El secreto de Juliette
Papá Bob Alston frisaría la edad de jubilación. Era un tipo singular. Pequeño pero muy lejos de parecer frágil. Canoso, llevaba el poco pelo que le quedaba cortado a cepillo. Un rostro curtido, lleno de surcos, auguraba veladas de pipa y chimenea. Una nariz ancha y unos mofletes amplios hacían pensar en un antiguo saxofonista reconvertido en director musical. Sonreía con franqueza. Sólo que, en la época en que lo conocí, no tenía demasiados motivos para hacerlo a menudo. La dichosa muerte de Schulman, más allá de haberlo afectado personalmente —llevaban casi treinta años juntos y eran bastante amigos—, lo estaba llevando por la calle de la amargura como director artístico. Le había trastocado todos los planes. Habían tenido que suspender sus actuaciones en la península. Eso significaba que había que buscar otras fechas para cumplir con esos compromisos, cosa terriblemente engorrosa para una orquesta tan solicitada como la Filarmónica de Nueva York.
Lo hallé en la terraza que daba a la playa. En una mesa apartada. Oculto entre palmas y flores de buganvilla. Rodeado de tres tazas de café vacías, una tónica a medio beber y varias carpetas de cartón. No estaba solo. Junto a él había una mujer de unos cuarenta años, rubia ficticia, de curvas generosas, vestida con un traje entallado de color aceituna. Deduje que era su secretaria. Lo preferí a su amante. No quise arriesgarme a una conjetura errónea. Ya me había equivocado con la pareja anciana del Mencey. Había cubierto el cupo de meteduras de pata por esa estación. No me tocaba hasta la primavera. Por lo poco que pude entender, Alston discutía con la mujer algunos preparativos de viajes y ensayos. El problema era que ignoraban cuándo los dejarían continuar su camino. Eso dificultaba mucho cerrar vuelos, reservar hoteles y alquilar lugares de ensayo.
La rubia recogió las carpetas de la mesa y se despidió con prisa, como si lo que fuera a hacer no pudiese postergarse ni una simple tónica. La vi pasar a mi lado y entrar en el hotel dejando a su paso un rastro de perfume dulzón y provocativo. Entonces me acerqué a la mesa de la esquina y volví a repetir la ceremonia de las presentaciones, buenas tardes, señor, mi nombre es Ricardo Blanco, ésta es mi credencial, estoy aquí por el consulado de Estados Unidos, investigo el desagradable incidente de la viola, me gustaría tener unas palabras con usted, espero no llegar en mal momento, patatín, patatán. Papá Bob miró el documento, me miró a mí, sonrió forzadamente, se presentó y me señaló la silla que había quedado vacante, ¿mal momento?, llega usted en un mal año, amigo Blanco, no creo que pueda serle de mucha ayuda, pero peor ya no nos va a ir, ¿toma usted algo?, yo voy a pedir otro café, como ve, soy un adicto, sobre todo en época de crisis, a ver, dígame, ¿qué quiere saber?
Antes de atacar mis propios problemas, fingí preocuparme por los suyos. Me interesé por todo ese alboroto que se había montado alrededor de la muerte del violinista. Le confesé que el jaleo de la puerta me había dejado preocupado. Imaginé que aquello era un descalabro para la moral de los músicos y un inconveniente inoportuno para la orquesta. No me hizo falta seguir con el recuento de sus preocupaciones. En seguida comprendí que Alston estaba necesitando alguien como yo. Alguien a quien contarle sus penas. De no haber estado allí, se hubiese mudado a la barra del bar, hubiese pedido un whisky doble y le hubiese llorado al camarero. Pero yo llegué a tiempo de ahorrarle las copas y la incomodidad de una banqueta alta sin respaldo. Me habló del desastre, del absoluto caos que estaba resultando hasta entonces la gira europea. Todo se había torcido desde el principio. Bajas antes de tiempo, disputas entre los músicos, el asalto a la cámara de seguridad, la muerte de Schulman. Al parecer incluso habían agredido a un detective que estaba tras la pista del criminal, por eso el juez los había retenido aquí. Cuando mencionó la agresión al detective, estuve a pique de taparme la ceja, lo que lo hubiese puesto sobre aviso y dado al traste con aquella entrevista. Me limité a poner cara de circunstancias y a esperar que mi parche pasase desapercibido. Jugué a hacerme el sueco con el asunto del violinista. Yo sólo sabía lo que decían los periódicos, pero era todo tan confuso, ¿verdad? Que si detrás de aquella muerte había un motivo religioso. Que si eran desavenencias entre los solistas, algo que ganaba crédito después de lo de la viola de Cynthia Young. Que si era por razones sentimentales. Parecían estar dando palos de ciego. Y a cada palo se quebraba más la imagen de la Filarmónica.
Alston apuró el cuarto café, que acababan de traerle. Y se dispuso a contarme lo que ya sabía o, al menos, sospechaba. Empezó por negar las tres veces de Pedro. Ni religión ni envidias ni celos. Nada de eso. Él no podía dar una explicación verosímil a la muerte de Aaron. Por supuesto que no. Pero desechaba de plano esas insidias. Por lo que a él respectaba, en la Filarmónica de Nueva York reinaba la armonía. Las diferencias raciales, religiosas y sexuales —de las políticas no dijo nada, tal vez por esa conciencia patriótica de los norteamericanos, tal vez porque su condición de artista se lo impedía— eran norma común entre ellos. A nadie le importaba un bledo que un músico fuera blanco, afroamericano, árabe u oriental. Que fuera cristiano, mormón, judío o musulmán. Que fuera heterosexual, homosexual, bisexual y hasta asexual, si lo apuraban: no sé por qué me vino a la cabeza la inconsistencia hierática de Bella Larson. Lo importante era que fuera buen músico. Por otra parte, todos respetaban la jerarquía. Sabían que no se trataba de una cuestión subjetiva o caprichosa. Un primer violín, una primera viola, un primer clarinete no se regalaba por la cara bonita. Y menos el concertino. Eso se ganaba a pulso. Con esfuerzo. Había un comité artístico que analizaba hasta el más mínimo detalle la colocación de la orquesta. Siempre había sido así. Al menos desde que él estaba allí. Y de eso hacía casi treinta años.
Dejé claro a Bob Alston que no recelaba ni de una sola coma de su fervoroso alegato. Pero la realidad era que a Aaron Schulman lo habían asesinado. Las pruebas forenses lo habían determinado sin asomo de duda. Si no fue por ser blanco, judío, heterosexual o primer violín, tuvo que ser por otra causa. Y hasta que el juez no diera con ella, la gira europea de la Filarmónica estaba en el aire. Le lancé un rumor que había oído, al entrar, entre los chicos de la prensa —preferí echarle el muerto a los periodistas que a los músicos—: la nueva viola, Juliette Legrand, estaba en el meollo del asunto. Tenía que ver, directa o indirectamente, con los últimos desastres. ¿Quién sabe? A lo peor al comité artístico le habían metido un gol. Esperaba de todo corazón que Alston me tranquilizase. Que me dijese, bah, eso es una chorrada, la pobre chica acaba de aterrizar, se ha visto metida en el sarao sin comérselo ni bebérselo, y, por si fuera poco, viene avalada por los mejores informes.
Sin embargo, no lo hizo. Miró al horizonte. Estiró la espalda. Apretó los dientes. Suspiró profundamente. Negó con la cabeza. Pero no dijo nada. Demasiado malabarismo gestual. Demasiada parsimonia mímica. Estaba ocultando algo. De eso no me cupo duda. Tenía algún dato nuevo que yo desconocía y no quiso compartir. Entendí que, si lo dejaba darle más vueltas a la cuestión, podría perderlo como confidente. Así que volví sobre mis pasos, ¿de verdad lleva usted treinta años en la orquesta?, caramba, la cantidad de cosas que habrá vivido, ¿no es cierto?, aunque seguro que lo de ayer, lo de la cámara de seguridad, lo de la viola destripada, ha tenido que ser extraordinario. Bob Alston se bajó de la nube y volvió a la terraza del Reina Isabel para confesarme, esta vez sin vacilar, que era algo, en efecto, desagradable, había que ser muy ruin, muy malvado para tomarla así con un instrumento tan precioso, era como hacerle daño a un animal indefenso. Me preguntó si me gustaban los animales. Le respondí con aquella frase célebre de un paisano suyo, no sé si Groucho o Woody Allen, de cuanto más conozco a mi vecino, más me gusta mi perro. Alston se sonrió. A él le pasaba igual. Por eso era que le costaba tanto entender lo de la viola de Cynthia. Tal vez había que ser músico para entenderlo. Y por eso también me aseguró que aquel crimen no lo había cometido uno de los suyos. Impensable. No cabía en cabeza humana. Ningún músico hubiera sido capaz de algo así. Me lo aseguró. Antes le hubieran partido la crisma a Cynthia que a su viola.
En este punto dejé de fingir. Estuve seguro de que ninguno de ellos había participado en el ataque a la cámara de seguridad. Y así se lo hice saber. No tanto para ganarme su confianza y su aprecio, cuanto para quitarle un peso de encima a un buen tipo que ya tenía bastante con lo que le había caído. A vueltas con lo de los treinta años de antigüedad, me atreví a preguntarle por fin lo que había ido a averiguar, he visto que algunos de sus hombres lucen un hermoso anillo de oro, me han contado que es el máximo distintivo de la Filarmónica, que muy pocos lo llevan, eso debe de ser un honor, ¿verdad?, como los anillos de campeones en la NBA, aquí en España se estila regalar una insignia para colgar en la chaqueta, pero creo que lo del anillo tiene más fuerza. Papá Bob se frotó las manos. Me enseñó sus dedos, nostálgicos de joyas. Se disculpó, con algo parecido a un rubor inocente, por no llevar su condecoración encima. Pero yo tenía razón. Era un honor haberlo obtenido. Él lo había dejado en casa, en Long Island, en Brooklyn. Tenía dos vitrinas llenas con todos los recuerdos de aquellos treinta años. Recortes de prensa. Fotografías con políticos. Con actores. Con cantantes de ópera. Críticas musicales. Placas conmemorativas. Y, por supuesto, el anillo. Era tal vez de lo que se sentía más orgulloso. Porque los otros galardones había que repartirlos entre toda la orquesta. Sin embargo, el anillo era sólo suyo. Aún recordaba el día en que se lo habían entregado. Nada menos que el alcalde de Nueva York. Emocionante. No pudo reprimir las lágrimas. Apenas pudo decir unas palabras de agradecimiento. Sí. Sencillamente emocionante.
¿Cuántos anillos podían haber? Al menos veinte. La orquesta se había renovado mucho en la década de los noventa. Surgieron jóvenes valores. De todo el mundo. De Asia. De África. De la Europa del Este. Quedaban pocos de su quinta. Pero a veinte sí que llegarían. ¿En Las Palmas? Ah, no. En Las Palmas había menos. Tal vez la mitad. Porque, para mi información, a las giras no viajaba la orquesta en peso. Algunos —enfermos, itinerantes, eméritos, aerofóbicos— se quedaban en casa. Aerofóbicos, sí. Los que tienen miedo a volar. Alston no bromeaba. Era más frecuente de lo que podría creer. Incluso había músicos que incluían, en sus contratos, una cláusula referida a los viajes. Cláusula que debía ser respetada. A todos sitios iban en tren o en guagua. Y, claro, no salían de Estados Unidos.
De modo que entre unas causas y otras, habría diez propietarios de anillos en Las Palmas. Como mucho. No resultaba difícil hacer un recuento. Bastaba con sumar los años de experiencia. Miró al techo. Se acarició la barbilla. Entrecerró un ojo. Murmuró. One, two, three… Four, five… Six… Seven… Eight. Cuando llegó al ocho, su mirada se extravió por un breve instante más allá del horizonte. Lamentablemente ya no podía contar a Aaron Schulman. Luego, se recompuso con un movimiento de cabeza como si quisiese espantar un mal sueño. Y continuó. Nine and ten. Sí. Seguro. Diez justos. Ocho músicos, contando a Schulman. Más el maestro Masur y el propio Alston. ¿Nadie más? ¿Únicamente le imponían ese galardón a los músicos? No, por supuesto. También se entregaban a personajes públicos que hubiesen colaborado con la orquesta. Sobre todo a mecenas y filántropos.
Quizá pudo revelarme alguna otra información. Pero en aquel momento entró el director. Kurt Masur en persona. Y se acercó a la mesa. Venía con rostro de mortificación. Se notaba desentrenado para toda aquella escandalera. Tremenda locura. ¡Qué atrás habían quedado sus años de la Alemania pobre, de la Alemania gris, de la Alemania triste! Llevaba tanto tiempo al abrigo de la cultura occidental que se había acostumbrado a vivir por y para la música y a despreocuparse de lo demás. Ya creía que esas cosas no ocurrían en Occidente. Alston me lo presentó. El hombre apuró una sonrisa, sin poder abandonar del todo su gesto contrito. Nos estrechamos la mano. Me preguntó cómo estaba. Probablemente lo hiciera como mera formalidad. Pero me pareció que se merecía una respuesta amable. Le contesté que bien, que era un placer conocerlo, que había asistido al concierto de Tenerife, que me había encantado y que sentía todo cuanto les estaba ocurriendo. No bien lo dije, dudé si no se me habría ido la mano en la cordialidad. Masur, no obstante, no pareció darle mayor trascendencia. Estaría tan habituado al halago que ya ni le haría mella. Se quedó complacido. Me dio las gracias. Y me pidió permiso para entrevistarse a solas con Alston. Tenían aún muchas cosas que tratar. Lo comprendí. Me despedí de ambos. Y fui al encuentro, ya estaba tardando, de mi amigo Álvarez.
Cuando entré nuevamente al hotel, lo vi. Al fondo. Junto a una columna. Haciendo molinillos con las manos. Discutiendo con uno de sus hombres. Se lo llevaban todos los demonios. Tenía visos de estarle echando una bronca de padre y muy señor mío. No sé por qué sospeché que tenía que ver conmigo. Y, en efecto, al volverse y verme llegar, dio un resoplido que pudo oírse en todo el vestíbulo, hombre, menos mal, ¿dónde coño has estado?, llevo buscándote una hora, ¿no te dijeron que quería hablar contigo?
—Sí. Me lo dijeron. Me cansé de preguntar por usted. Y, como no lo encontraba, fui a echar un vistazo por ahí.
—Ya. Un vistazo. Encima tómame por idiota. Esto no está saliendo como esperábamos.
—¿Por qué?
—Porque aquí nadie suelta prenda. Tejera se ha pasado todo el día haciendo preguntas y las respuestas no parecen convencerlo.
—¿?
—Sí, Ricardo. No me mires así. No te extrañe que acabe con esta vaina mañana mismo y los mande a todos a casa.
—¿Y qué esperaba el juez? ¿Que confesaran a las primeras de cambio? Su trabajo es preguntar y el de los otros es callarse o mentir. Así funcionan los interrogatorios. Ni que usted no lo supiera.
—Yo sí que lo sé. Pero este asunto es demasiado grande incluso para un juez. Me da en la nariz que lo están presionando. El Gobierno anda metiéndole prisa. Antes vino por aquí un consejero y lo llamó a capítulo.
Volvíamos a tener al perro de las prisas mordiéndonos las perneras. Y las prisas son malas consejeras. Necesitábamos un poco de sosiego. Distanciarnos, por ejemplo, a unas semanas, tal vez meses, de donde estábamos. Para tener, lo que diría Maigret, «una cierta perspectiva». A Álvarez, la alusión literaria le resultó apropiada. Lo invité a sentarse en uno de los mullidos sillones del vestíbulo. Quería poner en orden nuestras averiguaciones. ¿Hasta allí, qué sabíamos? Que la Filarmónica de Nueva York había aceptado actuar, después de hacerse de rogar hasta decir basta, en el Festival de Música de Canarias. Que había aprovechado una gira prevista por Europa para colar su visita a las islas. Que había venido, por supuesto, con la orquesta titular. A excepción de la viola solista Rebecca Adams, sustituida a última hora por Juliette Legrand. Y de los miedosos. Que aparentemente habían tenido un viaje muy cordial, sin sobresaltos, sin rémoras. Y que, en el primero de los conciertos, alguien se había cargado al concertino. El inspector fue anotando cada una de esas premisas en su bloc de notas. Llegados a este punto, levantó la vista, sacó un paquete de cigarrillos de su chaqueta, encendió uno, le dio una honda calada y lanzó una pregunta que se coló entre el humo grisáceo, ¿y adónde se supone, Ricardillo, que nos lleva esa vereda? Me entraron unas invencibles ganas de fumar a mí también, pero no llevaba encima mis puros. Le pedí a Álvarez que fuese pensando en ello mientras me acercaba al quiosco de la avenida. «No tardes» me espetó. «Será un minuto» le respondí.
Hube de salir de nuevo por la puerta trasera. Fue así que descubrí a los directores, que aún trataban de sus asuntos en la mesa de Alston. Antes de que advirtieran mi presencia en la terraza y bajaran la voz —percibí un tono de clandestinidad en su discurso—, pude arrebatarles dos expresiones a vuela pluma: girl y dog. Los saludé con la cabeza y seguí mi camino hacia la avenida, dándole vueltas a ese nuevo dato. Además de dos puros palmeros, demasiado caros para mi gusto y su categoría, compré un par de periódicos. Por si revelaban algo distinto sobre el caso. A mi regreso, la mesa de la esquina estaba vacía. Masur y Alston habían dejado sus bebidas a medias. Lo que me hizo pensar que no estaría de más seguirle el rastro a lo de la chica y el perro, aunque no lo entendiese. De cualquier forma, y por si no fuera más que una ilusión óptica —o, para ser más precisos, auditiva—, obvié comentarlo con mi amigo Álvarez. Él continuaba donde lo había dejado, haciendo cábalas con los datos que teníamos. Había llegado a la misma conclusión que el resto de los implicados en el asunto Schulman: Juliette Legrand aparecía ligada a todos los acontecimientos oscuros del caso. Su nombre había salido varias veces en los interrogatorios del juez Tejera. Nadie había declarado en su contra. Claro que no. Pero algunos empezaban a estar escamados con la francesa o canadiense o lo que fuera. Ésa era, precisamente, la primera inquietud de sus colegas: ninguno de ellos sabía de dónde venía. Y eso era muy extraño en un mundo tan reducido en el que, quien más quien menos, todos se conocen. No era mala intérprete. Antes al contrario, sería una magnífica viola. No le ponían pegas a su estilo y a su profesionalidad. Pero, hasta que llegó a la Filarmónica de Nueva York, era una completa extraña.
Le hice caer en la cuenta al inspector de que estábamos ante un síndrome más viejo que el hambre: el miedo a lo desconocido. No era de extrañar que el nombre de Juliette Legrand se paseara como un fantasma por la sala de interrogatorios. ¿A quién, si no, iban a apuntar las sospechas? ¿Al amigo de toda la vida? ¿Al compañero de habitación? ¿Al colega con el que llevaban trabajando diez, quince, veinte años? No. Los malvados siempre son forasteros. Es una norma no escrita en cualquier ejército. Lo primero que aprendes si quieres sobrevivir. Incluso en un ejército que, como la Filarmónica de Nueva York, daba cabida a tantas razas y religiones juntas, la culpa iba a ser siempre de la chica nueva. Qué menos.
Álvarez, entonces, me apuntó al corazón con la pluma con la que tomaba notas, ¿no te habrás liado con ella, verdad? Y yo, cansado de responder a esa pregunta, váyase a hacer puñetas, inspector, ¿a qué viene eso ahora? Y él, sarcástico, a que también sale tu nombre en el informe del juez, a que ya sé con quién saliste a cenar la noche del domingo, a que he tenido que enterarme tarde y mal, a que me he quedado con el culo al aire defendiéndote ante Tejera, a que el juez está empezando a dudar de mi capacidad para elegir colaboradores y a que yo estoy empezando a dudar de qué lado estás tú, a eso viene.
Me había ahorcado con mi propia soga. Era cuestión de tiempo que el inspector me descubriera. Había jugado hasta el límite con fuego y, al final, me había achicharrado. Gajes del oficio de mosca cojonera. Una vez cogido en el engaño, no me quedó más remedio que agachar la cabeza. Aceptar el rapapolvo. Reconocer que, en efecto, había salido con Juliette la noche de la tollina. Pero que eso no debía confundirlo. En primer lugar, no había ocurrido nada entre nosotros. Nada irremediable, al menos. Nada que me hiciese perder la objetividad. Y en segundo lugar, si la chica estaba detrás de todo aquello, la descubriríamos tarde o temprano.
—Tiene que ser temprano, Ricardo. Aquí «tarde» equivale a «fracaso».
—Quien haya matado a Schulman está alojado en este hotel. De eso no le quepa duda.
—¿Y de qué nos sirve? Hay más de sesenta sospechosos. ¿Quieres ponerlos en fila y esperar a que uno de ellos confiese?
—Por lo pronto, le aseguro que están empezando a ponerse nerviosos. Desde el primero al último. Si los interrogatorios siguen su curso, el culpable cometerá un error. Y nosotros estaremos esperándolo.
—Muy confiado te veo para la poca cuerda que nos queda. A no ser, claro, que te guardes otro as bajo la manga. ¿No me estarás ocultando más sorpresas?
—Vaya, hombre. Una vez maté un perro y ya me llaman mataperro. No le oculto nada. Me callé lo de la cena con Juliette porque, en serio, palabra de honor, pensé entonces que la paliza me la había dado uno de los cubanos del Malecón. No quería incriminarla sin necesidad.
—¿«Pensaste entonces»? ¿Significa eso que has cambiado de idea?
—Ahora no sé qué pensar.
Me salvó la campana. Uno de sus hombres, el sargento Sagredo, mi ángel de la guardia del hospital, vino a buscarlo. Al parecer el juez necesitaba consultarle algo. Álvarez me dejó, no antes de hacerme prometer que le contaría cualquier cosa que averiguara en las siguientes horas. Así lo hice, aún sabiendo de antemano que no iba a poder cumplirlo. Me quedé un rato sentado en el sofá del vestíbulo dándole vueltas al remordimiento. Mi situación se había enredado más de la cuenta. El problema de mentir una vez es que, para sostener el engaño, tienes que volver a hacerlo dos, tres, mil veces más. Es como una bola de nieve que crece montaña abajo. Comienza con una simple piedra y acaba en alud. Y nadie la puede parar hasta que choca contra un árbol. O una cabaña. O un hotel. Me hubiese gustado contarle al inspector lo de la insignia, pero lo conocía bien. Él, en su escrupuloso sentido del deber, se hubiera visto obligado a informar al juez Tejera. Y éste comenzaría a preguntarle a todo el mundo por el dichoso anillo. Y levantaría la liebre. Entonces perderíamos la oportunidad de agarrar desprevenido al tipo que me dio la paliza. O, lo que era lo mismo —eso ya estaba claro—, al tipo que había matado a Aaron Schulman. Porque el asesino desconocía que había visto la enseña en su mano antes de salir corriendo. Y que había descubierto lo que significaba. Aquel dato reducía el número de sospechosos de un modo considerable. De sesenta habíamos pasado a no más de diez, a tenor del recuento que había hecho Bob Alston una hora antes. Entonces no me había atrevido a pedirle la relación de nombres. Hubiese sido demasiado descarado. Él habría recelado en seguida y yo hubiese perdido mi ventaja. Tenía que encontrar una manera de averiguarlo sin tener que andar de vocero por los pasillos del Reina Isabel.
De repente, de detrás de una columna, apareció ella. Yo estaba tan absorto en mis cavilaciones que no la vi llegar. Acababa de regresar al hotel. Me había descubierto en el vestíbulo. Y se había acercado a interesarse por mis cardenales. Juliette traía cara de preocupación. Lauro Tejera la había interrogado. Con firmeza. Sin abandonar nunca la compostura y los buenos modos, pero con el rigor y la aspereza que un caso de asesinato requería. No podía reprochárselo, después de lo que habían declarado los otros músicos acerca de ella. ¿Qué tal le había ido? No estaba segura. Ella respondió a todo lo que le preguntaron. Algo nerviosa, pero sin dejar de mirar de frente al juez. Con las manos siempre visibles sobre la mesa. Despacio y claro. A lo que no sabía, contestaba con un «no me consta» que, a los ojos del instructor, la dejaba fuera de peligro. Era la ventaja de tener un padre abogado. ¿Lo había llamado? No. Juliette pertenecía a otra generación. Viajaba siempre con su ordenador personal. El teléfono servía sólo para enviar algún mensaje de urgencia. Cuando quería hablar con sus padres se conectaba a Internet. A veces, incluso, si en el hotel había buena conexión, solicitaba una videoconferencia y los podía ver. Y ellos a Juliette, lo que servía para tranquilizarlos. Esa mañana, sin embargo, le salió el tiro por la culata. La muy boba se echó a llorar con amargura delante de su padre. No había podido evitarlo. Estaba asustada. Quería pedirle consejo. No sabía qué hacer y no se fiaba mucho de los abogados de la embajada. La primera reacción de Marcel Legrand fue la de coger el primer avión para Las Palmas. Juliette lo convenció de que era una estupidez. En lo que encontraba buenos enlaces y volaba a la isla, ella seguramente habría acabado y estaría viajando a otro lugar. Podrían pasarse el mes de febrero jugando al ratón y al gato. Nada de eso. Sólo quería que la aconsejara para la entrevista con el juez. Fue Marcel quien le recomendó que mirara en todo momento a los ojos del juez. Que mantuviese las manos siempre visibles sobre la mesa. Y que hablase despacio y claro. Ella no tenía nada que ocultar. Nada de que avergonzarse. Y, cuando no estuviera segura de la respuesta, lo mejor era un «no me consta».
No pude menos que estar de acuerdo con su padre. Juliette Legrand nada tenía que esconder. Ya habíamos hablado de su implicación en el asunto Schulman. Resultaba obvio que la muchacha era la más interesada en que la orquesta funcionase sin contratiempos. Acababa de entrar. Y le esperaba un futuro de bonanza y esplendor como viola. Hubiera sido como matar a la gallina de los huevos de oro. Si hubiera sido violinista, todavía. Incluso algún mal pensado podría creer que se estaba aclarando el porvenir. Pero la muerte de Schulman no la beneficiaba. Además, apenas conocía al concertino. ¿Verdad, Juliette? La Legrand dejó caer al suelo una mirada de abatimiento. ¿Verdad, Juliette? Se le cuajaron los ojos. ¿Verdad, Juliette? Se le añurgó la voz.
Ya me estaba empezando a sentir ridículo con la pregunta flotando en el aire como una hoja, cuando la viola decidió por fin responderme. Con una condición. No. Se corrigió. Mejor con una súplica. Yo no debía sacar ninguna conclusión hasta que no acabara de contármelo todo. Please. Tal vez era una tontería. Tal vez no significaba mucho. Pero, si se supiese, a algunos les faltaría tiempo para enmarañar. ¿Si se supiese el qué? Que sí conocía a Schulman. Había tenido la ocasión de intimar con el concertino. Un poco. No lo había revelado antes porque esas cosas no le incumben a nadie. Pero ahora, a raíz de los acontecimientos, tras el interrogatorio, el secreto le estaba quemando en la boca del estómago. Se lo había ocultado a su padre y al juez Tejera. En realidad, no les había mentido. Simplemente ninguno de los dos se lo preguntó. El juez dio por sentado lo que yo —lo que todos—: que Juliette apenas llevaba unas semanas en la Filarmónica. Y dedujo —erróneamente, por lo que iba a verse— que no tenía nada que decir sobre el período anterior al viaje a Europa. Sólo la interrogó, pues, acerca del viaje en sí. Que dónde estaba ella la tarde del viernes. Que si había visto a Schulman. Que si lo había notado intranquilo. Que si había apreciado algo extraño en los demás músicos. Cosas así.
Ahora sentía la necesidad de confesarle a alguien lo que nadie había preguntado. Y yo era el elegido. ¿Por qué? No sabría decirlo. Porque se sentía cómoda a mi lado. Porque había estado a punto de liarse la manta a la cabeza conmigo. Porque yo no la juzgaba, no le tenía tirria, no creía que fuera una farsante. La historia había comenzado un mes atrás. Cuando llegó a Nueva York. Yo debía comprenderlo. Estaba sola. Se había acostumbrado a ciudades chiquitas. A rostros familiares. A hablar en francés. Por si fuera poco, se había perdido la Navidad. No hay nada más triste que perderse una Navidad. Que pasar sola el Año Nuevo. Y había hecho mucho frío. Y nevaba. Y Nueva York es una ciudad perra. Daba miedo. Parecía una boca de lobo dispuesta a tragársela. Encima tuvo mala suerte con el hotel en el que se hospedó. Una pensión barata. Mal situada. Peor comunicada. Demasiado lejos del centro. Demasiado ruidosa. Demasiado oscura. Todo se alió en su contra. ¿Por qué no se mudó? No tenía mucho dinero. En Quebec compartía gastos con Anne Sophie, su amiga chelista. Y daba clases particulares. Y así podía sobrevivir con decencia. En Nueva York no disponía de recursos de ningún tipo. ¿Por qué no echó mano de sus padres? Ni hablar. Para ella aquello era una prueba de fuego. Quería demostrarse que podía seguir como hasta entonces. Y era muy orgullosa. ¿Por qué no se lo contó a nadie? ¿Por qué no pidió ayuda a algún colega de la orquesta?
Ahí quería llegar. Sí que lo hizo. En realidad no había pedido ayuda. La había aceptado. Para un extraño tal vez fuese lo mismo, pero para su orgullo maltrecho era una buena solución. Ahí entraba Aaron Schulman. El violinista fue el único que lo notó. La había visto abatida, ausente, triste. Al salir de un ensayo, se le acercó y la invitó a una taza de café. Fueron a un bar cercano. Como era tarde, acabaron cenando juntos. Ya sabía yo cómo influía en su ánimo el buen vino. Aaron pidió uno muy bueno, el mejor francés de la casa. Y Juliette encontró tiempo y arrestos para contarle cómo había llegado allí. Lo del telegrama. Lo de su inmensa alegría. Lo del viaje relámpago. Y también lo que estaba padeciendo desde su llegada. Lo de su hotel. Lo de la soledad. Lo del frío de Nueva York. Schulman la dejó hablar tal que un psicoanalista. Sin interrumpirla. Con su mano apoyada en la barbilla. Asintiendo a cada rato.
Cuando acabó de relatarle sus desgracias, él sonrió. Juliette llegó a pensar que se estaba burlando. Pero no. Sonrió porque, según dijo, «todo tiene solución en esta vida, excepto la muerte». Qué irónicas resultaban esas palabras ahora, ¿verdad? Qué manera tan cruel que tiene Dios, a veces, de jugar con los hombres. El pobre Aaron se ofreció a echarle una mano. ¿Dinero? Ni hablar. Ella no lo hubiese permitido. Le habló de su casa. Él vivía solo. En un apartamento enorme de dos plantas. Con jardín. Con un perro. Tenía espacio de sobra. Le quitó hierro a la proposición, estipulando unas normas de convivencia. Juliette se encargaría de la comida. Y él de la limpieza. Incluso podrían ensayar en casa. Lo adornó de una forma que acabó por convencerla. ¿Eso era todo? Sí. Todo. Me lo juró por todo lo que amaba en el mundo. Era importante para ella que yo la creyera. Que no lo malinterpretara. Que no lo hiciera parecer degradante. Aaron Schulman se había portado como un caballero. Fueron sólo unos días. Una solución temporal. Sólo hasta que pudiese encontrar algo mejor. Una especie de asilo político, bromeó él. Y ella, agradecidísima, acabó aceptando. Para evitar habladurías, lo mantuvieron en secreto. Nunca se les vio juntos. Salían de casa a distintas horas. Llegaban por separado. ¿Cuánto duró aquello? No llegó a dos semanas. Luego, Juliette encontró un anuncio para compartir apartamento con una joven actriz de teatro. Céntrico. A diez minutos del lugar de ensayo. Y se mudó.