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Un viaje en el tiempo

Caramba con Juliette Legrand. Era una caja de sorpresas. ¿Qué más cosas escondería mi Audrey Hepburn detrás de su carita de ángel? Mejor no saberlo. Sin embargo, la creí. No me pareció degradante. Así se lo dije. Su historia era verosímil. Quebec es una gran ciudad, pero nada que ver con la selva de Nueva York. Ella no habría tenido tiempo de prepararse para lo que se le venía encima. Con la emoción de ser reclamada por la Filarmónica, no habría pensado en nada más. Y, cuando llegó, se encontró con la cruda realidad de una ciudad que no conoce a nadie. Por otra parte, no tenía sentido que me mintiese. Yo no era el juez. Ni su padre. Ni iba a sospechar de ella ni me iba a escandalizar su relato. Y podía habérmelo ocultado. Si nadie se había quejado hasta entonces, con las ganas que le tenían a la pobre muchacha, era que nadie conocía la relación entre el concertino y la viola. Aquel testimonio arrojaba una luz nueva, una perspectiva diferente al caso Schulman. No quise pensar en ello entonces. Más tarde tendría tiempo. Estaba interesado en otro asunto para el que necesitaba la ayuda de Juliette. Y era el mejor momento para afrontarlo.

Le pregunté si podíamos subir a su habitación. La chica dio un respingo sobre su asiento. Los ojos se le volvieron lunas redondas y grandes. Tragó saliva. Ya se disponía a contestarme —su cara era un poema del desconcierto— que no le parecía nada oportuno, so much inconvenient, cuando le puse con suavidad una mano en el brazo. La tranquilicé. Le pedí que se serenara. Y le expliqué mis intenciones, que, desde luego, no eran las que ella estaba pensando, salvo que conociera una manera de hacer el amor sin tocarnos, porque mi costilla no aguantaría ni tanto, al primer abrazo se quebraría como un pergamino viejo. No. Quería subir a su habitación para utilizar su ordenador, conectarme a la red y buscar información.

Note cómo respiró aliviada. Se ruborizó. Intentó reparar el descosido. Yo debía entenderla. Así de pronto, soltarle lo de subir a su cuarto. Había sido una tonta. Le quité importancia. A lo mejor había sido el tono de mi voz. O mi inglés de pacotilla. O su cansancio. Llevaba varios días infernales. Sí. Seguro. Eso habría sido. Ahora, ¿podríamos subir? Desde luego que sí. ¿Sobre qué quería buscar información? Sobre la Filarmónica. ¿Eso significaba que iba a ayudarla? Eso significaba que lo iba a intentar. A la muchacha se le iluminó la cara. Se levantó dispuesta a coger las llaves. La detuve. Había que tomar ejemplo de Aaron Schulman. No era muy buena idea que nos viesen subir juntos. ¿Por qué? Porque ya habíamos dado suficiente de que hablar nosotros dos también. Porque no les íbamos a dar el gusto de continuar con los chismorreos. Así que ella subiría primero. Encendería el ordenador. Y en cinco minutos me reuniría con ella. Así lo hicimos. Me retrasé un poco. Preferí esperar la marea baja y subir por la escalera. No quería toparme con ninguno de los músicos en el ascensor. Hubiera sido peor el remedio que la enfermedad. Entonces sí que la hubiésemos jeringado. Ya nadie se hubiese creído que Juliette Legrand y yo no éramos amantes.

Cuando toqué, estaba recogiendo el cuarto. Me explicó que, entre sus muchas virtudes, no entraba la del orden. Que siempre lo dejaba todo manga por hombro. Que, aunque no lo pareciera, sabía dónde estaba cada cosa. La habitación era bastante amplia. Tenía dos camas. Un mueble bajo y largo con un televisor, un escritorio y una lámpara. Además de una silla delante del escritorio, había lugar para un sillón de orejas con apoyapiés. Por lo que pude ver a través de la puerta entornada, el baño era espacioso y estaba en completo desorden, tal y como había dicho ella. Juliette había desenchufado la lámpara para conectar el ordenador y hasta una impresora. Así que hubimos de correr las cortinas para que entrase la luz. Y yo tuve la oportunidad de contemplar una hermosa vista de la playa de Las Canteras. Se me escapó un silbido de admiración. Y a ella una sonrisa orgullosa.

La dejé manejar la tecnología. Era muy hábil. Yo hubiese tardado el doble en desentrañar las claves hasta llegar donde queríamos. Consiguió entrar en la página de la orquesta sin pestañear. Pero, si le decía qué andábamos buscando, iría aún más rápido. Tanteé el terreno antes de exponerle abiertamente lo que indagaba. Le hablé de que nos vendría bien cualquier información sobre los integrantes de la orquesta. De que quizá descubriésemos algo que a la policía se le hubiese pasado por alto. De que la biografía de sus colegas tal vez escondiese algún acontecimiento que explicase lo de Schulman o lo de la viola rota. Ella asintió. Y llevó el cursor hacia la izquierda de la pantalla, donde la recibió un inventario de asuntos relacionados con la Filarmónica: History, Tickets, Performances, music and Musicians. Sí. Lo de Música y músicos podría ser un punto de partida. Juliette llamó a esa puerta y le abrió de inmediato una lista infinita de nombres en azul añil. Le pedí que eligiese un par de ellos al azar, a ver qué nos deparaba. Y así lo hizo. El resultado fue bastante desalentador. Además de la fecha y el lugar de nacimiento de los músicos, teníamos sus especialidades, dos o tres líneas de elogios, las orquestas en las que habían tocado antes y alguna declaración tomada de periódicos y revistas especializadas. O sea, nada interesante. Lo intentó con otro nombre. Y el desenlace fue el mismo. La Legrand se masajeó el cuello. Se estiró. Levantó la vista de la pantalla. Y soltó la pregunta del millón, what are you looking for, Ricardo?

Eso me hubiera gustado saber a mí también: ¿qué estaba buscando? Pude haberle confiado lo de mi agresor. Lo del anillo de mi agresor. Lo del significado del anillo de mi agresor. Pero mi instinto me previno. Si Juliette tenía algo que ver en todo aquel enredo, la pondría en alerta. Si no, la pondría en peligro. En cualquier caso, malo. De modo que elegí una pantomima más o menos creíble. Buscaba a alguien que se viese favorecido con la muerte de Aaron. Alguien que tuviese posibilidades reales de ascender en la Filarmónica. Sí. En efecto, ya sabía que eso iba a depender, en última instancia, del dictamen de una comisión. Pero seguro que, en aquella carrera, los más antiguos estarían mejor colocados que los jóvenes. El problema estribaba en que, en las reseñas que acabábamos de leer, no se decía nada de la antigüedad de los músicos. Juliette se tomó unos segundos para pensar. Regresó a la pantalla del ordenador. Y, acariciando el teclado con su dedo índice, volvió a la columna de la izquierda. A un capítulo que estaba escondido. El de Files Records. ¿Y eso? Eso era el archivo de la Filarmónica. Si existía alguna referencia a la composición de la orquesta en otro tiempo, estaría allí. Y, de pronto, apareció otra relación, la de viejos conciertos de la NYPH. ¿Qué año quería mirar? No sabría decirle con exactitud. Pero mil novecientos ochentaitrés podría valernos. Para darnos un margen. Juliette tecleó esa fecha. Y apareció, prodigio de la técnica, una fotografía de la orquesta de entonces. Con su director, sus músicos, sus programas de entonces.

Ya no somos los mismos. Había que ver la pinta de los músicos. Guárdeme usted una cría de la echadura. Tremendos peinados. Vaya trajes. Sobre todo, menudas pajaritas. Parecían gusanos, de apergaminadas y gruesas. Pero allí estaban al fin. Veintitantos años más jóvenes. Sonrientes y lejanos como en un daguerrotipo. Comenté en voz alta —más para mí que para Juliette— lo confusa que era la fotografía. Ella debió de entenderme porque se apresuró a deletrear una palabra mágica y la imagen se amplió hasta cuatro veces su tamaño. Su dedo me pareció divino, no tanto por lindo —que lo era, y mucho—, sino por su capacidad de obrar milagros. El dedo de Dios animando la vida. Lázaro, levántate y anda. Con sólo una caricia, la imagen se despertó. Se desperezó. Comenzó a moverse arriba y abajo, a derecha e izquierda. Le pedí que fuera con tiento. Pianissimo. Por si reconocíamos algún rostro. Pronto convertimos la búsqueda en un juego. En una competición. Ganaría quien más músicos identificara.

Por supuesto venció ella. Por goleada. Yo distinguí, con cierta claridad, sólo a dos: a Orson Vaughan y a Schulman. Por cierto, que me impactó la energía de un rostro al que únicamente conocía del depósito de cadáveres. Un Aaron Schulman de veintitantos años miraba a la cámara con ademán resuelto. Sin complejos. Seguro de sí mismo. Luego había un tercero que me sonaba de haberlo visto en el barco, pero a quien no podía asignarle nombre. Se lo señalé a Juliette. Era Nehemiah Williams, el trompetista judío. Ella, animada por haber podido recordar el apellido, cogió carrerilla y acabó por completar el rompecabezas. Uno: al lado de Nehemiah, como siempre, estaba David Allen, su compañero de armas y de religión. Dos: un banco más atrás, Victor Laws, ¡claro!, el violinista británico, ¡debí haberlo imaginado!, el hombre que iba a ocupar el puesto de Schulman, ¡cómo no darme cuenta!, nos miraba a través de unas gafas de aumento. Ésa era la razón de mi desconcierto. Las horrorosas gafas de pasta oscura. El músico del ochentaitrés no tenía nada que ver con el apuesto concertista que había visto en el Guimerá. Tres: junto a Laws, aparecía Adrian Hall, el contrabajo, un hombre pegado a un libro de filosofía, al parecer se había rebautizado al budismo. Y cuatro y cinco, en la última fila: a la derecha, Ibrahim Al Jaber, el pianista, un tipo afable y sonriente; y a la izquierda, Neil McNamara, norteamericano de origen escocés, no había más que ver ese pelo de fuego ensortijado, un individuo extraño, solitario y sombrío como el instrumento que tocaba, el contrafagot.

¿Nadie más? No. Al menos ella no lograba reconocer a ningún otro. Sin embargo, debía de haber un error. Bob Alston había hablado de ocho músicos con insignia dorada y nosotros teníamos a siete. ¿Papá Bob se habría equivocado? Tal vez había contado mal y se le había colado uno. Era una posibilidad. Pero, por si acaso, le pedí a la muchacha que volviésemos a revisar la foto con detenimiento. Que no nos dejáramos nada en el tintero. Cualquier detalle podría ser importante. Las primeras apreciaciones fueron anecdóticas: descubrimos, con sorpresa, que había muchas menos mujeres que en la actualidad; menos músicos de color; uno solo de rasgos orientales. Era la renovación de la que había hablado Alston. Pero, fuera de eso, estábamos en blanco. El resto eran desconocidos. La imagen fue pasando por la pantalla al ritmo pausado que le marcaba el dedo mágico de Juliette. En un momento del baile de sonrisas y pajaritas tiesas, apareció un rostro que me resultó familiar. Le dije a la Legrand que parara. Que lo ampliara. Que le diera contorno. Era un tipo serio, con la mirada rígida. Parecía estar a disgusto. Le pregunté a la viola si lo identificaba. Ella negó con la cabeza. Sin embargo, yo había visto esa cara en alguna parte. ¿Podíamos imprimir ese fragmento de fotografía? Por supuesto que sí. En dos minutos la impresora de Juliette comenzó a escupirlo.

Me lo guardé. Me acerqué a la ventana. Me aproximé tanto al cristal que noté cómo se iba empañando a medida que respiraba. Me quedé colgado en el horizonte rojizo y silencioso. En la barra descollante de Las Canteras. Comenzaba a oscurecer. No me había dado cuenta de cómo había pasado el tiempo. Imaginé que Juliette estaría cansada. La pobre había vivido una experiencia engorrosa. Y, por mucho que hiciera, se encontraba más sola de lo que nunca había estado. Me volví hacia la habitación. Ella me daba la espalda. Recogía los cables del ordenador y de la impresora. Callada. Pensativa. Cuando lo hubo guardado todo, suspiró. Su figura se atenuó, se fragilizó. Parecía perdida. Antes de que cualquiera de los dos —temía más por mí que por la viola— se dejara abatir por la nostalgia, me despedí de ella. Sería mejor que descansásemos. Nos aguardaban días infames. Y teníamos que estar despabilados. Ella me acompañó a la puerta. La abrió. Se hizo a un lado para dejarme salir. Nos quedamos un instante en el umbral buscando en nuestro ánimo la mejor despedida. Juliette decidió por los dos. Se acercó a mí. Me tomo la cara entre sus manos. Y me besó en los labios dejándome un regusto a vainilla y desconsuelo.

Bajé por la escalera. Salí al vestíbulo. Me despedí del conserje. Y busqué el frío de la avenida. No tenía ganas de encontrarme con la maraña de periodistas. Preferí pasear. Tomé el camino de la Puntilla. Si me daba prisa, tal vez encontrara a Colacho en el Casinillo, el local donde se reunía con sus viejos amigos del barrio. Cuando llegué allí, estaba echando una partida de dominó. Con Atilio y Severiano Arroyo, dos hermanos palmeros que llevaban toda la vida viviendo en La Isleta. Se habían casado, la misma noche de mil novecientos cuarenta, con dos hermanas del puerto y habían envejecido, sin prisas, al golpito, a la orilla del mar. El cuarto jugador era algo más joven. Por la forma en que arrugaba el ceño al sonreír, di por hecho que era hijo de uno de los dos Arroyo. Fue Severiano el primero que me vio entrar. Me recibió con un «¡dichosos los ojos!, ahí llega el desaparecido», que atronó tal que un volador en el salón de juegos, como nunca inmenso y vacío a aquellas horas. Colacho, sin dejar de mirar las fichas, le respondió con retintín, déjate de martingalas y juega, carajo, que luego se te va el baifo y perdemos otra vez; ya tendrás tiempo de saludar a mi nieto. Levanté una mano a modo de saludo para todos. Tomé una silla. Y me senté en silencio, un metro por detrás de mi abuelo.

Lo malo de Colacho Arteaga es que tiene un perder atravesado y terco. Echa la culpa —lo sé por propia experiencia: cuando no tiene con quién jugar, me manda llamar— a su compañero de equipo, sea el que sea, que siempre está tonto, que desatiende al juego, que no sabe interpretar sus señas. Lo bueno es que el cabreo se le pasa pronto. Esa noche le tocó a Severiano ser el blanco de sus pullas. Pero, no más despedirse de los Arroyo en la puerta del Casinillo, no más olisquear el yodo y la sal de la marea alta, ya andaba en otra cosa, ¿qué tal va lo del músico, Ricardillo?, dicen que se va a liar un buen follón si ese juez comosellame no descubre nada pronto. Le puse la mano sobre el hombro, en un gesto menos afectuoso de lo que me habría gustado reconocer. La cruda realidad era que el viejo andaba demasiado deprisa. Y la única manera de acompasar mi ritmo al suyo, de que no notara que renqueaba, era mantenerlo así agarrado.

—Es lo único de verdad que, a día de hoy, encontrarás en los periódicos, Colacho. Lo demás está en el aire.

—Ninguna pista buena.

—Ni buena ni mala. Sabemos que hay un muerto y, al menos, un asesino. Pero nos falta el resto: el móvil, el veneno, la oportunidad.

—Y el tiempo.

—Sobre todo el tiempo. Como el juez Tejera no halle indicios a más tardar mañana, los músicos se nos escapan vivos.

—Raro es que tú no tengas alguna idea de quién anda detrás del asunto.

—Tengo una. Pero es como el Guadiana. Aparece y desaparece a cada rato.

—Y ¿hay alguna razón para que no quieras compartirla conmigo?

—¿Por qué habría de haberla? Yo no tengo secretos para ti.

—Vete a la gran puñeta. ¿Dónde has estado desde el domingo?

—Investigando.

—Claro. Y por eso me enviaste al inspector ese amigo tuyo, el tal Álvarez, ¿verdad? Para que me dijera que todo iba bien y que estabas en medio de la investigación.

—¿?

—Ricardo, yo no tengo ovarios (gracias a Dios, porque eso debe de ser un incordio), y, como no tengo ovarios, no te he podido parir, pero te conozco como si lo hubiese hecho. Eres igual que tu madre. Mientes fatal.

—¿Miento?

—Como un bellaco. ¿De cuándo a dónde se manda a un heraldo para tranquilizar a alguien? ¿Tú no has oído la frase «matar al mensajero»? Pues es porque ésos sólo traen noticias pésimas. Cuando las cosas van bien, no le encargas el trabajo a otro. Vienes tú mismo y te llevas la gloria, totorota.

—Vaya, hombre. Encima que me preocupo por ti. La próxima vez…

—La próxima vez que ocurra algo malo, te esperas a que mejore el tiempo. Pero no me andes tocando las narices con recaditos que, lejos de tranquilizarme, me dejan en vilo. Ahora cuéntame, ¿dónde te han dado?

—¿Te has vuelto zahorí? ¿Cómo sabes que me han dado?

—¿Tú crees que eres el único de la familia que sabe contar? Hoy vienes a verme de noche y a hurtadillas. Tú nunca te estás quieto y, sin embargo, te sientas tranquilo y calladito en una silla, como un niño bueno, hasta que se acabe la partida. No puedes ni seguirme el paso. Y, si no ando muy descaminado, eso que tienes en el ojo es una trompada. Soy viejo pero no idiota.

—Ya veo. Estoy tentado de quedarme mañana a reparar tu barca y que vayas tú a interrogar a los músicos.

—Ni loco. Tú no tienes idea de carenar. Y yo no tengo edad de andar corriendo detrás de un fantasma. ¿Me lo vas a contar o qué?

Se lo conté. Desde el principio. Desde la última vez que nos habíamos visto, el domingo a la tarde. La reunión en la agencia consular. La cena con Juliette. La pelea en el bar. La paliza. El anillo. Los días de hospital. El asalto a la viola de Cynthia Young. La vuelta al trabajo. La partida de póquer. El anillo. La entrevista con Alston. El secreto de Juliette y Schulman. La visita a la página electrónica de la Filarmónica. El anillo. Ya he dicho cuánto me ayuda repasar los casos con Colacho. Me sirve para despejar las ideas. Y para atorarme en ellas también. Y, en mi discurso de esa tarde, el anillo de los Nibelungos se convirtió en un bumerán, siempre regresando. Ahí estaba la clave. Mi abuelo dejó que me desahogara. Imaginé que para él era un síntoma de que me había recuperado de la tunda del callejón. Y, cuando tomó la palabra, como tantas otras veces, se salió por peteneras.

—¿Has cenado ya?

—No.

—Aquí al lado hay un chiringuito. Es pequeño, pero está limpio. Y hacen buenos bocadillos.

—Si tú no cenas.

—Yo tomaré una tortilla francesa y un café con leche. Pero tú tienes que comer. El cuerpo es una máquina. Necesita gasolina para seguir funcionando. No te hará daño un vaso de vino y un pepito de ternera.

—Vamos.

El camarero lo saludó de un modo respetuoso, pero muy familiar, de lo que deduje que Colacho era cliente asiduo. Me lo confirmó el hecho de que ambos se dirigieran inmediatamente a una mesa en concreto, la última del fondo, la más apartada. Allí nos sentamos. El viejo me presentó. Se interesó por la salud del hombre. Y pidió la cena por los dos. Mientras llegaba, me contó que solía ir a aquel bar después de la partida de dominó. Lo cogía de camino. Cenaba acompañado. Y muchas veces gratis porque Felipe, el dueño, se sentaba con él a la mesa. Estaba escribiendo la historia del barrio y, cuando no le casaban las fechas y los acontecimientos, se aprovechaba de la buena memoria de Colacho. Según éste, la mitad de ese libro era obra suya. Pero, para cuando lo acabara, ya no podría pedir derechos de autor. Felipe llevaba más de diez años y aún no había pasado de la época de Franco.

El bocadillo de ternera estaba delicioso. O tenía más hambre que un perro chico. En lo que yo daba cuenta del pepito y un cuarto de botella de rioja, Colacho se dedicó a contarme su versión del caso Schulman. Volvió con la matraquilla de siempre. Según él, Juliette Legrand era mal negocio. Y yo estaba mal asesorado. Había elegido una pésima compañera de equipo. Puede que el anillo fuera tan importante como yo decía. Pero el verdadero quid estaba en la muchacha. Seguía perseverando en mi mal ojo para las mujeres. ¿No comprendía yo que Juliette me estaba enredando con su carita de ángel y sus perfumes? La Legrand estaba detrás de todo y acabaría por ahorcarme, al menor descuido, con una cuerda de su viola. ¿Por qué no me buscaba una buena chica del país? No hacía falta que estuviese enamorado ni que la quisiese con locura. No es que él no creyese en el amor. ¿Cómo no iba a creer? Sólo había tenido uno, mi abuela Juana. Y, después de morir ella, ninguna mujer le pareció suficientemente buena para meterla en su vida y en su cama. Creía en el amor como el que más. Pero eso vendría, como las bendiciones de la Biblia, por añadidura. Con que me quisiese ella a mí bastaría. Los hombres, al final, acaban contagiándose del cariño de las mujeres. Y, luego, terminan por no saber vivir sin ellas. Son las reglas de un juego más viejo que el mundo.

Durante el resto de la velada, intenté, sin mucho éxito, templar sus temores. Le dije que sabría cuidarme. Que, después de la paliza, ya estaba escarmentado. Que con la luz del día llegarían las respuestas. Que estaría bien. Que cogería un taxi, nada más dejarlo en su casa. Que tendría ojos en la espalda. Y, sobre todo, que no volvería a enviar a nadie de mensajero. Él aceptó mi palabra, vale, de acuerdo, pero te falta lo más importante. Yo puse cara de desconcierto, ¿lo más importante? Y él, antes de cerrarme la puerta casi en las narices, sí, me vas a prometer que, cuando acabe esta vaina, te pondrás a buscar una novia de verdad.

Esa noche dormí doce horas de un tirón. Sin malos sueños. Sin despertarme de madrugada por el dolor. Lo achaqué al cansancio y al cuarto de vino. Pero reconozco que saber que el viejo Arteaga, a su modo, velaba por mí, también hizo lo suyo. El teléfono sonó a las diez y cuarto. Era el inspector Álvarez. Quería saber qué andaba haciendo tan tarde en la cama. Había ocurrido algo importante. Me daba media hora para que me quitase las legañas. Mandaría un coche por mí. ¿No podía adelantarme nada? Sólo que había aparecido un indio en la comisaría. Tenía una información sobre Aaron Schulman que podría resultar crucial.