Night in white satin
Quería aprovechar, hasta la hora del concierto, para hacer un par de llamadas a Las Palmas. Y aún me sobraría tiempo para descansar un poco y darme una ducha. Pregunté en recepción si había cabina pública. Los hoteles de lujo ya podían tener un director alemán de gesto delicado y cestas de fruta fresca y sonrisas de arrepentimiento, pero si llamas desde la habitación te abren en canal la billetera. Me atendió una conserje —ignoro si el diccionario admite ya conserja, pero hay cosas que ni siquiera la Real Academia puede pedirle a un hablante—, una muchacha de pelo y modos lacios. Me explicó que, dentro del hotel, no había cabina pública, pero que al salir, bajando a la izquierda, antes de llegar al parque, encontraría dos. No tenía pérdida. También me preguntó si yo era el señor Blanco. Como si no lo supiera. Como si mi nombre no hubiese retumbado ya bastante en aquel vestíbulo de techos altísimos. Le contesté que sí. Y ella me informó, su voz de terciopelo dejaba un rastro amable y zigzagueante, de que tenía un sobre para mí. Era la invitación para el concierto.
Llamé primero a Álvarez. Quería saber cómo había ido el examen del cadáver. El inspector tenía un humor cansado. Su voz sonaba débil, marchita. Había esperado hasta el último instante que las noticias fuesen otras. Pero se confirmaban las sospechas. Schulman había sido asesinado. O tenía un extraño sentido de la oportunidad y había retardado su suicidio hasta el momento de la actuación en el Auditorio. El caso es que habían descubierto una extraña toxina en su cuerpo. Estaban analizándola pero albergaban pocas esperanzas de encontrar otra causa mejor que explicara su muerte. Le había producido un shock séptico. De ahí la sudoración, la fiebre, la palidez en el momento de morir. De lo que no me tuvo que informar el inspector Álvarez fue de las manchas oscuras en las yemas de los dedos y de los sarpullidos en la piel del violinista judío. Eso ya lo había observado yo, la noche anterior, en el anatómico forense. Y, al conocer por Juliette Legrand que el muerto no fumaba, no me cupo duda de que había sido un asesinato. Por supuesto que no se lo conté al policía. Me hubiese cantado las cuarenta.
Me interrogó, ¿cómo andan las cosas por ahí, Ricardillo?, cuéntame algo que me alegre el día, hombre, ¿eh?, no, carajo, no esperaba que hubieses resuelto ya el caso pero sí que tuvieses alguna noticia que echarle a los perros; aquí andan todos revueltos, los teletipos de prensa vienen que arden, desde un atentado palestino hasta un asunto de cuernos, y ya sabes el caso que la gente hace a esas novelerías, ¿dime?, ¿cuántos días tenemos?, no sé, andamos haciendo gestiones para ganar tiempo con el juez, la orquesta tiene vuelo a Madrid para el lunes a primera hora pero ante un caso de tanta gravedad no sabemos si podremos retener a algunos, ¿a todos?, ¿estamos locos o qué?, ¿cómo vamos a retener a sesentaipico norteamericanos?, y no a sesentaipico norteamericanos de a pie, no, qué leches, a sesentaipico norteamericanos de la mejor orquesta del mundo y a un director que, según parece, mea en escupidera de oro, coño, se nos monta un conflicto internacional que entonces sí que salimos en los periódicos, pero no en los de Las Palmas, sino en los de Australia, no, m’ijo, la única posibilidad que tenemos es que encuentres alguna prueba concluyente, óyeme bien, digo concluyente, no una leve sospecha ni una corazonada de las tuyas, que te conozco, algo que conmueva a su señoría, si no, nos veremos con el culo al aire, ¿que lo resuelvan allá, dices?, claro, y quedamos como unos incompetentes del carajo, a peor la mejoría, anda, tira p’alante y sigue ahí, disfruta del concierto esta noche, mañana te veo.
No andaba yo muy descaminado cuando dije que Álvarez estaba entre la sartén y el fuego. Ahora era evitar una crisis o hacer el ridículo ante todo el mundo civilizado. Tras colgar, volví a echar unas monedas a la máquina. Marqué un número. Tenía que quedar con alguien para comer al día siguiente. Escuché el sonido intermitente y largo. Cinco, seis, siete tonos. Al octavo, cuando ya pensaba en desistir, me respondió su voz aguardentosa.
—Dígame.
—Hombre. ¿Te has equivocado y has cogido el teléfono?
—¿Ricardillo?
—No. Soy Kim Novak.
—¿Qué haces llamando de una cabina? ¿Dónde andas?
—En Tenerife. —¿En Tenerife? ¿Qué se te ha perdido en Tenerife?
—Un asesino. Me he venido a escuchar una orquesta.
—No jodas. Mira que esta mañana se lo dije a los compadres del Casinillo. Estaban hablando de ese músico muerto y les dije: «Seguro que el totorota de mi nieto acaba metido en esto».
—Gracias por darme ánimos.
—No creas. Lo dije con orgullo. Ya sabes cómo te aprecian los viejos. Mañana me va a salir el almuerzo gratis cuando les cuente.
—Mañana comes conmigo. Llego a mediodía. En el jetfoil. Te llamaré en cuanto esté en casa.
—¿Tan mal está la cosa?
—Mañana te lo cuento. Sólo quería oírte la voz.
—¿Ya sabes quién lo mató?
—Ni puñetera idea.
Le había dicho la verdad. No sólo en lo de que no tenía idea de quién había matado a Aaron Schulman. Lo había llamado, en efecto, para oírle la voz. Tengo, a veces, la sensación de ser como esos barcos solitarios que no se hallan cómodos en puerto, pero que no pueden navegar sin una luz de referencia en tierra. Y mi puerto, mi faro, la única prueba de que existo de veras es ese viejo calafate de La Isleta. El padre de mi madre. Colacho Arteaga. Su voz es esa luz imprescindible para no sentirme a la deriva. La nuestra, una relación difícil de entender. Tardía. A trasmano. Pero terriblemente profunda. La imagen de un abuelo suele andar de la mano de la de un niño chico, un parque, una bandada de palomas, un cucurucho de chocolate, un remo. La que yo guardo de él, sin embargo, es bien distinta. No tengo recuerdos de infancia a su lado. No hay en casa una sola foto de un chiquillo con las rodillas machucadas, sentado en las faldas de un viejo orgulloso y feliz. De hecho, quince años antes apenas conocía a mi abuelo. Y ese desconocimiento tenía que ver con una incompatibilidad de caracteres. Mi padre y él —parece ser que se parecían mucho, más de lo que hubiesen reconocido jamás— se tenían unas broncas estupendas. A cual más absurda y cerril. Mi madre, siempre en medio, no pudo lograr limarles asperezas. Pero tuvo que elegir. Y, claro, eligió a su marido. El caso es que justo cuando había hecho su elección, cuando había decidido que hasta allí habían llegado las cosas, cuando había despreciado a su propia sangre y se había enfrentado a su padre, murió el mío.
A ella, más allá de su dolor inconsolable, le dio tanta vergüenza, le remordió tanto la conciencia que fue incapaz de volver a Colacho. Él la hubiese acogido con los brazos abiertos. Pero el orgullo de un isletero es duro como diamante. Y el abuelo tampoco movió una ceja para reconquistar el corazón de su única hija. Los diez años que mi madre sobrevivió a mi padre (del ochenta al noventa) fueron, para mí, extraños, nebulosos. Como un retrato antiguo en el que uno no acaba de reconocerse, en el que sabes que eres tú quien está ahí, mirando al objetivo con ojos draculianos y sonrisa borracha, pero no logras recordar quién ni dónde ni cuándo te sacó la foto. Durante esos diez años me nació la afición al jazz, al cine y a la lectura. No es difícil de explicar: si la realidad no te gusta, te inventas una propia. Y yo me refugié en la música negra. En las películas en blanco y negro. Y en cualquier libro, sin distinción de color. En todo eso y en una infinidad de ocupaciones contrariadas que nunca sentí mías. Durante esos diez años logré ver a mi abuelo media docena de veces. Contadas. A escondidas de mi madre. Y de él. Lo espiaba. Furtivo. Clandestino. Desde la avenida lo veía recomponer sus chalanas, reparar las heridas de la madera, retocar la carena, sobre un balde del revés, con un cigarrillo sin filtro apagado, pegado a los labios. Creía que el viejo no me veía. Que, aunque me hubiese visto, no me habría reconocido.
Hasta que ella enfermó. Y ni la música ni los libros ni los trabajos esporádicos lograron compensarme de la soledad. La tarde en que me advirtieron de que el cuento se había acabado, de que debía hacerme a la idea de perderla, de que podía ocurrir al mes, a la semana, al día o a la hora siguiente, tomé la decisión. Había un cielo rojizo instalado en el horizonte. Marea baja. Y en la orilla unos niños jugando a la pelota. Me acerqué por detrás. Buscaba las palabras para explicarle mi presencia allí. Entonces, el viejo levantó la cabeza de su labor, miró al mar, dejó la brocha encima de un periódico arrugado que yacía en la arena y me dijo, muy mal debe de estar la cosa para que te hayas decidido por fin a bajar. Yo, con el alma en la boca, añurgado, un hilo delgadísimo en la voz, le respondí, mi madre se muere, Colacho. Él guardó silencio unos instantes. Suspiró levemente. Meneó la cabeza. Recogió los aperos. Se levantó. Se volvió. Me miró con sus ojos profundos. Me dio dos palmadas en el hombro. Y se echó a andar, pues vamos a despedirnos de ella como Dios manda, m’ijo, que no se nos vaya con esa pena atrabancada.
Lo que se dijeron Colacho Arteaga y mi madre esa noche, en la habitación del hospital, quedó guardado para siempre. Ella murió al alba con la sonrisa más limpia que le recuerdo. La enterramos un viernes de noviembre. Él. Yo. Un fraile amarillento. Y un sepulturero desganado. Cuando acabó el entierro, nos fuimos a mojarle las patas a la muerta a una taberna de Juan Rejón. Entre el desasosiego y la media botella de ron añejo de barrica —Maruca Arteaga se merecía eso y más—, nos agarramos una tajada fabulosa. De aquella conversación atesoro un recuerdo brumoso de lágrimas bebidas, de reproches lanzados al aire, de amagos de trompadas, de abrazos apretados. Al día siguiente me desperté en cama ajena, en un cuarto desconocido, en una casa que no había pisado antes. Me estaba acostumbrando a la luz y a la decoración, cuando entró mi abuelo con una taza de café cargado y humeante.
—¿Cómo se amanece?
—Con un perro en la barriga.
—Eso es que aún estás vivo.
—¿Sí? Pues este café acabará de rematarme.
—Te jeringas. No sé hacerlo de otro modo.
—Colacho… ¿Puedo llamarte así?
—Si te hace feliz.
—¿Y ahora qué?
—¿Cómo que «ahora qué»?
—¿Ahora qué hago?
—Búscate un trabajo decente. Y fijo.
—Y ¿después?
—Después ya se verá. Por lo que a mí respecta, si te refieres a eso, puedes hacer dos cosas: o salir por esa puerta y no volver hasta que te llamen para decirte que me he muerto; o venir a verme de vez en cuando e invitarme a desayunar. Piénsalo bien. Te advierto que me levanto con un hambre del carajo.
—¿Te vienen bien los sábados?
Desde entonces es raro que transcurra una semana sin que desayunemos juntos. Ni siquiera lo tengo que avisar. Según él, esos días se levanta con picor de sarna y espera a que yo llegue para comer. Nunca he sabido si me toma el pelo. Si sólo desayuna cuando yo estoy. O si lo hace dos veces las mañanas que lo visito. Lo cierto es que una vez me echó una bronca porque le entró el picor y yo no fui. Y no tuve el valor de revelarle que ese día, de camino a la playa, había tenido un accidente de tráfico.
Regresé al Mencey bastante más sosegado, tras mi conversación con Colacho. Me dispuse a gozar de una apacible velada musical. Tenía intención de ducharme, ponerme un traje, asistir al teatro, sentarme en mi palco y disfrutar de la Filarmónica de Nueva York en vivo y en directo. Y, luego, buscarme un restaurante tranquilo y silencioso, y echar de menos a gusto a Juliette, con cargo al consulado norteamericano. El concierto, no obstante, me resultó algo frío. Esperaba una actuación cargada de emociones y dedicatorias para el amigo muerto, una oleada de arrebato exaltado en cada pieza. Sin embargo, el director optó por la contención. La pena iría por dentro. Además, ocupé buena parte del tiempo en estudiar la escena. Por ver si se desenfocaba en algún punto. Imaginé a Aaron Schulman en su lugar de siempre, la primera silla a la izquierda, donde ahora estaba sentado un hombre alto y elegante, que andaba a todas luces ensimismado en su actuación. Dado que el programa de mano aún mantenía vigente el nombre de Schulman, supuse que el figurín sería Victor Laws, el primer violinista. Su antiguo puesto estaba ocupado por Bella Larson, la noruega esquelética, que no paraba de hacer muecas, como si dudase de la afinación de su violín. Y en el de ella, un tipo de rasgos orientales a quien el esmoquin le sentaba de pena, como si se lo hubiesen prestado para la ocasión. Así fui recomponiendo la orquesta tal y como debía de haber estado en el Alfredo Kraus la noche anterior. Recordé la charla con Bernie Carpenter. El tuba, tieso como una vela, mantenía el tipo al otro lado del escenario, con los de su calaña. Reconocí, varios asientos a su derecha, el oboe del Indio Ruiz junto a los clarinetes de los hermanos Vaughan, cuyas frentes amplias y negras relucían bajo los focos. Detrás de ellos, Mesa y Todorov, los dos percusionistas, permanecían atentos a cada compás no fuera que se les pasara la hora de entrar con los platillos o los timbales. Nada parecía fuera de sitio. Cada uno ejercía su papel con escrupulosidad, conocedores de su genio. Ninguno de ellos hubiese pasado por un asesino.
Volví a concentrarme en la música a tiempo del solo compartido de Juliette. Entonces ya no tuve atenciones más que para ella. La Legrand se movía con dulzura. Con cadencia delicada. Igual que un cisne. Al contrario que su compañera, Cynthia Young, excesivamente nerviosa para mi gusto. Por supuesto que allí mi visión era harto parcial. El caso es que, si bien sus instrumentos marchaban en la misma dirección, sus rostros, sin embargo, lo hacían en distinto sentido. El de Juliette, sereno. El de Cynthia, crispado. Mis conocimientos sobre música clásica —culta la había llamado Álvarez— eran limitados, pero me pareció que las dos trayectorias de Gubaidulina ganaban mucho con esa discrepancia de por medio. Ignoro si la compositora buscaba ese efecto perpendicular y discordante, pero de lo que no cabía duda era de que su pieza estaba resultando un hermoso diálogo entre las dos mujeres. El público chicharrero coincidió conmigo, a tenor de la andanada de aplausos con que celebró el último compás de la obra. Fue, sin punto de comparación, lo mejor de la noche. Bien es cierto que mi veredicto puede considerarse sesgado desde el instante en que, nada más comenzar la segunda parte, me venció el cansancio.
Me sobresaltaron, de nuevo, los aplausos. Me removí, incómodo, avergonzado, en la butaca. Busqué en el palco alguna mirada de reproche o burla, pero sólo hallé excitación desbordada y sonrisas y ovaciones y bravos. Me reconfortó descubrir a mi lado una silla vacía. A alguien, creí recordar a un hombre alto y elegante, con el rostro marcado de viruela, no le había gustado la actuación. Me escabullí del teatro antes de las propinas. No tenía ánimo para afrontar una aglomeración en la puerta. Preferí adelantarme y enfilar en solitario la noche santacrucera. Me recibió la colcha limpia y estrellada del cielo. Y un relente que invitaba a la querencia. Me pudo la nostalgia. Una ciudad ajena como nunca. Unas calles veladas. Un rocío desusado. Una luna distante. Nada me producía más desamparo que cenar solo. Sobre todo pudiendo disfrutar, Juliette, mi cielo, de tu cercanía, ya para siempre the nearness of you. Hallé refugio, luego de callejear media hora sin suerte, en una cafetería de ésas que tienen televisor. Al menos, con la distracción, el acceso de soledad se me pasaría pronto. O eso creía.
Repasé el menú, una hoja de papel escrita a máquina con tachaduras y correcciones a vuela pluma. Elegí —no ofrecían mucho más— la sopa de cebolla y el filete de merluza, ¿está fresca?, claro, llegó aquí viva por la mañana, me vale, ¿y qué hay del vino?, ¿de tres clases?, ¿tinto, blanco y rosado?, caramba, a eso se le llama una bodega resultona, ¿tiene Bach bien frío?, es que vengo del concierto, me urge seguir con las alusiones musicales, ah, no sé por qué me lo temía, sírvame entonces el de la casa. Tras irse el camarero, la sensación de abandono se me había acrecentado hasta el punto de no recordar haber cenado con alguien en mi vida. Para remate de la puñeta, estaban dando un programa infame de canciones y humor, adornado con nereidas y efebos a medio vestir. Había olvidado lo antipática que puede ser la televisión un sábado por la noche.
Cuando el camarero volvió a servirme el vino, más de la casa y menos frío de lo prometido, le pregunté si cabía la posibilidad de cambiar de canal. El hombre lo lamentó muchísimo pero no podía hacer una cosa así. Aquél era el programa favorito de la clientela. Si se le ocurría acercarse a los mandos, simplemente el amago, podía correr el riesgo de que se le amotinaran. Y yo no sabía lo que era un motín en aquel barrio. Eché un vistazo a los comensales de las mesas vecinas y me lo supuse. El de la Bounty se hubiera quedado en pelea de recreo. Siete hombres. Con facha pendenciera. Ninguno atendía a su plato. Comían sin mirar. Se acercaban el tenedor a la boca, en un acto reflejo, sin importarles lo que hubieran trinchado. En sus manos, los cubiertos relucían como navajas de plata. Todos, sin excepción, andaban hipnotizados con las chicas. No querían perderse ni un detalle.
Uno de ellos, desde una mesa esquinada, lanzaba desagradables bufidos mientras la cámara enfocaba, con escaso recato, tetas brinconas, ombligos horadados por aretes, vigorosos culos con tatuajes selváticos. Una moda pirata parecía haberse apoderado de la civilización. Había decidido dedicarme a mi sopa de cebolla y no menear el asunto, cuando dos individuos iniciaron una disputa sobre el tamaño idóneo de unas bragas. En lo más acalorado del debate, tenía que haberlo previsto, ambos buscaron un mediador que zanjara la polémica. Y el único que no estaba atento al desfile de ropa interior era yo. Así que me emplazaron a resolver la duda, ¿usted qué opina, amigo?, ¿qué se la pone más dura?, ¿los tangas o las bragas de vieja?
Podría pensarse —la idea que se suele tener de un detective privado está ligada a tipos duros e innumerables riesgos— que soy hombre osado y resoluto. Que salgo de los enredos con oficio. Que poseo respuesta para todo. Y no creo fajarme mal en según qué cuestiones. Pero aquélla era una buena piedra para subirla al monte yo solo. Me hubiese gustado ver a Sam Spade, a Philipe Marlowe, a Maigret en tamaña situación. Valiente compromiso. Dijera lo que dijera iba a armar un estropicio y a echar a perder mi cena tranquila. Eso lo tenía claro. De modo que respondí lo primero que me vino a la boca, ¿qué quieren que les diga, caballeros?, a mí con las bragas me ocurre como con las cajas de bombones: lo que me interesa es lo que viene dentro. En la calle, camino del hotel, aún resonaban las carcajadas de aquellos dos, a quienes mi respuesta les pareció el principio de una buena amistad. Me adoptaron. Me acogieron en su mesa. No me permitieron pagar la cena. Insistieron en repetir todos los brindis obscenos de mi vida juntos. Hasta que mi estómago se resistió a la última copa de tequila reposado. Entonces, me miraron con lástima. Se apiadaron de mí. Lo entendieron, qué menos, un canarión no tiene, ni de lejos, el aguante de un chicharrero, claro. Y me dejaron ir a cambio de mi palabra de honor de que, si regresaba a Tenerife, los iría a visitar.
Afuera hacía fresco. Me subí las solapas de una chaqueta de entretiempo que apenas abrigaba. Metí las manos en los bolsillos. Y me perdí, confusa y literalmente, en la noche. Tardé casi una hora en encontrar el hotel, a través de un laberinto de callejuelas desiertas que me resultaban idénticas entre sí. Eran casi las dos de la mañana. Y había perdido el sueño. Entré en el vestíbulo. Saludé al conserje de guardia, un vejete canoso y entusiasta con ganas de pegar la hebra, que llevaba prendido su nombre en una chapa dorada: Vicente Melgar. Recepcionista. Me dio el parte. El meteorológico y el de guardia. Al día siguiente iba a llover, seguro. Lo sentía por mí si tenía que coger un barco. Y por los músicos también. Ellos habían regresado, sanos y salvos —había leído lo de Schulman—, hacía una hora. Se habían retirado a descansar. Todos excepto cuatro o cinco, que habían pedido un salón reservado para jugar a las cartas. Habían arramblado con los minibares de las habitaciones y ahora estaban allí combinando bebidas de todos los sabores, colores y grados de alcohol y jugándose los dólares sin tino.
Aproveché la tesitura, ¿usted cree, don Vicente, que aceptarían a otro jugador? Y el hombre, deseoso de complacer a un cliente que lo llamaba por su nombre de pila, desde luego que sí, se los puedo presentar y cambiarle el dinero, si lo desea, que hay suficiente moneda norteamericana en la caja, la trajeron ellos mismos, bueno, no éstos, sus compañeros, deje que lo acompañe, por aquí, mire, ahí están. Melgar me presentó en lo que, para mí, era un inglés más que aceptable, excuse me, gentlemen, there is a customer who wants to play with you, have you any objection to this fact? Los cuatro hombres me observaron sin piedad. Con cara de póquer, nunca mejor dicho. Sin mover un músculo. Ni un gesto. Ni de aceptación ni de rechazo. Tomó la palabra, haciéndome hueco alrededor de la mesa, uno de los percusionistas, el único de ellos que hablaba español, ningún problema, amigo, póquer cerrado, todas las cartas en juego, sin joker, tres dólares apuesta mínima, luego no hay límite, el color le gana al full, y no puede abandonar la partida si va ganando.
Resistí la retahíla de Teobaldo Mesa. Le entregué al recepcionista el dinero que llevaba encima. Le pedí que me lo cambiara. Acerqué una silla y me senté entre el portorriqueño y uno de los Vaughan, Orson. Los dos jugadores restantes eran Peter Vaughan y Mijail Todorov. No hicieron falta las presentaciones. Ellos sospechaban quién era yo. Y yo tenía una ligera idea de quiénes eran ellos. Mientras venía el viejo con mis dólares —siete minutos, contados de reloj—, comencé a jugar mis bazas. A hacer de mosca cojonera. A ganar mi partida, la que en verdad me interesaba, antes de ver las cartas. Con un tono cordial y espontáneo, los felicité por su actuación. Era la primera vez que los oía tocar. Y me había parecido un concierto magnífico. Absolutamente magnífico. Eludí confesarles lo de mi siesta en el palco, hubiera sido inelegante. Y elogié su entereza, después de lo que habían vivido. Después del mal trago de la muerte de Schulman. Tremenda calamidad. A lo peor, incluso, el concertino era asiduo compañero de póquer. Les di mi sentido pésame. Con el corazón en la mano. Entendía que estuviesen deseando regresar a casa cuanto antes. Sin embargo, esperaba que no se llevaran un mal recuerdo de Canarias.
La primera en la frente. Atiné. Sobre todo con lo de la premura en regresar a casa. Entre líneas, sin aflojar un punto en mi hospitalidad, venía a decirles cuidadito con salir corriendo, my friends, cuidadito con agarrar la puerta y salir a escape, aaaamigo, eso es lo último, last but not least, que deberían hacer, lo más sospechoso que hay en instantes como éste. Noté cómo el primero se atirantaba. Cómo el segundo miraba fijamente a la mesa, buceando en la esperanza verde del tapete. Cómo el tercero ordenaba con afán, una y otra vez, sus billetes. Cómo el cuarto barajaba las cartas a un paso de que se le deshicieran en las manos. Los cuatro, eso sí, se sentían halagados, agradecían mis palabras y mi sentimiento de pesar, negaban a coro que Schulman hubiese jugado alguna vez con ellos, afirmaban que al judío le aburrían los naipes y coincidían en que no se iban a llevar un mal recuerdo, of course not, de Las Palmas. Pero nadie me miró a los ojos. En ningún momento de esos siete minutos, contados de reloj.
He leído y escuchado infinitas —y muy contradictorias— teorías acerca de la mirada de las personas. Sobre si los sinceros miran a la izquierda y los falsos a la derecha. Sobre si parpadean, si bizquean, si lagrimean, si se rascan o si les sobreviene un tic nervioso. Sobre si el mentiroso utiliza menos gestos como si temiera delatarse. Le llaman, creo, la mirada Clinton. Y lo único que sé con certeza es que, cuando alguien se siente incómodo, sea asesino en serie o la madre Teresa de Calcuta, evita mirar de frente. Y con ello comienza a cometer errores. Y te deja a ti la iniciativa. Y esa noche, Orson, Peter, Teobaldo y Mijail eran la incomodidad hecha cuarteto de Nueva York.
Las primeras manos fueron de tanteo. Sin apuestas fuertes. Sin faroles. Nos limitamos todos a dejar que el tiempo corriera y que ganara el que mejores cartas llevase. Noté que me estaban probando. Se conocían bien entre ellos. Cuando juegas al póquer siempre contra los mismos oponentes, resulta que al final nadie es capaz de engañar a nadie. Pero en aquella ocasión había un advenedizo. Yo. Y necesitaban un poco de tiempo para saber de qué pie cojeaba su nuevo compañero de tapete. La primera mano buena que gané, llevaba ocho, nueve, diez, jota y cinco. La escalera a dos puntas es un riesgo asumible. Ratifiqué los veinte dólares que alguien había echado al centro de la mesa. Y pedí una. Me vino la reina de corazones. Cómo no invocar a Juliette Legrand. Cómo no creer en la diosa fortuna. Sí. Tuve suerte. Dos veces. Una por mi escalera. Otra por la del ruso, que sólo llegaba al nueve. La escalera de Todorov tenía tres peldaños menos que la mía pero su fanfarronería llegaba al cielo del techo. Subió la apuesta. Acabó por echar a los otros. Nos quedamos los dos. Cara a cara. Pistoleros del azar. Mijail sonreía. Sus dientes blancos resaltaban bajo la luz azul del salón Senator. Su confianza suprema llegó a hacerme dudar. Incluso cerré mi abanico de cartas con intención de rendirlas. Pero en ese instante, el instante finísimo que divide la verdad del engaño, el sueño del desvelo, la vida de la muerte, recelé de sus ojos. Fue un leve guiño, un simple parpadeo a destiempo lo que me decidió a aceptar su envite, ¿cincuenta dólares? Y a doblar su apuesta, ¡que sean cien! Mijail sonreía. Pero con una sonrisa oblicua. Ya no había dientes centelleantes tras la cortina de humo de los cigarros. Los hermanos Vaughan, líbreme Dios de mis amigos que de mis enemigos ya me libro yo, lo espolearon a gritos, al más puro estilo norteamericano, come on, Mike, come on, it’s just a swank. Y yo, con la mirada, al modo socarrón heredado de los Arteaga, eso, vamos, Miguel, di que sí, m’ijo, vamos, Miguelito Strogoff, correo del zar de pacotilla, atrévete, que sólo es un farol. Y entre todos lo matamos y él solito se murió.
A partir de entonces, el tablero se dividió en dos bandos: en uno, los hermanos y el percusionista ruso; en otro, Teobaldo Mesa —acaso interpelado por un afecto telúrico, una suerte de reclamo de madre patria— y yo. Teobaldo no lo hacía por tenerme contento. Por congraciarse con lo que ellos creían un policía. Qué va. Pas du tout, como diría Juliette. Era mucho más simple. Lo hacía por diversión. Por joder no más. Le gustaba reírse hasta de su sombra. Y cuatro contra uno no tenía maldita gracia. Así que, igual que los borrachos de la cafetería, acabó por tenerme aprecio y ponerse de mi parte. Eso sí, el cabrón de él me hizo pagar fielato. Me levantó dos manos ganadoras. Con un trío de reyes frente a uno de jotas. Y un full de ochos contra una escalera máxima, que a punto estuvo de desperrarme. Me levantó dos manos. Pero sin perder la sonrisa. Sin el resentimiento del que hacían gala los otros tres cada vez que ganaban.
A las cinco de la mañana acordamos hacer un descanso. Para ir al retrete. Y de paso sobornar al viejo Melgar de que nos abriera el bar. Aunque fuera media hora. Veinte minutos nos sobraban. Vicente se excusó. No podía hacer eso. Su puesto peligraba. Bastante había cedido con abrirnos el salón Senator. No quisiéramos saber la bronca que iban a meterle las mujeres de la limpieza al día siguiente. Qué al día siguiente. Dentro de un rato. Entraban a las siete. Pero había un veinticuatro horas a dos manzanas del hotel. Allí podríamos repostar. Él nos indicaría el camino. Echamos a suertes quién iría a por las bebidas y por el hielo. Las dos cartas más bajas. Mi dos de picas y el cuatro de tréboles de Peter Vaughan decidieron por nosotros. A Peter no pareció gustarle mucho pero no dijo nada. Vendimió el dinero e hizo una lista de lo que íbamos a beber, mayoritariamente whisky.
Nos abrigamos y salimos a la calle. Durante el trayecto, aproveché para negar de nuevo la mayor. Yo no era policía. Simplemente trabajaba para el consulado. No entendía por qué nadie me creía. En un inglés con briznas de lenguaje de sordos —me transformé en Marcel Marceau por un rato—, le conté una historia combinada de verdades a medias. Era cierto que había sido detective. Verdad. Pero en Canarias eso no era negocio. Mentira. Aquello no era Nueva York. Verdad. Me había hartado de espiar a maridos engañadores, a políticos corruptos, a hombres de negocio sin escrúpulos. Mentira.
Ahora me limitaba a hacer de chófer, de dama de compañía. Driving Miss Daisy? Eso mismo. Paseando a Miss Daisy. Sólo que en vez de hacer de escolta de una vieja maniática, a mí me había tocado una orquesta de desconfiados. Pero mi trabajo no era buscar culpables, sino evitar nuevas víctimas. No me importaba quién había matado al violinista. Sólo pretendía que no muriera nadie más. Seguro. Él tenía que creerme. Lo reté a que me diera una sola prueba de que no decía la verdad. Que me dijera una sola pregunta que yo hubiese hecho en las últimas treinta horas. ¿En el jetfoil? ¿En la piscina del hotel? Caramba, cómo volaban las noticias. Creía que el aire era mal conductor de la electricidad. Y, sin embargo, la murmuración los había electrificado a todos. Panda de cotillas. Pero no, amigo. La cosa no había sido así. El asunto era al revés. Habían sido el Indio Ruiz y Bernie Carpenter quienes se habían soltado a hablar por los codos. Uno quería olvidarse del viaje en barco y el mar picado. El otro, presumir delante de una muchachita guapa. A mí que me registraran. Yo sólo pasaba por allí. ¿Y la Legrand? Ah, claro. La Legrand. Me olvidaba de ella. Eso era otra cosa. A mí me gustaba la chica. Aún me seguía gustando. No me podían culpar. Era una mujer más que bonita. Con unos ojos tristes que invitaban a la revelación. Pero —e iba a quebrar una norma de caballeros— Juliette y yo no habíamos hablado del caso Schulman. Por supuesto que no. Cómo iba yo a perder un solo segundo de mi tiempo, mientras almorzaba con una mujer tan viva como ella, en hablar de un hombre muerto. No señor. Hablamos de nosotros. De nosotros. ¿Sabía Peter que Juliette no era francesa sino canadiense? ¿No? Pues lo era. De Quebec. Bueno, de una ciudad cercana a Quebec.
Ni el cansancio. Ni las copas. Ni la luna. Ni el coraje que puse en mi defensa. Nada de eso me sirvió para convencer a Peter de que era de fiar. No me preocupé en exceso. De cualquier forma parecía improbable que aquellos cuatro hubiesen tenido algo que ver con la muerte de Schulman. Demasiado ocupados con sus cartas, con sus bromas, con su whisky y sus noches en vela. Habían tenido la oportunidad como el resto de músicos. Y su coartada era tan resbaladiza como la de los demás. Pero faltaba el móvil. La competencia artística era ilusoria: Aaron, madera y cuerda; los otros, metal y viento. La rivalidad racial, difícil de demostrar: un judío era tan minoría como dos negros, un ruso y un portorriqueño. Las deudas de juego, impensables: Aaron, por lo que dijeron y yo creí, detestaba jugar. Así que acabamos la noche y las dos botellas de Jameson sin más sobresaltos que una apuesta fratricida entre los Vaughan de la que salió vencedor Orson. Hasta que llegaron las de la limpieza y nos corrieron a escobazos.
La claridad del día nos recibió en la terraza. Un cielo gris amenazaba darle la razón al conserje. Iba a hacer un día de perros. Entramos en el vestíbulo justo para ser testigos del cambio de guardia. El viejo, vestido de calle, traje oscuro y camisa celeste, estaba dejándole instrucciones a una muchachilla, dispuesta y ágil, aunque con ojos legañosos todavía. Vio entrar a los cuatro de Nueva York y los siguió con la mirada hasta el ascensor. Luego, incapaz de reprimir un silbido de admiración, se dirigió a mí, bendita juventud, qué aguante tiene, ¿cómo ha ido eso?, espero que no haya perdido usted mucho, al menos veo que los pantalones aún los lleva en su sitio, je, si quiere descansar algo, tendrá que darse prisa. La chica no perdió detalle de la arenga. Me observaba con ojos indagadores. Intentaba averiguar si yo era un bohemio interesante o sólo un degenerado con una trompa como un piano. Le resolví la duda preguntándole al viejo dónde se desayunaba allí, porque, verá, señor Melgar, a mí es que, una vez que pierdo el sueño, me entra el hambre, y ya no tiene mucho sentido acostarme, total, son dos horas, prefiero quedarme así, que luego me despierto de mal humor y me paso todo el día rezongando. Fue ella la que me respondió, todo el encanto desliado en sus legañas, tiene usted que cruzar este pasillo y a la izquierda del ascensor encuentra el restaurante, acaban de abrirlo. Me acerqué al viejo y me lo llevé a un lado del mostrador, gracias por todo, caballero, y disculpe las molestias que le hemos causado con la timba, estos norteamericanos ya se sabe, son unos escandalosos, espero que no se hayan quejado los demás clientes. Melgar miró el billete que deslicé en su mano con la excusa de la despedida, pero hombre, no tiene que molestarse. Y yo, con un guiño, no es molestia, don Vicente, es agradecimiento, me ha dado usted suerte, tanta que pienso recomendarles este hotel a mis amigos, les diré que de día no tiene mucha gracia, pero de noche mejora considerablemente.
En el salón comedor sólo encontré a Katherine y a Henry. En una mesa apartada. Dando cuenta de un señor desayuno. Al parecer, no habíamos progresado nada. Ella seguía leyendo, mientras comía, su novela romántica. Él, entre sorbo y sorbo de zumo de naranja, continuaba con el mismo periódico del día anterior. No se hablaban. Apenas se miraban. Ni siquiera después de dormir ocho horas tenían algo que contarse. Ni un mísero sueño. Sentí lástima. Sobre todo por Katherine. Que se habría secado al lado de aquel tipo. Que habría extraviado la risa. Perdido los mejores años de su vida, junto a un hombre que creía que bastante había hecho con cubrirla de lujos. Un hombre que sofocaba su culpa llevándola de viaje. Un hombre obsesionado con las páginas ocres de la bolsa. Un hombre que, en aquel instante, se levantaba de la mesa y se acercaba al mostrador y volvía a servirse naranjada y regresaba al lado de su mujer y le acariciaba juguetonamente la nuca y la besaba, con ternura, en los labios y le rozaba, con mimo, las mejillas y se sacaba de la chistera de su bolsillo un conejo en forma de paquetito envuelto con un lazo de papel de plata y le decía, en un inglés radiante y diáfano, para que el cotilla que estaba sentado en la mesa contigua, o sea yo, lo entendiese, un Happy anniversary, my dear, I love you so much que se quedó flotando en la mañana del último domingo de enero de aquel año.
Me sentí avergonzado. No porque me hubiesen cogido en un renuncio, espiándolos como un vulgar voyeur. Me sentí avergonzado por haberles inventado una historia desdichada y amarga, cuando en realidad estaba ante una pareja afortunada que aún disfrutaba celebrando sus bodas de oro. Me sentí avergonzado por haberme dejado llevar por el pesimismo, algo habitual en un oficio como el mío. Me sentí avergonzado por haberme dejado llevar por la primera impresión, algo imperdonable en un oficio como el mío. Me sentí avergonzado por un oficio como el mío. Por no haber comprendido aquella historia de amor que, entonces, se resumió en la dulce mirada de Katherine a Henry —a mí nadie me miraría así aunque viviese cien años—, en la mano honesta y delgadísima de ella sobre la de él, en la cara de complicidad de ambos. Me sentí avergonzado. Un imbécil como la copa de un pino. Pero, sobre todo, me sentí el hombre más solo de la Tierra, allí, en aquel salón casi desierto, con mi café y mi tostada y mi cara de tonto sin dormir.