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El rapto de la sabina

Los tres espectadores perdieron las ganas de aplaudir. Guardaron silencio. En sus ojos noté la sombra de alguna duda. Y me ofrecí a explicarles cualquier recelo que pudiera quedarles después de lo que acababan de oír. El primero en hablar fue Lauro Tejera. ¿Cómo conocía yo lo de la estricnina? Le expliqué mi visita al depósito de cadáveres. Y la charla con Bella Larson. Los síntomas en los dos casos eran evidentes: en Schulman, el shock séptico, el sudor, la fiebre, la palidez, las lesiones cutáneas y las manchas en las yemas de los dedos; en Adams, la rigidez del cuello y la espalda, el agarrotamiento de las piernas y la orina negruzca y pestilente. Para estar más seguro, antes de aquella reunión, había telefoneado al doctor Santa Ana, el perito forense que solía trabajar con la policía. Y él me había confirmado las sospechas: estricnina. Eso o un alcaloide parecido. En el primer caso, por ingestión. En el segundo, por contacto con la piel. ¿Por qué las consecuencias no fueron las mismas? ¿Por qué murió Aaron y no Rebecca? Eso era más difícil de aclarar. La explicación más verosímil la acababa de dar: porque Heynes no quería matar a Rebecca y sí a Aaron. Porque había usado una cantidad ínfima para ella y una colmada para él. Pero también podría valer porque se le fue la mano o porque la muchacha resistió mejor la embestida o porque el concertino tenía el dedo anular de la mano izquierda cuarteado y el veneno le llegó a la sangre. Santa Ana me había comentado que el más leve rasguño hubiera precipitado los acontecimientos.

Le llegó el turno de preguntas a mi amigo Álvarez. Elliot Heynes, por lo que se había dicho, era un hombre inteligente. ¿Por qué no desapareció? ¿Por qué no se quedó en la sombra después del crimen? ¿Por qué intentó matarme a mí también? ¿A qué vino destrozarle la viola a Cynthia Young? Yo no dudaba de la inteligencia de Heynes —de hecho, lo menos inteligente hubiera sido desaparecer; hubiera cantado demasiado—, de lo que sí dudaba era de su estado emocional. La lepra lo había desquiciado, a quién no. Le fue imposible permanecer quieto ante lo que él consideraba una (Juliette y yo cenando en un restaurante), dos (tomando una copa en un bar), tres (paseando por la bahía) y cuatro afrentas (besándonos en un banco), todas seguidas y a cuál más ingrata. Orson Vaughan había reaccionado igual en la partida de póquer. ¿Qué hacía un detective de pueblo, un tipo que no tenía dónde caerse muerto, con una mujer como la viola canadiense? Si a Vaughan le pareció ridículo sin estar enamorado de ella, a Elliot Heynes le tuvo que escocer como alcohol en una llaga. Por eso decidió castigarnos. A los dos. A cada uno de una forma distinta.

A mí me esperó a la salida del hotel para darme una tunda. Y, de no haber sido por el taxista, hubiera acabado mi participación en aquel caso allí mismo. Mis costillas daban fe de lo que decía. A Juliette, sin embargo, no podía patearla. No podía estamparle la cara contra el empedrado. Leproso y todo, Heynes era un caballero. No podía enfrentarse a ella cara a cara —cara a sucedáneo de cara, para ser más exacto—, así que optó por un escarmiento llamémosle indirecto. Muy pocos entendían cómo había llegado ella a la Filarmónica de Nueva York. Muy pocos la tragaban. Y casi todos estarían de acuerdo en culparla del destrozo de la viola. Eso habría sido su ruina en la orquesta. El principio del fin. Otra forma, más inteligente pero también más ruin, de acabar con ella.

Bob Alston escuchaba la traducción que el juez hacía de mi discurso y negaba con la cabeza. No podía creérselo. Era demasiado horroroso. Tanta muerte. Tanto dolor. Impensable. Menos en un hombre como Elliot. El músico con la sensibilidad más aguda que había conocido. Bien es cierto que él había lamentado con Masur —yo los había oído en la terraza, la tarde en que los conocí— que la moral de la orquesta comenzaba a resquebrajarse. Cierto que había maldecido a Heynes por haber recomendado a Juliette. Pero entonces pensaba, él también, que la muchacha era la culpable de todas sus aflicciones. Ni de lejos podía sospechar que las cosas se hubieran desmadrado hasta ese extremo. Sí. El clarinetista había puesto mucho empeño en contratar a la guapa canadiense. Pero nadie tenía por qué desconfiar. ¿Nos imaginábamos a una orquesta que acepta judíos, árabes y cristianos; blancos, negros y amarillos; heterosexuales y homosexuales; demócratas y republicanos; rechazando a una mujer únicamente por ser bonita? Un escándalo. Amén de que, por regla general, el juicio de Heynes era bastante certero. De hecho, la Legrand era una viola magnífica. En otras circunstancias, la comisión le hubiese dado el visto bueno igual.

Papá Bob seguía, en efecto, sin creer que aquello estuviese pasando de verdad. Que no fuese una pesadilla. Unió sus manotas negras en un gesto de plegaria callada. De Dios mío, ¿por qué me has abandonado? De repente, se acordó de algo que yo había dicho. Y —como si necesitase de una última y definitiva prueba— se dirigió al juez para que tradujese. Yo había hablado de un telegrama a Quebec. ¿Cómo lo había sabido? Y, más importante, ¿quién lo había enviado? Para ese viaje no necesité la alforja de un intérprete. Había leído muy clara la firma en el papel que me enseñó Juliette: Robert Alston. Director musical de la NYPH. La mirada del hombretón fue tan reveladora —él no había tenido nada que ver con ningún telegrama; el clarinetista lo había urdido todo hasta el último detalle— que a Su Señoría no le quedó otro remedio que cursar una orden de busca y captura contra Elliot Heynes. Pero antes quería citar de nuevo a declarar a Juliette Legrand. No le había hecho maldita la gracia que le hubiese ocultado su relación con el violinista muerto. Quien miente una vez miente setenta.

Fue entonces cuando descubrimos que la viola francesa también se había esfumado. Y el final de ese día y el día siguiente entero se iban a convertir en un desbarajuste de idas y venidas, llamadas de teléfono, órdenes de registro, contraórdenes. Por lo pronto, Juliette no aparecía por ningún lado. Su equipaje seguía en su habitación. Su viola dormitaba, con el resto de instrumentos, en la cámara de seguridad. Hasta su documentación se había atrincherado, junto a una pequeña cantidad de dinero y cheques de viaje, en la caja fuerte del hotel. Pero no había rastro de ella. Nadie la había visto desde el desayuno. Su teléfono móvil estaba fuera de servicio. A las once de la noche Su Señoría la dio por desaparecida y añadió otra orden a la que ya había firmado. Para él, el hecho de que Juliette Legrand hubiese escapado sólo podía significar —yo lo había expuesto perfectamente, en mi relación de los acontecimientos— una cosa: que estaba en el ajo. Se dio aviso a la policía aduanera para que añadiesen una segunda sospechosa a la búsqueda. Pero nadie con el nombre o el singular aspecto de Elliot Heynes, ni solo ni acompañado, había pasado por el control de pasaportes del aeropuerto. La Guardia Civil del puerto tampoco pudo ofrecer información. La oscuridad se adueñaba de un caso que parecía resuelto.

Ni siquiera la policía científica fue capaz de darnos una buena noticia. Habían rastreado de arriba abajo la habitación quinientos diez. Se notaba que el tipo había sido muy cuidadoso. Se había esmerado en limpiar todas las huellas antes de irse. Los muebles. El baño. Los folletos de propaganda. Los cristales. Incluso el teléfono estaba inmaculado. Aún tenían que analizar algunos restos en el laboratorio, pero por la cara que traían supimos que el resultado no nos iba a gustar. Habían encontrado, sí, un pendiente de mujer, algunos cabellos y hasta rastros de lo que parecía semen sobre la moqueta, pero estaban tan encostrados que lo más probable fuera que se tratase de huellas viejas. El juez no podía creérselo. Mi historia era tan buena, tenía una trama tan interesante que le daba pena que acabara allí. Porque, sin pruebas que la sustentaran, cojeaba de principio a fin. ¿Que el tipo se había enamorado de una viola y se la quiso traer a su orquesta? ¿Que organizó una fiesta por Navidad en la que otra viola se indigestó? ¿Que envió un telegrama a nombre de otro? ¿Que se enfadó en público con un colega por un ataque de celos? ¿Que tenía un anillo de oro bastante inusual? ¿Que había entrado en la cámara de seguridad el día anterior a que un instrumento apareciese roto? Ya. ¿Y? ¿Adónde íbamos con eso? El abogado más torpe lo desmontaría. Todo lo más, a Heynes le caería una reprimenda. Una multa. Y la expulsión del comité asesor de la Filarmónica. La única prueba era la estricnina. Y la quinientos diez parecía estar limpia.

La mayoría de las veces en que una veintena de hombres se dedican a buscar pistas, el remedio es peor que la enfermedad. Se aturullan. Se estorban. Se desquician. Uno pisa donde no debe. Otro pregunta como no debe. Otro se va de la lengua cuando no debe. Por eso —y por un carácter escurridizo que, desde niño, adorna mi personalidad— es que suelo trabajar solo. Pero he de reconocer que, en ocasiones, como reza el proverbio, cuatro ojos ven más que dos. Y allí necesitábamos un par de ojos jóvenes y ágiles. Mientras escuchaba las quejas del juez Tejera en mitad del vestíbulo, noté cómo el muchacho de recepción se removía, inquieto, en su garita. Se veía loco por enmendar el descuido en el asunto de la cámara de seguridad. Nadie le había dicho aún que la famosa viola había sido destrozada el día anterior, es decir, en otro turno que no era el suyo, y que por tanto no había sido su culpa. Cuando Su Señoría me dejó para atender una llamada, me acerqué a él. Iba con la intención de enderezar el entuerto y aliviarle el orgullo malherido. Pero la cosa resultó justo al revés.

—¿Debes de estar harto de tanta gente revolviéndolo todo, verdad?

—No, señor Blanco. Esto está muy animado. Prefiero un turno así que los que acostumbro a tener.

—Novelero sí que es: el juez, la policía, la prensa haciendo guardia en la puerta. Pero para los que trabajan en el hotel no deja de ser un engorro.

—No crea. Aquí nos divertimos. Y en el bar sacan buenas propinas. Quienes no están muy contentas son las de la limpieza. Se entiende. Desde el viernes que llegó la orquesta no han parado.

—Ése es su trabajo, ¿no?

—Sí. Pero han tenido que doblar turno. Tenga en cuenta que son sesenta músicos. Que llevan equipaje para cuarenta días fuera de casa. Y que han cambiado tres veces de habitación. Las chicas no pueden trabajar con el trasiego de maletas y bultos por los pasillos. Menos mal que los instrumentos se guardan en la cámara, si no, las veo arrimando un piano para pasar el cepillo, ja, ja.

—Aguarda un momento: ¿qué es eso de que han cambiado tres veces de habitación?

—Claro. La noche del viernes estaban alojados en las primeras plantas. El sábado se fueron. La noche del domingo, cuando regresaron, les dimos otros cuartos. Y, desde que supimos que iban a quedarse una semana más, hubo que reubicarlos como pudimos.

Lo dejé con la palabra en la boca, renegando de mi torpeza, y salí como alma que lleva el diablo a buscar a Álvarez y Tejera. Los encontré en la terraza, de pie, con los brazos en jarras, batallando con el director del hotel, quien quería saber cuándo iba a marcharse la orquesta. El sábado tenía que llegar la Sinfónica de Londres. Se le habían acabado las excusas. Y las camas. Vine a interrumpirlos en el momento en que la conversación se caldeaba. No les gustó; parecían tener ganas de soltar la espita y sacarse los demonios de adentro, nada como un buen cabreo para relajar tensiones. Me disculpé, dispénsenme, señores, pero lo que tengo que decirles es importante; espero, inspector, que no haya dado la noche libre a los de la científica porque aún les falta trabajo. Álvarez se me quedó mirando con cara de pocos amigos, explícate mejor, Ricardo, que no está el horno para coñas. Acabé de contarles la buena nueva, no es coña, inspector, o a lo mejor sí lo es, pues el caso es que nos hemos equivocado de cabo a rabo peinando la habitación quinientos diez, ¿por qué?, porque era la de Heynes, sí, pero en la que estaba alojado las últimas noches; la que de verdad interesa es la que ocupó la noche del crimen; si hay secuelas de la dichosa estricnina, tendrá que estar allí.

Era la doscientos dos. Se montó un zafarrancho de combate en menos de un suspiro. Al que más y al que menos le costó dios y ayuda afrontar la pifia que habíamos cometido. Álvarez tuvo que indisponerse con sus hombres de la científica, que ya se habían hecho a la idea de regresar a casa. El juez Tejera tuvo que hacer valer su cargo ante el director del hotel para que desalojara la nueva habitación. Y el director tuvo que hacer milagros para compensar de la molestia a los clientes que la ocupaban. Mientras ellos lidiaban sus toros, yo me quedé detrás de la barrera, mano sobre mano, sin saber por dónde empezar a buscar a Juliette, que era quien de verdad me importaba en aquel momento. Debía de ser el único, por lo visto. Todos a la caza de Heynes. Y todos parecían haberse olvidado de la pobre viola. Cuando se me estaban durmiendo las articulaciones de esperar sentado, cuando tenía roído —más que fumado— mi segundo puro, me decidí a aprovechar el hueco libre que la policía me dejaba. Crucé el vestíbulo hasta la recepción. Toqué con los nudillos en el mostrador para llamar la atención del joven conserje. Le lancé varios requiebros, gracias a él habíamos enderezado el rumbo a tiempo. Halagué sus oídos, no hay muchos en su oficio con esa capacidad de observación. Le acaricié el lomo, en pocos años estaría de gerente o director. Todo con tal de pedirle, en voz baja, imitando a Colombo, con un guiño cómplice, si había alguna posibilidad de hacerse con una llave del cuarto de la señorita Legrand. Ya sabía que no estaba bien. Que nos la jugábamos. Que podían meternos una bulla por allanamiento de morada. Pero lo hacíamos por la muchacha. El tiempo corría y, a lo peor, ya estábamos tardando en dar con ella. Le prometí no tocar nada. Nadie tendría por qué saber que yo había estado allí. Haríamos un trato: si la chica regresaba u ocurría algún imprevisto, él llamaría a la habitación y colgaría. Yo saldría a escape de allí. Y si, por mala suerte, me agarraban, prometía cargar con el muerto.

La llave me quemaba en el bolsillo, mientras subía por la escalera. Vadeé el peligro de toparme con Tejera o con Álvarez en el momento menos indicado. El cuarto de Juliette estaba en la misma planta que el que estaban examinando. De modo que tuve que ir con pies de plomo. Primero me acerqué a donde trabajaba la científica. Un tipo sacaba fotografías con desgana, sabiendo que a esas alturas —después de seis días— no iba a obtener ninguna pista valiosa. Pero donde manda capitán… Otros dos, con guantes y bolsas de plástico, recogían muestras de cabello y partículas de lo que parecía ser ceniza. Me miraron de soslayo. Fingí interesarme por lo que hacían. En silencio, para no molestarlos, admiré su labor desde el pasillo. Luego, cuando ya dejaron de reparar en mí, continué andando hasta la habitación de la viola. Me aseguré de que nadie me seguía. Abrí la puerta. Entré. Cerré detrás de mí. Y encendí las luces con la misma llave. No me hizo falta dar una segunda vuelta alrededor del cuarto del Juliette para saber que algo no andaba bien. En apariencia, todo estaba en su sitio. La ropa en los armarios. Las camas gemelas recién hechas. Las colchas blancas dobladas a los pies. La maleta medio vacía encima de una banqueta. El ordenador sobre el escritorio, junto al teléfono. Sí. Todo en su sitio. Demasiado en su sitio. Yo había estado allí con ella. Había sido testigo de la anarquía que reinaba en su habitación. La chica me había confesado que era un desastre para el orden. Me dirigí al baño —la prueba del nueve en aquel caso— y confirmé los malos augurios. En los estantes, los objetos de tocador se burlaban de mí, metódicos, pulcros, ordenados escrupulosamente para pasar revista.

Alguien lo había dejado así para que creyésemos que la muchacha se había ido libremente. Alguien —Elliot Heynes, sin duda— que no conocía las costumbres de la canadiense, su rutina, su manía del desorden, su propensión bohemia al desgobierno. Ésa era, claro, una posibilidad. La otra era aún más espeluznante. Imaginé a Juliette amenazada, forzada a vestirse deprisa, obligada a coger lo más necesario, arrastrada por el Carcelero contra su voluntad. Y ella, chica lista, nos dejaba un mensaje. Organizaba el caos. Dejaba un rastro inconfundible de miguitas de pan para que la siguiéramos. Para que no la olvidáramos. Para que no la abandonáramos a su suerte. El maldito Fantasma de la Ópera la había secuestrado.

Abandoné la habitación sin necesidad de poner en peligro el trabajo del recepcionista. Volví a pasar por la de Heynes. Encontré a los investigadores de mejor humor. Por lo visto, habían tenido suerte. Lo que creían ceniza podía ser polvo de estricnina. La hallaron. Sí. En la moqueta. Cuando la analizaran en el laboratorio —esa noche, iban a estar de guardia hasta los bedeles—, podrían corroborarlo, pero ya hacían apuestas a ver quién se acercaba más a lo ocurrido. La versión más cotizada —la del fotógrafo— proponía que el asesino, al rociar de veneno las cuerdas del violín de Schulman, se mancharía los zapatos. Una vez de regreso a la habitación, buscaría deshacerse de cualquier estela. Los embetunaría. Usaría el pequeño limpiador de calzado que ofrecía el hotel a sus clientes. Después, lo tiraría. A la papelera. Imposible de seguirle la pista a esas alturas. Pero en la moqueta, debajo del escritorio, junto a la papelera, quedaron rastros del polvo. Otro de los investigadores se congratuló de aquel invento: «Sí, señor: la moqueta será una maldición para las señoras de la limpieza, pero es un regalo del cielo para la policía científica».

La cara de alivio del conserje valía el riesgo corrido. Le guiñé un ojo. Le devolví la llave. Le susurré las gracias. Y me despedí de él hasta el día siguiente. Esa noche ya no podía hacer mucho. No tenía sentido permanecer en el hotel. Iba a serle de poca ayuda a Juliette Legrand si la mañana no me cogía descansado. En la calle, aún quedaban algunos periodistas. Los más sufridos. Los partisanos. Los acostumbrados a olisquear la noticia como perdigueros. Algunos sesteaban apoyados en el muro de piedra del aparcamiento. Otros, en corro, charlaban de fútbol. Había quienes apuraban una frugal cena de campaña: bocadillo de pollo frío y cerveza caliente. No debí de resultarles interesante porque apenas me miraron y siguieron a lo suyo. Todos excepto uno. Era un hombre chaparro, de andar pausado y ojos amarillos de gato. Le faltaban dos dientes. Solía llevar un sombrero de fieltro, inusual en un clima como el nuestro. Estaba, a los pies de una farola, tomando un café, taciturno y espantando los mosquitos como si la cosa no fuera con él. Cuando me vio, se tocó el ala del sombrero, buenas noches, amigo Blanco, ¿cómo dice que le va?

—Podría irme mejor, Tomás. Pero no me quejo.

—Pues deberías, coño. Siempre te toca la paja más corta.

—Tampoco es para tanto. Necesitaban un tipo discreto y me ficharon.

—Claro. Álvarez debe de estar desesperado para recurrir a ti. A los policías le tocan mucho los huevos los detectives.

—A éste parece que no. Por lo pronto, me trata bien.

—Y te paga poco.

—El mío es más un oficio que un negocio, pero me las arreglo.

—Vamos. Tengo el coche en la esquina. Te llevo a casa. Dicen las malas lenguas que el otro día te sobaron el lomo.

—Caramba, cómo vuelan las noticias.

Tomás Rivero era un periodista de los de antiguo cuño. Tenía detrás una historia de cine. Había pasado media vida por ahí, de corresponsal en Costa Rica, Cuba, Colombia, Venezuela. Hasta que casi se lo cargan cuando estalló una revuelta estudiantil en Caracas y lo confundieron con uno de los amotinados. La policía lo detuvo, se lo llevó al calabozo y lo puso bonito de trompadas. Tenía todas las papeletas para haber acabado en mitad de una acequia pestilente, su familia a reclamarle al maestro armero. Pero estaba de Dios que pudiera contarlo. Para mejor decir, estaba de la Virgen. Porque, en una de las más agrias sesiones de boxeo, cuando ya no sabía qué decir para explicarles que él no tenía nada que ver en aquella refriega, cuando ya lo veía todo —literaria y literalmente— negro, se le ocurrió implorar a la Madrita del Pino para que terminara de una vez por todas con aquel suplicio. El sargento que llevaba el interrogatorio detuvo a uno de sus compadres con el puño en alto, a punto de darle otro capón a Rivero. Le dijo: «Ya está bueno». Lo mandó salir de la sala. Ayudó al periodista a vestirse. Lo adecentó. Le devolvió casi todos sus objetos personales —de un reloj de pulsera y un fajo de billetes jamás volvió a saberse—. Lo sacó del cuartelillo. Y se lo llevó a su casa. El tipo vivía con su padre en un pisito de sesenta metros cuadrados. El sueldo de sargento no daba para más. El anciano, al ver al periodista machucado y con dientes de menos, le preguntó a su hijo: «¿Qué?, ¿ahora te traes la faena a casa?». Y el policía le respondió sin inmutarse: «No viejo. Es que no podía permitir que le dieran p’al pelo a un paisano tuyo. Resulta que este mamón también es canario». Tomás Rivero pidió, después de aquello, una excedencia. Más tarde, un traslado. Y regresó a Las Palmas. Sólo le quedaron de secuela las encías deshabitadas, el fervor absoluto por la Virgen del Pino y un profundo resquemor por los uniformes.

Sin llegar a la amistad, podría decirse que Rivero y yo nos teníamos estima. A mí me había cautivado su historia caraqueña. Y yo le caía bien porque, según él, le lavaba la cara a la policía. Conducía un viejo coche lleno de boquetes y lamparones, a juego con su vida aperreada. Oía música changa, orquestas cutres y salseras que repetían un estribillo absurdo hasta el aburrimiento. Me sorprendió que conociera el camino a mi apartamento. Pero no dije nada. Simplemente me dejé llevar. Cuando estábamos llegando, se decidió por fin a hablar. Admitía cualquier cosa, aunque fuese insignificante, de la que pudiera tirar para su reportaje. Ni siquiera tenía que ser del todo verdad. Una intuición le valía. Una leve conjetura serviría a sus propósitos. Él se encargaría de volverla creíble. La cosa funcionaba así. Una ronda por cabeza. Él quedaría como Dios delante de sus jefes. Sus lectores se desayunarían con un buen chisme. Y la policía, barnizando un poco la información, se llevaría las medallas. Todo el mundo ganaba.

—¿Y yo qué, Tomás?

—Coño, tú eres quien más gana.

—¿Sí? —Ganas un amigo. Hoy por ti y mañana por mí. Piensa que éste no va a ser tu último caso.

—No sabes tú nada, Rivero.

—Anda, hombre. Seguro que tienes algo. Joder, parezco un mendigo pidiéndote p’a un bocata.

—Y luego te lo gastarás en droga.

—Te prometo que no. Mira. Vamos a hacer un trato: yo no publico lo que me digas hasta que no lo contraste con otra información. Mañana se lo suelto, como quien no quiere la cosa, a uno de los policías y espero a ver su reacción. Nadie te implicará.

—No soy yo quien me preocupa, Tomás. Ha desaparecido un miembro de la orquesta. Una chica. Tiene mala pinta. Tal vez sea un secuestro. Y, si sacas algo de eso en tu periódico y la pones en peligro, por mis muertos que no te salva ni la Virgen del Pino.

—¿Tan chungo es?

—Como te lo estoy diciendo. Si la tiene quien sospechamos, no le arriendo la ganancia a la muchacha.

—Y ese tipo, ¿tiene que ver con el crimen?

—Entre otras cosas. ¿Quién crees que me dio la paliza el otro día?

—Coño. Pues sí que está revuelta la marea. ¿Puedo hacer algo?

—No…, O tal vez sí. Ahora que lo dices. Podrías preguntar, sin levantar la liebre, si alguno de los tuyos ha visto salir del hotel hoy a un tipo con la cara ulcerada de viruela.

—Hecho. Te dejo mi tarjeta por si necesitas cualquier otra cosa. Si no, mañana te diré algo.

—Gracias, Rivero. Yo no tengo tarjeta pero…

—No te apures: sé dónde encontrarte.

—Lo imaginaba. Hasta mañana, entonces.