12

El hombre invisible

Era hindú. Para el caso daba lo mismo. Pero era hindú, no indio. Lo dejó muy claro a las primeras de cambio. Se llamaba Prem Jeswani. Había nacido en Las Palmas. Y provocaba una curiosa competencia de sentidos. Porque, si uno cerraba los ojos, percibía un deje canario tupido y sin mácula, lleno de giros coloquiales. Y, si se tapaba los oídos, veía a un hombrecillo de nariz aguileña, piel casi azul y cabello brillante. Regentaba una peletería en la calle Ripoche. Un negocio familiar. Lo había fundado su abuelo. Lo había ampliado su padre. A él le había tocado modernizarlo. Y, según una particular filosofía —más comercial que hindú—, su hijo lo llevaría a la quiebra. Ninguna empresa pequeña soporta la cuarta generación. La mayor parte de ellas muere con la tercera. Por eso a Prem no se le notaba preocupado. Asumía el porvenir con resignación, total, hiciera lo que hiciera, no podría invertir su destino. Su tienda de ropa, zapatos y bolsos ya había rentado más que suficiente.

Lo recibió un policía quisquilloso de escasa paciencia. ¿Qué se le ofrecía al señor Jeswani? Él había visto al violinista muerto. ¿Muerto? No muerto, claro. Lo había visto cuando aún vivía. El tipo había ido el viernes por la tarde a su peletería. Se había interesado por un chaquetón de piel de ante. De mujer, para ser más exactos. ¿Por qué ahora? Y él qué sabía. A lo mejor el músico se había echado una novia. No, carajo. El policía se refería a por qué había venido Prem Jeswani ahora, cinco días después del asesinato. Ah. Eso. Pues porque no sabía que el músico muerto era el mismo hombre que había visitado su tienda. Hasta ese miércoles, en que un periódico se había dignado sacar una fotografía de Schulman. Sí. Seguramente sería la misma fotografía que había salido el domingo y el lunes y el martes. Pero no en primera página. Y Prem Jeswani sólo leía las primeras páginas de los periódicos. ¿Un hombre ocupado? No. Aprensivo. Le revolvían las tripas las noticias. Con la primera le bastaba para saber cómo iba el mundo.

¿Cómo explicaba que no se encontrara ninguna bolsa de la peletería Jeswani en la habitación de Schulman? Muy sencillo. Porque Schulman no había comprado nada. ¿Solía acordarse de todos los clientes que no compran en su tienda? Podía decirse que el señor Jeswani disfrutaba de una excelente memoria. Pero, además, resultaba que en aquel caso había ocurrido algo extraño. Schulman había llegado a media tarde. Había pedido que le mostrase media docena de chaquetas de ante para señoras. El dueño, entonces, se había frotado las manos. Había desplegado la mejor de sus sonrisas. Y había alineado con esmero la mercancía sobre el mostrador. Sin embargo, cuando estaba por decidirse cuál de las chaquetas era la más elegante, apareció otro hombre. No llegó a entrar. Lo llamó desde la puerta. Aaron salió. Prem Jeswani no podría asegurarlo pero, si le daban a jurar, juraría que estuvieron discutiendo. Luego, el músico muerto volvió a la tienda. Echó un último vistazo a las prendas del mostrador. Miró al hindú. Negó con la cabeza. Se disculpó. Y se marchó sin chaqueta de ante. ¿Y reconocería Jeswani al otro hombre? Para empezar, era blanco. Más alto y delgado que el músico. Tendría su misma edad. Y vestía con estilo. Pero no le había visto bien la cara. No. Definitivamente no lo reconocería. ¿Alguno de sus empleados podría completar esa descripción? Tampoco. Jeswani ya había dicho que era un negocio familiar. Sólo trabajan él y sus dos hijos, un macho y una hembra, Alberto y Teresa. Y a esa hora Prem estaba solo. ¿Y qué se suponía que podía hacer la policía con esa información? Ah, amigo. Eso era cosa de la policía. Prem Jeswani ya había cumplido.

Cuando Álvarez me contó la entrevista con Jeswani, me atreví a preguntarle dónde estaba la información crucial.

—Coño, ¿te has levantado con el pie izquierdo?

—No. Pero no veo en qué mejora nuestra posición que Aaron Schulman discutiera con un tipo.

—Pues en que ese tipo puede ser el asesino.

—Seguro que sí. Pero, mientras el hindú no pueda describirlo, estamos como antes.

—Por eso lo tengo en el hotel ahora. Jeswani tiene orden de dar la alarma desde que le suene una cara conocida. Aunque sea la de su cuñado.

—Bueno. Mal no nos va a hacer.

—Lo dicho, m’ijo: te has levantado con el pie izquierdo.

Dejé a Álvarez en la comisaría. Aún le quedaban asuntos que despachar allí. Y yo no quería desaprovechar el poco tiempo del que disponía. Las urgencias del inspector me habían impedido comer algo, así que decidí regalarme con un desayuno imperial en la terraza del hotel. Sabía que, tarde o temprano, alguien se dejaría caer por allí. A decir verdad esperaba a Juliette, a Bob Alston o a alguno de los músicos tahúres, con quienes no me costaría trabar conversación. Pero ninguno de ellos apareció. La puerta de cristal se abría y se cerraba sin cesar, sin llegar a escupir ninguna figura familiar. Ya se me estaban agotando el café y la paciencia, cuando, en uno de los bostezos de la cristalera, salió a la terraza un hombre alto, vestido de un modo impecable: traje azul marino de chaqueta cruzada, camisa celeste y zapatos marrones tan bruñidos que el tipo podría usarlos de espejo para atusarse su cabellera larga y plateada. Detrás de unas gafas de montura dorada, sus ojos vivos lo atrapaban todo. Reconocí esa mirada inmediatamente. Era uno de los músicos que Juliette había señalado en la fotografía de la orquesta del ochentaitrés.

El famoso Victor Laws. El primer violín. El —a falta del beneplácito del comité— nuevo concertino. El hombre que más crédito ganaba con la desaparición de Schulman. Lo primero que me vino a la mente, antes incluso de este último detalle, fue la declaración de Prem Jeswani. Según su desvaída descripción, Victor Laws encajaba con el hombre que había discutido con Schulman en la peletería. Aguardé unos segundos por si, detrás de Laws, asomaba un hindú desquiciado apuntando al violinista con un dedo acusador y azul. Pero eso, por desgracia, no ocurrió. Laws andaba erguido, sin prisa, con aplomo y esa seguridad que da sentirse triunfador. Si le había afectado la muerte del concertino, lo disimulaba bien. Se dirigió a donde los periódicos colgaban, humillados y lacios, de un bastidor de madera. Eligió uno editado en inglés. Se sentó. Y pidió un té de menta.

El desayuno me había devuelto el humor. Me sentí con las suficientes energías para enfrentarme a una conversación con el pimpollo del violinista. Le di unos minutos para que se tomara su té. Luego, me acerqué a su mesa. Me presenté. Enseñé mis credenciales. Y le pedí si me permitía robarle unos minutos de su tiempo. Laws, como buen británico, me hizo repetirle dos veces cada cosa. Hasta entonces, todos los músicos habían hecho un esfuerzo para entenderme. Victor Laws no. Engolado y sarcástico, se sabía en una posición ventajosa. La que le daba el dominio del idioma. A cada momento, repetía un pardon? o un carraspeo petulante y chinchoso que terminaba por deslavazar cualquier intento de comunicación. No obstante, lejos de desanimarme, me lo tomé como un reto. A ver quién de los dos se desesperaba antes. Comencé por explicarle, afinando la pronunciación, que trabajaba para la policía —llegados a ese punto, de nada servía mantener lo del consulado—, pero que no era policía. Eso significaba que podía rehusar contestarme. Que en absoluto estaba obligado a conversar conmigo. Dejé en el aire esa declaración de principios por ver su reacción. Laws pareció contrapesarla unos instantes. Y, finalmente, sin mover una ceja, asintió con la cabeza animándome a continuar.

¿Conocía bien a Schulman? Era una pregunta que le habían hecho varias veces en los últimos días y que, aún, no sabría responder con certeza. Por supuesto, lo conocía. Llevaban juntos en la Filarmónica desde ni sabía cuánto. Toda la vida. Al menos, toda la vida musical. Habían asistido a los mismos cuatro ensayos semanales de los últimos veinticinco años. Habían actuado por medio mundo, separados siempre apenas por un metro. Sin embargo, no recordaba haber salido a tomar una copa a solas con él. Ni un té. Ni un aperitivo. Nada. Extraño, ¿verdad? A veces coincidían en algún restaurante o en algún teatro e intercambiaban los saludos de rigor. Laws le había presentado seis o siete veces a su esposa Ilsa. Y Schulman, una vez a las seis o siete novias diferentes con las que salió. ¿Qué tal músico era? Uno de los más grandes. Tal vez le sobraba, para su gusto, un punto de efervescencia. Pero yo no debía confundir los términos. Aaron Schulman era un profesional. Trabajaba diez horas diarias. Le sacaba a su instrumento notas que para otros estaban vedadas. Hasta un crítico musical había osado ponerle un mote, Aaron seis dedos, porque decía que era imposible que un violín sonara como el suyo con sólo cinco.

¿Y como persona? Aaron Schulman era un vividor. En el más amplio sentido de la palabra. Un hedonista convicto y confeso. Ponía la misma pasión en todo. Le gustaban el caviar, el champán, las mujeres, los caballos de carreras. Y la música. Se entregaba a ellos con idéntica voluptuosidad. ¿Enemigos? Ah, claro. Enemigos los tenían todos ellos. Desde el concertino hasta el que tocaba el triángulo. Vivían en Nueva York. Allí todo el mundo es enemigo de todo el mundo. La ciudad con más cadáveres por metro cuadrado. Laws jamás se había acostumbrado a Nueva York. Añoraba Exeter, su ciudad natal. Yo debía perdonarle esa pequeña confidencia. De modo que enemigos, seguro. Pero, si me refería a un enemigo capaz de cruzar el Atlántico para envenenarlo, Victor Laws no podía explicárselo. No le cabía en la cabeza.

El británico se encontraba a gusto. Tenía una mañana soleada. Unas vistas hermosas al mar. Un té de menta. Y un detective paleto delante, para fardar de inglés y de modales exquisitos. Pero no me estaba ayudando en la investigación. Nos podría dar la misa del gallo y el figurín ni se inmutaría. Me preguntaba cuánta presión haría falta para descomponerle la pose. Y empecé a darle vueltas a la espita. ¿Cómo sabía Victor Laws que a Schulman lo habían envenenado? El violinista regresó a sus pardon y a sus carraspeos, pero perdió toda la pose que pudiera quedarle. Sí. Acababa de decir que no concebía que nadie fuera capaz de cruzar el Atlántico para envenenarlo. ¿Por qué sabía que había muerto de esa forma? Ya. Los periódicos. Es comprensible. Pero Laws no sabía español. De hecho, cuando yo lo había interrumpido, estaba leyendo el Guardian. Ah, caramba. También hablaba el Guardian de la causa de la muerte. Por casualidad, ¿se había fijado Laws en la fecha del periódico que estaba leyendo? Del lunes. Qué cosas, ¿verdad? Eso es porque la prensa extranjera llegaba con un par de días de retraso. Incómodo pero normal. Ajá. Lo había leído el día anterior, el martes, en el periódico del domingo. Bien. Era posible. Se podía comprobar.

Determiné que era buen momento para jugármela. A tumba abierta. ¿Había visto Laws a Aaron Schulman la tarde en que llegaron a Las Palmas? No. Él se había ido a dormir. Estaba muy cansado del viaje. Comprensible. ¿Y no había salido del hotel? No. Ya lo había dicho. Tal vez yo no había entendido bien por mis obvios problemas con el idioma. Pero lo había dicho. Victor Laws no había salido de la habitación en toda la tarde. Qué curioso. Sin embargo, un comerciante de la zona había visto esa tarde discutir a Schulman con otro hombre. Sí. En la puerta de su tienda. Un tipo blanco, alto, elegante, de mediana edad. Y resulta —allí silabeé cada palabra para subrayar el farol que pretendía marcarme— que ese individuo tenía un anillo como el que Victor Laws llevaba, en aquel mismo instante, en su dedo anular.

Laws tragó saliva. Fijó la vista en su anillo. Como si fuera la primera vez que lo veía. Como si, de repente, se acordara de que lo llevaba encima. Tosió. Y se dispuso a explicarme el significado de la insignia. Nada nuevo. El honor que significaba portarlo. Los veinte años de servicios prestados. La entrega en una ceremonia emotiva. Iba a contarme que él no era el único que lo tenía. Pero yo ya estaba enralado. Con ganas de pelea. Y me adelanté. Sabía que él no era el único. Que había al menos siete más en esa gira que también tenían el anillo de los Nibelungos. Sí. Conocía hasta la manera en que lo llamaban en la orquesta: «el anillo de los Nibelungos». Muy apropiado para una orquesta filarmónica. De modo que siete más.

Pero nos encontrábamos ante un dilema. Una vez descartado el propio Schulman, sólo quedaban seis. Y convendría conmigo Victor Laws en que un hombre «blanco, alto, elegante y de mediana edad» era una descripción bastante aproximada. Dejaba pocos resquicios a la duda. Porque Orson Vaughan era negro. Al Jaber, libanés. Williams y Allen, los gemelos judíos, eran bajitos y llevarían kipá. Adrian Hall era budista. Le importaba muy poco la apariencia física. Vestía como su nuevo Dios le daba a entender. Bob Alston y el maestro Masur eran mayores. Por último, Neil Mcnamara encajaría en ese retrato si no fuera porque tenía una pelambrera rojiza y rebelde que difícilmente pasaría inadvertida para un comerciante hindú. Lo dicho: aquello era un dilema.

Si confiaba yo en que se desencajase, en que se desmoronase, en que perdiese la compostura, pronto se me marchitó la esperanza. Laws se rehízo en seguida. Se atusó el cabello. Se ordenó la chaqueta. Se acomodó las gafas en el puente de la nariz. Y volvió a su estado natural de engolamiento. Tuvo la sangre fría, el descaro casi, de recordarme mis propias palabras. Yo no era policía. Trabajaba con ellos, pero no era uno de ellos. Él había accedido libre, amable y desinteresadamente a conversar conmigo. Y había sido franco. Si yo no lo quería creer, era un problema mío. No suyo. Lo que ocurría es que a él no le apetecía charlar con alguien que osaba dudar de su palabra, así que aquella conversación acababa allí. No me guardaba rencor. Pero no quería que volviera a importunarlo con irritantes preguntas.

Antes de que abandonara la terraza —más para dejar claro que no me sentía impresionado por su despliegue de prepotencia, que para obtener información aprovechable—, saqué del bolsillo la fotografía que Juliette y yo habíamos recuperado de Internet. Se la enseñé. Por casualidad, ¿Victor Laws conocía a aquel hombre? El violinista echó un desganado vistazo a la foto. Y respondió, sin abandonar su engreimiento. Pudiera ser que lo conociera. Y pudiera ser que no. Pero lo que sí estaba claro era que yo era un perro muy chiquito para un hueso tan grande como aquél. La frase era terriblemente norteamericana. Premeditada. Ficticia. Parecía sacada de una novela de Dashiell Hammett. En cambio, la presunción con la que la había soltado, el gesto de perdonavidas con que había adornado cada palabra, era muy real. Y yo no estaba dispuesto a despreciarlos.

Cuando entraba al hotel, Laws se cruzó en la puerta con una mujer que, lejos de saludarlo como a un colega, humilló la mirada e hizo una leve pero perceptible reverencia. Yo había sabido por otros músicos de su languidez, de su inseguridad, pero no sospechaba lo tímida que podía llegar a ser Bella Larson. La muchacha atravesó la terraza mirando con nerviosismo a las mesas, como temiendo tropezarse con alguien conocido. Su cabello rubio y lacio le tapaba los ojos cada vez que movía la cabeza. Era una lástima porque la gracia de la Larson, si la había, estaba en sus ojos. Unos ojos del color del zafiro en los que podías reflejarte, siempre que consiguieras que te mirara de frente. Su cuerpo era desordenado. Anárquico. Cada miembro iba a su aire. Su extremada delgadez aumentaba la blancura de su piel nórdica. Sus piernas y sus brazos parecían querer quebrarse a cada zancada. Vestía un traje de flores coloradas y una rebeca negra. Calzaba unos zapatos de charol con una tira en el empeine que recordaban a los de las niñas de las Teresianas.

Al llegar a mi lado, aminoró su pasó. No sabía si saludarme o pasar de largo. Le costó decidirse. Y yo saqué ventaja de esa indecisión para levantarme y ofrecerle una de las tres sillas vacías que rodeaban mi mesa. Pudo más mi insistencia que su turbación. Y al final acabó por sentarse conmigo, just a minute. Bien. Sólo un momento. Me bastaba con eso. La silla que eligió me dio un nuevo esbozo de su carácter. Lo natural hubiese sido que se sentase frente a mí. Podría mirarme a la cara. Indagar en mis gestos. Y, por si le desagradaba lo que veía, siempre tendría la mesa de barricada. Sin embargo, se sentó a mi izquierda. De espaldas al ancho pasillo. Ese gesto indicaba dos cosas: por un lado, no quería que la descubrieran hablando conmigo; por otro —era impensable que buscase intimidad sentándose tan cerca—, no quería enfrentarse a mí. Le pregunté si deseaba tomar algo y el revoloteo nervioso de su pelo me indicó que declinaba mi ofrecimiento.

Intenté acallar su desconfianza, aclarándole que lo que ella y yo habláramos esa mañana no iba a perjudicarla. Que mi papel allí era el de simple asesor. Que, aunque conocía que ella había estado en dos ocasiones en la cámara de seguridad del hotel el día en que le destrozaron la viola a miss Young, yo estaba convencido de que no había tenido nada que ver con ese despreciable asunto. Que algunos de sus colegas habían salido en su defensa. Que era una excelente profesional. Que poco a poco, step by step, se estaba convirtiendo en una gran violinista. Bella Larson se sonrojó. Le agradeció a mis rodillas —había fijado su vista en mis piernas cruzadas y no se había despegado de ellas— el halago. Y contestó que no estaba acostumbrada a verse envuelta en tamaños enredos. Que era una simple concertista de violín. Que vivía para la música.

Volví a la carga con un nuevo embeleco: había asistido al concierto del Guimerá y me había impresionado lo bien que sonaba su orquesta. Con una carantoña: no era de extrañar que se sintiera así de orgullosa de su profesión. Con un chiste fácil: yo hubiera dado un brazo por poder tocar el violín como ella; claro que, de qué me hubiera servido, manco. Noté cómo se sonreía. Cómo relajaba la tensión del cuerpo. Hasta me dejó ver con claridad el azul de sus ojos, sin la cortina de su melena rubia. Le expliqué que, para mi desgracia, era un ignorante en cuestiones de música clásica. Lo mío eran el jazz y el soul. Pero era capaz de reconocer la magia de un solo de piano o de violín. De hecho, uno de mis músicos predilectos era precisamente Stephane Grappelli. Un fenómeno del violín. ¿Lo conocía? Por supuesto que sí. ¿Cómo no iba a conocerlo? Formó un cuarteto con Oscar Peterson que sonaba a gloria. Incluso habían compuesto alguna pieza los dos juntos. Blues for Musidisc. ¿La había oído? Pues se la recomendaba. Era una maravilla. La Larson me confesó que no estaba tan puesta en el jazz como hubiese deseado. Lógico. El problema de trabajar para una orquesta era que, cuando no estabas actuando, estabas ensayando. No tenías tiempo de escuchar otra música. Te pasaba como a los escritores: cuanto más escriben, menos leen.

Una vez instalados en ese nivel de confidencia, Bella decidió pedir un refresco. Y se atrevió a devolverme el chiste malo: no tenía vicios confesables, pero era adicta a la coca… cola. Su risa sonó extraña. Supuse que por culpa de lo poco que reía. En lo que la chica fue a pedir a la barra —insistió en ir ella, a pesar de mi amago de levantarme—, me pregunté si la Larson tendría familia. Si la esperaba alguien en Norteamérica. Si había algún Mr. Larson, en aquel instante, viendo las noticias de la CNN en un apartamento pequeñito con vistas a Central Park. No quise fantasear más. Preferí esperar a que me lo contase ella misma. A su vuelta, estaba mucho más relajada. Me habló de su entrada en la Filarmónica. Hacía de eso once años. ¿Tanto? Imposible. Una muchacha tan joven. No bromeaba. Hablaba muy en serio. Bella podía tener ¿cuánto? ¿Veintiocho? ¿Treinta? ¡Treintaisiete! Increíble. No los aparentaba. De veras. Pues tenía treintaisiete y llevaba once años en la Filarmónica neoyorquina. La habían contratado el mismo día en que cumplió los veintiséis. Menudo regalo. El mejor de su vida. Había llegado a la ciudad de los rascacielos cuatro años antes, a los veintidós. Una niña. De Trondheim, al norte de Noruega. Donde el sol de medianoche. Había estudiado, con una beca de su país, en el conservatorio de Nueva York. Era muy responsable. Quería que sus paisanos y, sobre todo, su familia se sintiesen orgullosos de ella. En seguida se hizo un hueco en la orquesta joven. Despuntó como primera violinista. Y, desde que tuvo ocasión, presentó una solicitud para ingresar en la NYPH.

La primera vez la rechazaron. Escogieron a Akira Nakata, un norteamericano de origen japonés, seguramente el hombrecillo del esmoquin prestado que yo había visto en el recital de Tenerife. ¿Discriminación sexual? Ella no lo creía. Ni siquiera pensó en esa posibilidad. Bastante tenía con superar su primer revés en Norteamérica. Fue como si la empujasen desde el Empire State. Sí. Con los ojos vendados y sin paracaídas. De vértigo. Estuvo a punto de desplomarse. De volverse a Noruega. De dedicarse a tocar para los turistas en algún local del viejo Oslo. ¿A Trondheim? A Trondheim no hubiera regresado jamás. Les hubiera hecho creer a sus padres que seguía en Nueva York. Que había triunfado. Eran viejos. Se hubieran muerto felices sin conocer la verdad. Pero Bella tenía amigos. Pocos —le sobraban tres dedos de una mano para contarlos—, pero muy buenos. Y sus amigos la apoyaron como nunca. Estaba la viola solista. ¿Cynthia Young? No. Qué va. Cynthia era una mujer huraña e intratable que vivía rodeada de gatos y jamás salía de casa. Se refería a Rebecca Adams, la viola que había enfermado por Navidad y no había podido acudir a la gira europea. Eran vecinas. Puerta con puerta. Rebecca le prohibió que se rindiera. Así fue. «Te lo prohíbo» le dijo. Y estuvo a su lado en las noches en blanco. Cómo la echaba de menos en esa gira Bella Larson. También estaba Steve Green, su mejor amigo de entonces, su novio después, su marido de ahora, el del apartamento frente a Central Park. ¿La Tercera Avenida? Pues el del apartamento de la Tercera Avenida. Rebecca y Steve la ayudaron a sobreponerse. La animaron a seguir trabajando. Con constancia. De sol a sol. Y unos pocos meses más tarde le llegó una segunda oportunidad. Esta vez estaba dispuesta a demostrarle a sus dos amigos y a la comisión quién era Bella Larson. Y a fe que lo hizo. Seleccionó con lupa la pieza que iba a tocar. Una partita de Bach. La número dos. Difícil y delicada como ella sola. Realizó una prueba tan brillante que no tuvo rival. La eligieron entre treinta aspirantes. Al año siguiente, se casó con Steve. Y, tres después, había progresado como nadie en la cuerda. Hasta el propio Nakata había tenido que admitir la valía de Bella Larson cediéndole su puesto en el escenario.

Así que, después de todo, Bella Larson era una mujer afortunada. Viéndola allí, ante su coca cola, con las manos sobre el regazo y mirándome —casi taladrándome— las rodillas, cualquiera lo diría. Pero era de esas personas transparentes que le pedían poco a la vida, que disfrutaban con su trabajo, que compartían y sabían apreciar cada día como un regalo del cielo, aunque fuese, ¿cómo había declarado Juliette que dijo Schulman?, el «cielo coagulado de Manhattan». Le pregunté —más por solidaridad que por intriga— si sabía algo de Rebecca Adams. Si había mejorado de su dolencia. La violinista asintió aliviada. Al parecer se iba a recuperar. Había sido una intoxicación. Sí. No sabía bien con qué. Alguna cosa que comió en la cena de la orquesta. Esa misma noche se puso a morir. Nadie se explicaba la causa. Habían asistido más de veinte personas. ¿Bella también? No. Los padres de Steve habían ido a pasar la Navidad con ellos a su apartamento de la Tercera Avenida. Veinte personas. Y Rebecca fue la única que enfermó. ¿Síntomas? Muchos y malos. Los médicos creyeron, en un principio, que era un tumor en la médula espinal. Se le habían agarrotado el cuello y la espalda. Y no podía mover las piernas. Le costaba orinar y le manaba un líquido negruzco, de olor ácido. Se pusieron en lo peor. Luego, le hicieron mil análisis y descartaron esa posibilidad. Poco a poco, el dolor y las náuseas remitieron y salió del trance con un susto de más y ocho kilos de menos.

Antes de que pudiera insistir —esta vez ya del todo intrigado— en los detalles de la enfermedad de su amiga, Bella Larson cambió de tema. No quise estropearle el día. Ya buscaría un hueco para hacer la consulta que tenía en mente. Así que le seguí el hilo. Se enfrascó en una reflexión íntima. Le había encantado la ciudad. Sí. Había tenido tiempo de conocerla en los últimos días. Y, a pesar de la ingrata experiencia que había vivido, estaba dispuesta a volver. Con Steve. A descansar. A gozar del sol y de la playa tan hermosa que teníamos. Ya había oído decir muchas y muy buenas cosas sobre Canarias a quienes la habían visitado. Sabía incluso que había un colegio noruego en el sur de la isla donde había trabajado un pariente lejano. La primera vez que había oído hablar del archipiélago, le había llamado la atención su nombre: islas Canarias. Había preguntado qué significaba, de dónde venía. Pero nadie había sabido darle una respuesta convincente.

Le conté la versión para turistas. Que «can» significaba perro. Que los descubridores se encontraron con manadas enteras de estos animales. Y que acabaron por reconvertirle el nombre. De «islas Afortunadas» pasó a «islas Canarias». Qué maldad. ¿No le parecía? Un nombre tan hermoso no necesitaba reforma alguna. Y menos para mudarse a «islas de perros». Aquella conversación me trajo a la memoria la que había escuchado, al vuelo, el día anterior, entre Alston y Masur. Y quise probar suerte con la Larson. Información por información. ¿Sabía ella si había alguna concertista en la orquesta que tuviese un perro? Nadie. ¿Segura? Segurísima. ¿A quién se le iba a ocurrir traerse a su mascota a una gira? Hubiese sido una estupidez. Ni siquiera creía que se lo hubiesen permitido. Apunté otra posibilidad. ¿A alguno de sus colegas le apodaban el Perro? Que ella supiese, no. Pero también es verdad que Bella Larson no destacaba por su carácter extrovertido. Ya la había visto. Le costaba sostener la mirada, cómo sería mantener una conversación. Quizá llamasen así a alguien. Pero jamás delante de ella. No importaba. Era simple curiosidad. Me había parecido oír ese apodo, the dog, a uno de los músicos. Y había pensado que tal vez fuera importante.

Bella Larson, de repente, se quedó en silencio. Sostuvo en el aire su coca cola. Y, por primera vez, me miró a los ojos. Se mordió la timidez. Mandó a paseo su recato. Los zafiros de sus ojos se agrandaron. A no ser que… ¿Estaba yo convencido de que había oído the dog? No era su intención desprestigiarme, pero estaba claro que mi inglés era bastante quebradizo. A lo mejor fue otra cosa lo que oí. Pudiera ser. Pero no se me ocurría otro apelativo que sonara a dog. ¿Qué tal watchdog? Se le parece mucho pero es un término bastante más fuerte. ¿Watchdog significa guardián? Más que eso. En lenguaje de la calle, significa carcelero, vigilante, perro policía. ¿Le sonaba ese apodo a la violinista? Sí. Lo había oído por lo menos dos veces. La primera el mismo día que salieron de Nueva York. En el aeropuerto. Estaban facturando las maletas. Y, de pronto, alguien detrás de ella se quejó. No recordaba quién. Sólo que había blasfemado. Que había señalado con disimulo a un hombre que, en aquel momento, se sumaba a la fila. Y que lo había llamado el maldito Carcelero. Otra voz preguntó, atónita, si aquel tipo todavía estaba vivo. Y una tercera respondió con evidente tono de repugnancia que, por desgracia, sí. Bella Larson no pudo evitar la tentación de buscar con la mirada al enigmático personaje. Y lo único que encontró fue a un hombre alto. Bien trajeado. Distinguido. Y terriblemente solitario.

La segunda vez que oyó hablar de él fue la noche de Tenerife. Después de la representación. En la cena. Casi nadie tenía ganas de charla. Estaban todos muy afectados. Era lógico. Aún estaba caliente lo de Schulman. Fue Victor Laws, con su talante cáustico y despectivo. Dijo algo sobre que la actuación debió de haber sido fantástica porque el Carcelero se había ido antes de que acabase. Bella Larson lo atribuyó a una pataleta infantil del nuevo concertino. A que a Laws le había molestado que, en su estreno como primerísimo violín, alguien hubiese tenido la desfachatez de levantarse del palco y marcharse a mitad de la obra. De modo que no le dio mayor importancia. Hasta ese momento, en que yo había sacado a colación el curioso apodo. ¿Y ella no había vuelto a ver a ese hombre durante el resto del viaje? No. Por lo visto era un tipo algo esquivo, que rehuía el contacto con los demás. Se habían juntado, pues, el hambre con las ganas de comer. The watchdog y Bella Larson, el siniestro y la tímida. Le agradecí en el alma a la noruega su información. Aún no concebía yo hasta qué punto era trascendental. Y desde luego estaba muy lejos de intuir que, si hubiera mantenido aquella conversación unas horas antes, quizá hubiese podido ahorrarle a Juliette Legrand las cuarentayocho horas más crueles de su vida.