Cantata para dos voces
Aún me dolía el recuerdo de la escena de amor con imbécil al fondo cuando nos llamaron para embarcar. Cansado, afligido, por unas horas decidí olvidar para qué estaba allí. Busqué un lugar en la popa del barco. Cerca de los equipajes. Lejos de los músicos. Rehuí la cercanía de los demás. Evité mirarlos a la cara no fuera que a alguno le diera por sentirse aludido y se viera obligado a darme conversación. Coloqué mi bolsa en el estante. Me hundí en el último asiento del pasillo con la esperanza de que zarpásemos pronto, antes de que nadie cayese en la cuenta del sitio libre que quedaba junto a mí, en la ventana. Cerré los ojos. Puse todos mis sentidos en ese deseo. Me concentré. Hice fuerza. Pero el conjuro vino a descalabrárseme, aun antes de que el jetfoil largara amarras. Uno a uno. Los cinco sentidos se me desordenaron. Primero fue el olfato. Un olor almizclado de sándalo y vainilla vino a perturbar mi concentración. Luego, cuando el roto ya estaba hecho, supe que se trataba de Lou Lou de Cacharel, el perfume que ella usaba a diario. Abrí los ojos buscando el origen de esa sensualidad disparatada y se me nubló la vista: una muchacha andaba trajinando con su equipaje en el anaquel sobre mi cabeza. No podía verle la cara. Llevaba un pantalón vaquero apuntalado en el horizonte de sus caderas y, como estaba de puntillas para poder encajar su maleta en el estante, a la chica se le escapó un brevísimo tatuaje que lucía en la espalda, peligrosamente cerca de la nalga derecha. Una rosa azul.
El resto del estropicio fue culpa de un brusco capitán. O de un tiempo chinchoso de invierno. O de una marea embravecida. El caso es que, al separarse de la bahía, la embarcación dio un respingo nervioso. La muchacha, aún de puntillas y desprevenida, trastabilló. E hizo lo que cualquiera en su lugar: soltó la maleta y buscó sujeción en lo primero que encontró a mano. Y lo primero que encontró a mano, a qué negarlo, fui yo. No tuve reflejos para detener su empuje, con lo que Juliette Legrand acabó, por primera vez en aquella historia, enteramente en mis brazos. Y, entonces, el olor del sándalo y la visión de la rosa tatuada se compincharon con el tacto sedoso de su piel, con el sonido de su voz balsámica, oh, comme j’suis bête, excusez-moi, Ricard, y hasta con el sabor de su cabello húmedo enredándose en mí, negándome el aire, ahogándome. La Legrand había elegido el peor momento de ese fin de semana para desparramar su ingenua e involuntaria seducción. No estaba el horno para bollos. Y ella lo comprendió en seguida porque, después de disculparse, hizo un intento de buscar otro asiento más adelante. Sin embargo, algo —¿la tristeza que me había tupido el alma durante el desayuno?— me hizo detenerla. Aceptar sus disculpas. Disculparme a mi vez. Invitarla a compartir viaje en el sillón de la ventana.
Antes le aclaré el motivo de mis ojeras y de mi cansancio. Nada tenía que ver ella ni con su tropiezo. Ocurría que no estaba acostumbrado a trasnochar. Ni a beber tanto. Ni a jugar al póquer con sus amigos tahúres. ¿No había dormido? Ni un minuto. Le había ahorrado a la camarera del hotel hacer mi cama. Ya dormiría un rato por la tarde. En casa. Podríamos charlar hasta llegar al puerto de Las Palmas. Aunque, eso sí, Juliette debía entender que no estuviese igual de animoso que la tarde anterior. Le tocaba a ella hablar y a mí escucharla. ¿Hablar de qué? Podía empezar por enderezarme los sentidos. Por contarme la historia de su rosa azul. Por explicarme la causa de que siempre oliera igual de bien, pero siempre distinto. Por enseñarme a pronunciar francés, aunque fuese francés del Canadá. Sería un placer. Un auténtico placer.
El resto del trayecto, la Legrand aprovechó para confesarme un defecto, un vicio, una manía. Utilizó todos los términos y no quedó satisfecha con ninguno. Era, tal vez, una conjunción de todos ellos. Se trataba del perfume. O, mejor, de los perfumes. Porque Juliette usaba tantos que debía pagar sobrepeso en las aduanas. No pude evitar el recuerdo de otro caso. El de unos siniestros crímenes que tenían que ver con una página de contactos del periódico. La principal sospechosa me guio con aspereza —le faltó poco para abrirme la cabeza con un bastón con empuñadura de bronce— hasta la solución a través de su olor, un olor a madera penetrante que resultó ser Opium, qué profético nombre. Si habría sido Juliette, con ese despropósito de aromas, me hubiese sido imposible resolver aquella investigación. Pero Juliette tenía una buena excusa para variar de perfume. Tenía que ver con su estado de ánimo, cambiante y movedizo. Cada momento precisaba de su olor. Cada deseo. Cada actitud. Cada situación. Requerían una maniobra distinta. Hablaba no como una muchacha de veintisiete años, sino como el avezado estratega de una banda de pistoleros de Chicago.
Entonces, en el barco, esa mañana, llevaba Lou Lou. Un homenaje a la flor de Tiaré. Su olor de andar por casa. El de todos los días. ¿Y ayer? Ayer había sido Chanel. Ella la llamaba Cocó, como si hubiesen sido destetadas juntas. Una fragancia ambarina. Jazmín de Indias. Mimosa. Azahar. Angélica francesa. Parecía la receta de un afrodisíaco. Yo empezaba a dudar de que la canadiense fuera tan inocente como aparentaba. Sobre todo cuando lanzó una hipótesis curiosa. Una proposición. Una sugerencia. Una oferta —¿por qué me seguiría sonando tanto a película de gánsteres?— que yo no iba a poder rechazar. Si una noche —por ejemplo, esa noche de domingo—, salía a cenar con un caballero —sin ir más lejos, yo—, sería tiempo de Dior. Hipnotic Poison. ¿Veneno? Almendra amarga. ¡Y tanto que veneno! Emboscado con musgo y palo de jacaranda, sí. Pero veneno al fin. A mí sólo me quedaba una pregunta por hacer: ¿le iba bien a las diez? Perfecto. Las diez era buena hora.
No iba a ser un domingo cualquiera. Poca fiesta de guardar y sí mucho trajín para tan sólo doce horas que le quedaban al día. Tres citas de una misma tacada: a mediodía con Colacho, a la tarde con Álvarez, a la noche con Juliette Legrand. Me despedí de ella y de los otros músicos, mientras esperaban a que los recogiera la guagua de la organización. Tomé un taxi. Pasé por casa a dejar el equipaje y lavarme la cara. Llamé a mi abuelo. Para quedar con él en un bar de pescadores de la playa. Lo encontré como siempre, con su humor socarrón de viejo isletero, ¿a una tasca vas a llevarme?, ¿poca hambre o pocas perras?, si es por hambre, está bien, si es por perras, yo te invito, m’ijo, que no se diga que los Arteaga somos una panda de rácanos. Le expliqué lo de mi mala noche y lo de mi entrevista con el inspector. No dije nada sobre mi compromiso con Juliette. Mi intención —luego, el vino se encargaría de demolerla— era obviar esa parte de la historia. No tenía ganas de explicar al viejo a qué venía esa repentina afición por la música clásica ni cómo había olvidado tan pronto a Malena, mi última novia. Él no entendía de esos cambios de tercio. Cuando se enteraba de que alguien salía con más de una chica a un tiempo, solía recurrir a un refranero muy particular: «¿Para qué quieres dos mujeres, si sólo tienes una cuca?».
Ya me estaba aguardando en una mesa ante unas aceitunas y un vaso de vino, y, Ricardo, si tardas diez minutos más, me pido mi samita sancochada, carajo, que casi no llegas. Tenía puestos una guayabera destintada, unos calzones rucios y unas alpargatas abiertas que dejaban escapar sus dedos enjutos. Colacho Arteaga no entendía de galas. Vestía siempre igual. Cuando trabajaba en sus barcazas se quitaba la guayabera y las cholas. Cuando, acabada la tarea, salía a comer, volvía a ponérselas y ya estaba adecentado. Jamás lo había visto con una chaqueta o unos pantalones de vestir. Cada cumpleaños me esmeraba en regalarle ropa. Y, de un modo invariable, cada cumpleaños miraba mi regalo, me decía «¿p’a qué te has molestado?» y lo guardaba en el ropero. A lo único que se aficionó fue a unas gafas de sol que le compré dos años atrás. Ese domingo las lucía como signo de distinción. Sin importarle lo incongruente que podía resultar con el resto de la vestimenta. No hice caso a sus quejas, mira que eres exagerado, Colacho, fue colgarte el teléfono y buscar un taxi, no puedes llevar más de cinco minutos aquí. Y él, con la mala leche que le nace cuando tiene hambre, ¿cinco minutos?, cinco minutos son un ratito cuando se tiene tu edad, a la mía es una eternidad, ¿tú qué vas a comer? Y yo, tomando resuello, un segundo sigue siendo un segundo a mi edad y a la tuya, ¿no?, pues déjame un segundo para ver la carta, desesperado. Y él, mirándome por encima de las gafas, tú verás, pero aquí lo único que saben hacer es el pescado, al pulpo ni lo regañan, la carne es chiclosa y la paella sabe a plástico, hazle caso a este viejo y comparte conmigo una buena sama y una botella de vino. Y yo, cautivo y desarmado, como el famoso ejército, está bien, está bien, déjame que llame al camarero. Y él, enseñando su sonrisa libre y triunfante, no hace falta, ya lo había imaginado, tú no tienes maldito carácter, m’ijo, yo pedí por los dos, ¿ves?, aquí llega el vino, bueno, óyeme, ¿cómo llevas lo del asunto del músico?
No había mucho que contar sobre el asunto del músico. Los escritores y los guionistas de cine suelen cubrirse las espaldas presentándonos víctimas llenas de recovecos, hombres y mujeres a quienes todo el mundo quiere ver muertos, cuyos enemigos hacen cola en su puerta para acabar con ellos. Eso anima el cotarro. Mantiene atentos a los lectores y a los espectadores. Desde la primera escena cada cual escoge a su sospechoso. Pero, por lo que se sabía hasta entonces, Aaron Schulman era un hombre normal. Sí. De acuerdo. Un genio del violín. Pero vivía entre genios del violín y del arpa y del clarinete y de la trompeta. Uno más de la orquesta. Y tigre no come tigre. Ninguno ganaba nada con su muerte. Yo los había visto y oído tocar. Los únicos que podían beneficiarse eran los demás violinistas. Sobre todo Victor Laws, el sucesor, a quien por cierto aún no conocía. Pero eso no encajaba en ningún rompecabezas. Nadie mata a un colega sólo para rodarse un puesto en el escenario. Ni siquiera por un puesto de tanta ralea. Ésa es una apuesta demasiado alta para una ganancia tan triste.
¿Asuntos de faldas? No se le conocía historia alguna. Al menos, no con integrantes de la Filarmónica. ¿Prohibido? Tampoco. Hasta donde yo sabía, no había tal prohibición. Pero no tendría sentido. Esos músicos están mucho tiempo juntos. Se pasan la vida viajando. Por medio mundo. Comparten aviones, aeropuertos, hoteles. O lo que es lo mismo: miedos, esperas y habitaciones solitarias. Lo lógico es que acaben intimando. Ni siquiera los norteamericanos, tan desabridos y puritanos, podrían inventarse una norma tan absurda. Seguro que hay algún matrimonio entre ellos. Igual hasta tienen hijos que estudian música. Pequeños genios. Sangre nueva para la orquesta. No. La respuesta debía de estar fuera del escenario. Pero en dos días era imposible descubrirlo.
Para mi abuelo aquello no podía ser tan difícil. Bastaba con mirar a la cara a un tipo para saber si tenía algo que esconder. Como él no tenía dobleces pensaba que los demás estábamos cortados por el mismo patrón. Yo le expliqué que sí pero que no, que era admisible que todos tuviésemos algo que esconder en la vida y se nos notase en la cara pero que, a lo mejor, era un pasado de alcohólico o un hijo secreto en alguna parte o unos padres de quienes renegar. De eso a tener un muerto en el armario de la conciencia va un abismo. No era fácil. Claro que también podríamos haber usado algún apaño casero. Como el de los siete guisantes, que dicen que es la forma más eficaz de conocer a un malvado. Me los hubiese colocado entre el dedo índice y el corazón y me hubiese pasado una tarde entera estrechándoles las manos a los músicos. Aquéllos a quienes se les cayeran los guisantes pasarían a engrosar la nómina de sospechosos. Los otros quedarían exentos de toda culpa. ¿Antipáticos? Pues claro que algunos me cayeron antipáticos. Bueno fuera. Son sesenta. No me iban a caer bien todos. Eso hubiera sido antihigiénico. Pero la antipatía, hasta la fecha, no es delito.
Colacho dio cuenta de su mitad de sama con apetito. Lentamente. Sin premura. Para atender mejor a mis impresiones acerca del crimen del violinista, dejaba los cubiertos apoyados en el borde del plato. A veces se quedaba con la copa de vino en el aire como si no quisiera que ningún movimiento lo desconcertase. Luego, ladeaba la cabeza como los perros listos. Y parecía guardarse un pensamiento. Hay personas que han nacido para hablar. Que tienen el don de la palabra. Que, vayan a donde vayan, no pierden jamás el desparpajo y la locuacidad. Son envidiables. Pero hay quienes nacieron para escuchar. Que tienen el don del silencio. Que poseen una mirada bálsamo que invita a la revelación. Y éstos son imprescindibles. Mi abuelo sabía escuchar. Por eso tantas veces requería de su conversación. Cada vez que algún caso se me atoraba, iba a buscarlo, casi instintivamente, a su rincón de la playa. No porque el viejo pudiera darme alguna pista —en la mayoría de las ocasiones ni siquiera sabía de qué le estaba hablando—, sino porque yo podía oírme los pensamientos en alto. Y la cosa cambia. Cuando una idea sale a la luz, cuando la agarras y la pones sobre la mesa, de inmediato se ve de otra manera. Cobra forma, distancia, color, fuerza. Hasta ese momento, no le había contado nada nuevo. Me había limitado a repasar mis notas. A exponerle mis sensaciones. La tristeza en los rostros de los músicos. El nerviosismo cada vez que se acercaban a mí. La solemne destreza con la que habían ejecutado su concierto. La aparente inocencia que había en su rutina. Y también la partida de póquer. Y el descubrimiento de Vicente Melgar, un recepcionista con quien seguro él hubiese hecho buena pella. Y, puestos a confesar pecados veniales, le conté toda la conversación con Juliette Legrand, la mujer tatuada, la rosa azul de Trois Rivières, Canadá.
Cuando acabó su almuerzo, me propuso una caminata por la avenida. Para bajar la sama. Enfilamos el paseo de la playa, lleno a esa hora, rumbo a la Peña de la Vieja. Mi abuelo no era un hombre goloso. Una constante actividad y una dieta anclada en el refranero —desayuno de rey, almuerzo de príncipe y cena de mendigo—, lo mantenían delgado y correoso. Por eso, decía, podía permitirse alguna licencia de vez en vez, alguna pequeña debilidad de carácter. Y su debilidad era, desde que yo lo conocía, las delicias de Peña de la Vieja, unos bombones de chocolate rellenos de helado. Por el camino, mientras se relamía con el bombón de piña que lo aguardaba, mi hombre quiso saber más acerca de Juliette. Esperaba ese desvelo. No era el primero. Ni iba a ser el último. Colacho desconfiaba de mi instinto para con las mujeres. Sobre todo desde el caso de Toñuco Camember, un pijo al que encontraron en su despacho con un tiro en la cabeza. La muchacha que me contrató, María Arancha Manrique, la prometida del pijo, resultó tener más rincones que un palacio medieval. Y descubrirlos me costó más de un disgusto. A partir de entonces, cada mujer con la que me relacionaba constituía, para él, una amenaza. Quería saberlo todo sobre ellas. Las miraba con lupa. Intenté sujetarle la preocupación, a cuenta de qué iba una viola canadiense a cruzar el mapamundi de arriba abajo para jeringarle la vida a un pobre detective de provincias. Pero al viejo no le inquietaba ella sino los que la rodeaban, si esa mujer es como me la has descrito, Ricardillo, ha de haber más de uno dispuesto a litigar por su cariño, si vas a invitarla a cenar esta noche, recuerda que el último que se interesó por ella está ahora en una camilla del depósito, ¿vas a ver a Álvarez?, pues coméntaselo por si puede ponerte custodia.
—¿Qué dices, Colacho? ¿Cómo voy a ir a una cena privada con guardaespaldas? Ni que fuera el príncipe.
—Hazle caso a este viejo, que sabe lo que se dice. Dile a Álvarez que mande a alguien discreto.
—¿Discreto? ¿Un hombre de Álvarez? Ja. Además, qué clase de detective sería si tuviese que recurrir a escolta policial para investigar un caso.
—Ellos recurrieron a ti.
—Eso es distinto. Los cazadores necesitan al hurón para aventar las piezas. Pero el hurón ha de buscarse la vida por su cuenta.
—Peor me lo pones, m’ijo. Si ha de perderse una bala, acabarán sacándola del culo del hurón.
Esa conversación habría de recordarla días más tarde, cuando el asunto Schulman se complicó. Entonces no lo sabía —y, desde luego, me sirvió de bien poco—, pero el viejo había acertado en la diana. Al menos en una de las dianas de aquella historia.
Nos fuimos a sentar en un banco de piedra del paseo para que Colacho se acabara a gusto sus delicias de piña. En el cuarto de hora que estuvimos allí, no paró de saludar a la gente del paseo. Y, curiosamente, todos los saludados llevaban a la espalda historias sombrías, cojeras producidas por un tiro fortuito, heridas de una reyerta con la policía en otros tiempos menos democráticos, navajazos perdidos a la luz de la luna. Esa tarde tocaba atosigarme con peligros infinitos. Otras veces la cosa iba de amores retorcidos. Era lo que tenía una conversación profunda con mi abuelo. Para refrendar sus argumentos, cualesquiera que fuesen, siempre echaba mano de una anécdota ajena, bastante más difícil de rastrear que una propia, ¿ves a ése que me acaba de saludar?, pues ese pobre podría haber sido lo que se hubiese propuesto, pero se le cruzó una mujer ambiciosa y lo perdió. Además, nadie podría acusar a Colacho Arteaga de machista. El viejo no hacía distingos en cuanto a sexo, ¿te fijaste en esa señora que acaba de pasar?, tenías que haberla visto hace treinta años, carajo, una de las mujeres más impresionantes que ha parido madre: culta, distinguida, bella, con sus ojos enormes y sus andares de gacela; pues se vino a enamorar de un tarambana sin oficio ni beneficio y ha acabado sus días paseando al perro y viviendo de prestado en casa de una sobrina.
—Disecando al gato cuando se les muere…
—¿Qué dices?
—Me acordaba de un libro que nos obligaron a leer en el instituto. Un libro triste y crudo que ninguno de nosotros llegó a entender del todo. Seguramente porque ninguno de nosotros sabía nada de la vida aún. Lo que más me impactó de la historia era esa frase. La usaba un personaje para ilustrar la soledad de los viejos. Y yo pensaba en ti, Colacho. Era la época en que venía a espiarte.
—La recuerdo. Eras muy mal espía. Pero no entiendo a qué venía pensar en mí. Entonces no era viejo ni estaba solo.
—Tú no pero yo sí.
Antes de despedirme le prometí a mi abuelo que llevaría cuidado y que me acercaría a saludarlo al día siguiente. Pero no todas las promesas se cumplen. La agencia consular de Estados Unidos no estaba lejos de allí. Quince minutos después de la conversación de Las Canteras llegué al lugar de la reunión. Una calle sinuosa y desierta. Un edificio colonial. Restaurado con gusto. Regio. Color canela. De dos plantas. Un pequeño jardín a la entrada. Una verja de hierro repujado. Cerrada. Imaginé que los fines de semana no trabajarían. Al menos no de cara al público. Pulsé un timbre que había en la pared, un artilugio metálico y moderno, de ésos que llevan incorporada una cámara discordante del resto de la edificación. Contestó una voz masculina. Santo y seña. Pronuncié mi nombre despacio, paladeando las «erres». Enseñé la credencial a la cámara. Me abrieron la verja. Me indicaron —sonó más a una orden que a un ruego— que volviera a cerrarla detrás de mí. Enfrente, se encontraba un enorme portalón de madera pulida, al que se llegaba rodeando una fuente de piedra sin agua de la que el moho y la hierba se habían adueñado. Antes de que pudiese llegar, una de las pestañas del portalón se abrió. El edificio me guiñaba el ojo. Subí los cuatro escalones. Crucé el umbral. Con más cautela de lo que me hubiese gustado reconocer. En el pasillo central se apostaban dos tipos, inmensos, de uniforme. Uno a cada lado. El de la izquierda era un hombretón negro, de cara cuadrada y mirada fiera. Su calva pulida resaltaba bajo la luz del corredor. Al de la derecha lo reconocí en seguida. Era el armario rubio que había visto en el depósito de cadáveres la noche en que había ido a inspeccionar a Schulman. Aquello había sucedido cuarentayocho horas antes, y, sin embargo, parecía haber transcurrido una eternidad desde entonces.
Entré allí con una sensación extraña. Casi infantil. La misma que tenía cuando, en el colegio, nos tocaba pagar una pena. Si perdías una apuesta. Si no tenías boliches para saldar una deuda. Si no te dejabas copiar en un examen. Te tocaba castigo. Te ponían en el extremo de un pasillo larguísimo repleto de compañeros a ambos lados. Sabíamos lo que nos esperaba. Una tanda de capones y trompadas. No valía dar patadas. Eso era de salvajes. Nosotros no éramos salvajes. Éramos caballeros del sur. Cuando nos tocaba pagar peaje, cerrábamos los ojos como si aquel gesto pudiese encoger el dolor. Y echábamos a andar. Deprisa. Pero sin correr. El orgullo nos lo impedía. Teníamos que cumplir el castigo como hombres. Si alguno se hacía el listillo y aceleraba el paso, corría el riego de que le echaran un traspié y lo botaran al suelo. Entonces la había jeringado. Porque en el suelo no podían capotearte. Claro. Pero sí patearte. Y si tú habías sido tan cobarde como para correr, los demás olvidaban lo de hombres y lo de caballeros del sur y te freían a patadas. Esa tarde de domingo regurgité una de aquellas capoteadas. Sin perder de vista a los dos soldados, crucé —deprisa, pero sin correr; caballero del sur hasta el final— los diez metros de pasillo que me llevaban a la salvación, una puerta a la derecha donde me esperaban el inspector Álvarez y Gustavo Seco, el secretario del consulado norteamericano.
Gustavo Seco era un tipo bajo y ancho. De frente despejada. Hasta el fondo de la coronilla. Con una pinta de funcionario que tiraba de culo. Oriundo de San Antonio, Texas. De abuelos canarios. Indianos. De los que emigraron a hacer fortuna cuando la posguerra. Hablaba un castellano perlado de modismos que recordaba mucho a los doblajes de las viejas películas norteamericanas, qué bueno que viniste, qué bien luces esta mañana, y así todo el rato. Parecía buena gente. Sólo tenía una pega: el buen hombre no hacía sino sudar. Un defecto intranquilizador para alguien cuyo trabajo consistía, precisamente, en tranquilizarte. Su despacho estaba lleno de ventiladores y artilugios de aire acondicionado. Sin embargo, no podía ocultar los estragos de la resudación: llevaba la espalda y las axilas de un tono más ambarino que el de su camisa amarilla, su frente brillaba como la calva del soldado del pasillo, y sus manos estaban pegajosas. Tal vez por eso su saludo fue parco. En seguida lo retiró y comenzó a disimular con una charla insípida de político de carrera, ¿qué tal le ha ido ese viaje, señor Blanco?, espero que haya sido de su agrado, ¿desea tomar algo?, ¿un refresco tal vez?, ¿cerveza? Le seguí la corriente para no hurgar en su mortificación, si tiene usted café, lo prefiero, gracias.
Seco apretó un diminuto botón que había sobre su mesa y pidió que trajeran la bebida. Álvarez se mantuvo en un segundo plano. Disfrutando de la escena. Quizá esperaba que yo hiciera más sangre del azoramiento del secretario. Si así fue, se quedó con la magua. Estaba yo demasiado cansado para andar con ruindades. Me senté en una de las sillas de cuero situadas frente al escritorio. El inspector me imitó. Y Seco tomó asiento en su sillón, dándole la espalda a un hermoso balcón en el que podían verse algunas macetas con geranios. El secretario observó mi interés por la decoración y dijo algo sobre la suerte de trabajar en una isla con ese cielo y ese clima. Y en la mejor pieza del edificio. El cónsul Robert Quinland, por lo que pude leer entre líneas, pasaba poco tiempo en Las Palmas: vivía en una casa en el campo, cerca de Santa Brígida, y viajaba casi todo el año. Además, cuando iba por allí, no le importaba trabajar en otro despacho menos luminoso. Al contrario, por alguna razón que no pudo —o no quiso— explicar, lo prefería.
Mientras hablaba Seco, un muchacho entró con una bandeja, una cafetera y unas tazas. Las dejó en una esquina de la mesa y se retiró. El siguiente cuarto de hora lo pase haciendo inventario de lo que había averiguado. Me hubiese bastado con menos pero me entretuve en detalles que justificaran mi sueldo. Omití, desde luego, mi almuerzo con Juliette. No así el viaje de ida en el jetfoil junto al Indio Ruiz. Ni la partida de póquer con el cuarteto de Nueva York. Ni la conversación con el pistoso de Carpenter en la piscina del hotel Mencey. La conclusión, no obstante, era muy simple: necesitaba tiempo. La primera impresión hablaba de lo poco probable que era que uno de los músicos tuviese que ver con el asesinato. Dije «poco probable». «Imposible» no hay nada bajo el cielo. Ni siquiera bajo ese cielo lúcido de Las Palmas que, ahora sí, se veía desde los ventanales. La verdad era que la mayor parte de aquellos tipos me resultaban extraños. Pero esa apreciación no debía confundirlos. No desconfiaba de ellos. Simplemente me costaba entenderlos. Y mi extrañeza provenía de su estilo de vida. Ininteligible. Confuso. Algo contradictorio. Enormemente sensibles para algunas cosas y tan estrictos para otras. Embebidos en sus enmarañadas partituras y en sus arduos conciertos, parecían vivir en otro mundo. Se diría que andaban más preocupados en el estado de sus instrumentos que en el de sus propios hijos. Individuos que parecían estar siempre de paso. En hoteles de lujo. Pero de paso. Y alguien que está de paso no comete un asesinato como el de Aaron Schulman. Aunque fuera por ahorrarse el papeleo, la incomodidad, el retraso. Se movían tan a gusto en su rutina y en su monotonía que odiarían cualquier cosa que pudiese sacarlos de ese marasmo. Álvarez y Seco convendrían conmigo en que nada hay más molesto que un crimen sin resolver.
Mi preocupación, pues, era el tiempo. Necesitaba una semana más. Para hablar con músicos, con directores, con acompañantes. Con todos los que hubiesen estado, desde el inicio de la gira, con la Filarmónica. Tras escuchar mi solicitud, sentí a Álvarez removerse en su asiento. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda. Se miró las manos. Comprobó el estado de sus uñas. Guardó silencio. Gustavo Seco, por su parte, tamborileó con sus dedos regordetes en el escritorio. Arrugó la nariz. Se mordió el labio inferior. Carraspeó. Tuve la convicción de que me ocultaban algo. Los miré e hice un gesto con las manos abiertas para que alguien me aclarara qué diablos me había perdido desde el viernes. El secretario agarró al vuelo mi desconcierto y, luego de dorarme la píldora, me reveló el misterio, señor Blanco, créame que estamos muy satisfechos con su labor, ha sido usted muy diligente, y créame también que hemos hecho todo lo posible por ganar ese tiempo que nos pide para la resolución del caso Schulman; desafortunadamente sólo tenemos día y medio de propina, sí, en efecto, día y medio; en lugar de mañana por la mañana, la Filarmónica ha consentido en marcharse el martes por la tarde, todo un detalle por su parte, ¿no le parece?; lo siento de veras, pero la orquesta, sus músicos y sus directores tienen compromisos que cumplir en otras ciudades europeas, éste no es el único festival de música de invierno; lo comprende, ¿verdad?
Claro que yo lo comprendía. Por supuesto. Faltaría más. Aquél no era el único festival de música de invierno. Sólo el único que tenía un muerto en el programa de mano. Pero eso no parecía importarle a nadie. ¿Un día y medio? ¿Qué esperaban que hiciera en treintaiséis horas? Si continuaba acechando de esa forma a los músicos acabarían por denunciarme. Por acoso. Y les asistiría toda la razón del mundo. Ninguno de ellos iba a querer hablar conmigo. De hecho, ninguno estaba obligado. Eran ciudadanos libres. Extranjeros. Invitados por el Estado español. ¿De veras quería el consulado resolver el acertijo de la muerte de Schulman o mi contratación había sido un paripé para guardar las formas? Lo comprendía. Y lo sentía también. Pero yo no podía comprometerme a seguir en el caso. No tenía sentido. En día y medio era imposible sacar algo en claro. Así se lo hice saber a Gustavo Seco. Apelé a mi sentido de la dignidad profesional. A mi sentido de la honestidad. Pero sobre todo, a mi sentido común. Les ahorraría mis honorarios de los dos siguientes días dimitiendo esa tarde de domingo. Entonces no acerté a enfocar del todo la escena que se produjo a continuación. La falta de sueño y el exceso de rabia me embotaban los sentidos. Por eso no me extrañó en absoluto que Gustavo Seco aceptara mi dimisión sin pestañear. Y que, por suerte para el caso, olvidara pedirme el carné del consulado.
Salí del consulado con cierto sabor a vinagre en el ánimo. Dejé atrás más de un silencio. El silencio incomprensible de Seco. El silencio flemático del inspector Álvarez. El silencio marcial e imponente de los dos guardias del pasillo. Si hay algo que me revuelve las tripas es dejar algo a medias. Quedarme a mitad de camino. Renunciar a un caso una vez aceptado. En una ocasión me había ocurrido y el recuerdo aún me daba acidez. Tuvo que ver con una de mis primeras investigaciones, la que llevé a cabo sobre un sindicalista indigesto por quien nadie sentía apego. Yo tenía que seguirle la pista y averiguar qué andaba tramando. Pero, antes de que lo consiguiera, alguien se lo cargó. Su cadáver apareció flotando en las aguas del puerto. La rabia impotente que me había producido aquel caso estuvo a un palmo de hacerme abandonar mi trabajo en la agencia. Entonces, varios años después, volvía a sentir la misma desazón. Y no me gustaba nada.
No me gustaba nada. Pero, pese a todo, tenía intención de olvidarme del caso Schulman por una noche. Descansaría un par de horas, me daría una ducha y me vestiría para mi cita con Juliette. Al llegar a casa llamé al hotel para confirmar si la Legrand mantenía en pie nuestro encuentro. Entendí —por teléfono hablo el inglés aún peor que en persona— que así era. Que ella estaba esperando mi llamada. Que aguardaba a la cena. Que había almorzado apenas una ensalada y dos piezas de fruta para tener sus ganas intactas a la noche. Que le habían comunicado lo del cambio de vuelo. Que se alegraba de permanecer un día más en Las Palmas. Que esperaba que un día le bastase para conocer la ciudad con el invierno más luminoso que había visto en su vida. Que abrigaba la esperanza de que yo pudiera enseñársela de costa a costa. Todo eso entendí con mi inglés de andar en zapatillas. O tal vez no. Tal vez quise entenderlo. Tal vez Juliette Legrand sólo dijera que aceptaba la invitación a cenar porque, total, tampoco tenía nada que hacer en esa ciudad del carajo, a mil kilómetros de cualquier sitio reconocible, peor era quedarse a contar azulejos en el baño del hotel.