Breve encuentro
Me retrasé unos minutos. A las diez y siete estaba entrando en el vestíbulo de su hotel. Juliette aguardaba sentada en uno de los mullidos sillones del recibidor. Leía una de las insulsas y coloreadas revistas que habitan las mesillas de todos los hoteles selectos del mundo. Más que leer, parecía pasar las páginas con desgana a la espera de que la rescataran del aburrimiento. Vestía un pantalón vaquero desteñido lleno de lentejuelas color vino. Una blusa blanca de tiros. Un pañuelo encarnado a modo de collar. Se había hecho una coleta. Estaba aún más joven de como la recordaba vestida de concierto. Quizá demasiado. Levantó la cabeza y me obsequió con una sonrisa dulce de princesa de cuento. Antes de que pudiese ofrecerle mi mano, dio un salto, se puso de puntillas y me estampó dos sonoros, sincerísimos besos. No de ésos que se dejan tendidos y se pierden irremisiblemente en el vacío. Qué va. Dos besos en el centro de la cara, tan cerca de los labios que mi boca se tuvo que morder los celos. Me dijo, en su inglés cantarín, no sabía si vendrías, estaba pensando si no habría soñado la cita contigo, a veces me pasa que sueño despierta. Le respondí que no, que yo era muy real y que, en efecto, habíamos quedado a cenar a las diez. Me disculpé por los siete minutos. Me inventé una tradición: la de retrasarse, en las citas importantes, un minuto por isla. Ella la acogió con ingenua fascinación. Aproveché el buen tiempo de su ánimo para preguntarle si había probado alguna vez un arroz negro de verdad. Me respondió que no, que a quién se le ocurre tremendo sacrilegio, que el negro es un color decididamente triste para algo tan sabroso como el arroz. Vi los cielos abiertos y decidí llevarla al Anexo, el mejor restaurante arrocero del archipiélago, nada que ver con las paellas prefabricadas para turistas. Hablábamos de arroz de verdad, de arroz del bueno, de algo fuera de serie.
Iniciamos un paseo por Las Canteras que se nos congeló. El castañeteo de dientes y, sobre todo, el arrebol de los pezones de Juliette debajo de su blusita de tiros me hicieron reconsiderar el itinerario. Hacía demasiado fresco. Mejor callejear y evitarnos el relente de la bahía a esas horas. Eso sí, perdimos la posibilidad de una luna redonda y un escenario idílico. Aunque ganamos una peregrinación de lo más pintoresca: macarras chillones mostrando sus cuellos y sus dedos enjoyados, chulos arrogantes de pelo en pecho, putas estropeadas, limosneros demacrados y sucios. Me hubiese gustado evitarle esa visión ingrata de Las Palmas, pero Juliette no pareció darle mayor importancia. La imaginé acostumbrada a ciudades crecientes y prósperas. En realidad, es lo que tienen: crecen y prosperan también en los bajos fondos. Usó un curioso símil. Para ella, a los pueblos les pasa como a las personas: cuando engordan, engordan de todos lados. Y, luego, se burló de esa manía de las chicas de querer engordar o adelgazar, pero solamente de alguna parte de su cuerpo. Ilusas. Al final, los daños colaterales las acababan convirtiendo en puros esqueletos o fardos desmadejados, según el caso. Y su burla se tornó lástima al pensar en lo infelices que eran, dentro de un cuerpo al que odiaban, sin saber aceptarse, sin un pizco de cariño por sí mismas. Coincidí con su crítica. Le pregunté si ella había seguido dieta alguna vez. Juliette me examinó, y se examinó, y volvió a examinarme con una sonrisa llena de picardía, ¿te parece que necesito dieta? No tuve que responder. La mirada que se me escapó, zigzagueó por su cuerpo y se detuvo, impúdica, en su incipiente escote, se lo dijo todo. Gracias a Dios, lejos de tomárselo a mal, y antes de que yo intentara remediar mi impertinencia con alguna estupidez, a peor la mejoría, zanjó serenamente la cuestión: «Espera a después de cenar y hablamos».
Se me disiparon todas las dudas que hubiese podido albergar sobre Juliette y cualquier régimen de adelgazamiento. Empezó con el plato combinado de pata negra y queso majorero. Continuó con la ración de empanada gallega. Se hizo fuerte cuando el camarero apareció para mostrarnos el arroz negro oh, la la, c’est magnifique. Rebañó la paella hasta que sólo quedó en la marmita un poso aceitoso y brillante con sabor a barro. Y se consagró a los postres, gracias a un suculento trozo de tarta de Santiago bañada, por sugerencia mía, en Cointreau, licor que la muchacha desconocía a pesar de ese nombre tan francés. A mí todo se me iba en mirarla. Comía que daba gusto. Parecía tan feliz que me dio lástima interrumpir su orgía. De modo que me limité a preguntarle algunas cuestiones técnicas y a asistir a una lección gratis sobre la viola. Me contó, para empezar, con toda la pachorra de la que fue capaz —se detenía continuamente a ensalzar la velada: la cena, el vino, el lugar, la noche, mi camisa, la amabilidad del camarero—, las peripecias que tenía que hacer para mantener su trebejo en condiciones.
Porque la viola, por si yo no lo sabía, era instrumento delicado. ¿El único delicado? No, no el único. Pero a ella el instrumento que realmente le importaba era el suyo y yo debía entender que, si iba a interrumpirla a cada rato con una repregunta, no iba a terminar nunca de contarme. Me excusé. Continuó. Porque la viola, como intentaba decirme —el vino empezaba a endormirle la lengua y a dejarle chapotes colorados en las mejillas—, había de limpiarse con extremo cuidado. Por dentro y por fuera. Antes y después de tocarla. Con un paño de lino. Para evitar que se acumulase resina sobre la tapa armónica. Claro que había algunos que creían que esa acumulación beneficiaba la sonoridad. Pero era un error. Yo no debía caer en esa trampa. Un error de novato. Seguro. Lo único que se conseguía era un efecto de sordina que, al principio, podía resultar simpático, pero a la larga era bastante desagradable.
Otra cosa: la viola no podía dejarse por ahí, en cualquier lugar. El calor y el frío la herían. Mucho. Algunas sangraban. ¿Sangraban? No supe si era su exceso de imaginación o mi torpeza en la traducción simultánea. Pero me quedé con las ganas de saber algo más acerca del sangrado por miedo a preguntar. Lo que sí estaba claro era que la humedad tendía a hinchar la madera y a desafinarla o, peor aún, a despegarla. Y era que, por lo visto, los engrudos de luthería perdían su poder de encolado con el calor. Entonces utilizaban lo que ellos llaman dumpits, unos tubitos de goma que se colocaban en el interior del instrumento y se humedecían para estabilizar gradualmente su temperatura con respecto a la temperatura ambiente. Por otra parte, era conveniente que yo supiera que ni una viola ni un violín —ni ninguno de su extensa familia— debía guardarse en envolturas de lana o algodón, sino en talegos de seda o, incluso, de papel. Pero lo más extraordinario estaba por llegar: como las personas, los instrumentos tenían alma. Como lo oía. Y para evitar que el alma se les descuajaringase, habían de destensarse las cuerdas cada vez que se viajaba, de ahí la imagen perenne de los músicos afinando. No lo hacían por pisto ni para aflojar los nervios, como yo podría creer, sino para devolver el alma, nada menos que el alma, a su estado natural.
Era lindo escucharla. Se notaba a la legua —al menos a una legua de metro y medio— que le encantaba lo que hacía. Se le iluminaban los ojillos cuando hablaba de su pequeña. La llamaba como si fuese su hija, lo que reforzó mi teoría de que a los músicos había que echarles de comer aparte. Entonces tuve la infeliz idea de lanzarle un órdago a destiempo: ¿un músico sería capaz de matar para defender su instrumento? Ella detuvo el tenedor a mitad de camino a su boca con un pulso tan delicado que no se le derramó ni un grano de arroz negro. Pasó la lengua por sus labios. Entrecerró los ojos. Y dijo, no, tal vez sería capaz de morir en su defensa, pero matar por un fagot o por una trompeta es demasiado, ¿perdón?, ¿por un piano?, ja, bueno, ahí sí que no sabría qué decirte, Ricardo, un piano es mucho más complicado, fíjate que sólo hay uno en cada orquesta, por algo será, ¿verdad?
Si Juliette se sintió incómoda ante la pregunta que le lancé a bocajarro lo disimuló bien. Acabó de llevarse el tenedor a la boca y masticó despacio, como para asentar la conversación. Yo bebí un trago largo de vino y cambié de tercio. No estaba dispuesto a empañar ni un instante la velada más grata de mis últimos meses con preguntas punzantes. Me decanté por la trivialidad. Por ir a lo seguro. Una cuestión sin trabas, ¿qué hubiese sido Juliette si no fuera concertista de viola? Y no valía responder que concertista de violín o de violoncelo. No se lo pensó mucho. Hubiese sido bailarina de ballet. ¿Cantante no? Qué va. Tenía voz de pito. Desafinaba. El ballet, sin embargo, hubiera sido lo suyo. Había tocado alguna vez con los chicos de la National Ballet School de Toronto. Recordaba en especial una. Representaban The Faerie Queen, una pieza basada en el Sueño de una noche de verano, en el antiguo Royal Alex. La coreografía era tan delirante, tan sensual, que Juliette había tenido que reprimir el impulso de soltar la viola y lanzarse detrás de un danzarín de aquéllos a suplicarle que la agarrara por la cintura y la hiciera volar hasta tocar el techo del escenario, que era lo mismo que tocar el cielo de la música.
Confesé a la Legrand mi incapacidad para entender a los clásicos. Me gustaban pero no los entendía. ¿Cómo se explicaba eso? Se explicaba porque los compositores y los coreógrafos no se merecían unos espectadores tan acartonados. Ése era el problema. La culpa no la tenía la música. La tenía el público. Le faltaba un punto de ebullición. Algo de la locura de otros públicos. ¿Por ejemplo? Por ejemplo el del soul. Por ejemplo el del jazz. El del flamenco. ¿Juliette había estado en un concierto de ésos? ¿Sí? Pues entonces tenía que saber a lo que me refería. Allí nadie conseguía estarse quieto. Era imposible. Tus piernas, tus manos, tu cuerpo entero se te rebelaba. Hasta las ingles te montaban un golpe de estado libertario que váyanse al carajo los de Latinoamérica. Sí. Era así. Tenía que ser así. Tus miembros —todos, sin excepción— dejaban de obedecerte para seguir el ritmo. Por eso era una lástima que aquella vez de Toronto no hubiese mandado al diablo su instrumento y se hubiese lanzado al escenario a hacer cabriolas, a piruetear como una endemoniada. El público, seguro, se lo habría agradecido.
La muchacha comprendió, of course, a lo que me refería. Tanto fue así que me lanzó el guante. Llévame a bailar. ¿A bailar? Sí, ¿por qué no? A bailar flamenco. ¿En Las Palmas? El flamenco se baila más al norte, m’ija. En Granada. En Córdoba. En Sevilla. O es que Juliette no había visto My fair lady. ¿Sí que la había visto? ¿Y no recordaba lo de Sevilla y olé, toro? Ah, pues eso debe de ser cosa del doblaje porque a lo que Rex Harrison le cantaba era a la lluvia de Sevilla, que era una maravilla. En Las Palmas no llovía ni de milagro. Así que de flamenco, mejor no hablábamos. ¿Jazz? ¿Soul? ¿Un domingo? Podríamos darnos con un canto en los dientes si encontrábamos abierto el Malecón de la Habana. Salsa. Merengue. ¿Sabía Juliette lo que era eso? ¿No? Pues mira tú por dónde, iba a tener la oportunidad de aprender esa noche.
Pagué la cuenta. Esperé a que mi acompañante se acicalara en el servicio. Salimos, de nuevo, al relente. Y el relente me dio la oportunidad de quedar como dios-escristo, como un auténtico caballero de fina estampa y jazmín en el ojal, de los que ya no se estilan, de los que vieron mis abuelos. Me quité la chaqueta y se la puse por los hombros. Juliette no dijo nada. No hizo falta. En su sonrisa brillante por el vino y, quise creer, por la dicha había un merci, beaucoup como la copa de un pino. Y amarraditos los dos, sus ojazos y mi orgullo enfilaron hacia el Malecón. Mi plegaria surtió efecto. El bochinche estaba abierto. No había orquesta, claro. Hasta Dios descansa los domingos. Pero tenían puesta una música querendona a la que Juliette se agarró nada más entrar. Ni siquiera le pregunté qué iba a tomar. La dejé con su entusiasmo en la pista y me acerqué a la barra a pedir dos mojitos, qué menos. Cuando me vio regresar con las copas, arrugó el entrecejo, ¿qué es eso verde? Y yo la tranquilicé, eso verde es hierbahuerto y ni se te ocurra pedirme que te lo traduzca, ma chérie, porque no tengo idea ni de cómo se escribe en castellano, tú confía en mí y cátalo. Confió. Lo cató. Se relamió. Y asintió al ritmo de la música, da igual cómo se escriba en castellano, está delicioso.
La hora siguiente se nos pasó volando. Hacía calor. O tal vez era el contraste con el frío de afuera. Bromeé con la temperatura, menos mal que dejaste el instrumento en la habitación del hotel, que, si no, le hubiésemos quebrantado hasta el alma, ni las pastillas esas que les ponen en el útero la hubiese revivido, siniestro total, muerte súbita, infarto musical. Ella se extrañó de lo rápidamente que había aprendido la lección. La verdad era que dudaba de que su charla no hubiese sido un completo aburrimiento. Quedó encantada de que sus enseñanzas me sirvieran para conocer mejor la viola. Así podría yo entender por qué la adoraba tantísimo. Pero me corrigió: no la había dejado en la habitación. No. ¿Estaba loco yo o qué? Los instrumentos eran demasiado valiosos para cometer esa estupidez. En caso de que sufrieran algún desperfecto, los del seguro se escudarían en su negligencia y se harían los suecos. No sería la primera vez. ¿Sabía yo cuánto costaba una viola como la que ella usaba? Mejor que no. A algunos les parecería una herejía, una infamia, una obscenidad. Quizá lo fuera. Así que mejor no. Mejor seguir bailando al ritmo de esta música tan caliente, hot music, la más hot que ella había escuchado. Ahora comprendía lo que le había hablado del público distante de la música clásica, del público distinto del soul, del jazz, del flamenco y también del merengue, la salsa y el candombe o lo que rayos fuese aquello que la hacía sentir tan bien, como si anduviera sobre una nube. Yo le expliqué que no. Que no era la salsa lo que producía esa sensación tan rica. Que era el mojito. Que era el ambiente. Hubiese querido añadir que eran mis brazos en su cintura. Mis dedos enroscados en los suyos. La palma de mi mano apoyada en la humedad titilante de su espalda. Pero mejor no. A algunas les parecería una herejía, una infamia, una obscenidad. Mejor seguir bailando a ver qué ocurría.
Y ocurrió que en mitad de la farra se nos cruzó una tempestad que a pique estuvo de levantarnos por los aires. Fue culpa de su sed inoportuna. Culpa de la neblina del local. Culpa del mucho tabaco y de la poca ventilación. Culpa de mi torpeza. Culpa, sobre todo, del monstruo de ojos verdes de los celos. A Juliette le entraron ganas de repetir con el mojito. Y a mí, de contentarla. Y a una mulata, acodada en la barra, de darle emoción a su noviazgo. Y a un moreno, doblado de gimnasio, más chicha que limoná, de hacerse mucho el duro delante de sus compadres. Y a la morralla, de sangre. Y a la noche, de lanzar los dados por si salía desgracia. La Legrand, ajena al vendaval que estaba a punto de provocar, me pidió con la dulzura cantarina de su inglés afrancesado que le buscara otra copa de aquel bebedizo encantador y que, please, please, please, le insistiera al barman que pusiera el doble de la hierba aquella que tan rico sabía. Y allí fui. A por los mojitos.
En la pista de baile del Malecón nadie fuma. El ritmo de vértigo del merengue te impide mantener un cigarrillo. O fumas o te agarras a la chica. Son dos maniobras incompatibles. Tienes que decidirte. Y gana la chica. Siempre. El problema viene luego, cuando sales de la pista y bajas a las mesas. Resulta que te recibe una bocanada de humo, un tufo empalagoso de sudor y tabaco que te tira de culo. Aún estaba recuperándome de esa antipática sensación, mi ojo izquierdo lagrimeando de un modo dramático, una mueca de incomodidad anidando en mi rostro, cuando llegué a la barra. Pedí dos mojitos cargados, ¿de ron?, qué de ron, amigo mío, de hierbahuerto, ¿como cuánto?, como para montar un jardín botánico. A una muchachita aceitunada con caderas-columpio le hizo gracia la broma. Apuraba, a mi lado, un cubata. Imagino que debió de suponer que la guasa y el gesto torcido eran una insinuación, un billete de ida al disparate. Y desplegó toda su artillería tropical. Me miró. Me sonrió. Se humedeció el labio inferior con la punta de su lengua rosada. Se recogió, coquetísima, el asa del vestido que se le había bajado casi hasta el codo, dejando al descubierto un pecho breve y un tatuaje en forma de delfín. Me saludó, no te había visto nunca, blanquito, ven acá, ¿cómo tú te llamas? Mientras me decidía si le daba mi nombre verdadero o un alias, apareció detrás de la mulata un tipo alto y moreno con una camiseta negra tan ajustada que parecía llevar una coraza encima. Y respondió por mí, se llama Juan Servando y ya se está marchando.
Me proponía objetarle que no pero que sí, que no me llamaba Juan Servando sino Ricardo Blanco —al fin y al cabo la chica se había acercado, casi se me quema, con lo de «blanquito»—, pero que sí, que, en efecto, ya me estaba marchando, que me esperaban en la pista. Sin embargo, la mulatilla le cogió gusto a lo de oponerse en mi nombre, ni lo sueñes, el blanquito no se piensa mover de donde está, acaba de invitarme a tomar una copa y es de los que no se rajan; además, Willy, ¿a ti qué se te importa?, tú estabas hace un momentito con tremenda prieta, vuelve con ella, anda, que se te pasa el arroz con frijoles. Mi abuelo, con su manía perenne de asociar un refrán extravagante a cualquier situación de la vida, hubiera dicho aquello de que «cuando la suerte se te caduca, te caes de culo y te rompes la cuca». El asunto fue que mi suerte empezó a oler a rancio cuando llegó el camarero con los mojitos. El tal Willy fue ver las dos bebidas y salirle lo fiero y lo macho y lo matón también, Maité es mi jeba, ¿oíste?, y aún no ha nacido hombre que la invite a una copa sin mi consentimiento. Y Maité, toda digna, se bajó de la banqueta y se cuadró frente a su novio con los brazos en jarras, ¿tu jeba?, mira, negro, ven acá, ¿qué tú te has pensado?, ¿que voy a estar guardándote la plaza mientras te vas de juerga con pingonas?, ni hablar, negro, ni lo sueñes, se te enfrió la banqueta, mi amol, y aquí, mi primo tiene buen culo para calentármela. Y se dio la vuelta y se volvió hacia mí y se apropió del mojito de Juliette y le dio una chupada a la pajita con un descaro tal que hasta el hierbahuerto se puso colorado.
No sé si fue la pose de Maité o lo que dijo de la banqueta fría o la manera impúdica de chupar la paja lo que sacó de quicio a Willy, pero, antes de poder decir esta boca es mía —de hecho, no tenía conciencia de haberla abierto en toda la escena—, ya me lo tenía encima. Me agarró por la camisa y me incrustó contra la barra del Malecón. No sé cuánto tiempo me retuvo allí, aprisionado entre su cuerpo y la madera húmeda. Notaba frío en la espalda y su aliento a cebolla y su olor a catinga. Lo que no notaba era el aire, que me había abandonado. El animal en celo aquel me estaba asfixiando. Y no había visos de que fuese a aflojar. Miré a mi derecha en busca de auxilio y vi la cara de satisfacción de Maité, orgullosa de un novio que tanto la quería. Que peleaba por ella con la fuerza de un toro. Que estaba dispuesto a matar por su amor. En esa esquina no había nada que rascar. Miré a mi izquierda por si alguien decidía interceder por mí. Pero estaban todos alelados observando la lucha. Todos menos una pareja, que permanecía enroscada en un beso sin fin, ni siquiera se habían tomado el trabajo de contemplar mi muerte. Dos hombres se susurraban al oído. Me costó decidir si eran gays o apostaban por uno de los combatientes. Como la cosa no tenía color, opté por lo primero.
Un tipo flaco, que bebía una cerveza mexicana a pelo, lo tenía más claro: simplemente parecía calibrar los segundos que podía yo durarle al negro. Hasta que el aire, por fin, me llegó lo justo al cerebro para comprender que tenía que buscarme la vida por mí mismo. Alcancé a arrebatarle al flaco la botella de Coronita con su gajo de limón en el gollete y estampársela a Willy en plena oreja. Desde luego no iba a ganar las apuestas, pero sí los segundos que precisaba para que se me acomodara el pecho a respirar de nuevo. El negro trastabilló y cayó de rodillas mentándome a los muertos. Cuando ya me veía libre del todo, alguien se me abrazó al cuello y se colgó en mi espalda. Era Maité, que venía en ayuda de su «pobre» novio, más vale negro conocido que blanco por conocer. Volvíamos a empezar. Ahora tenía el aire instalado en los pulmones pero el abrazo de la mulatona no lo dejaba moverse de allí. Estaba rindiéndome a mi desgracia y se me apareció la virgen. Una virgen canadiense que había dejado el baile al sentir el alboroto. Que había cogido mi chaqueta por si necesitábamos salir a escape. Que se había hecho un hueco entre la marabunta de espectadores. Que había amagado con lanzarle una trompada al basilisco que me atenazaba el pescuezo. Que se lo había pensado mejor, no era cuestión de joder su futuro en la Filarmónica destrozándose una mano en una reyerta cicatera y cutre. Que, por fin, había encontrado algo contundente, sin ir más lejos un cenicero de loza negra como el destino. Y que le dibujó en la frente a la mulata un nuevo tatuaje que le iba a durar, tirando por lo bajo, tres semanas.
No paramos de correr hasta Las Canteras. Ni siquiera notábamos el frío de la noche. Entre los mojitos y la carrera suicida —dos veces estuvieron a punto de atropellarnos— entramos en calor. Nos detuvo la baranda de la playa y el vaticinio de que nadie nos seguía. Nos costó un triunfo recobrar el resuello. Cuando ella se recuperó y levantó la vista, había en su mirada un brillo extraño, a caballo entre el miedo y la lujuria. Apenas pude entender lo que decía. Se reía nerviosamente. Esperé a que se le enfriase el acento. La invité a sentarse en un banquillo del paseo, un mojón de piedra sin respaldo. Aceptó. Con una condición. ¿Que la rodeara con mis brazos? No. No todavía. Tal vez más tarde. Le bastaba con que no le diéramos la espalda a la avenida. Aún le duraba el susto. De acuerdo. Yo vigilaría. Pero no iba a permitir que Juliette se perdiera el espectáculo de la luna desangrándose sobre el mar. De modo que acabamos tal que si nos hubiésemos peleado, charlando en voz queda en un banco de piedra, más confesionario, más diván, más confidente que otra cosa. Ella mirando a mi mar y yo a su hotel.
Apenas fue una hora que nos duró un suspiro. Hablamos de lo humano (la magnífica cena, la caótica pelea, la cara que debió de quedársele a los novios del Malecón) y lo divino (el silencio, la playa, la luz de la luna, más moonlight que nunca). De la vida (la mía hasta entonces, la que la esperaba a ella después de entonces), el amor (el suyo, el mío, el nuestro) y la muerte (la de Schulman, cuál si no). Se quejó de la cruda realidad de un concertista, cuando no eran ensayos eran actuaciones, por hache de hallo o por be de bye, el caso era no arregostarse a la cama, no cogerle gusto a las sábanas, no encariñarse con el edredón. Era andar siempre con la maleta a punto, siempre despidiéndose, siempre dando la espalda, siempre coleccionando postales, nombres, rostros que acabarían por confundirse en uno. Ella estaba empezando. Tal vez por eso aún tenía fuerzas para sublevarse. Para vivir con toda intensidad. Para paladear cada segundo con la curiosidad del primero y la pasión del último. Eso explicaba que estuviera a las tres de la mañana confesando sus penas a un desconocido. Tenía que ver con el miedo de subir sola hasta su habitación, un Himalaya de dos pisos, ahora sí que le vendría bien que la rodearan con los brazos, que bucearan en su pelo con los dedos, que le susurraran alguna mentira al oído, que la besaran suave, con cuidado para no despertarle una sola inquietud, un solo remordimiento, que la dejaran estar así, en silencio, con los ojos cerrados, con la nariz rastreando en un cuello, por ejemplo el mío, hasta la última gota de Dolce & Gabbana.
La abracé. Le busqué mariposas en el pelo. La besé con toda la suavidad de la que fui capaz. Sabía a hierbahuerto Juliette. A limón. A ternura. La dejé dormitar sobre mi pecho. Pero tenía por cierto que no iba a poder susurrarle una mentira. No iba a subir con ella al Himalaya. No esa noche. No en su estado. Hubiera sido como aprovecharme de su debilidad. Quería que lo entendiera. No era falta de ganas. O que no me pareciera la mujer más deseable de la tierra. Me hubiera apetecido. De veras. Apagar su tristeza. Compartir el sabor a hierbabuena. Desteñirle la rosa a brega de caricias y besos. Pero no esa noche. No en su estado. Cuestión de conciencia. Sí. ¿Quién lo diría? La mosca cojonera también tenía conciencia. Tremenda paradoja, ¿no es verdad? Le propuse esperar a la siguiente cita. Eso. Un pacto. ¿De honor? Del del bueno. Del de la palabra dada y el apretón de manos. Si quería, podíamos sellarlo con sangre. ¿Demasiado histriónico? Pues con saliva. Claro que la saliva, a esas alturas de la farra, tenía ya poco mérito. Vaya un reto. Menudo sacrificio. Si llevábamos firmando media hora. De todas formas, ya era tarde. Leeríamos el contrato por última vez. Para que no quedasen flecos. Y le echaríamos una firma. Y el sello. Así. Firmado el pacto. Una única condición: si el lunes ella, a la luz del día, capaz de discernir entre los gatos pardos y los otros, aún quería ascender conmigo al Himalaya, la acompañaría, ¿qué digo acompañarla?, la subiría en brazos los dos pisos.
Poco sabía yo entonces que esa noche el diablo andaba suelto. Cruzamos el jardín. Entramos al hotel por la puerta de atrás, la que daba a la playa. Juliette pidió su llave. El conserje se la entregó. Se quedó esperando por el número de mi habitación. Le expliqué que no, que yo sólo estaba allí como acompañante. Él nos miró. Tuve la impresión de que esperaba vernos desaparecer juntos por el corredor. «Otro día», pensé. Y me despedí de la Legrand y del conserje casi con el mismo gesto. Una sonrisa triste y un achique de hombros que sonó, más que nunca, a renuncia. Así. Todo seguido. Luego, tras la de las despedidas, llegó la hora de las coincidencias. Y todo se confabuló en mi contra. Porque pude haber regresado sobre mis pasos y haber vuelto a salir a la playa. Pero estaba cansado. Llevaba sin dormir cuarenta horas. Necesitaba llegar a casa cuanto antes. Entonces, pude haber pedido un taxi desde la recepción del hotel, pero no lo hice. Creí que era más rápido salir al callejón y agarrar el primero que pasase. Y pude, en fin, haber torcido a la derecha. Pero torcí a la izquierda. En esa decisión ni siquiera intervinieron mi cansancio y mis prisas. Fue el destino, la fatalidad, la proximidad de las calendas de febrero. Qué sé yo. El caso es que torcí a la izquierda. Y, como no había visos de un taxi por ningún lado, eché a andar calle abajo.
Iba repasando el fin de semana tan intenso que había vivido desde la llamada de Álvarez. Concentrado en las piezas del rompecabezas Schulman. En los músicos. En el concierto. En el secretario de la agencia consular. En Juliette. Por eso no advertí que mis pisadas se desdoblaban. Que yo sólo tenía dos piernas y cada dos pasos míos sonaban a cuatro, demasiado eco para una noche tan muerta. Por eso no advertí que ni siquiera el eco era tan rápido. Que casi se confundía con el ruido de mis zapatos en la acera. Que la acera sonaba a contrapunto, a repiqueteado, a tañido de ánimas. Cuando me detuve para buscarle explicación a aquel fenómeno acústico, ya tenía el eco encima. Sentí la embestida rabiosa, más violenta debido a mi desconcierto, de un cuerpo contra el mío. Reboté contra el suelo como un pelele. Mi cabeza golpeó el empedrado. Me quemé la frente por la abrasión. Una de mis cejas comenzó a sangrar. Y anegó una visión, ya de por sí bastante exigua. No hubiese podido identificar ni a un albino en mitad de la noche. Noté, eso sí, una respiración agitada, como de asmático, y unos puños macizos que buscaban con saña mis riñones.
Luego llegaron las patadas. Hasta cuatro. La más dura, en el pecho. Una costilla crujió, con retumbo de cañizo quebrado. Logré girarme lo suficiente para poder respirar. Para liberar el dolor de la costilla. Para poner mis brazos de parapeto. Ahora tenía delante las perneras de un pantalón gris de lana fría y unos zapatos negros charolados. Un tipo elegante. La paliza sonaba a baile de claqué. Tac-tac-tac-pum. Tac-tac-tac-pum. El cabrón se estaba divirtiendo a costa de mis huesos. Y entonces comprendí —por encima de mi ojo enfangado en sangre— que si había una oportunidad tenía que ser en el pum. Debía esperar a que el tipo hiciese su tac-tac-tac, levantase una pierna para patearme y dejase la otra sin defensa. O eso o dejarme machacar. El diablo me dejaba una rendija abierta. Y escapé loco por ella. Más maltrecho que otra cosa. Con más pena que gloria. Cuando el bailarín pirueteó su tac-tac-tac, saqué fuerzas de donde no pensé que hubiese y le lancé un pum seco en plena rodilla. Atine. Cayó como un fardo. Pude oírle un gemido extraño, vacío, como el lamento de un sordomudo, antes de que un coche frenara en la calle y alguien gritara algo sobre llamar a la policía. Y pude verle, antes de que saliera a escape, una mano. Una mano grande de dedos nervudos. Y un anillo cuadrado, color azabache, con un emblema dorado en el centro. Luego, hasta lo dorado se volvió negro.