Sólo los ángeles tienen alas
Se la debía, las bromas del destino, a un taxista. Ángel Ramos. El hombre venía acabando su servicio, cuando se percató —así lo hizo constar en su declaración— de que alguien andaba en aprietos. Frenó. Salió del coche. Abrió el portabultos. Sacó una porra que solía guardar allí para momentos de apuro. Y amenazó a mi agresor con darle un trancazo que iba a saber él quién era Angelito Ramos. Luego, cuando lo hubo espantado, mandó un mensaje a la central y pidió que llamaran a la policía y a una ambulancia. A ser posible, primero a la ambulancia. Hasta allí llegó su contribución a nuestro caso. Y bastante fue. No estaba yo en condiciones de quejarme. Resultó estéril la descripción que dio Ramos del sordomudo del anillo de oro —tuvo que elegir entre seguirlo a él o atenderme a mí; y se quedó conmigo—, pero parecía alto. Y corría como el diablo. De todo eso me enteré en el hospital. La tarde siguiente. Había permanecido, entre inconsciente y dormido, quince horas en el limbo. Cuando desperté, estaba solo. A mi lado, cuatro paredes blancas, un silencio grave y una cama vacía que olía a alcanfor. Tardé unos minutos en hacerme a la idea. Aún estaba embotado. Intenté incorporarme, pero me sobresaltó la puerta de la habitación. Entró una enfermera como un torbellino, seguida del inspector Álvarez. La mujerona, de carácter avinagrado y seco, me presagió los siete males si se me ocurría mover un dedo fuera de la cama. El inspector hizo un gesto con la mano boba, arriba y abajo, con la iglesia has topado, amigo Blanco.
Tuvo que recurrir a toda su maña de perro viejo, que empeñar hasta la placa, que prometerle la gloria eterna y un descuento en las multas de los próximos veinte años para que la matrona lo dejara quedarse un rato a charlar conmigo mientras me cambiaba las vendas. Fue así que supe de mi taxista salvador. Y de que no tenían ninguna pista que seguir. La mujer no paraba de contarme antiguas mataduras y persignarse, válgame el cielo, hombre de Dios, ¿dónde se ha hecho todo esto?, ¿y quién diablos lo ha cosido? Yo me sonreía y le contaba una mentira piadosa, accidentes de caza, mal curados y peor cauterizados, en el monte, con pólvora barata. Álvarez me miraba con el gesto arrugado pensando en qué valiente trolero estaba yo hecho. Pero no dijo nada delante de la enfermera. Se limitó a preguntarme qué hacía yo de madrugada a dos minutos del hotel de los músicos. Deseaba creer que tenía una buena disculpa y no que me había tomado a coña lo de que ya no había caso Schulman.
Nada más oír el nombre, el papel de lija de la bata blanca se volvió hilo de seda preguntón, ¿usted investiga la muerte del violinista?, ¿de verdad?, ¿es detective privado?, ¿sí?, caramba, qué cosas habrá visto, ¿no?, ahora me explico lo de los verdugones, cuando se lo cuente a las niñas de la planta, se les va a desencajar la boca. Allí tuvo que terciar el inspector, circunspecto y severo, óigame, señora, esto no es un cine, así que nada de vender entradas, ¿estamos?; este caballero ha estado a punto de morir y hay alguien por ahí afuera que, a lo peor, se le ocurre volver; voy a poner a uno de mis hombres de paisano en el pasillo y usted va a ser la única que sepa que es policía, de modo que, como haya un solo problema, sabremos quién se ha ido de la lengua. La enfermera adoptó una postura camaleónica y volvió a mudar de color, esta vez a un amarillo cetrino, puro disgusto. Asintió con la cabeza. Prometió que no diría nada. Y abandonó el cuarto antes de que la cosa se pusiera más caliente.
—Para no querer cine, Álvarez, le ha salido la vena Maigret. ¿Un hombre de paisano en el pasillo? ¿Irse de la lengua? Anda que no le ha quedado fino el hilvanado.
—No estaba bromeando, Ricardo. Majaderías las justas mientras estés aquí. Y sí que te voy a poner al sargento Sagredo, más para que no salgas tú que para que no entren los demás.
—Venga ya. Esto no tiene nada que ver con el caso Schulman.
—¿Cómo que no?
—Como que no. Esto me lo hizo un cubano.
—¿Un cubano? ¿Ahora andas en follones con las mafias?
—Qué mafias ni qué niño muerto. Anoche salí a cenar y a tomar una copa con una chica. Fuimos al Malecón de la Habana. Y nos metimos en medio de una riña de enamorados. El tipo, un negrote de más de metro noventa, se empeñó en jugar a rugby con mi cabeza. Y yo tuve que disuadirlo. ¿Cómo? Lo invité a una cerveza. Y se me olvidó sacarla antes de la botella.
—¿Conque un cubano, eh? ¿No me estarás contando una milonga para despistar?
—Se lo juro, Álvarez. Seguro que el negro o uno de sus amigotes me siguió y se tomó la revancha.
—Ya. Te siguió. Que yo sepa, tú vives en Las Palmas y la tunda te la dieron en el Puerto.
—Es que yo soy un caballero. Y acostumbro a acompañar a las mujeres con las que salgo a su casa. Ella vive por allí. La dejé en la puerta y, cuando iba por un taxi para volver a casa, me sorprendió el matón.
—¿No te importará darme las señas de tu acompañante, verdad, Ricardillo? Sólo por si la chica sabe algo que nos pueda ayudar.
—La chica no sabe nada y no quiero meterla en esto. Bastante susto pasó con la pelea en el bar. Fíese de mí.
—Acabo de presenciar la sarta de embustes que le has soltado a la enfermera. En mi vida he oído mayores disparates. Accidentes de caza, dice. Cauterizados con pólvora, dice. Anda ya. Tú no distinguirías un conejo de un canguro, m’ijo. Y sé que no te gustan las armas. Ni siquiera llevas una para protegerte. Por eso te pasa lo que pasa.
—¿Me está animando a que vaya armado?
—Yo no te animo a nada. Sólo digo que eres hombre de ciudad. Te conozco bien. Aunque, tal vez, deba decir que creía conocerte. No sabía que te relacionabas con los bajos fondos.
—¿A qué se refiere?
—A tus heridas. Las tienes de todos los tamaños y formas. De bala. De navaja. Y esos costurones no te los hace un médico en su sano juicio. Un médico legal, quiero decir. Tienen toda la pinta de habértelas zurcido un practicante venido a menos. Y me juego la paga de Navidad a que sé cómo se llama. Lo que no sé es dónde trabaja. Si no, ya lo hubiera trincado.
—¿?
—No te hagas el pánfilo. Hablo de Pancho Viera. Hace tiempo que sabemos que se dedica a abortos clandestinos y a curar a putas, macarras y camorristas que no quieren responder a demasiadas preguntas en un hospital. Pero el cabrón cambia de consulta cada dos por tres y no hay forma de que pare la pata quieta. ¿No sabrás, por casualidad, dónde trabaja ahora?
—Usted ha visto las heridas, Álvarez. Son viejas. Cualquiera sabe dónde anda últimamente el bueno de Pancho. De todas formas es un tipo legal, se lo aseguro. Cierto que no es muy limpio y que la última inspección que pasó fue hace veinte años, pero las putas lo quieren y él hace más por ellas que nadie en esta ciudad.
—Claro que hace. Se las tira a todas el muy cabrón.
—Viera no es de ésos. En serio, Álvarez. Él tiene una novieta en algún lugar del Puerto. Una gaditana. Se llama Marisa. Y está enamorado de ella como un tonto. A su modo. Pero la quiere.
—Vaya un romántico estás hecho. Lo dejamos por hoy. Espero que no vayas a cometer la estupidez de escaparte del hospital. Estate un par de días aquí. Descansa. Yo vendré mañana o pasado. ¿Quieres que avise a tu abuelo?
—Hágame ese favor. Pero no le diga que estoy aquí. Cuéntele un cuento. Que tuve que volverme a Tenerife. Que no se preocupe. Que ya lo llamaré cuando acabe la investigación.
—Ya no hay investigación.
—Lo sé… A no ser que…
—¿Qué ocurre?
—No sé cómo decírselo.
—Prueba a ver.
—No sé a usted, pero a mí me está jodiendo que el asesino de Schulman se vaya de rositas delante de nuestras narices. Le he estado dando vueltas y no me hace maldita gracia que el secretario del consulado norteamericano estuviese tan presto a suspender la investigación.
—A mí tampoco. Pero tiene las manos atadas. Y yo también.
—Eso era ayer. Hoy la cosa ha cambiado.
—Explícate. ¿En qué coño estás pensando?
—En que nadie tiene por qué saber que la paliza me la ha dado un novio celoso. Imagine, es un suponer, que yo anoche hubiese salido con una chica de la orquesta. Que la invitase a cenar. Y a tomar una copa. Y que la acompañase hasta su hotel. No olvide que la agresión tuvo lugar a dos minutos del Reina Isabel, usted mismo lo ha dicho. Y que alguien nos viese. Y que ese alguien decidiese quitarme de en medio para evitar que siguiera investigando. Yo trabajo para ustedes. Ya, ya lo sé, trabajaba. Pero eso sólo lo sabemos nosotros y Gustavo Seco. Y si usted va ahora a un juez y le cuenta lo que me han hecho, y lo adorna con ese lenguaje del que hizo gala antes, Su Señoría puede tener motivos suficientes para ordenar una investigación oficial. ¿Calcula cuánto se tarda en interrogar a toda una orquesta? Cuatro días. Como poco. Y eso es lo que yo necesito. Bueno, lo que necesitamos para buscar respuestas.
—¿Quieres que le mienta a un juez? ¿Tú eres totorota o qué? Si me coge en el renuncio, me mete un puro que no veas.
—No me joda, Álvarez. Tenemos un cadáver que nos está quemando. Hasta los jueces estarán encabronados porque les hayan lavado la cara. Seguro que habrá alguno que estará jurando en arameo, en su casa, de brazos cruzados, sin poder meterle mano a un asesino, sólo por evitar un incidente diplomático. Eso si es un juez recto.
—¿Y si no lo es? —Si no lo es, si fuese un juez estrella, vendería a su abuela por salir en las noticias. Si le damos un motivo (míreme la facha que llevo, éste es uno bien bueno) reabrirá el caso. Y ahora soy yo el que se juega la paga de Navidad.
—¡La paga de Navidad! Menuda cara. Tú no sabes lo que es eso. Déjame pensar en ello. No te prometo nada. Sólo voy a pensarlo.
—Hágalo.
—Y cuídate, que estás hecho una mierda.
No había vuelta de hoja. Me esperaba una noche en blanco aspirina. Así que decidí descansar cuanto pudiese. Sin embargo, no tardé mucho en atascarme de nuevo en mil conjeturas. No le había hablado abiertamente a Álvarez de mi cita con la Legrand para no comprometerla más, pero ahora no estaba tan seguro de que mi agresor fuese, de verdad, uno de los caribeños del Malecón. ¿Y si el asaltante no nos hubiese seguido, sino que nos hubiese estado esperando? En el hotel hay mil huecos para las emboscadas. De ser así, la cosa se enredaba. Había que andar con ojos en la nuca. Y desconfiar de todo el mundo. Hasta de la muchacha de la rosa azul. No en vano, por azar o por interés propio, ella estaba involucrada en la somanta de piñas que había recibido.
Decidí llamarla. No tenía muchas ganas de enfrentarme a su idioma travieso pero necesitaba saber si Juliette se alegraría o se sorprendería de escuchar mi voz. No estaba en el hotel. Había salido. Y había dejado dicho que tomaran todos los recados. Que pensaba volver a eso de las siete. Y que esperaba una llamada. Le expliqué a la recepcionista de turno que, posiblemente, esa llamada era la mía, que no había podido hacerla antes por un contratiempo y que me iba a ser imposible volver a intentarlo a lo largo de la tarde y de la noche, dígale usted a la señorita Legrand, por favor, que mañana sin falta volveré a telefonear, gracias.
Fue una torpeza impropia. Después quise achacarlo, aunque sólo fuese para justificarme, a la sobredosis de analgésicos que me tenían embobado. Pero el mal ya estaba hecho. Era muy simple: yo no podía quedar con ella para el día siguiente porque al día siguiente la orquesta abandonaba la isla. Fue la primera grieta cuestionable de mi coartada. ¿Cómo podía estar yo al tanto de que los iban a retener casi una semana más si no estaba, de algún modo, implicado en el caso? Cuando, el martes, le enseñé mis vendajes y le hablé de la tollina de palos que me dio el cubano vengador y supo del revoltijo de sedantes que me estaban dando para calmar el dolor, la Legrand, lejos de comprenderlo, puso cara de no sé si creerte, my friend, pero estoy muy cabreada, absolutely disappointed, por tener que quedarme mucho más en tremenda mierda de lugar donde, cuando no los matan, dejan plantados a los músicos de un modo wholly descortés, así que vas a tener que sudar tinta para convencerme de que todo lo que está pasando no es culpa tuya.
Por lo pronto, la noche del lunes empecé a pagar esa culpa. Fue tortuosa. Desesperante. Lenta como velada de narguilas. Varias veces me desperté sobresaltado, bañado en sudor, reviviendo el domingo —más de pasión que de resurrección—, mezclando imágenes inconexas de zapatos de charol y mojitos, de perneras grises y botellas de cerveza, de delfines parduzcos y rosas azules. Cada sobresalto, claro, suponía un quebranto añadido al quebranto de la pesadilla. Porque la memoria es flaca cuando de malos sueños se trata y yo no era capaz de recordar ni mi lamentable estado ni las órdenes de la enfermera de que me estuviese quieto.
El martes amaneció indeciso. Un enjambre de nubes revoltosas se pasó la mañana tapando y destapándole los ojos al sol. En un momento, incluso, pareció que quería llover. Pero se quedó en mero intento, en un chirimiri lánguido tan acorde con mi estado de ánimo. Desde el rectángulo de la ventana las veía irse y volver. Así me halló el inspector Álvarez a las diez de la mañana. Nada más verlo entrar, supe que portaba buenas nuevas. Álvarez es un niño grande. No puede ocultar sus emociones. Se le desbordan. Se le notan en la cara, luminosa o sombría según el caso. Y, más que eso: se le notan en el cuerpo. Cuando se sale con la suya, es todo pecho. Cuando fracasa, se encoge y le nace una joroba, movediza y chinchosa, en plena espalda.
Esa mañana no traía joroba. Había ganado dos tallas de camisa. Y el pecho parecía quererle explotar como una sopladera. Llevaba los pulgares metidos en el cinto a la manera de los vaqueros y sonreía de una manera cómica y pistosa, a que no sabes qué, Ricardillo, a que no sabes dónde he estado esta mañana, quién me ha invitado a desayunar, quién se ha preocupado al saber de tu accidente, pero se ha entusiasmado con la nueva información sobre el caso Schulman, sobre un posible delito de tentativa de asesinato a añadir a un evidentísimo delito de asesinato en la persona de un violinista norteamericano, ¿eh?, eeefectivamente, el juez Lauro Tejera, el juez instructor del caso, un buen tipo, cabal y honesto, nada de juez estrella ni esas zarandajas; me ha dicho que encuentra suficientes indicios de infracción en la zurra que te han dado para reabrir el caso y no sólo eso, sino que, no habíamos acabado el café cuando, desde su propia mesa, Su Señoría hizo las diligencias oportunas, con lo que puedes considerar un hecho que vamos a tener los cuatro días que no nos quiso dar el cabrón de Gustavo Seco.
Sobre la satisfacción de volver al caso y devolvérsela al secretario del consulado, me sobrevinieron al instante dos sensaciones bien distintas: la primera, la de una sana envidia por el espíritu noble y cachazudo, casi ingenuo, del inspector; la segunda, la de estar empezando a recobrar energías, me dolía mucho menos el costado y hasta los moretones parecieron menguar. No pude menos que felicitar a mi amigo por las gestiones ante el juez Tejera, a quien no conocía pero que ya me caía bien. Y aproveché la coyuntura para pedirle el favor de que siguiese haciendo de vicario esta vez ante el médico de guardia para que me liberara, con la solemne y firme promesa de no dejarme patear el costillar en las próximas setentaidós horas, tiempo más que suficiente para poner en marcha un plan alternativo. Lo del «plan alternativo» se lo solté, claro está, como carnada, porque lo único que podía hacer era regresar al hotel de los líos y medir el estropicio que les había causado a los músicos la noticia de que iban a tener que posponer sine die su marcha de la isla.
El inspector, empero, lo tuvo más difícil con el doctor Jiménez que con el juez Tejera. El médico se negó a capitular. Me obligó a permanecer veinticuatro horas más en observación y se lavó las manos de responsabilidades si, como era previsible, mi costilla empeoraba y tenía que regresar al hospital. Acepté guardar cama ese día con la condición de que me dejase recibir una visita. Jiménez consintió. Pero jugó su última baza: aunque no empeorase, cuando acabara el caso volvería a que me viera de nuevo. No estaba yo en condiciones de seguir tensando la cuerda, así que sellamos el trato. Nada más salir por la puerta el médico y el inspector, cada uno a sus respectivas tareas, telefoneé a mi abuelo. Colacho no estaba en casa. Supuse que andaría reparando alguna barcaza vieja. Mejor. Con el fino instinto que tenía, el viejo era capaz de desenmascararme la mentira incluso a través del hilo telefónico. Ya iría a verlo cuando saliera del hospital. Después llamé a Juliette Legrand, Mahoma no estaba para grandes esfuerzos, así que a la montaña le tocaba venir. La hallé en su habitación del hotel con dos moscas tras la oreja: la de la colgada que yo le había dado el día anterior y la del notición que acababan de darle los directores de la orquesta. Ya conocía, pues, que estaba invitada a pasar unos días más en Las Palmas y que tenían que suspender, por lo pronto, las dos actuaciones de Madrid. A Papá Bob no le llegaba la camisa al cuerpo. Por si fuera poco, alguien había violado la cámara de seguridad del Reina Isabel y se había ensañado con una viola. ¿La suya? No, la de Cynthia Young. ¿Y el resto de los instrumentos? El resto había aparecido intacto.
Juliette casi hubiese preferido que fuera la suya. Se hubiese evitado el tercer grado, el juicio sumarísimo al que la sometieron sin piedad los otros músicos. Todos pensaban que había sido ella la culpable. ¿Por? Porque había tenido un altercado con Cynthia pocas horas antes. ¿A cuenta de qué? A cuenta de su forma de tocar. Resultó que Cynthia hizo un comentario despectivo sobre el exceso de dulzura con la que Juliette afrontaba el solo que compartían. Puso en duda su profesionalidad. La acusó de querer robarle protagonismo con esos gestos suyos tan delicados y sensibleros. A Juliette se le calentó la boca. Ya venía picada a causa de mi ofensa. Y le respondió que a lo mejor lo que ocurría era que ella, Cynthia, andaba un poco nerviosa. Que a lo mejor tenía miedo de enfrentarse a la pieza de Gubaidulina. Que a lo mejor por eso tocaba con tanta energía, para ocultar su miedo. Y que a lo mejor no era tan buena como pretendía. De quedarse ahí la cosa, no hubiese pasado de una leve discusión. El problema fue que Bernie Carpenter, el tuba a quien yo había retado en el Mencey, intercedió por Juliette. Y Cynthia Young apuntó, entonces, la posibilidad de que Carpenter y ella fuesen amantes. ¿Dijo «amantes»? No. Dijo algo mucho peor. Pero Juliette no estaba dispuesta a repetirlo.
La bulla se calmó gracias a la intervención de un par de músicos, nada sospechosos de estarse beneficiando a la Legrand, pero el veneno de la duda ya estaba extendiéndose. Y al aparecer la viola de Cynthia destrozada, todos, incluso el perro cobarde de Carpenter, se pusieron de parte de la Young. Juliette llevaba varias horas mordiéndose la rabia en su habitación cuando sonó el teléfono. La tranquilicé. Le dije que le echaría una mano en resolver el enigma de la viola. Le pedí que viniera a consolarme (nos consolaríamos el uno al otro). Que me sentía muy solo (casi tanto como ella). Que cogiera su instrumento (para evitar tentaciones). Que me regalara con una serenata (al oído, pues en el hospital no verían con muy buenos ojos una mujer con viola). Que tomara el primer taxi libre (mejor que lo pidiese en recepción). Noté cómo sollozaba al otro lado de la línea. Cómo dudaba. Cómo se revolvía entre las ganas de salir del hotel y las de partirle la cara a alguien, ¿a mí tal vez?, de una trompada. Ya había visto cómo se las gastaba Juliette y no me convenía, en mi estado, alterarla demasiado. Cuando se calmó y, por fin, consiguió hablar, fue para preguntarme por mi atacante. Le conté lo mismo que a Álvarez. Que, hasta donde yo sabía, uno de los cubanos, tal vez el propio Willy, nos había seguido y se había tomado cumplida venganza de la afrenta sufrida en la batalla del Malecón.
Hora y media después llegó al hospital. Con la susceptibilidad cargada en la funda de su viola. Traía cara de circunstancias: había pasado un mal día, su puesto en la Filarmónica pendía de un hilo carreto y yo la había obligado a entrar en una clínica, un lugar que siempre había odiado. Verme en la cama, con una gruesa faja en la cintura y un parche en el ojo, no ayudó a mejorar su estado de ánimo. Para rematar la faena, dos celadores acababan de entrar a un nuevo enfermo, un pibito que había tenido un accidente de moto y al que no le quedaban regiones sin hollar en su maltrecho cuerpo. Su novia, una muchachilla endeble y nerviosa, no paraba de dar vueltas alrededor del lecho y de lamentarse de su mala suerte. Sobre este escenario de comedia bárbara se subió Juliette Legrand con su corazón de viola. Traía también un ramo de calas que había comprado de camino al hospital, en un puesto ambulante. Le agradecí el detalle con los menos arriesgados de mis gestos, un leve asentimiento de cabeza y el vuelo ligerísimo de una mano señalando a la silla vacía al lado de mi cama. Ella apoyó, meticulosa, disciplinadamente la funda en una esquina y se sentó. No dijo nada. Me miró de arriba abajo. Advertí en sus ojos algo cercano al miedo. Se detenía, sobre todo, en las macas que salpicaban mi pecho desnudo.
Fue entonces cuando todo cambió. Su rostro se volvió mármol frío. Apretó los dientes. Entrecerró los ojos. La presentí tan lejos que me rebrotó el dolor. Pareció estar sacando la balanza. Calibrando si le salía a cuenta hacerse amiga de un tipo como yo, a quien todos habían tomado últimamente por muñeco de feria. Poniendo en duda todo cuanto creía saber de mí. Incluso, en un instante, se volvió a mirar por la ventana. Tal vez considerase la altura por si aún estaba a tiempo de saltar y escapar de aquella pesadilla. Sin embargo, se quedó a hacerme compañía. No llegó a desenfundar el instrumento, no estaba el patio para un concierto barroco. Pasó un buen rato callada. Como si le costara pronunciar una simple palabra en aquel catafalco del dolor. Cuando lo hizo fue para interesarse por mí. Por si necesitaba algo. Le dije que no. Que ya me habían martirizado bastante. Que mi sufrimiento estaba claro de dónde procedía. Que lo interesante allí era saber de dónde le venía el de ella. Se encogió de hombros. Miró a la esquina donde dormitaba su viola como buscando amparo. Se acarició las manos.
La vi tan desvalida que me olvidé del tormento que andaba yo padeciendo. Tenía que buscarle una salida al suyo. Intenté darle vuelta a su desánimo. Nadie podía creer en serio que la muchacha tuviese que ver en aquel enredo. Una cosa era discutir con una colega y otra muy diferente destrozarle el instrumento, sobre todo cuando aún estaba fresca la discusión y todos los ojos estaban puestos en ella. Hubiera sido una idiotez supina que, después de lo ocurrido, la muchacha hubiese ido directa a romperle el alma a la viola de Cynthia. No. Demasiado evidente. Incluso para una mujer de la espontaneidad y la franqueza de Juliette Legrand. Qué va. Había tenido que ser alguien que quiso aprovechar la dirección del viento para pagar alguna antigua deuda o algo así. Si no, no se explica.
Juliette se disculpó por no poder aportar ninguna referencia, yo no debía olvidar que llevaba en la Filarmónica apenas unas semanas. Si había viejas cuentas por saldar, ella no las conocía. Lo único claro era que, desde que entró a formar parte de la orquesta, todo habían sido desgracias y accidentes. Estaba la muerte de Aaron, el asalto a la cámara de seguridad del hotel, mi descalabro. Eso sin contar la enfermedad repentina de Rebecca Adams. Juliette se encontraba —o creía encontrarse— en el centro de todos los males. Probé a explicarle que, salvo en el último caso, ella no ganaba nada con tanta calamidad. Uno siempre ha de pensar a quién beneficia un delito antes de comenzar a repartir las culpas. Y a Juliette sólo le benefició —eso sí, muy mucho— la indisposición de Rebecca Adams. En lo demás, parecía libre de pecado. Schulman no le hacía sombra en su carrera. Había hueco para más de dos violas en la orquesta. Y yo sólo pasaba por allí, por lo visto en un momento inoportuno. ¿Casualidad? Hombre, casualidad, casualidad… Para quien crea en ellas, sí. No para mí. Pero eso no se lo dije a la Legrand. La hubiera inquietado aún más. Y quería comprobar adónde me llevaba el río.
Quise empezar por la última noticia. A riesgo de ser pelma, volví sobre mis pasos. ¿Quién tiene acceso a la cámara de seguridad del Reina Isabel? Cualquier cliente, siempre que lo justifique. Vale con la tarjeta que te dan al alojarte. Una con tu nombre, el número de habitación y la fecha de entrada al hotel. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el enfrentamiento de las dos violas y el descubrimiento del asalto? Unas cuatro horas. A eso de las nueve, después del desayuno, se produjo la discusión. Mientras esperaban el ascensor. Estaban Cynthia, ella y Carpenter. Y luego se incorporaron David y Nehemiah. ¿Quiénes? No pudo recordar los apellidos, sólo que tocaban la tromba y la trompeta, que eran bajitos, judíos ortodoxos —a veces, les gustaba llevar la kipá— y que iban juntos hasta al retrete. ¿Y después? Después se separaron. Los otros subieron a sus habitaciones. Y Juliette fue a dar una vuelta para olvidar el desagradable incidente. Se recorrió la playa de cabo a rabo. Hizo unas compras en un bazar de hindúes. Poca cosa. Unos pañuelos y algo de bisutería.
Volvió a mediodía y se encontró con el jaleo. Acababa de recibirse una llamada del juzgado. Un juez local había dispuesto que los músicos debían ser interrogados. Todos. Y hasta que no hubiera sido citado el último, tenían que estar localizables. Masur estaba hecho una furia. ¿Por qué? Hay que entenderlo. Es un hombre de la escuela prusiana. Estuvo veinte años dirigiendo a la orquesta de Leipzig, cuando las Alemanias aún andaban peleadas. Y a él le tocó bailar con la hermana fea, la comunista, donde incluso el más zoquete era sospechoso de espionaje. Donde tenías comisarios políticos hasta detrás de los atriles. Eso, a la larga, imprime carácter. Masur detesta la política. Sólo sabe de música. Y lo único que pide es que lo dejen trabajar en paz. Así que esa mañana se le amotinaron todos los viejos fantasmas. Entonces, convocó a la orquesta en un salón de la segunda planta para un ensayo. Era la única forma que conocía de aplacar la rebelión. Y así fue que descubrieron la rotura de la viola de Cynthia. Eso ocurrió poco después de la una. De modo que tuvo que ser en esas cuatro horas cuando asaltaron la cámara. Bien, ¿y cuánta gente estuvo allí en esas cuatro horas? Eso fue lo primero que había preguntado ella. Llevaban un registro de las visitas. Para entrar había que firmar en una hoja de inspección. Y consignar la fecha y la hora. Y estar en todo momento acompañado de un empleado del hotel. Esa mañana se encargaba un joven de color. Era nuevo. Estaba a prueba. El pobre se pasó el resto del día asustado, creyendo que le iban a echar el muerto a él. Por nuevo. Por negro. Porque sí. Había cuatro entradas en la hoja de control. Una señora que había llegado esa mañana fue a depositar sus joyas. Un cliente habitual, alto ejecutivo de una empresa de comunicaciones, sacó un maletín de mano. Y Bella Larson entró y salió dos veces. Una para coger su violín y otra para dejarlo otra vez. Una chica nerviosa Bella Larson. Insegura. Siempre aprovechaba cualquier rato libre para perfeccionar su estilo.
¿Estaba seguro el recepcionista de que nadie más había visitado la cámara? ¿No podía haber entrado con otra persona? Imposible. Llevan un turno estricto. De atender a los clientes puede ocuparse cualquiera de los que esté de guardia. Pero el encargado de controlar la seguridad es uno cada día. Y ése lleva consigo una de las dos copias de la llave. La otra la tiene el director en su despacho. De manera que, si alguien solicita entrar en la cámara, debe esperar a que esté presente esa persona o el director. ¿Y el director? Esa mañana el director no estaba para nadie. Andaba como loco, solucionando los estragos que le había causado tener que alojar a sesenta personas con quienes no contaba por cuatro o cinco noches más. Llevaba horas colgado del teléfono buscándole acomodo en otro hotel a un grupo de turistas que tenían que llegar esa misma tarde.
¿Y no era ésa la mejor coartada de Juliette? ¿Que su nombre no apareciese en la lista? Ante la ley, desde luego que sí. Pero no ante los ojos de sus colegas. Para los músicos tuvo que ser ella. De algún modo artero y sibilino se las había ingeniado para engatusar al jovencito y hacerse con la llave. Como había hecho con Schulman. Y conmigo. ¿Conmigo también? Y tanto que sí. ¡Pero si aún no conocían lo de mi agresión! Tiempo al tiempo. Ya se enterarían. Y cuando se enteraran, nadie les iba a quitar de la cabeza que fue ella quien me dio la paliza. O quien mandó que me la dieran. Así que la Legrand ya no sólo era la principal sospechosa de destrozar con crueldad una viola. Por el mismo precio le había tocado el papel de embaucadora y, algo peor, de asesina. Estaba en un apuro. Y yo tenía que ayudarla. Se lo debía. Por la velada tan agradable que pasamos juntos. Por haberla dejado plantada. Porque me gustaba. Porque sí.