes no hay nada… Y… Lo siento, en la de la señorita Legrand tampoco.

—No lo sienta, Del Toro. Eso no deja de tener su valor.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Sí que puede. Se lo ha ganado. Pues porque, si ellos no lo llamaron, es que alguien les envió el coche. Y, si alguien les envió el coche, es que en esta historia hay más cera de la que arde.

—¿Cómplices?

—O algo por el estilo.

Le pedí que me pusiera con la habitación de Robert Alston. No hubo suerte. Nadie respondió. Tenía que moverme con rapidez. Puede que el director musical estuviese desayunando en el restaurante. No. Quizá despachando con su ayudante en la terraza. Tampoco. Podría pasarme medio día buscándolo. Y no tenía medio día. Probé un último intento. En el vestíbulo me encontré con Victor Laws, el violinista antipático. Menos era nada. Y, además, no lo quería como amigo, sino como informador. Precisaba el nombre de la secretaria de Alston. Me lo dio, no sin adornar su testimonio con un gesto de alacrán, picante y venenoso. Se llamaba Alice Dixon. Le agradecí de mala gana su respuesta y regresé al mostrador de recepción. Del Toro me averiguó la habitación de la mujer. Pero preferí subir a hablar con ella en persona, no tenía ánimos de andar trasteando con el idioma a través del hilo telefónico.

Toqué en la puerta. Dentro se produjo un revuelo de voces y de arrastre de pies por la moqueta. Pasaron un par de minutos. Los imaginé aguantando la respiración. Inmóviles. Rezando para que me marchara. Volví a tocar. Por fin, abrió la rubia. Legañosa. Descalza. Intentando con dificultad mantener su exuberancia dentro del escote de una breve bata blanca. Le pedí excusas por la interrupción. Le expliqué que era importante que hablara un momento con Robert Alston. Ella me respondió, avara de modales, que aquélla era su habitación, no la de Alston. Yo insistí en la premura, it’s very very imperative, de localizar a su jefe. Cuando Alice Dixon estaba a punto de afilar las uñas, de echarme a gritos, de devolverme al agujero negro de donde había salido, surgió detrás de ella la cara ancha y bruna de Papá Bob. La tranquilizó. Le explicó que ya se encargaría él. La envió de nuevo a la cama. Y, una vez a solas conmigo, preguntó qué había tan urgente que no podía esperar a que un hombre se vistiera. Sin duda era una situación incómoda. El director musical, allí, en calzones, con la barrigota al aire y los pelos revueltos, comprometía su dignidad. Sentí mía la obligación de devolvérsela. Alston se merecía un desagravio. Así que, dado que no tenía tiempo de esperar a que el hombre recobrase su grandeza, elegí desinflarme yo. Me achiqué. Humillé la vista. Le manifesté mi sincero remordimiento ante aquella irrupción en su intimidad. Pero estábamos en un callejón sin salida y necesitábamos conocer un dato que podría resultar trascendental. ¿Qué dato era ése?

Uno muy sencillo: ¿quién y cuándo había decidido que la Filarmónica actuase en el Festival de Música de Canarias? Me miró con cara de cuán-largo-me-lo-fiáis. Esas decisiones se toman con mucha antelación. A veces, dos o tres años antes. Y las toma el comité ejecutivo, desde luego. ¿El mismo comité ejecutivo que decidió contratar a Juliette Legrand? Sí. Tal vez habían reemplazado a algún miembro, pero básicamente era el mismo comité. ¿Recordaría Alston, por ventura, cómo se había producido la negociación? ¿Había estado Heynes en la reunión donde se decidió aceptar la oferta canaria? La mirada fue, entonces, de estamos-locos-o-qué. El comité de marras se reunía, de una forma periódica, una vez al mes. Él no podía, de ninguna manera, recordar cada uno de los debates y de los acuerdos que se tomaban allí. ¿No lo entendía yo? Claro que lo entendía. Sin embargo, él debía reparar en que era muy importante que hiciera un esfuerzo de memoria porque, si no, perderíamos un tiempo vital —«vital» era la palabra exacta— de salvarle el pellejo a Juliette.

Alston mudó de talante. Recuperó su empaque. Con las yemas de los dedos de una mano punteando la otra, como en el baloncesto, me pidió tiempo muerto para hacer una consulta. Llamó a su colaboradora. Le dijo algo que no logré escuchar. Al poco tiempo la voz de Alice Dixon se acercó. Entre los dos examinaron lo que deduje era una agenda. Al menos sonaba, a través de la puerta entreabierta, a un dedo hojeando páginas. Secretearon durante dos minutos. Ella debió de hacerle caer en la cuenta de algún detalle de interés porque a Papá Bob, de repente, se le iluminó el rostro. Volvió a mí. Sí. Lo recordaba. Hacía menos de un año. Cosa extraña porque, como había comentado, esos arreglos se firmaban con mucha anticipación, por el papeleo y la organización del viaje. En aquella decisión intervino, en efecto, Elliot Heynes. Pero lo que de verdad resultó concluyente fue una carta. ¿Una carta? No una carta cualquiera. Una solicitud formal. Venía firmada por la agencia consular norteamericana de Las Palmas y avalada por los dos embajadores: el de Estados Unidos aquí y el de España allá. Había sido, pues, una cuestión política. ¿Infrecuente? En absoluto. Esas peticiones se cursaban todos los años. La Filarmónica era patrimonio norteamericano y no sólo servía a los intereses artísticos, sino también a los diplomáticos de su país. Tenía sentido su teoría. Sólo hacía falta un cónsul interesado. Un melómano recalcitrante. Un hombre culto. Amante de la música clásica. Que había intercedido para que la mejor orquesta del mundo actuara en Las Palmas. Tenía sentido su teoría. Francamente. Pero también tenía una grieta, una fisura tan grande como una isla: ¿por qué ese hombre tan culto, tan amante de la música clásica y tan interesado no había dado señales de vida en casi una semana que la Filarmónica de Nueva York llevaba allí?

Aquello era algo que Bob Alston desconocía. No podía pedirle más. Y no lo haría. Lo dejé regresar a sus asuntos con mi palabra de honor de que aquel encuentro no se había producido jamás. Y que, de haberse producido, habría sido en otro lugar, a otra hora, en otras circunstancias. Bajé en el ascensor abrumado por la confusa sensación de que, con las urgencias, había olvidado preguntarle algo al director musical. Al llegar a la planta baja, volví a insistir con el policía uniformado, quien seguía sin tener noticias ni del inspector ni del juez de instrucción. Escribí una nota y se la di para que se la entregara al primero que se dejara caer por el hotel. Y salí, esa vez, por la puerta de la playa. No tenía ganas de toparme con Tomás Rivero. Él se obstinaría en acompañarme. O me seguiría sin más. Y me tendría todo el tiempo preocupado ya no sólo por lo que me esperaba, sino por lo que dejaba atrás. Mala política para una investigación de asesinato.

Tardé quince minutos en llegar a mi destino. Durante el recorrido iba evaluando las posibilidades que tenía de dar con Juliette allá a donde iba. Era una casa grande. Llena de rincones, escaleras y cuartos. Me acordé de Hitchcock. De El hombre que sabía demasiado. De James Stewart. De Doris Day. De su pequeño hijo secuestrado en una embajada. De una balada que le salvaba la vida. Qué será, será, whatever will be, will be. Lástima que Juliette no supiera cantar en ningún idioma. Que tuviese voz de pito. Que lo suyo, después de la viola, fuese el ballet y no la canción. Una canción protesta era lo que yo necesitaba ese día. Una canción cantada a voz en grito, alto y fuerte, para que pudiese encontrarla escaleras arriba, en el cuarto más chico, en el último rincón.

La verja estaba abierta. La luz de la mañana iluminaba el jardín del consulado. Había gente esperando en el pasillo, frente a la puerta de la secretaría. Un hombre de pie, apoyado en la pared, justo donde estaba el guardia grandote en mi última visita. Y una mujer bregando con una niña revoltosa. Y una señora mayor con muletas, sentada en un banco de madera, quejándose de lo malo que era envejecer. Todos me miraron con el gesto huraño e inquieto de las salas de espera. Una joven morena salió al corredor y gritó un nombre. La anciana levantó la mano y pidió ayuda para levantarse. El resto dio por sentado que me tocaba a mí socorrerla, no en vano había sido el último en llegar. La tomé por el brazo y la incorporé. La chica morena reparó en mi presencia, ¿tiene usted cita hoy con el señor cónsul? Negué con la cabeza, no, pero necesito hablar con él. Y ella, altiva, ah, entiendo, eso va a ser difícil, míster Quinland no recibe sin cita previa. Y yo, imperturbable, tal vez míster Quinland haga una excepción conmigo. Y ella, escéptica, ¿sí?, ¿y eso a cuenta de qué? Y yo, pistoso, inmune a su descaro, a cuenta de esta credencial; vamos a hacer una cosa, señorita: usted me hace el favor y se la entrega —como ve, viene firmada por él—; si el señor cónsul la rompe, me marcho; si no, esperaré a que me reciba. A todas éstas, la anciana había olvidado su dolencia y se había mantenido de pie, con las muletas cruzadas en el aire, sin perder comba de nuestra agarrada. La secretaria, antes de que la mujer se le cayera al suelo, decidió acabar con la discusión. Se perdió por la puerta del despacho. Y, al regresar, mucho menos desdeñosa, me pidió que la acompañara a otro gabinete, que en seguida me atenderían.

La nueva habitación debió de haber sido, en la mansión original, la biblioteca de la casa. Doseles altos. Amplios ventanales. Paredes largas donde debieron de acomodarse prolongadas librerías. Una lámpara de cristal labrado en mitad del techo. Ahora era una sala de espera para invitados selectos. Había un escritorio de madera noble. Dos sillones. Un sofá. Una mesita baja sobre la que se aburrían un grupo de revistas, una purera de cedro sin estrenar y un cenicero de jade lleno de caramelos de colores. También dos cristaleras plagadas de trofeos y fotografías de varios presidentes norteamericanos. Recorrí la estancia de lado a lado fisgoneándolo todo. Inauguré la purera. Cogí un caramelo de limón. Le busqué parecidos cómicos a los presidentes. Sobre el escritorio había una carpeta de cartón con la bandera inconfundible de barras y estrellas. La abrí, con un ojo puesto en el papel y otro en la puerta de la entrada. Estaba vacía. Y los cajones cerrados con llave. Seguí andando. En la esquina del fondo, escondido detrás de la librería, junto a un biombo encarnado, había un espejo con marco de pan de oro, flanqueado por dos candelabros altos —metro y veinte, a ojo de buen cubero— unidos por una cinta, a juego con el biombo. El espejo me devolvió la imagen de un tipo demasiado fatigado, demasiado mayor para ser yo. El chichón ya menguado de la ceja, las ojeras y una barba de varios días me daban un aspecto lamentable. Desistí de continuar mirándome. Iba a sentarme en el sofá a esperar, cuando caí en la cuenta de la cinta de los candelabros. Era de paño rojo como las que colocan en los museos para que la gente no traspase una puerta o no entre en una sala. Pero allí no había puerta ni sala que traspasar. ¿O sí?

Regresé a la esquina adonde el biombo. Eché un vistazo detrás y la encontré. Era frecuente, en los viejos caserones coloniales, que las habitaciones estuviesen conectadas entre sí. Cada una tenía, como poco, dos puertas: una daba al patio central y la otra —o las otras— a los cuartos contiguos. Ahora sólo faltaba que aquélla estuviese abierta. Lo estaba. Duró apenas un segundo. Únicamente me dio tiempo a entreabrir la hoja unos centímetros, cuando una voz familiar sonó a mis espaldas, ¿busca usted algo, amigo Blanco? Apenas un segundo, lo justo para reconocer, en la siguiente estancia, el olor —uno de los olores— indeleble de Juliette Legrand. No sabría precisar cuál de ellos. Si el de las noches de estío, el de las mañanas de primavera o el de las tardes de otoño. Si el de la risa, el llanto o la nostalgia. Se me entreveraron estaciones y sensaciones. Pero no me cupo duda de que la viola había estado allí recientemente. Me volví para enfrentarme a los ojos turbados del secretario, lo siento, don Gustavo, debe de ser deformación profesional, no puedo estarme quieto un segundo. Seco se ganó a pulso su apellido, ¿tengo que recordarle que está usted en un edificio del Gobierno norteamericano?, podría llamar a la policía y se vería usted en un aprieto para explicar qué hacía hurgando en las habitaciones privadas del cónsul de Estados Unidos. Habrá sido el cansancio. El dolor de cabeza. La humillación de verme en el espejo. El caso es que estaba harto de chulerías, una y no más, santo Tomás, está bien, señor secretario, coja usted el teléfono y llame a la policía; así, de paso, les cuenta la historia de una ciudadana canadiense retenida contra su voluntad «en las habitaciones privadas del cónsul de Estados Unidos». Gustavo Seco me lanzó una sonrisa de hielo, no me ha entendido bien, hablaba de llamar a la policía, pero no a la suya; como le he dicho, está usted en territorio norteamericano, aquí la que ordena y manda es la policía militar, querido amigo, además…

—Ah, ¿es que hay más?

—… Además nadie lo ha visto entrar. No sabe usted la cantidad de cuartos que tiene este edificio. Un hombre podría perderse para siempre aquí.

—¿Y la gente que estaba en el pasillo?

—¿Ésos? Ésos vienen a pedir favores. Visados. Pasaportes nuevos. Permisos para familiares. Aparecen y desaparecen como por ensalmo. ¿Quién sabe dónde estarán mañana?

—El juez Tejera y el inspector Álvarez saben que estoy aquí.

—Ellos no tienen jurisdicción en mi consulado. Y he de rectificarle: sólo saben que venía hacia aquí. Por lo que dicen de usted, Blanco, siempre va por libre. Puede haber cambiado de opinión. O puede haber venido y haberse marchado después. Es el peligro de trabajar solo: nadie te echa de menos.

—Y ahora ¿qué va a hacer? ¿Secuestrarme a mí también? ¿Añadir otro delito al del asesinato de Aaron Schulman?

La mención del concertino hizo mella en la confianza de Gustavo Seco. Al principio lo achaqué a un cambio de luz, pero luego comprendí que el secretario había perdido apoyo, una cosa es raptar a alguien —quizá por unos días, hasta que escampara— y otra muy distinta matarlo. Seco me conminó a que abandonara el edificio. Había un sincero pesar en sus palabras, le recomiendo que se vaya, Blanco, antes de que lleguen los guardias de seguridad y ya no pueda hacer nada por protegerlo. Pero era tarde. En ese instante, la puerta de la biblioteca se abrió e irrumpieron los dos escoltas. No me duelen prendas en reconocer que sentí algo cercano al miedo. Los tipos imponían. Si bien el rubio era algo más bajo, su anchura subsanaba la diferencia. Duros. Fuertes. Armados. Y, gracias a Dios, indecisos. Dudaron un momento. Escasamente un parpadeo. Lo que fue mirar a Gustavo Seco, mirarme a mí, mirarse entre ellos, esperar una orden. No pensaba quedarme a que alguien se la diera o a que decidieran por ellos mismos.

En dos zancadas llegué a la otra salida, la del biombo, la que daba a la habitación con olor a Juliette pero sin Juliette. Abrí la puerta. Cerré detrás de mí. Era un pequeño vestidor, con un ropero, un diván, un galán de noche y dos sillas sobre las que había ropa doblada. Tomé la más cercana. La tumbé un poco. Y la trabé en el picaporte. No era una empalizada pero me serviría. Como sospechaba, esa salita también tenía más puertas. Elegí la segunda, la que me iba a seguir conectando con el resto de cuartos de aquel caserón. El siguiente era un dormitorio. Una cama. Una cómoda. Un sillón de lectura. Olía más a la viola, si cabe, que el vestidor. ¿Habría dormido Juliette allí la noche anterior? Seguí corriendo. Tenía que elegir. Y el azar me llevó al cuarto de baño donde se acababa el laberinto porque, claro, un cuarto de baño no iba a tener más salidas. Lo que sí tenía era fechillo y eso me otorgaba un par de minutos de seguridad para pensar. Me encerré. Afuera podía oír, sobre el cañoneo de un corazón que estaba a pique de salírseme por la boca, gritos y carreras en toda la casa.

Otro espejo, menos suntuoso que el de la biblioteca, me envejeció diez años más. Pero no me quedó más remedio que perdonárselo. Me salvó la vida. Porque, junto a mi cara congestionada, me enseñó la cortina traslúcida de la ducha y, a través de ella, un ventanuco cuadrado sin barrotes por el que entraba la luz del mediodía y podía salir un tipo como yo y sólo como yo. Los escoltas —eso lo tuve claro nada más ver el hueco— no lograrían meter ni la cabeza. Con medio cuerpo fuera, sentí los golpes bruscos —un objeto contundente, un fusil tal vez— en la puerta del baño. La caída fue muy suave. Poco más de dos metros y césped en el suelo. Aunque me hubiera tronchado una pierna, me habría hecho menos daño que un balazo en el culo, a ver cómo se lo explicaba luego al doctor Jiménez. Rodeé el edificio tan rápidamente como pude. Llegué a la verja, pero la encontré cerrada. Me dolía el pecho. Estaba reventado. Y el panorama no iba a mejorar mucho. En ese momento se abrió la puerta principal del consulado y uno de los guardias, el negro de calva bruñida, salió empuñando un arma. Gritaba algo que no pude entender. Bajó los peldaños de la escalera de dos en dos. Mientras lo hacía, le iba quitando el seguro a su pistola. Pensé que se había acabado todo. Recuerdo que hice algo que aún hoy me sorprende: me ordené el pantalón, me puse los faldones de la camisa por dentro, me adecenté el pelo. Si me cogía la muerte en aquel lugar, al menos que me cogiese bien arreglado.

Pero no era mi hora. El escolta se detuvo antes de llegar a la fuente seca. Su mirada ceñuda apuntó a un lugar detrás de mí. Al otro lado de la verja de hierro. A dos hombres con cara de no entender una batata de lo que ocurría. Me quedé con la duda de saber si, de no haber aparecido a tiempo Álvarez y Tejera, aquel tipo me habría disparado. Aproveché las dudas del gigantón para escalar la reja y saltar a la calle, por si le daba por cambiar de opinión. Prefería enfrentarme al interrogatorio furioso que iban a hacerme mis amigos que al consejo de guerra que me habrían hecho mis enemigos. Mientras el inspector me llevaba aparte y me echaba la bronca más sonora que le recuerdo, ¿tú estás loco o qué?, ¿cómo se te ocurre allanar un consulado?, intentamos resolver los problemas con nuestros aliados, no crearlos, el juez Lauro Tejera solicitó una entrevista con el cónsul para excusarse en mi nombre y en el de todo mi avergonzado Gobierno. Cuando Su Señoría salió, con la cara y el ánimo avinagrados, se acercó a nuestra acera para sentenciar, acabo de prometerle a míster Quinland que, en tanto que yo sea juez en esta audiencia, un incidente así no volverá a ocurrir, que el caso está cerrado, que la orquesta tiene plena libertad para marcharse y, sobre todo, que como a usted, Blanco, se le ocurra acercarse a menos de cien metros de todo personal de este consulado, se las verá conmigo.

—Y ¿qué piensa usted hacer con la viola?

—En lo que a mí respecta, la señorita Legrand es cómplice del asesinato de Schulman.

—¿Así, sin más?

—Hasta que no tenga otras pruebas que refuten esa teoría, sí.

—¿No lo entiende? Juliette Legrand es una víctima más del enfermo mental de Heynes. No ha escapado con él. La ha raptado. Puedo asegurarle que la vida de la muchacha corre peligro. Y está o estuvo ayer en este edificio, lo que implica a alguien del consulado.

—Déme una señal de lo que dice.

—El olor.

—¿?

—Sí. Juliette usa perfumes muy intensos. Los reconocería en cualquier lugar. Y medio consulado huele a ella.

—¿El olor? ¿Qué es usted, un perro perdiguero? Míreme, Blanco: en esta mano tengo un conflicto internacional y en esta otra, ¿qué tengo?, un chiflado con un olfato prodigioso. Si, basándome en su peregrina teoría, no cierro ahora mismo este caso, mañana salimos los dos en todos los telediarios.

—Sigue sin entenderlo, juez Tejera. Hay una mujer en grave peligro. ¿Le enseño yo mis manos? Pues mírelas: en ésta tengo el sentido del ridículo y en esta otra la vida de una persona. Si yo me equivoco, saldremos un par de días en la prensa y se burlarán de nosotros, sobre todo de mí, la nariz de oro; si se equivoca usted, tendrá que apencar el resto de su vida con el remordimiento. No me importa que deje libre a la orquesta, pero deme dos días para encontrar a la chica.

Tejera se dio la vuelta con parsimonia y puso rumbo a su coche, donde un hombre lo esperaba con un gesto ceremonioso y la puerta abierta. Su Señoría lo saludó. Se estiró las mangas de la camisa. Se colocó la chaqueta. Y, antes de entrar en el vehículo oficial, dijo en voz alta para que lo escucharan todos los presentes —policías, el secretario del consulado, sus escoltas, Álvarez y yo—, señores, ustedes son testigos de la decisión que acabo de tomar; inspector, lo que he dicho puede considerarlo ley, aunque me han contado que algunos de sus colaboradores suelen interpretar la ley de un modo, ¿cómo le diría?, un modo muy sui generis; ah, por cierto, el sábado a mediodía quiero un informe completo del caso Schulman en mi despacho, buenas tardes.

Álvarez me acompañó andando hasta una calle más transitada donde pudiese coger un taxi. Él regresaría a su comisaría y yo a mi oficina, que llevaba sin pisar una semana. Antes de despedirnos, el viejo me puso una mano sobre el hombro, bueno, Ricardillo, parece que te han concedido esos dos días que pediste, menudo tipo el juez. Y, yo lo sé, es listo como el rayo, vale para político, a eso se le llama nadar y guardar la ropa; ha quedado como Dios delante de todo el mundo: los norteamericanos estarán satisfechos, usted tiene más tiempo para redactar su informe y yo una vía de escape para seguir la pista de la viola. El inspector confirmó con matices, sí, pero no lo dudes: si la cagas y te cogen, no le va a temblar el pulso; te va a meter un puro de mil pares. Y yo asumí la realidad, lo creo, lo creo, ya me lo dijo el puñetero Gustavo Seco: «Lo malo de trabajar solo es que nadie te echa de menos».

Luego de comprar un sándwich y una cerveza para no perder tiempo, me fui a la oficina. Inés ya se había ido. En mi mesa encontré una nota suya que decía que iba a tomarse la tarde libre. Asuntos propios. Sólo que había tachado y reescrito dos veces más la fecha. Por eso me gustaba Inés. Era franca y no tenía dobleces. Cuando tenía que decirme lo que pensaba, no se andaba por las ramas. Cualquier cosa antes que morderse la lengua. Otra secretaria, sabiendo que yo no había ido en toda la semana por allí, hubiese cambiado la nota cada tarde. Ella no. Ella quería dejar claro que había estado fuera la del lunes y la del miércoles. Y que iba a estarlo la del jueves. No sólo porque su sueldo no dependiera de mí, sino porque así era su carácter: llano e independiente. No tenía necesidad —ni intención— de mentirme en eso ni en nada. Me quité los zapatos. Encendí el ordenador. Me senté en el sillón. Di cuenta de mi almuerzo. Y, al acabarlo, me di el gusto de fumarme el puro que había apandado en la biblioteca del cónsul. Necesitaba pensar y el humo azul de un buen veguero, sin duda, me ayudaría.

Lo primero debía ser averiguar qué clase de hombre era el más grande —y, acaso, el más loco— clarinetista contemporáneo. Como había dicho Bob Alston, nada más teclear su nombre, la pantalla me proporcionó cerca de dos mil entradas: páginas web oficiales y extraoficiales de Elliot Q. Heynes, registros en revistas virtuales, cientos de notas de prensa acerca de sus éxitos, varias decenas de discos suyos editados por si quería comprarlos. Podría pasarme un año entero para leerlo todo y aún me faltaría tiempo. Casi toda la información databa de cuando Heynes estaba en la cima. En alguno de los ficheros se hablaba de su enfermedad, pero siempre de un modo impreciso. Sí. Nombraban la lepra. Analizaban esa dolencia. Aventuraban curas. Hacían recuento de sus operaciones. Pero nada de certezas. Nada de fotos. Poco del Heynes de después. Una de las páginas apuntaba a una historia sexual sórdida de la que el californiano había salido malparado. Eso no añadía gran cosa a lo que ya sabíamos. Si se hubiera dedicado a asesinar prostitutas, todavía. Pero su crimen, por lo que sabíamos, tenía más que ver con los celos que con la revancha.

No. Debía haber algo más. Algo que se me escapaba. Intenté repasar cada detalle de la investigación por si se me hubiera pasado alguno por alto. Y encontré, al menos, tres. El primero era la pregunta que, con las prisas y el bochorno del momento, se me había olvidado hacerle a Alston en la puerta del cuarto de su ayudante. Seguía sin recordar cuál era. El segundo era la chocante actitud de Gustavo Seco en la biblioteca. Su rostro se había demudado cuando mencioné la muerte de Schulman. ¿Cuáles habían sido sus palabras? Sí: «Le recomiendo que se vaya, Blanco, antes de que lleguen los guardias de seguridad y ya no pueda hacer nada por protegerlo». Se suponía que era él quien mandaba en los escoltas. ¿O no? El tercero era el detalle más extraño. ¿Dónde había estado el cónsul norteamericano —un supuesto melómano— durante todo aquel tiempo? Comencé a dudar de que existiese de verdad, de que no fuese una invención de su secretario. Entonces, ocurrió que los tres asuntos desembocaron en mi pantalla como afluentes de un río. Y es que hay veces en que el caso más enrevesado viene a resolverse de un modo absurdo, accidental, fortuito.

Una hebra de tabaco quemado se desprendió del puro que me estaba fumando y vino a posarse sobre el ordenador. Instintivamente, aparté la brizna con un dedo. Y entonces quedó mi huella en la pantalla. Justo encima de una letra. La letra. Y resurgió la pregunta que debía haberle hecho a Papá Bob la primera vez que lo oí hablar de Heynes. De Elliot Q. Heynes. ¿La Q de Quincy? No. ¿La Q de Queen? Tampoco. La Q de Quinland. Elliot Quinland Heynes, California, EE. UU. (1944), concertista y compositor norteamericano, considerado el mejor clarinetista de la última mitad del siglo XX, etc. No podía ser. A esas alturas del baile, no tenía cuerpo para más casualidades. Necesitaba información. Y sospechaba que no me la iba a dar ninguna página web. Hurgué en el bolsillo de la chaqueta. Aún tenía la tarjeta del periodista. Marqué el número que estaba escrito en ella.

—¿Dígame?

—¿Tomás?

—El mismo.

—Soy Ricardo Blanco.

—Hombre, Ricardo. Me han dicho que has armado tremenda jarana en el consulado norteamericano.

—¡Ya te has enterado! ¡Vaya por Dios! Precisamente de eso quería hablarte. Necesito un favor.

—Lo que quieras.

—¿Qué sabes del cónsul Quinland?

—Muy poco.

—¡Pues sí que empezamos bien!

—No. Espera. No es que no haga bien mi trabajo. Es que es un tipo muy escurridizo. Apenas se deja ver. Ni siquiera va a las fiestas que organizan los otros diplomáticos. Siempre manda a su secretario. Un tal Guillermo o Gonzalo Seco.

—Es Gustavo. Lo conozco. Fue con él con quien tuve la bronca. Pero a su jefe no lo pude ver.

—No te extrañe. Yo sólo he coincidido con él en una ocasión. En su toma de posesión.

—Descríbemelo.

—Eso es lo más extraño. No podría. Es decir, sí podría pero no te iba a servir de nada. El tipo no tiene rasgos definidos. Parece ser que sufre de una enfermedad de la piel. ¿Sabes Michael Jackson? Pues éste es primo hermano. Imagínate un negro que quiere parecer blanco y, al final, se queda en gris.

—¡Venga ya!

—Te lo juro. Tenías que haberlo visto. Era como si llevara…

—Una máscara.

—Sí. Algo así. Una careta blanca y húmeda.

—¿Y ninguno de ustedes, con lo cotillas que son, se ha planteado por qué?

—Coño, Ricardo. ¿A quién le importa un huevo el cónsul norteamericano de Las Palmas?

—A mí. ¿De dónde salió ese hombre?

—Espera un minuto. Yo debo de tener por aquí la nota de prensa que nos dieron aquel día. Suerte que me coges en el despacho. Espera… Sí. Lo tengo. Robert Quinland. Éste es su cuarto destino en Europa. Parece ser que le duran poco los trabajos.

—Como a mí. ¿Dónde estuvo antes?

—En Munich, dos años. En Florencia, año y medio. Y apenas nueve meses en un sitio que jamás había oído, Savonlinna, con uve y doble ene.

—¿Savonlinna?

—Con uve y doble ene. ¿Lo conoces?

—Me suena, pero no sé de qué. Espera que lo busque en Internet. A ver… Recuérdame que debo comprarme otro ordenador. Éste es una tortuga de lento. Vaya hombre. Aquí está. Savonlinna… Finlandia… Por supuesto. Ya sé de qué me sonaba, y nunca mejor dicho: tiene un magnífico festival de ópera en verano. ¡Un festival! Claro. ¡Qué torpe soy!

—¿Qué pasa?

—Savonlinna. Múnich. Florencia. Las Palmas. Todas son ciudades relativamente pequeñas. Ninguna es capital de un Estado, lo que explica que tenga consulado y no embajada. Pero lo más interesante es que todas tienen festival de música.

—¿Te aclara algo lo que acabo de decirte?

—Puede.

—¿Cómo que puede? Mira, ni de coña me vas a dejar fuera. Ya van dos favores que te hago en un día. Me necesitas. Sobre todo ahora que el juez te ha prohibido seguir con el caso.

—¿También sabes eso?

—Es que soy muy bueno.

—Ya veo.

—En serio, Ricardo. No pienso quedarme de brazos cruzados. Ahora estamos juntos. Y tú solo no vas a poder con toda la tarta.

—Puede ser peligroso.

—¿Qué sabrás tú de peligros? ¿Quieres que te cuente cómo me ganaba la vida antes de recalar en Las Palmas?

—Algo he oído.

—Pues no me toques los huevos.

—De acuerdo. Esta noche vamos a necesitar tu coche. El mío puede que lo reconozcan.

—Dime el lugar y la hora.

—En la puerta del consulado. A las ocho.