El anillo de los Nibelungos
Necesitaba coger un poco de aire. Darme una ducha. Y sacarme de encima el desabrido olor a clínica. Pasé por la tienda, de camino a casa, a comprar algunas cosas. Con el ajetreo de los últimos días no había tenido tiempo. Suelo hacerlo en una de esas tiendas de aceite y vinagre. De las de toda la vida. Donde los dueños te llaman por tu nombre y te preguntan por tu familia y te dan el pésame cuando alguien se te muere. Mi madre estaría orgullosa de verme entrar allí. Pero el orgullo se le marchitaría no más verme salir. Con la de frutas y verduras frescas que despachan, compro invariablemente queso, latas de atún, yogures, frutos secos y whisky. Dime lo que comes y te diré quién eres. Y yo soy un romántico desastrado —podría encontrar las cosas mucho más baratas en cualquier supermercado, pero me caen bien Samuel y Paqui, los dueños de la tienda—, un malamañado y un tipo con apenas tiempo para hacerse un almuerzo decente. Cuando me harto de bocadillos de atún y mayonesa, y de queso con nueces, me tiró a la calle a por una buena comida. Mientras, me apaño con lo que hay.
En casa tenía el contestador que echaba humo. Media docena de llamadas. Una de Colacho, para ver cómo estaba. Otra de una vieja amiga, Noelia Correa, una mujer en extremo inestable de quien había que huir como de la peste. Llevábamos meses sin vernos, pero se había acordado de mí al ver una película de Robert Mitchum Retorno al pasado. Ignoraba por qué, pero yo debía tomármelo como un cumplido, Mitchum está guapísimo en esa peli, para comérselo, te lo juro, Ricardo; así que, por favor, no seas tonto y llámame. Los cuatro mensajes restantes eran de Inés, mi secretaria. Me andaba buscando desde el sábado. En relación con un cliente nuevo, un viejo profesor de Economía. Por lo que pude entender, habían culpado a su hijo adolescente de una violación. Y eso era imposible. De todo punto. Quería que me encargara de su caso.
Aún no estaba preparado para pasar el examen de mi abuelo. Para el de Noelia no creía estarlo jamás. Así que sólo respondí a Inés. Le expliqué que me hallaba en mitad de una investigación. Le pedí una semana. Que le diese largas al profesor y lo citase para el lunes. Inés quiso saber en qué estaba metido. Cuando oyó el nombre de Aaron Schulman, lanzó un silbido y uno de sus asiduos carays y quiso saber más. Le prometí que pasaría por el despacho en un par de días y se lo contaría todo. Me recordó mi ineptitud en los asuntos económicos y la necesidad de pagar el alquiler, el agua, la luz y el teléfono. Por ella no se preocupaba. Tenía asegurado, al menos, su sueldo. Y con eso tiraba. Le respondí que ya me habían dado algo a cuenta. Que se lo llevaría, como los buenos maridos, para que lo ingresara. Ella lanzó un bufido. No sé si incrédula por lo del dinero o ufana por lo del buen marido. Decidí dejarlo correr.
La ducha me devolvió a la vida. Tuve que enjabonarme con una sola mano porque el otro brazo le había cogido cariño a mi costado y sufría cada vez que se separaba de él. Aún me tiraba un poco la costilla averiada. Menudo detective estaba hecho. Pensé en Mitchum. Pero no en el Mitchum de Retorno al pasado. Qué va. Aquél era un Mitchum descafeinado. Un pobre diablo, esperando cada noche en la playa de Acapulco a la egoísta de Jane Greer. Pensé en el Mitchum de La noche del cazador. En el de El cabo del terror. En el de Adiós, muñeca. A cada escena que evocaba me parecía más absurda la idea de recordárselo a alguien, aunque ese alguien fuese la cabra loca de Noelia Correa. Él era un tipo duro. Uno de los más fieros. Después de Cagney y Edward G. Robinson, estaban él y Bogart. Nadie más. Y yo allí, en medio de la nada, bajo una ducha de agua fría, con un ojo empantanado, con una mano inútil, me sentía tan lejos de ellos como de la luna. Esperaba que el resto de aquel caso fuese menos agitado. Por mi bien lo esperaba. Podría soportar una mirada hosca. Un reproche. Incluso un insulto. Pero hasta un empujoncito de la famélica Bella Larson me hubiese derrengado.
Mientras me secaba frente al espejo, caí en la cuenta de lo mal que estaba. Daba lástima. Pero lejos de desanimarme, me dio otra perspectiva del asunto. Acaso la facha que tenía, mi aspecto de completo derrotado, pudiese echarme una mano con los músicos. Acaso mejorase la opinión que tenían de mí. Acaso dejaran de tomarme como un peligro andante. El único problema era que todo cuerpo sumergido en un líquido es directamente proporcional al volumen del líquido desalojado. Y cada centímetro de mi cuerpo entrando en la bañera de la orquesta era una gota de Juliette que se salía. Y yo no quería eso. Esperaba que me vieran como un amigo sin necesidad de que, por ende, la hicieran a ella enemiga. Iba a ser muy difícil. Pero había que intentarlo. Empezaría esa tarde. Me dejaría caer por el hotel a ver cómo andaban los ánimos.
Entre tanto, me preparé un almuerzo ligero. No tenía el cuerpo para bacanales. Con un tomate de color tolerable que encontré en la nevera y el queso que acababa de comprar me hice una ensalada. Un poco de sal, aceite virgen, orégano, unas nueces por encima. Y manjar de dioses. Abrí una botella de vino tinto para redondear la faena. Aproveché para ponerme al día en las noticias saltando de un telediario a otro. Sólo uno hablaba del asunto Schulman. Apareció el delegado del Gobierno, templando con soltura, amagando, jugando a cortafuegos. Los periodistas insistían en saber por qué se había reabierto el caso y si ello no iba a suponer un serio incidente diplomático. Él desvió todos los tiros. Que si en realidad no cabía hablar de reapertura porque, oficialmente, la investigación nunca se había cerrado. Que, si un juez había creído necesario tomar esa medida, el Gobierno no tenía nada que decir. Que si la política de su partido siempre había sido la del máximo respeto a la labor judicial. Que si esperaba que el Gobierno norteamericano entendiera la situación. Que si estaban en continuo contacto con ellos. Que si había que dejar trabajar, mientras, a las fuerzas de seguridad del Estado. Pensé en Álvarez. En su despacho. Meado de la risa. Porque lo llamaran así, «fuerza de seguridad del Estado». A él. A un simple policía.
Esperé al TeleCanarias por si ahondaban en la noticia. Volvió a salir el delegado, desde otro ángulo, pero con los mismos tópicos y la misma cara de póquer. Luego las cámaras asediaron el hotel Reina Isabel por si pescaban alguna declaración jugosa. Iban a tiro hecho. A buscar el cabreo de un flautista o una chelista que le pusiera picante al reportaje. Me hacía recordar a las retransmisiones deportivas, cuando le embuten el micrófono en caliente a un jugador expulsado o sustituido antes de tiempo. Entonces éste se cisca en los muertos del árbitro o del entrenador y se arma la marimorena. Ya tenemos una imagen para el resto de la semana. Pero, claro, no es igual un músico que un jugador de fútbol. Debían de ganar lo mismo. O casi. Pero aquéllos se limitaban a sonreír. A abrir las manos y arrugar el entrecejo. A contestar, en un inglés delicado o en un español errático, que no sabían nada, que ellos se limitaban a tocar, que preguntasen al director de orquesta. Y, claro, al director de orquesta no había quien lo encontrase.
Tuve tiempo de dormir una hora. Eran más de las cuatro cuando desperté. Necesité un momento para saber dónde estaba. Entre el viaje a Tenerife y mi visita al hospital llevaba varios días fuera de casa y hasta mi salón se me hizo extraño. Una vez orientado, me vestí y me preparé para una nueva jornada de mosca cojonera. Tocada de un ala y tuerta, pero mosca cojonera. Llegué al hotel sobre las cinco y media. Había cierto revuelo en la puerta. Cámaras de televisión. Fotógrafos. Periodistas. Todos esperaban cazar alguna noticia fresca. Dos hombres de Álvarez a quienes conocía de antiguos trabajos les impedían el paso. Serpenteé entre los miembros de la prensa, que me escudriñaron con celo por si me reconocían. Acaso por mi aspecto, un reportero se me acercó a preguntar si tenía que ver con el asesinato del violinista. Le respondí que no, que lo sentía, que qué más quisiera yo, pero tan sólo venía a ver a un amigo que se alojaba en el hotel. Me deseó suerte sin mucha convicción. Al parecer la policía estaba cacheando a todo el mundo. Para evitar que se colara algún chismoso. Cuando llegué a la altura de los agentes, uno de ellos me reconoció. Por suerte, Álvarez había dejado aviso de que me dejaran entrar. Por desgracia, quería verme en cuanto llegara. Les agradecí el recado y entré en el Reina Isabel. Dejé detrás de mí más de una protesta de los reporteros, ¿qué coño de relajo es éste?, a ese tipo ni le han pedido el carné.
Desoí la segunda de las indicaciones. Álvarez tendría que esperar. Era mala política para un detective privado que lo vieran intimando con la policía. Eso los volvía mudos, ciegos, esquivos, olvidadizos. Lo primero que pregunté fue si los músicos estaban reunidos. Me hubiera deprimido, en el estado en el que me encontraba, tener que pasar media tarde en el vestíbulo esperando a que el inspector los fuese soltando. Entonces llegarían rebotados, con cara de pocos amigos y sin ganas de charla. El recepcionista, el muchacho de color del que me había hablado Juliette, me contestó que no lo sabía con certeza pero que se barruntaba que no había tal reunión porque, hacía un par de horas, había visto llegar a cuatro señores muy serios y muy atusados que habían solicitado una sala pequeña para las entrevistas. Luego me enteré de que eran el juez Tejera, su ayudante y dos abogados defensores que había enviado la embajada norteamericana desde Madrid. De cualquier modo, el muchacho se quiso asegurar, no tenía ganas de meterse en otro lío como el de la cámara de seguridad. Y fue a consultarlo. Salió al instante con una sonrisa, más de alivio que de cortesía. En efecto, la sala que les habían asignado era una estancia de reuniones. No tenía capacidad más que para ocho o diez personas. El resto estaba por ahí desperdigado. En sus habitaciones. En la terraza. En la avenida. Incluso dos de ellos le habían pedido a su colega un cuarto para jugar al póquer.
Todavía llevaba encima la credencial. Y me aproveché de la inseguridad del pibito para sacarla y enseñársela, trabajo como investigador para el consulado, no tengo nada que ver con las entrevistas, pero me han pedido que averigüe lo ocurrido con una viola, verá, están muy disgustados con eso, es instrumento de muchísimo valor y los del seguro, ya sabe cómo son, andan escarbando en las declaraciones por ver si pueden enrocarse en la letra pequeña y aliviarse del pago; estoy seguro de que habrá tenido usted que responder mil veces a lo mismo, pero ¿me permitiría echarle un vistazo al libro de registros de la cámara de seguridad? El muchacho dudó. Miró otra vez la foto de mi reciente carné y se perdió de nuevo tras una puerta. Al poco regresó acompañado por otro conserje de más experiencia. Pelo cano, piel curtida y la imperturbable pachorra que dan los años. Pensé que la había jeringado, que me iba a echar un rezado, a liarme con formalismos, a darme cuerda hasta que me aburriese. Intenté aparentar seguridad. Volví a repetir mi letanía y a enseñar la documentación. El recién llegado se hizo de rogar. Tenía ojos de zorro viejo. Se lo pensó dos veces. Y, antes de que se le colara una tercera duda, le expliqué que no tenía intención de complicarle su trabajo, que lo único que quería era que me dejase ver el registro. Por si reconocía alguna firma. El hombre, acaso huyendo de que lo acusaran de obstaculizar en la investigación, sacó de debajo del mostrador un libro. Un ejemplar de secretaría, estrecho y largo, de tapas negras. Lo abrió por la página del martes y lo giró para que pudiera leer en él. Tal y como había dicho Juliette, había cuatro entradas. Le pedí permiso al recepcionista para pasar una hoja. Con una me bastaba. Asintió con la cabeza. El lunes había otros cinco apuntes. Tres de ellos eran de otros tantos músicos. Me sonaban sus nombres. Las otras dos firmas me eran extrañas. Las memoricé. Agradecí a los conserjes el favor. Y me despedí.
Luego de dar dos pasos, me di cuenta de que no sabía adónde ir. Debía empezar por encontrar a alguien conocido, antes de que me descubriese el inspector Álvarez y me chafase el plan. Pensé en Juliette, pero la deseché. Tampoco quería que me vieran con ella. No aún. Preferí al cuarteto de Nueva York. Y era una tarde tan buena como cualquier otra para perder los cuartos al póquer. Así que volví a la recepción. El muchacho había vuelto a quedarse solo en su garita. Cuando me vio dudar y regresar se le escapó una sonrisa infantil. Le pregunté a qué se debía. Y me salió con Colombo. Según él, mi gesto era muy típico de la serie. El protagonista acaba de preguntar al principal sospechoso. Se despide. Da unos pasos. Y luego se para en seco. Y se toca la frente. Y levanta un puro consumido y lleno de babas que siempre lleva pegado a los labios. Y suelta, con esa voz rota del doblaje, «ah, qué tonto, con razón mi mujer siempre dice que soy un despistado, se me olvidaba lo más importante: ¿puede usted decirme dónde estaba la noche de autos?». Lo hace, según el recepcionista, para poner nervioso al criminal. Yo había hecho lo mismo. Sólo que sin tocarme la frente. Y sin puro babeado.
Me faltó el canto de un duro para responderle que, si yo era Colombo, ¿a qué criminal se suponía que estaba poniendo nervioso? Pero me pareció una ruindad innecesaria. Además, me interesaba quedar a bien con el chico. Me conocía el paño: probablemente iba a necesitar de su ayuda más tarde. Así que le sonreí la gracia, no sé Colombo, pero yo sí que soy un despistado, y ni siquiera tengo mujer que me lo ande recordando a diario; también fumo puros, pero no viajo con perro ni con gabardina y, desde luego, no tengo nada que ver con la policía; ocurre que se me olvidó preguntarles por ese cuarto donde juegan los músicos, a lo mejor me apunto a la partida. El muchacho, más sosegado, me indicó, es en el segundo piso, nada más salir del ascensor gire a la izquierda, allí está, es una puerta doble de madera. Y yo, agradecido, una última cosa, ¿tiene dólares para cambiarme? Y él, buscando en un listado a cuánto estaba el cambio, lo que guste, no faltaba más, ¿cuánto necesita?
Hice lo que me indicó mi nuevo amigo. Di con el garito sin dificultad. Toqué con los nudillos en la puerta. La abrí. Asomé la cabeza. Y saludé a los tahúres en un inglés escuálido, buenas tardes, señores, en recepción me dijeron que estaban ustedes por aquí, y me pregunto si admiten a un nuevo jugador. Cuatro pares de ojos me clavaron su mirada como estiletes. Fríos. Sin emoción. Ni siquiera el parche de la ceja y mi andar renqueante hizo que se impresionasen. Igual que la primera vez. Pero en esa ocasión con otros argumentos, adelante, amigo, total, da igual ocho que ochenta, ¿o no?, si tenemos que mamarnos una semana más aquí sentados, hasta que el juez nos llame a declarar, a quién le importa un huevo si se suma a la fiesta. Teobaldo Mesa fue el más resuelto. Me preguntó si recordaba las reglas y, ante mi asentimiento, se hizo a un lado para que pudiese colar una silla. Todorov recogió las cartas, las guardó en un estuche y abrió un mazo nuevo. Peter Vaughan señaló con la nariz una mesilla auxiliar con vasos limpios y botellas de distinto licor, sírvase usted mismo. Orson, sin levantar la vista del tapete, se limitó a organizar sus ganancias.
No hizo falta dedicar una sola mano a reconocer el terreno. La partida anterior había servido de tarjeta de presentación. Para mí y, sobre todo, para ellos. Eran hombres bregados en el juego. Minuciosos. Atentos. Estaba seguro de que recordarían hasta el más mínimo gesto del último póquer en el Mencey. Quise distender el ambiente con una broma fácil. Les dije que jugaban en mi casa. Y que era norma de cortesía dejar ganar las primeras manos al anfitrión. Desde luego que no me hicieron caso. Se notaba que me tenían ganas. Que aprovecharían cualquier resquicio para darme una tunda. Así que hube de confiarme a la suerte. Pero la suerte, como siempre, fue por barrios. Al principio rondó descaradamente la silla de Mijail. Una escalera, un trío de ases y un full de dieces y nueves congelaron al resto de la mesa. Cuando el full, Teobaldo se fingió enfadado y le lanzó a la cabeza una caja de cigarrillos vacía, Miguelito, cabrón, cómo se nota que hace un mes que no jodes. Mi sonrisa le dio a entender que conocía un refrán que, por lo visto, los hombres de Colón llevaron consigo a Norteamérica. Sólo que Mesa me corrigió la dirección del viento, no la llevaron, canario, se la trajeron de allá, con el tabaco, las papas y la buena música. Le repliqué, no, amigo, te acepto lo del tabaco, las papas y la música, pero no tengo claro que tus antepasados conocieran los juegos de azar, así que el refrán es nuestro. El portorriqueño se cuadró, ¿mis antepasados?, ¿mis antepasados?, óyeme, canario, me llamo Teobaldo José Patricio Mesa González, ¿te suena alguno a indio borincano acaso?; mis antepasados, dice; mis antepasados son los mismos que los tuyos, allá los españoles pasaron por la quilla a todo el mundo.
La lección de historia empezaba a incordiar a nuestros compañeros de tapete. Así que decidimos continuarla más tarde. Pero la interrupción enfrió los ánimos de Mijail Todorov, quien no volvió a ganar una mano más. Llegué a pensar que el jodido Mesa lo había hecho adrede. Sobre todo cuando empezó a ganar. Él y Peter, a salto de mata, se repartieron media docena de triunfos. En medio, me dejaron colocar un full de reyes y damas, y un farol que nadie se atrevió a verme. Hora y media —una botella de whisky y una de ron— más tarde, lo único que estaba claro era que no era el día de Orson. Fue el único que no ganó una jugada desde que yo me sentara. Poco a poco fuimos viendo cómo el fajo de billetes que había junto a su vaso iba menguando y su humor agrietándose. Teobaldo aprovechaba la más mínima ocasión para lanzar una pulla. Peter salía en defensa de su hermano. Y el portorriqueño contraatacaba, aquello era un juego y no un negocio, estaban allí para pasar el tiempo, unas veces se gana y otras no. La tarde se fue calentando a medida en que el propio Peter empezó a malgastar sus dólares en manos enrevesadas. Y la cosa se puso fea de veras cuando Orson Vaughan insinuó que el ruso, el portorriqueño y yo estábamos compinchados contra ellos.
Tuve que meter baza para enseñarle mi dinero. Yo también estaba perdiendo. ¿Menos que ellos? Seguro que sí. Porque yo había llegado después. Porque había jugado menos. Porque me había arriesgado poco. ¿Más cobarde? Tal vez. A mí me hubiese gustado creerme más cauteloso. Mi sueldo me impedía lanzarme a tumba abierta. Cada uno sabe lo que le cuesta ganarse el dinero. Peter lanzó una mirada despectiva a mi razonamiento. Una mirada que se hubiese topado contra un muro de piedra, si no llega a venir acompañada de una alusión más que desagradable sobre Juliette Legrand y yo, sobre mi imposibilidad de mantenerle el estilo de vida a la canadiense. Entonces le expliqué, sin levantar la voz, pero deletreando cada palabra de mi inglés enjuto, para que no quedaran dudas acerca de mi declaración, que lo que la señorita Legrand y yo tuviésemos en común era asunto nuestro, que ella se manejaba bien solita, que yo no tenía intención de cambiar eso, que no era de caballeros nombrar a una dama en la mesa de juego y que, si uno no sabía encajar una mala tarde, lo mejor era que no se dedicara al póquer.
Se hizo el silencio. Tenía trabajo que hacer. Y me había aburrido de malgastar mi tiempo con el cuarteto de Nueva York. Así que aproveché para recoger mi dinero. Hice amago de levantarme. Pero Orson Vaughan tomó de nuevo la palabra para recordarme una de las reglas: no podía abandonar cuando iba ganando. Le respondí dos cosas: primero, que yo no iba ganando, había perdido cerca de cien dólares, que para un músico de fama mundial no era mucho, pero sí para un pobre diablo que ni siquiera podía mantener a una chica; y segundo, que él ya no tenía un puñetero dólar que jugarse al póquer. Entonces, el clarinetista, enrabietado, rojo de ira, hizo algo que, a la postre, vino a ayudarme más en la resolución de aquel caso que cualquier otra confesión que hubiera podido hacerme. Levantó la mano derecha y, con la izquierda, se sacó del dedo un anillo en el que yo no había caído hasta la fecha. Un anillo cuadrado, color azabache, con un emblema dorado —una nota musical sobre un pentagrama; entonces lo vi bien— en el centro. Se jugaba la insignia de la Filarmónica de Nueva York contra mi resto.
Los otros tres se echaron las manos a la cabeza. Intentaron, en vano, que guardara el anillo. Le recordaron que aquello —ya lo había dicho Teobaldo Mesa— era sólo un juego, just a game, guy. Pero Orson se había hecho fuerte en su determinación. Si se rajaba ahora quedaría como un imbécil delante de mí, sobre todo después de haberme insultado como lo había hecho. En un primer momento no supe qué hacer. Mi reacción inicial fue rechazar la apuesta y dejarlo con dos palmos de narices. El tipo, desde luego, se merecía un escarmiento por fanfarrón, pero no me apetecía nada empezar el último tramo de la investigación —la nueva revelación me hacía presumir que estaba empezando a llegar a alguna parte— con un enemigo a mis espaldas. Por otro lado, tampoco quería quedar como un pendejo, de modo que tiré de la soga a ver qué pasaba. Dudé de la autenticidad del anillo. Esas cosas se compraban, hacía años, en los baratillos del parque San Telmo. ¿Cómo sabría yo que no lo había obtenido en un quiosco de mala muerte de Central Park? ¿Quién me aseguraba que no había cien mil de esas baratijas pululando por medio Nueva York?
Allí saltaron todos a una. Se volvieron mosqueteros del rey. ¿Baratija? ¿Me atrevía yo a llamar baratija a la insignia de oro de la Filarmónica de Nueva York? ¿Estaba loco o qué? Debía de haber tan sólo treinta, quizá cuarenta, de esos anillos en todo el mundo. Ni uno más. Había que ganárselo. Y no era nada fácil. De aquella mesa de juego únicamente Orson podía presumir de él. Por eso se habían escandalizado tanto los demás cuando lo vieron apostárselo al póquer. Ellos llevaban otro más modesto. Todorov, el único que lo llevaba encima, me lo enseñó. Era igual en la forma. Pero era de plata. Mucho menos lucido. Te lo daban casi nada más entrar. Seguro que hasta mi amiga la rookie, la viola novata, tenía el suyo. Pero para que alguien consiguiera el anillo de los Nibelungos —lo llamaban así, con un deleite casi infantil— debía cumplir veinte años en la Filarmónica. Como Orson Vaughan. Sí. Como el bueno de Aaron Schulman. Y como Nehemiah Williams y David Allen, los judíos ortodoxos que había mencionado Juliette. Ellos también la habían ganado. ¿Quién más? Posiblemente Papá Bob. Y, por supuesto, el maestro Masur. Todos los directores que había tenido la orquesta eran acreedores de esa distinción. Solían concedérsela en una ceremonia especial al final de cada temporada. A Orson fue al último a quien se la habían dado. El año anterior. Era el más alto honor al que podía aspirarse. En suma, que baratija lo seríamos yo y toda mi estirpe.
Reculé. Preferí quedar por blando antes que levantar la pieza. Había ganado una información tan valiosa para mí como el anillo de oro para ellos. Le anuncié a Vaughan que estaba cansado. Que me disculpara. Que había sufrido un percance unas noches atrás. Que aún estaba convaleciente. Él me lanzó un gesto de perdonavidas. Ganas me entraron de aceptarle el envite y levantarle la insignia y la sonrisa de una sola tacada. Pero la cara de alivio de sus tres camaradas me devolvieron la serenidad. Los dejé con su partida y, antes de que a Álvarez le comunicaran mi presencia allí y mandara remover cielo y tierra hasta dar conmigo, salí a ver si encontraba a alguien. Alguien a quien tenía ganas de conocer. Alguien que tal vez me podría confirmar cuántas insignias podría haber en el hotel en aquel momento.