13

El fantasma de la ópera

Buscaba a un hombre alto, bien trajeado y distinguido. Posiblemente el mismo al que Jeswani había visto discutir con Aaron Schulman. El mismo que había matado al concertino. El mismo que me había pateado las costillas el domingo por la noche. El mismo que le había roto el corazón a la viola. Empecé por corroborar esto último. Entré en el hotel y busqué el mostrador de recepción. En el pasillo me topé con varios músicos que se dirigían al almuerzo. Algunos de ellos me saludaron de un modo casi militar, acercando dos dedos a la frente. Ya era la una. Me había pasado la mañana entera sentado en la terraza. Pero no podía quejarme: el parsimonioso desayuno me había cundido más que nada en aquella investigación. En recepción, atendía el canoso pachorrudo del día anterior. El de los ojos de zorro. Me siguió con la vista y una sonrisa diplomática hasta que estuve a su lado, ¿qué se le ofrece, señor Blanco? Conocía mi apellido. Eso no era ni bueno ni malo sino todo lo contrario. Le devolví el saludo a su placa de filiación, buenas tardes, señor… Del Toro, parece que ya me hecho un nombre en el hotel, ¿verdad?, qué contrariedad, ahora no podré largarme sin pagar la cuenta del bar.

—No, señor. Está usted fichado. Pero no tiene aspecto de dejar a deber las copas.

—Porque no me ha conocido a finales de mes.

—Ja, ja. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

—¿Puedo pedirle un favor? En realidad son tres, para ser exactos.

—¿A ver?

—Necesito consultar, otra vez, el registro de la cámara de seguridad. La hoja del viernes pasado. Y también el listín telefónico.

—Por supuesto que sí. Aquí tiene el libro. Y aquí el listín.

—Muchas gracias.

—Eso son dos favores. Falta uno.

—Sí. Me interesaría saber si un par de tipos aún siguen alojados aquí.

—¿Un par de tipos? ¿Juntos?

—No lo creo. Uno se llama Michel Garrison. El otro, Elliot Haynes.

—¿Amigos suyos?

—Aún no. Pero nunca se sabe. Creo que han venido con la orquesta.

—Sólo uno. El otro señor está de luna de miel o algo por el estilo.

—Eso simplifica la búsqueda.

—¿Únicamente le interesa el que llegó con los músicos?

—Ajá.

—Pues no está de suerte. Ése es Haynes. Y se fue esta mañana.

—¿Sabe a qué hora?

—No. Pero puedo consultarlo. Déme un minuto.

En lo que el recepcionista salió a preguntar, revisé los libros. Encontré lo que buscaba en ambos. Anoté un número de teléfono. Y me acerqué a la cabina que estaba a la entrada del hotel. Hice una consulta rápida y regresé a la recepción. En ese instante, salía del ascensor el inspector Álvarez. Traía la derrota en su cara y la chepa en su espalda. Y no paraba de menear la cabeza, se acabó, Ricardillo, estamos jodidos: el juez va a cerrar el caso, le pudo la presión. Le hice un gesto con el dedo para que postergase su lamento porque regresaba el conserje. Confirmado: Elliot Haynes había dejado el hotel a las once. Había pagado con tarjeta Visa. Por lo visto, había venido con la expedición. Pero se costeaba su propio alojamiento.

Lo que ocurrió después fue un torbellino caótico y confuso. Le pregunté a Del Toro si habían limpiado ya la habitación de Haynes. No. Bien. Pues era muy importante —se lo recalqué— que nadie entrara allí hasta que yo informase al inspector, y éste, al juez. Le pedí que impidiera, por todos los medios, que la señora de la limpieza se nos adelantase y comenzase a revolverlo todo. El hombre aceró su semblante, acató la orden y realizó una llamada. Pero nadie le respondió. Comprendí que, si me dejaba llevar por su pachorra, no llegaríamos a tiempo. ¿Cuál era el número de la habitación? El inspector, hastiado de la escena, me pidió explicaciones. El recepcionista me dio una llave y me envió a la quinientos diez. Álvarez insistió en saber qué demontres estaba ocurriendo y para qué era esa llave. Le di las gracias al recepcionista. Y le pedí al inspector que me acompañara, ya le contaría por el camino. Del Toro me deseó suerte. Y Álvarez, ya del todo cabreado, suerte ¿para qué? Y el otro, amedrentado por la voz abisal del inspector, para que lleguen a tiempo. Y Álvarez, subiendo el tono, pero ¿a tiempo de qué? Y yo, apaciguándolo, le he dicho que ahora se lo explico, inspector, no me sea impaciente.

Sin embargo, en el ascensor apenas pude explicarle nada. Cuando había empezado a contarle lo que me había revelado la violinista noruega, el artilugio se detuvo en el primer piso. Las puertas se abrieron. Y nos topamos de frente con el cuarteto de Nueva York —Mesa, Todorov y los dos hermanos Vaughan—, que venía de su timba de póquer. No cabían todos. El portorriqueño se adelantó con decisión a los otros. Empujó a Mijail al ascensor y les dijo a los hermanos que esperaran al siguiente. Puede que quisiera evitar otro encontronazo como el de la última partida. Puede que lo hiciera aposta. El caso es que, enseñando su dentadura inmaculada, nos saludó a Álvarez y a mí, buenas tardes, señores, ¿cómo va esa investigación? El policía murmuró va, amigo mío, simplemente va. Teobaldo, sin dejar de sonreír, apostilló, ya, claro, pero se rumorea que pronto podremos volver a casa, eso querrá decir que ya han detenido a alguien, ¿o no? Antes de que el percusionista le acabara de hinchar las narices a mi amigo Álvarez, quien tenía un punto de ebullición muy bajo para según qué asuntos, intercedí en la conversación, aún no, Teobaldo, aún no, pero ya estamos muy cerca; una cosa antes de que nos bajemos, ¿conoces a este tipo? Mesa observó la fotografía que le estaba mostrando, la del desconocido músico, y asintió con la cabeza, sí que lo conozco, se llama Elliot, Elliot Haynes, pero esa imagen es viejísima, fue sacada antes de su enfermedad, ahora tiene la cara desfigurada y el temperamento del diablo. De repente, me vino a la memoria un palco del Guimerá. Un concierto. Un hombre sentado a mi lado. Una siesta a destiempo. Unos aplausos. Y una butaca vacía.

El ascensor se detuvo en la quinta planta. Y salimos los cuatro. Los músicos giraron a la izquierda y nosotros a la derecha. No se me ocurrió mirar atrás, pero estuve seguro de que el portorriqueño y el ruso se habían quedado en el pasillo aguardando a ver dónde tocábamos. De haber sido otras las circunstancias, hubiese ideado alguna maniobra de despiste. Pero teníamos prisa. Enfrente de la quinientos nueve había un carro de la limpieza. La puerta de la habitación estaba abierta. Y una muchacha tarareaba un bolero mientras le pasaba una fregona al suelo. Me asomé a preguntarle en qué dirección iba. La chica se asustó. Dio un respingo tan grande que a punto estuvo de tirar el balde de agua. Le pedí disculpas por mi intromisión en su trabajo. La tranquilicé. Y fui al grano. ¿Había limpiado ya la quinientos diez? No. Iba a hacerlo después. Entonces, le aclaré quiénes éramos y qué hacíamos allí. Y le prohibí entrar en el cuarto que acababan de abandonar. La muchacha asintió. Pero nos fuimos con el convencimiento de que, nada más salir nosotros, soltaría la fregona e iría corriendo a contrastar esa orden con la dirección.

Una vez en la quinientos diez, pude explicarle a Álvarez con detalle lo que había ocurrido desde la mañana. Pero antes necesitaba un acto de fe. Sí. De fe de la buena. Tenía que confiar en mí. Tenía que coger su móvil de inmediato. Tenía que dar aviso a quien fuera para que vigilasen el puerto y el aeropuerto. Buscábamos a un hombre alto, elegante, norteamericano, y con inconfundibles marcas de viruela en el rostro. Se llamaba Elliot Heynes. Era imprescindible que no abandonara la isla. ¿Por qué? Porque era el sospechoso. No un sospechoso. Dije el sospechoso. Como lo oía. El rey de los sospechosos. La sospecha en persona. Sí. Un tipo extraño. No. No era músico. Lo había sido en otra época. Pero ya no. ¿Jubilado? Quizá. Lo llamaban el Carcelero. Respondía a la descripción hecha por el hindú. Y había estado en la cámara de seguridad la noche antes de que se descubriese descompuesto el instrumento de Cynthia Young. ¿Cómo lo había averiguado? Por el registro. La policía había preguntado por el correspondiente a aquel día. Y nadie se fijó en los anteriores. Nadie excepto yo. ¿Por qué? Porque intuí que la viola había sido destrozada antes de la discusión entre las dos solistas. No después. ¿Por qué? Porque la rabia del maltratador nada tenía que ver con la famosa pelea. Era muy anterior. ¿Por qué? Hay que joderse con los porqués. Porque, al final, todo el mundo —los músicos, la policía, hasta Colacho Arteaga— tenía razón. Yo no había querido aceptarlo por simpatía. Por lástima. Por puro sentimentalismo. Pero así era: detrás de la misteriosa enfermedad de Rebecca Adams, del asesinato de Schulman, de la paliza del callejón y de la viola quebrantada estaba Juliette Legrand. Aunque se habían precipitado en considerarla culpable. El último «¿por qué?». Porque —y yo estaba dispuesto a defender esa deducción ante un juez— ella no sabía nada.

—¿Y qué se supone, Ricardo, que estamos buscando en una habitación vacía de hotel?

—Restos de estricnina.

—¿Estricnina?

—O algo parecido.

—¿Y esa manía?

—No es ninguna manía. Acabo de enterarme de algo muy curioso. A Rebecca Adams…

—¿Quién es ésa?

—Es la viola solista de la orquesta. No pudo viajar por una intoxicación.

—Vaya hombre. Como éramos pocos parió la abuela. No teníamos bastantes sospechosos con los sesenta músicos que hay aquí para que, encima, los vayamos a buscar a Estados Unidos.

—No se trata de una sospechosa, sino de una víctima. Ése fue mi primer descuido, Álvarez. No caí en la cuenta de que la enfermedad de la viola y la muerte de Schulman estaban relacionadas.

—¿Cómo de relacionadas?

—Muy relacionadas. Ahora lo sé: detrás de los dos sucesos está la misma mano. Recemos para que esa mano haya dejado huellas en esta habitación. Le aconsejo que llame a su equipo científico para que peinen el cuarto.

El inspector iba a encender un cigarro y a sentarse. Lo conocía bien: estaba decidiendo si lo que yo había dicho tenía sentido o era un pálpito sin fundamento. Me adelanté a su acción y a su pensamiento, ni se le ocurra fumar aquí que me desbarata las pistas, váyase al pasillo; y hágame caso, no tenemos nada que perder: el juez ya ha claudicado y, si lo que digo resulta ser una mentecatez, el que va a hacer el ridículo soy yo. Mientras se lo pensaba en la puerta de la quinientos diez, llegó una voz del fondo del pasillo, inspector Álvarez, ¿está usted ahí? Era uno de sus hombres. Había preguntado por él en el vestíbulo y el recepcionista lo había enviado a la quinta planta que era como enviarlo al quinto pino. El viejo policía me miró a los ojos. Meneó la cabeza. Se frotó la barbilla, bueno, Ricardillo, tú mandas; espero que sepas lo que haces. Le devolví una mueca de agradecimiento y salimos a encontrarnos con el sargento, que venía a convocarnos a una reunión con el juez Tejera. Álvarez desplegó su poder de mando. Por el móvil dio órdenes de que doblaran la guardia en el aeropuerto y en el puerto. En vivo, le encargó a su hombre que esperase en la puerta de la quinientos diez. Que no tocase nada. Y que nadie entrase allí hasta que llegasen los de la científica.

Antes de bajar, aproveché que la limpiadora estaba ventilando otro cuarto para volver a asustarla, disculpe la molestia, señorita, soy el mismo impertinente de antes, necesito un favor, ¿sabe cómo se comunica uno con recepción?, ¿marcando el nueve?, muy amable, gracias. Llamé para que me pusieran con la habitación de Alston. Así lo hicieron. El teléfono sonó tres veces. A la cuarta, descolgaron. Era Papá Bob. Le expliqué la situación. Estábamos llegando a la cima. Y necesitábamos de su colaboración para el último tramo. Sí. Teníamos una ligera idea. No. No podía adelantarle nada. Nos veríamos en la sala de interrogatorios. En quince minutos mejor que en veinte. Cuando volví al pasillo, Álvarez se encogió de hombros, ¿y ese teatro?, ¿por qué coño no llamaste desde donde estábamos? Antes de acabar la frase ya se estaba respondiendo él mismo, ah, claro, por las huellas, mira que eres maniático, Ricardo, con coger el auricular con un pañuelo hubiese bastado.

El juez Lauro Tejera resultaba más joven de lo que yo había imaginado. Si no era de mi quinta, poco le faltaba. De mediana estatura y complexión atlética, tenía pinta de jugador de tenis dos veces por semana. Moreno. Engominado. Con olor a loción de afeitar. Seguro de sí mismo. Daba la mano con fuerza, nada de dejarla momia. Nos invitó a sentarnos. Nos ofreció un vaso de agua de una jarra que había sobre la mesa. Y nos contó una pena. Había interrogado a más de cuarenta personas. Y nada de nada. Las respuestas, en vez de aclarar el asesinato de Aaron Schulman, lo enturbiaban cada vez más. El Ministerio del Interior tenía prisa por cerrar el caso. Y él ya no encontraba pretextos para mantener a una de las mejores orquestas del mundo confinada en un hotel. Debíamos comprender que era una cuestión que nos superaba, una cuestión de diplomacia. No hablábamos de una bandita de cuatro o cinco músicos. Se trataba de la Filarmónica de Nueva York. Nadie tenía tantas ganas como él de atrapar al asesino. Incluso lo consideraba una derrota profesional. Pero no podía alargar más aquel enredo.

Álvarez tomó la palabra para ponerlo al día en las averiguaciones que habíamos hecho. Me sorprendió su forma de llevar el asunto. Con una mesura y un temple dignos del mejor Maigret. A fin de que Tejera no se sintiera incómodo, comenzó justificando nuestra investigación paralela con arreglo a un argumento incuestionable: un juez imponía mucho respeto. Asustaba. Y la gente asustada solía olvidar los detalles. Y los detalles eran esenciales en un caso de asesinato. Además, ya lo había dicho el magistrado: se trataba de la Filarmónica de Nueva York. Tenían un prestigio que salvaguardar. No podían acusar a los demás porque sería como acusarse a sí mismos. Sería como tirarle piedras a su propio tejado. Por otro lado, muchos de ellos llevaban años tocando juntos. Eran amigos. Nadie delata a un amigo. Y menos en tierra extraña. En fin, que Su Señoría convendría con nosotros en que un interrogatorio formal como el que se había realizado en aquella sala —con abogados, traductores, taquígrafos— impresionaba al tipo más duro. Lauro Tejera no pareció sorprenderse de lo que estaba oyendo. Ratificaba con un gesto cada razonamiento del policía. Porque, a pesar de su edad, conocía bien su oficio. Le habían salido los dientes fajándose «en las trincheras» con toda clase de morralla. Había trabajado en otras ocasiones con detectives privados —en este punto, me lanzó una mirada que no fui capaz de descifrar— y sabía de las ventajas de esa práctica. De modo que aplaudió la idea de mantener a alguien bregando «en el frente» y se dispuso a escuchar «con vivo interés» lo que teníamos que decir.

Entonces, se hizo un silencio embarazoso en la sala. Tejera observaba a Álvarez. Álvarez me observaba a mí. Y yo observaba la puerta por ver si llegaba Alston de una condenada vez. Cuando la espera comenzaba a tintarse de castaño oscuro, me levanté de la mesa. Les hice una señal para que me disculparan un momento. Y fui a buscarlo. Pero no había llegado a agarrar la manija cuando sonaron dos golpes secos. La puerta se abrió. Uno de los hombres de Álvarez asomó la cabeza, hay un señor en el pasillo que afirma que tiene una cita con ustedes. Le pedí, con la anuencia de los asistentes, que lo dejaran pasar. Un segundo después apareció Bob Alston con evidentes muestras de nerviosismo: manos en los bolsillos, cuerpo encorvado, mirada huidiza. Tejera ya conocía al director musical de la Filarmónica de Nueva York. Para Álvarez, en cambio, era una novedad. Le rogué a Alston que nos acompañara. Lo tranquilicé. La cosa no iba con él. No. Nada tenía que temer. Simplemente queríamos confrontar algunos datos. Una vez sentados los cuatro, me di cuenta de que había pasado por alto una cuestión elemental: o me buscaba a alguien que me tradujese el discurso o aquella reunión podía durar hasta el día del juicio final.

Su Señoría leyó en mi desconcierto. Preguntó a Alston —en inglés— si hablaba castellano. Preguntó a Álvarez —en español— si entendía el inglés. Y al recibir la misma respuesta —el «no» de ambos sonó casi idéntico—, se ofreció a servirme de intérprete. Le agradecí el gesto en lo que valía. Lauro Tejera habría podido negarse a mi alegato y cerrar el caso. Sin embargo, su predisposición era la de no dejar cabos sueltos que, más temprano que tarde, le quitaran el sueño. Mi primera intención fue la de aclarar quién era el famoso personaje del que nadie había querido hablar hasta el último día. Puse la fotografía sobada, arrugada, casi descolorida ya, sobre la mesa. Y le pregunté a Alston qué sabía de aquel hombre. El director musical la observó con un brillo de melancolía, como doliéndose de lo rápido que pasan los años. Era Elliot Heynes. Pero cualquiera lo hubiera dicho. Quién te ha visto y quién te ve, my old friend. ¿Que quién era Elliot Heynes?

Uf. ¿Teníamos tiempo? ¿En serio? Pues entonces ya podíamos ir encargando la merienda, la cena y hasta el desayuno del día siguiente porque iba para largo. El mejor clarinetista del siglo veinte. El californiano de los dedos ligeros. No exageraba. Aquélla no era sólo la opinión de un viejo ofuscado por la nostalgia. Podía corroborarla con una montaña de críticas musicales. Con una pila de artículos en periódicos y revistas especializadas que llegaría hasta el techo. Con entradas en media docena de enciclopedias de música clásica. Elliot Q. Heynes. Menudo genio. Pero esa foto era de cuando vivía. No. No había muerto. Pero Alston sabía lo que se decía. Era una imagen de su época dorada. De cuando estaba en la cima. De cuando grababa discos con las mejores orquestas del mundo. Con los cantantes y los concertistas más ilustres. Con los más célebres músicos de jazz, de soul, de folk. Y también en solitario. Amasó una fortuna. Se hizo famoso. Se bañó en el éxito. Lo tenía todo. Y todo lo perdió. Seguía siendo millonario, desde luego. Pero se dejó en el camino lo único que, de verdad, lo hacía sentirse vivo. ¿Qué ocurrió? Una tragedia acabó con él. No fue la fama. Ni el éxito. Ni el exceso de trabajo. Fue una condenada enfermedad. La maldita lepra. Ninguno de nosotros sería capaz de relacionar al Heynes de entonces con el de aquella fotografía. El mal le había carcomido no sólo el rostro. También el alma. Pero no debíamos malinterpretar las palabras de Papá Bob. No era que Elliot se hubiese convertido en un monstruo. En realidad se había vuelto un desgraciado. Un infeliz. Pobre diablo. No era extraño. Es distinto cuando uno nace así. Cuando uno nace ciego, mudo, sordo no echa de menos la luz, la palabra, el sonido como cuando los pierde en el camino. Entonces sólo queda la oscuridad. El silencio. La muerte. Que no nos cupiese ninguna duda: si le hubiese ocurrido a Bob Alston, preferiría estar muerto.

El juez Tejera interrumpió la reflexión del viejo. Reconoció su inexperiencia en cuestiones médicas, pero la lepra le sonaba a plaga medieval. A enfermedad del pasado. A gueto. A hombres, mujeres y niños hacinados en las afueras de las ciudades, escarbando entre la basura, apestados. El otro replicó sin pestañear. Sí. Por supuesto. Ésa era la visión literaria de la enfermedad. Pero había una más real. Cruda como la vida misma. Sólo en Estados Unidos, se calculaba que aún contraían la lepra cien personas todos los años. Claro que ya no les tiraban piedras, ni los abandonaban en las calles, ni iban cubiertos con trapos. Pero la existencia que llevaban no era mucho mejor. ¿No había tratamiento? A Alston le sobrevino un gesto de amargura que nos estremeció a todos. ¿Tratamiento? Si el juez se refería a que los leprosos ya no estaban condenados a una muerte segura, sí que lo había. La prueba viviente era Elliot Heynes. Pero, a veces, la muerte no es lo peor que puede ocurrirle a uno. Teníamos que haberlo visto. Entonces lo hubiésemos comprendido. La enfermedad se cebó en su rostro. Mejor dicho: en las partes blandas de su rostro. Las orejas. La nariz. Los labios. Se le caía el pellejo como a las serpientes. ¿Podía operarse? Sí. Heynes se había pasado dos años entrando y saliendo de una mesa de operaciones. Si no fueron quince no fue ninguna. Le remendaron el rostro con cartílagos nuevos. Le blanquearon la piel. Le alisaron las estrías. Le devolvieron algo de su apariencia humana. Volvió a tener orejas y nariz y labios. Pero jamás recuperó la sensibilidad. La lepra le afectó a las fibras nerviosas. Sobre todo a las de los labios. Y, para un clarinetista, los labios son el aliento. Elliot intentó volver a tocar. Conmovedor. Patético. Pero hasta su voz se tornó opaca —eso explicaba la sensación que tuve de haber sido agredido por un sordomudo— y el sonido se le había gangrenado. Perdió tonalidad. Se quedó sin color. Su clarinete se convirtió en un pedazo de hierro muerto. Ya nunca fue lo mismo.

Y, sin embargo, hay algo dentro que te impide abandonarlo. A Elliot Heynes le ocurrió. En lugar de retirarse a su rancho de California, a vivir de las rentas, a cuidar de sus caballos, a hacer vino, se dedicó a escuchar música. A apoyar a jóvenes talentos. Viajaba por todo el mundo. Era capaz —y tenía dinero para ello— de cruzar el océano para asistir al concierto de un desconocido en Tokio. Y, al día siguiente, coger un avión para escuchar a una nueva orquesta de cámara en Buenos Aires. Cuando le gustaban un pianista o una soprano o un sexteto de cuerda los perseguía allá donde fueran. Hasta que éstos ganaban fama. Y, entonces, era como si Elliot se cansase de jugar a Dios. Se hundía en una depresión. Y desaparecía. Podían pasar seis, nueve, doce meses sin que nadie supiese nada de él. Decían que se emboscaba en la soledad de su casa. Con sus animales y sus viñedos, pero era imposible de saber porque, en esos períodos de autismo, no se dejaba ver ni respondía a las llamadas. Luego otra joven promesa de la música despuntaba. Y Elliot salía de su retiro. Y todo volvía a empezar. Había algo de perversión en esa actitud, ¿verdad? Algo de masoquismo en esa manera de regodearse en su propia impotencia, ¿no es eso? En esa forma de contemplar el éxito ajeno. De ahí el mote. ¿Sabíamos nosotros cómo llamaban a Elliot Heynes? The wachtdog, el vigilante. Él, Alston, también lo había llamado así alguna vez. Pero no con maldad. Nos lo aseguraba. Apreciaba al clarinetista. De hecho, unas semanas antes de la gira europea, le propuso que los acompañara.

¿Se lo propuso Alston? Bueno, no exactamente. Papá Bob no quería pasar por mentiroso. La verdad es que fue Heynes quien sacó el tema a relucir. ¿Cuándo? En la cena de Navidad que organizó para la Filarmónica. Sí. La organizó él. En el mejor restaurante de Manhattan. Cena para veinticinco. Era muy generoso. Un mecenas. Uno de los benefactores más altruistas que Alston había conocido jamás. ¿Por eso estaba en la comisión musical? Por eso y por su juicio cultivado. La lepra no le afectaba al oído y no podíamos olvidar que, aunque tullido, seguía siendo una leyenda. ¿Había organizado antes una cena como aquélla? No. Fue la primera vez. Quería reunir en torno a una mesa a sus viejos colegas de cuando él tocaba con la Filarmónica. ¿Sólo a ésos? No. A decir verdad, también estaban allí algunos de los nuevos: Todorov y Teobaldo Mesa, que no se perdían una; Peter Vaughan, el cual acompañó a su hermano Orson; David Ruiz, quien había tocado jazz con Elliot; y Rebecca Adams. ¿Por qué? Pues Alston no sabía. Y, claro está, no se le ocurrió preguntarlo. La fiesta era de Heynes. Podía invitar a quien le viniera en gana.

El interrogatorio a Papá Bob resultó como en ese pasatiempo de tirar fichas de dominó. Una vez que cayó la primera respuesta, saltaron todas las demás. Sin embargo, las caras de los asistentes me revelaron que tendría que empezar otra vez desde el principio. Ninguno sabía adónde nos llevaba la declaración del director musical. Era allí donde entraba yo. Me serví un vaso de agua. No tenía sed. Pero necesitaba organizar las ideas. La historia podía ser, poco más o menos, como seguía. En uno de esos viajes de reconocimiento, tal vez espoleado por la lectura de alguna revista musical, Elliot Heynes tuvo la suerte —o la desdicha, que eso nunca se sabe— de conocer a un cuarteto de jóvenes músicos canadienses. Le llamó la atención, sobre todo, la viola. Una muchacha joven de mirada triste. La vio tan huérfana allí, entre otros tres músicos desmañados, que decidió rescatarla. Pero esa vez la cosa fue más lejos. Esa vez no se iba a contentar con darle aliento, promocionarla, instalarla en la gloria y, luego, retirarse a su cuartel de invierno. Esa vez se enamoró. Hasta el pomo. No sólo de una forma de tocar, de una pieza, de un sonido. Se enamoró de la mujer. E hizo todo lo que estuvo en su mano para traerla a su lado. Quizá, en un principio, habría pensado en usar de su influencia y contratarla. Pero la orquesta ya tenía sus violas solistas: Rebecca Adams y Cynthia Young. Su propuesta hubiera despertado las sospechas de la comisión. Se hubieran negado a aceptarla. Seguramente se hubieran burlado de él.

Así que necesitaba que algo le ocurriese a una de las dos chicas. De tanto «jugar a Dios», creyó que podría decidir sus destinos. Descartó a Cynthia porque era, ¿cómo había dicho Bella Larson?, un mujer «huraña e intratable que vivía rodeada de gatos y jamás salía de casa». O a lo mejor lo intentó y ella rechazó su ofrecimiento. El caso es que eligió a Rebecca. Se sacó de la manga una cena de Navidad. La invitó. Y —aquí ya era imposible afinar la intuición— aprovechó un descuido para verter estricnina en su copa. No mucha. Apenas una pizca. No pretendía matarla. Sólo incapacitarla por un tiempo. Lo había ensayado todo al milímetro. El escenario. El público. La ocasión. Por eso le había insinuado a Bob Alston, esa misma noche, la posibilidad de acompañarlos en la gira europea. Si no, a qué ese interés repentino. Una vez que enfermó Rebecca, una vez que los médicos le desaconsejaron el viaje, tuvo el camino libre para recomendar a una viola joven pero muy buena que, por casualidad, había escuchado tocar ¿en Vermont? Convenció a los miembros de la comisión. Con su experiencia. Con su juicio atinado. Y, sobre todo, con su dinero. De modo que enviaron un telegrama a Quebec. Y se trajeron a Juliette Legrand. Hasta ahí todo fue como había previsto Heynes.

El problema vino después. Cuando la pobre muchacha llegó a Nueva York. Las pasó canutas. Sola. Sin conocer a nadie. En una ciudad-tigre que la acechaba y amenazaba con engullirla. Elliot no pudo intervenir porque hubiese descubierto su juego. Pero Aaron Schulman sí. El concertino fue el único que comprendió los apuros de la joven viola. Y se ofreció a ayudarla. Incluso la cobijó en su casa durante unos días. Lo ocultaron a todo el mundo. Por las apariencias. Pero Elliot Heynes no era todo el mundo. Acabó por descubrirlo. Y le sentó a cuerno quemado. No estaba dispuesto a que le levantaran a la chica. No sin luchar. Por supuesto, no podía correr el riesgo de atentar contra el concertino en Estados Unidos. Después de lo de Rebecca, hubiera sido demasiado evidente. De manera que decidió esperar —la venganza es obstinada— a la gira. Europa es grande. Aquí tendría sus oportunidades. Pero en el viaje a Las Palmas ocurrió algo que terminó con su paciencia. Schulman y Juliette se sentaron juntos. En el avión. En la guagua que los traía del aeropuerto. Incluso escogieron habitaciones contiguas. Eso fue el detonante. La maldita lepra a lo primero que afecta es al sistema nervioso. Y el de Heynes explotó.

Primero lo siguió en su paseo vespertino por la ciudad. Cuando tuvo ocasión, le recriminó a Aaron su relación con la canadiense. Eso fue en la puerta de una peletería. El dueño, Prem Jeswani, los vio discutir. Seguramente el concertino lo mandaría a paseo. O a algún sitio menos agradable. Y Elliot, ya sin control, regresaría al hotel. Subiría a su habitación. Cogería otro tanto de veneno. Entraría en la cámara de seguridad —su nombre quedó consignado en el registro de la recepción exactamente a las siete y diez del viernes—. Y aprovecharía la coyuntura para rociar con violencia las cuerdas del violín de Schulman. ¿Por qué con violencia? Porque estaba cabreado como un macho. Y porque el veneno tenía que soportar la maniática limpieza del músico antes de la actuación. Si lo espolvoreaba sin más, de un modo superficial, Schulman hubiese dado con el antídoto sin proponérselo. Con su propio pañuelillo de tela. Pero el polvo de estricnina es terco. Y no sólo resulta peligroso bebido, también inhalado —en ocasiones, los traficantes lo mezclan con la cocaína o el LSD—. Y al contacto con la piel. Así fue como murió el violinista. Lo comprobarían cuando analizaran las cuerdas. No quise continuar con la exposición de los delitos de Elliot Heynes. No tenía sentido. Lo único que podía interesar al caso era lo del anillo que vislumbré en la mano de mi agresor. Pero, al lado del asesinato del concertino, las palizas que nos llevamos la viola de la Young y yo eran una minucia. Una trivialidad. Mis costillas acabarían soldándose. Y el seguro se encargaría de reponerle a ella su preciado instrumento. Pero a Aaron Schulman ya nadie le devolvería la vida.