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Juliette Legrand

Había salido el sol. Un sol de invierno picón y engañoso. Cruzamos el parque. Torcimos a la derecha. Dejamos atrás un cuartel militar que a la Legrand, por cómo miraba al retén de guardia, pareció amedrentarla. A la izquierda, en una de las calles que iban a desembocar al paseo marítimo, encontramos un restaurante pequeño y acogedor, El Paraninfo. Yo había estado allí en alguna ocasión. Durante un viaje de empresa. Antes de establecerme por cuenta propia. Antes de la agencia. Porque a mí los trabajos me duraron siempre poco. Cuando no eran los jefes, era el horario. Cuando no los compañeros, la paga. El caso es que no calentaba asiento en ninguna parte. Entonces un amigo, en mitad de una de las más señoras tajadas de mi vida, me invitó a sentar cabeza y a montar un negocio que me durara, al menos, dos declaraciones de la renta seguidas. Para él ésa era la medida de la seriedad. Si llegabas al segundo año, hombre teníamos. Bajo los efluvios del whisky, entre la bruma de la borrachera, le desplegué sobre la mesa la proposición más disparatada que me vino a la cabeza. Detective privado. Casi nada. Pero ni hablar de armas. Agudeza. Paciencia. Y maña. Le agregué un toque de distinción, una dificultad añadida con el objeto de desanimarlo. Él tendría que poner el dinero, que tenía, y de sobra. Yo la licencia, que habría de sacarme en el verano, y mi tiempo libre.

Me salió el tiro por la culata. Su tajada debía de ser mayor que la mía porque aceptó el envite sin pestañear, de acuerdo, trato hecho, ja, te tengo agarrado por los huevos, vas a ser mi socio. Así nació la Agencia de Detectives Blanco & Moyano. Miguel Moyano, mi amigo, no ha pisado la oficina más de tres veces. Me dejó a una de sus secretarias, Inés, para que me echara una mano. De vez en cuando me pide cuentas. Está de más decir que jamás se las doy. Después de pagar los gastos fijos, el alquiler, la luz, el agua y mi sueldo —el de Inés corre por cuenta de Moyano—, las arañas se hacen dueñas de la caja fuerte. Las pocas veces en que no está vacía, invito a Miguel y a su mujer, Concha, a una buena cena. Ellos me hacen el mismo reproche, en menuda mierda de negocio invertimos, Ricardo, sólo nos da para una mariscada de higos a brevas, m’ijo, a ver si espabilas. Y yo les replico, no sé de qué se quejan, la langosta es magnífica, la compañía mejor y, al menos, los he librado del café de Inés.

Encontré El Paraninfo tal y como lo recordaba. Era un localito sencillo. Ataviado en madera oscurecida. Las paredes repletas de fotografías del dueño con personajes famosos, políticos, actores, cupletistas, gente de mal vivir y peor beber, algún poeta dispuesto a perder un pedazo de dignidad a cambio de una comida caliente. Había también un pequeño salón comedor. Siete mesas mal contadas. Tuvimos que esperar un cuarto de hora hasta que se librara una. Y luego dimos cuenta de una bandeja híbrida de embutidos y quesos y de un plato de ropa vieja de paloma exquisita. Ya no hacían las costillas. Habían cambiado al cocinero y el nuevo, por más que se esmeraba, no le cogía el punto de sal. Al final, después de más de una reclamación, decidieron reinventar el menú. Juliette se explotaba de la risa oyendo al camarero relatar la novedad. El hombre sólo hablaba castellano. Pero, una vez que se enteró de que mi acompañante era francesa, todo se le dio en explicarle con muecas y gañidos la diferencia entre las costillas de cerdo y el estofado de paloma. Un espectáculo que bien valió el almuerzo. Una vez solos ante la comida, la Legrand aprovechó para sacarme de un error que todo el mundo se había empeñado en asumir desde que había llegado.

No era francesa de París. Ni de París ni de ninguna otra parte de Francia. Sus padres sí. Y su hermano mayor también. Pero ella había nacido en Canadá. Para ser más precisos, en Trois Rivières, una ciudad ni grande ni pequeña, ni bonita ni no, entre Montreal y Quebec. Su padre, Marcel Legrand, un abogado de prestigio, fue enviado allí por su bufete para resolver un caso complicado, algo sobre una demanda de indemnización a una empresa maderera. Una demanda millonaria. Legrand lo solventó de un modo tan impecable que la empresa le propuso que se uniera a ellos. Necesitaban a alguien de sus conocimientos. La oferta fue casi tan desorbitada como la demanda. De modo que se quedó allí. En Francia no hubiera tenido tanto futuro. Un año después nació Juliette. Así que Francia sólo la conocía por referencias y por las dos semanas que pasaba, todos los veranos, en casa de sus abuelos.

Lo mejor de Trois Rivières era el conservatorio de música. Ella pasaba cada día por delante del edificio de ladrillo rojo. Dos veces. Para ir y para venir de la escuela. Y veía a los muchachos y a las muchachas, en los jardines del conservatorio, con sus partituras bajo el brazo, ensayando felices, mimando sus instrumentos, a la hora del recreo, a la del almuerzo, en otoño y en primavera, sobre todo en primavera, cuando los árboles se visten de colores. Yo no sabía lo buena diseñadora que era la primavera. Claro. Lástima que en Canarias no haya cuatro estaciones. Four seasons. ¿Verdad? Hasta el nombre es poético y musical. Si yo hubiera visto lo que es capaz de hacer la primavera también habría sentido lo mismo que ella. Porque Juliette decidió desde niña que quería ser una de aquellas chicas de falda plisada y blusa corta. No tenía antecedentes en la familia. Antecedentes musicales quería decir. Que su madre sí que llevaba las faldas plisadas y las blusas cortas. Había fotos de su madre en casa vestida así. Lo que no había eran discos. No ya de música clásica. De ningún tipo. A sus padres no les gustaba la música. Papá vivía entre libros de Derecho. Mamá, pegada al televisor. Y Jean Pierre, su hermano mayor, tenía las orejas de madera.

Sin embargo, ella soñaba con sentarse en los bancos del jardín del conservatorio a tocar lo que fuera. Se decidió por la viola. Sin motivo. Se decidió por la viola como habría podido hacerlo por la guitarra o el flautín. No. Mentía. A mí me lo podía decir. Le inspiraba confianza. Tenía pinta de buen tipo. La verdad es que se decidió por la viola porque era la clase de François Michelot, un profesor guapísimo que vestía siempre con chalecos de lana, incluso en primavera. No sabría decir si se enamoró de Michelot o de sus chalecos atemporales. El caso es que lo vio la mañana en que se fue a matricular. Le preguntó a la mujer que atendía en el mostrador de la secretaría, ¿ése quién es? Y la mujer, mirándola por encima de sus gafas, ¿ése?, ése es François Michelot, el profesor de viola. Y la Legrand rellenó la casilla que le faltaba. Escribió con bolígrafo azul. Con letra mayúscula. «Viola». Así. Escrito igual que en español y en inglés aunque seguro que pronunciado infinitamente más lindo. Juliette Legrand se propuso, a partir de aquel día, ser la mejor de las alumnas del maestro Michelot. Y a fe que lo consiguió.

No parecía una muchacha propensa a pasiones arrebatadas. ¿Me estaría equivocando con ella? Por lo pronto sucumbió al placer sibarita del Viña Berceo y el pata negra. Y, cuando empezaba a curarme de espanto, la canadiense agravó mi dolencia partiendo un pedazo de pan y empapándolo en la salsa de la ropa vieja. Y el gesto de deleite que hizo a continuación, el leve gemido que se le escuchó cuando cató el manjar, estuvo a un paso de rematarme del todo. Echó por tierra el mito de Audrey Hepburn. Juliette se transfiguró, no sé si para mi asombro o mi regocijo, en una aleación de Ava Gardner con Rita Hayworth. Sin duda me había equivocado con ella. Apuró su segunda copa de rioja y continuó su historia con el maestro de viola. ¿Había más? Desde luego que había más. ¿Qué creía? ¿Que la muchacha había nacido ayer? Tenía veintisiete años. Era Virgo. Sólo de horóscopo. Vivía sola desde los veintiuno. Los dos primeros años su padre la ayudó con una paga mensual. Pero al tercero, encontró trabajo en el Hôtel du Roi, uno de los más elegantes de Trois Rivières. Actuaba en el salón dorado, de jueves a domingo, con un compañero del conservatorio. Ella tocaba la viola y él el piano. Un maridaje extraño.

Adaptaron un pequeño pero variado repertorio a los gustos de la clientela. Viejos musicales norteamericanos. Los Beatles. Canciones populares canadienses. Alguna pieza clásica sin más engorro que el de una buena afinación. Pagaban bien. La Legrand y el pianista decidieron mantener la pareja también en su vida privada. Y se fueron a vivir juntos. En un ático. Pequeño. A dos manzanas del edificio de ladrillo rojo. Compartieron el alquiler. Los estudios. El trabajo. Y seguro que alguna cosa más también. Pero ni ella estaba dispuesta a revelarlo ni yo a ahondar en un asunto que me alejaba de mi investigación. Después de aquella aventura, a él le hicieron una oferta mejor en algo que tenía que ver, por lo que le entendí a Juliette, con la televisión. Un programa en directo con orquesta o algo por el estilo. Y ella sobrevivió unos meses gracias a clases particulares que daba a niños. Hasta que encontró otra pareja. Esta vez una chica. Tal vez para evitar más desengaños. Una violonchelista. Anne Sophie se llamaba. Y vuelta a empezar con un nuevo repertorio. Y una nueva vida. Hasta que una noche vino a verlos un empresario y se prendó de ellas. Sobre todo de ella. De Juliette Legrand. De la muchacha de la viola. Más por lo que calló que por lo que dijo, me imaginé una historia tórrida y desigual entre un cincuentón y una adolescente. Y me rechinaron los dientes. No supe si de indignación o de puros celos. El tipo les propuso formar un cuarteto de cuerda. Consiguió a los otros dos componentes: André y Marc. Y contrató actuaciones en teatros y auditorios de Canadá y Estados Unidos.

El vino la había animado a la confidencia. Y las confidencias de Juliette, al igual que sus sueños, venían en francés. No sabía por qué me contaba todo eso, je ne sais pas pourquoi je te raconte tot ça. Su vida, como yo podía ver, era la música: fuera de su familia, las personas que había querido y las que había odiado —la mayoría de las veces, por el mismo motivo— tenían que ver con ella. Yo no. Yo era el primero que estaba fuera de ese mundo. Y le gustaba. Corrigió torpe y atropelladamente. No es que le gustara yo. Bueno, eso también, claro, si no a qué iba a estar en aquella tasquita tan cálida a esas horas, un día de actuación, a veinte horas de ver morir a un compañero. Le gustaba mi forma de hablar. Y de escucharla. Se sentía, no sabía por qué, protegida. Y no un drôle d’oiseaux, un bicho raro, un escarabajo con caparazón en forma de viola. Pero lo que le gustaba sobre todas las cosas era que yo no tuviera idea de música. Estaba un poco harta de no poder salirse del guión. De discutir siempre de afinación. De directores. De obras musicales. Quería oír hablar de cosas simples. Simples como la ausencia de cuatro estaciones en mi tierra. O el sol abrasador de enero. O la ropa vieja. O el pique entre canariones y chicharreros del que había oído hablar en el jetfoil. Quería oír hablar de mi trabajo.

¿Cuál era mi trabajo? Eso sí que era simple, mi adorado tormento Juliette. Yo me limitaba a acudir a donde me llamaban. No trabajaba sólo para el consulado norteamericano. A veces me llamaban de la alcaldía o del gobierno civil. No. No era agente federal. Ni policía montada, ¿había visto el caballo acaso? Tampoco llevaba pistola. Estábamos en Canarias no en el Bronx. Allí no había masacres ni bandas urbanas tiroteándose en mitad de la noche. Algún macarra puede. O una pelea entre vecinos. O el robo de algún banco. No más. Por eso había levantado tanto revuelo la muerte de Schulman. No estábamos acostumbrados a esas cosas. ¿Por qué yo? Por el dominio de los idiomas seguro que no. ¿Quién sabe? Tal vez es que tenía paciencia. O intuición. Que conocía las calles. Que sabía escuchar. Que podía acompañar a una viola guapa a que descubriese el vino de rioja. ¿Que no era guapa? Bueno, para gustos se hicieron los colores. Y yo prefería estar allí y entonces con ella que en cualquier otro lugar del mundo.

Antes de que siguiera ahondando en mis usos y costumbres —el que investiga a un investigador no tiene perdón de Dios—, volví sobre su relato. La Legrand me contó, en un inglés cruzado con francés canadiense, un dálmata idiomático lleno de divertidos lamparones, la historia de su vida. La de sus muchas vidas. Porque Juliette era muchas mujeres en una. Eso lo aprendí algo más tarde. A cuenta de sus perfumes. Sin embargo, se había dejado un pequeño detalle, un lunar algo borroso que amenazaba con confundirlo todo. ¿Cómo había desembarcado en la Filarmónica de Nueva York? Ah. Eso era lo más loco de su loca vida. Ella no lo sabía. Lo juró. La creí. Posiblemente alguien la habría escuchado tocar. Cualquiera sabía dónde. En el Hôtel du Roi no, desde luego. Allí sólo acudían turistas ricos. Pero ella había actuado con su cuarteto de cuerda en varios sitios de la costa Este. En Nueva York. En Massachusetts. En Connecticut. En Vermont rompió el molde. Los periódicos celebraron aquella actuación como de lo mejor que habían oído. Tal vez fuese allí que se hiciera famosa. El telegrama que recibió en Quebec fue muy parco en palabras. Tres frases. Un piropo: Hemos sabido que usted es una virtuosa de la viola. Stop. Un hecho: nuestra intérprete solista ha caído enferma. Stop. Una pregunta: ¿quiere usted acompañarnos a una gira por Europa? Stop. Y la firma: Robert Alston. Director Musical de la NYPH.

Se pellizcó cinco veces. Una por cada frase y dos por la firma. Le hizo tanta ilusión que aún guardaba el papel en su cartera. Me lo enseñó. Reconoció sentirse algo culpable por haberse pellizcado en la segunda frase. Pero las cosas suceden así. Si nadie se pone enfermo, no te llaman. Al aterrizar en Nueva York estaba tan emocionada que se olvidó de preguntar. Se presentó en el ensayo media hora antes. Y esperó a que alguien se dirigiese a ella. Fue el propio Kurt Masur. Le temblaban las rodillas. A ella, no a él. Él se mostró muy amable. Le sostuvo la mano en el saludo un buen rato. No dejó de sonreírle. La acompañó al escenario. La presentó a la orquesta. Madam Legrand, la nueva solista para Gubaidulina. La orquesta comenzó a hacer sonar sus arcos contra los instrumentos. Los más ruidosos, los timbalistas, Teobaldo y Mijail. Un aplauso importante. Más que el del público más riguroso. El aplauso de los colegas.

Regresamos al Mencey dando un rodeo. Para que Juliette viera alguna otra cosa. Después de esa tarde, tal vez no volvería a pisar las calles de Santa Cruz. Si hubiese sido otra la situación la habría llevado a ver la isla. Sobre todo el norte. La hubiese enamorado en La Laguna. Hubiésemos comido en Tacoronte. Y tomado café y tarta alemana en Bajamar. Le hubiese enseñado la ruta mágica: Santa Úrsula, La Matanza, La Orotava, Los Realejos. Y hubiésemos apurado una última copa, como el tango, bajo la luna del Puerto de la Cruz. Me lo agradeció como si lo hubiésemos hecho de verdad, lo que cuenta es la intención. Y prometió regresar algún día para aceptar la invitación. Una promesa rubricada, en la puerta del ascensor, con un apretón de manos y una mirada turbia de Viña Berceo que para mí que duró más de la cuenta.

Antes de despedirme, le hice dos últimas preguntas, ¿sabe usted si Aaron Schulman fumaba? Y ella, desconcertada, no, ¿por qué? Y yo, sin dejar de sonreír, ¿no lo sabe o no fumaba? Y ella, segura, no, no fumaba, creo que lo oí quejarse de las malas costumbres de los españoles, ¿es importante? Y yo, quitándole hierro, no, era curiosidad, pensé que habría podido sufrir algún tipo de ahogo, olvídelo. Y ella, intrigada, ésa es una pregunta, ¿cuál es la otra? Y yo, claramente azorado, ¿quiere cenar conmigo esta noche? Y ella, en apariencia triste, no voy a poder, esta noche la orquesta está invitada a una cena. Y yo, buscando una salida, no importa, lo entiendo. Y ella, ofreciéndome un resquicio, pero mañana volveremos a Las Palmas y allí no tengo planes.

La vi entrar en el ascensor. Volverse. Vi dibujarse en sus ojos un mohín de alegría. Y decidí pasar el resto de la tarde en los jardines del hotel a ver lo que pescaba. En la terraza había un silencio de biblioteca. La única mesa ocupada, aquella donde jugaban los músicos, acogía a una pareja de ancianos. Él era ancho y corpulento, pero con la nariz afilada. Lo intuí, pues, más antiguo jugador de rugby que ex boxeador. Se cubría la incipiente calva con un sombrero pescador, igual que el que llevaba Henry Fonda En el estanque dorado. Ella, toda Katherine Hepburn, tenía el cabello entrecano con reflejos malvas. Extremadamente delgada, sin duda había tenido que ser una mujer hermosa. Aún lo era. Henry y Katherine leían. Él, gafas de ver de cerca, periódico salmón, andaría evaluando sus ganancias en la bolsa. Ella, ausencia de gafas, pura coquetería, novela de bolsillo, calcularía sus pérdidas en la vida. Katherine levantó la vista de su libro y me saludó apenas con la luz de sus ojos. Seguí el camino que llevaba a la piscina. Una vereda estrecha flanqueada por palmeras y rododendros. Había un pequeño bar, un quiosco de caña en el que servían cócteles y refrescos, y en el que una muchacha con uniforme azul y pajarita se aburría mansamente. A esa hora los clientes estarían preparándose para la cena o para el concierto o para el amor, la única ocupación que no sabe de horarios. Tan sólo había cuatro o cinco personas. Un hamaquero apilaba colchonetas vacías, rayadas de un color anaranjado, en las que aún podía verse un rastro húmedo de cuerpos aceitosos. Una joven pareja aprovechaba los últimos resquicios del sol vespertino, tumbados en dos hamacas, con las manos entrelazadas. De vez en cuando, la risa feliz, desorbitada de uno de los dos rompía la tregua de la tarde igual que un petardazo. Una mujer jugueteaba, sentada en el bordillo, con los pies en el agua. Parecía melancólica, la mirada perdida en quién sabe qué sueño. Y un hombre se desplazaba ágil, incansablemente, a lo largo de la piscina. Llevaba gorro de nadar. Y un breve bañador ajustado. Se veía atlético. Capaz de estar braceando hasta la media noche si se lo permitiesen.

Fui a sentarme en una banqueta alta en la barra del quiosco. Una vieja canción cariñosa, entrañable, acariciaba el aire. Una canción en blanco y negro, I fall in love too easily, I fall in love too fast. La chica y su pajarita dejaron de tararearla para darme la bienvenida. Me preguntaron a dúo si quería probar el cóctel del día. Antes de que me enumeraran los ingredientes, les respondí que no, que las bebidas dulces me aperreaban el estómago, que prefería un coñac o un whisky. Allí se divorciaron: la chica me sacó un Duque de Alba y su pajarita un Kardhu. Observé las dos manos, con la resignación de quien va a convertirse sin remedio en víctima de un trilero de feria. En cualquier caso tendría que pagar. Elegí el coñac. Me interesé por su trabajo. Por su estado de ánimo. Por su nombre. Por el nombre de quien ponía la música en el quiosco de caña. Y me enteré de que era un trabajo bueno. Que le gustaba. Que sus compañeras preferían el bar de la terraza. Que allí la gente iba vestida y llevaba monedero y dejaba buenas propinas. Que en la piscina, claro, todos iban en bañador y apuntaban las consumiciones a la habitación y nadie dejaba propinas. Pero que a ella le gustaba el aire libre. El sol. La vida. Se llamaba Demelza —por una antigua serie de televisión— y aún creía en la vida. No sabía de quién era la música. Pero la elegía ella. Los discos estaban allí. Debajo del aparato. En un cajón. Hasta las seis solía poner otro estilo. Algo marchoso. Caribe. Disco. Pop. Cosas así. Pero luego, buscaba entre los discos, dos o tres que debían de ser muy viejos. Música lenta. Con letras románticas y dulces. Como Sinatra, ése que canta ahora. Di un sorbo a mi coñac. Elogié su gusto. Por preferir la piscina. Y por la música. Ocurre que el que canta no es Sinatra.

—Sí que es Sinatra. Es mi disco preferido.

—No me extraña porque es una maravilla. Pero tal vez te ha confundido la portada. Creo que se titula Perfectly Frank. Y aparece Sinatra con su orquesta. Sí. Pero hay un señor, en primera línea, sentado al piano. Lleva un esmoquin blanco. Ése es el que canta. Se llama Tony Bennet.

—¿Se apuesta algo?

—Un chorrito de coñac frente a la mejor propina que te hayan dado nunca.

—Vale.

Demelza se perdió debajo de la barra. La oí abrir la caja. Rebuscar. Contar discos. Sacar uno. Dar un silbido de asombro. Cuando volvió a subir, tenía la cara alborotada por el esfuerzo y una mirada de admiración capaz de hechizar al más beato, tenía usted razón, es Tony Bennet, no sé quién es Tony Bennet pero da igual, va vestido como usted decía, qué fuerte, creí que no podía perder. Y yo, henchido de satisfacción pero sintiéndome un abusador, en verdad no has perdido, podemos considerarlo un empate, tú me sirves un poco más de Duque de Alba y yo aprovecho que voy vestido y tengo cartera para darte propina, ¿te parece?, ¿eh?, ya, ya sé que las deudas de juego son deudas de honor, pero no hay que sacar las cosas de quicio, mujer, el caso es que me apetece otra copa y estoy pasando un rato delicioso contigo y Tony Bennet y eso merece una buena propina, ¿quieres oír el no va más, el mejor tema de ese disco?, pues pincha el penúltimo o el antepenúltimo, uno que se titula One for my baby, ya verás, nos viene que ni pintado.

Demelza lo pinchó. Y empezó a escucharlo. It’s quarter to three, there’s no one in the place, except you and me. Jamás he visto a nadie —al menos, a nadie de su edad— emocionarse tanto con esa canción. So set ‘em’ up Joe, I got a little story I think you should know. ¿Le gustó? Le encantó. ¿Y ella iba a ser Joe? ¿Por qué no? Yo tampoco me parecía en nada a Tony ni a Frank y allí estaba, en aquella barra con una copa en la mano. Le divirtió la idea. Prometió que grabaría el disco entero. Que lo tendría en el coche. Que se lo pondría a su novio que era un soso y seguro que le gustaría. Y que, esa noche, cuando llegara a casa, se conectaría a Internet y rescataría la letra y se la aprendería de memoria. Demasiadas promesas para la primera cita. Le pregunté si yo también le parecía un soso. Pero no llegó a responderme porque entonces alguien se sentó en una banqueta a mi lado y pidió el cóctel del día. Y Demelza, con la veleidad y la inconstancia de los veinte años, me dejó por otro, más alto, más joven, más apuesto. Era el nadador. Se había quitado el gorro y había liberado su cabellera rubia y fatua. Sus mayúsculos ojos celestes y su minúsculo bañadorcito bastaron para robarme la atención de la chica, que se olvidó de mí, de Tony Bennet y hasta de su novio soso. Si por algo lo sentía era por One for my baby que volvería a dormir el sueño de los justos en el cajón de discos de aquel quiosco.

El rubio se colocó el albornoz del hotel que llevaba en la mano. Ya había enseñado lo que quería. Hacía frío. No era cuestión de coger una pulmonía sólo para hipnotizar a una camarera de hotel. Su cara me sonaba. No porque fuese la cara de un pistoso, de un chulo, de un majadero. Si no me engañaba la memoria, había venido con nosotros en el jetfoil desde Las Palmas. Era uno de los músicos. Y, a qué negarlo, en ese instante me hubiera gustado echarle el muerto. Para acabar de joder la marrana, le pidió a Demelza que cambiara la música, que pusiera algo más moderno. No cabía duda. Si me hubiesen pedido un informe a las seis y cuarto de ese último sábado de enero, habría incriminado al tuba Bernie Carpenter —aún ignoraba su nombre y su instrumento, pero ya me dolían— en el crimen de Schulman.

Demelza le sirvió su combinado, una bebida de sospechoso color azafranado que hacía juego con las colchonetas. Me alegré de no haberla pedido. Sin embargo, por la cara que puso, a mi hombre le encantó. Tuve que haber rozado la impertinencia —no perdí ojo al proceso de cata, como esperando alguna reacción cutánea en el músico— porque Carpenter se dirigió a mí en un tono tosco. Mi impericia idiomática no me impidió notar la aversión con la que hablaba el tuba, usted es el poli que nos han mandado de la embajada, ¿verdad?, ése que está poniendo nerviosa a toda la orquesta. No tenía idea de la fama que había ido yo ganando a lo largo de la jornada. Tenía que apagar el fuego antes de provocar una estampida, ¿yo policía?, creo que ha habido un error, trabajo para el consulado no para la embajada, y no me han mandado para poner nervioso a nadie sino para todo lo contrario. El nadador se acarició la barbilla y meneó la cabeza, no lo creo, amigo, yo me crie en las calles de Chicago, huelo a los policías a distancia, usted está buscando a alguien a quien culpar de la muerte de Aaron y tiene prisa porque el lunes regresamos a Norteamérica, seguro que está pendiente de un ascenso, que quiere quedar bien delante de sus jefes y no va a parar hasta conseguir que un pobre tonto, la chica nueva, Juliette, por ejemplo, dé un paso en falso antes del lunes.

Estaba claro que había fracasado estrepitosamente en mi propósito de pasar inadvertido. La noticia, al parecer, se había extendido por el hotel igual que un virus. Se lo habían ido contagiando unos a otros. Por el instrumento: del viento a la percusión, de la percusión a la cuerda, de la cuerda al piano. Así hasta contaminarse los sesenta. Y en algo tenía razón el chulito. Dos días después volverían a su país. Todos. Cincuentainueve inocentes. Y un asesino. No había caído en ello. Pospuse las ganas de tirarme al teléfono. De llamar a Álvarez. De preguntarle qué esperaba que hiciese yo en dos días. Cuarentayocho horas. Ni siquiera una hora por músico. Eso sin comer. Sin dormir. Sin vivir. Hice mi último intento de desactivar la bomba de relojería. Una moneda al aire. Si sale cara corto el cable verde, la verdad, sí señor, es usted muy inteligente, soy detective y ando detrás de un asesino. Si sale cruz, el rojo, engaño sobre engaño, amigo, no tengo ni idea de qué me está hablando, vuelvo y le repito que soy un simple empleado. Salió cruz. Y me mantuve en mis trece.

Bernard Carpenter resolvió seguirme el juego. Supuse que se lo habría pensado dos veces. Que habría calculado sus opciones. Y que habría decidido que, total, no tenía nada que perder: tanto si yo era quien decía ser como si era quien él pensaba, estaría más resguardado a mi lado. Desdobló su sonrisa de anuncio. Hizo el amago de chocar nuestras copas. Y se volvió amigable y locuaz. El hombre —no esperaba menos— conocía muy poco a Aaron Schulman. La risa en una orquesta no iba por barrios sino por componentes. Carpenter era viento y metal; Schulman, cuerda y madera. Eso era como decir fuego y tierra. Aire y agua. Día y noche. ¿Conocía yo la disposición orquestal? ¿No? Pues desde Stravinsky, allá por mil novecientos cuarentaicinco, las orquestas tienen una meticulosa puesta en escena. Cosas de la percepción del sonido. Sí. De cómo las personas percibimos los agudos y los graves. Es un poco complicado. Hasta el punto de que el propio Stravinsky llegó a decir que, para una perfecta recepción musical, el público debería estar no sólo enfrente de la orquesta sino, además, colgado del techo boca abajo.

La de Nueva York viajaba con sesenta músicos. Podía llegar a cien, pero a Europa venía una selección. ¿Los mejores? Todos eran muy buenos. Pero había músicos itinerantes. Otros tenían pánico a volar. Como Schulman, sí. Pero Schulman no podía quedarse en casa. Es el concertino. La gente paga también por el concertino. Algunos estaban enfermos. Como Rebecca Adams, efectivamente. Así que a aquella gira habían ido sesenta. Y, como Carpenter me decía antes de desviarse del tema, yo tenía que entender la disposición de la orquesta. Había veinte violines (diez primeros y diez segundos), cuatro violas, cuatro violoncelos y cuatro contrabajos. Ahí se acababa la cuerda. Luego venían los de viento y madera, es decir, flautas, flautines, oboes, clarinetes, fagotes y el corno inglés. Hasta llegar a los de viento y metal, o sea, las trompas, los trombones, las tubas y las trompetas. En total, veintitrés instrumentos de viento. Con la pareja de percusión, el piano de cola y las dos arpas, que iban a su aire, hacían sesenta. Y entre Schulman y Carpenter había lo que se dice un mundo. Unos metros de escenario tan sólo. Pero un mundo entero. Para que un tuba intimara con el concertino tenía que pasar por encima de más de veinte músicos.

No tenía opinión de Aaron. Ni buena ni mala. Cuando él llegó a la orquesta, a mitad de los noventa, el violinista ya había ganado sus galones de concertino. Era una institución. Todos lo admiraban. ¿Celos? No. Era poco creíble. Schulman no era un tipo vanidoso, de ésos que restregaran su maestría, su genialidad, por la cara a los demás. De hecho, ni siquiera recordaba haberlo visto pelearse por una pieza. A veces, el director tenía que darle el solo de violín a alguien y le consultaba a Aaron. Y normalmente estaba de acuerdo con la decisión. Bien es cierto que casi siempre se lo daban a él, claro, la experiencia es un grado, pero cuando Papá Bob resolvía que fuera otro quien se llevara la gloria, Schulman se lo tomaba con deportividad. Al menos por fuera.

¿Y qué si era judío? Ni que fuera un delito. Por supuesto que Bernie lo sabía. Era de dominio público. La Filarmónica elegía a sus músicos por su calidad y su experiencia. No por su credo. Y yo no debía hacer caso de la prensa. Los periodistas. Vaya hermandad. Menudo gremio. Eran iguales en todos sitios. En Norteamérica. Y, por lo que había leído esa mañana, en España. No. Él no entendía el español. Pero había estado escuchando a Teobaldo Mesa, uno de los percusionistas. Mesa estuvo leyéndoles el periódico en el fondeadero, antes de embarcar. Yo no debía creerme esa estupidez de que a Aaron pudieron cargárselo por judío. Y, aunque lo viera a él, a Bernard Carpenter, tan rubio y tan ario, no tenía nada contra los judíos. No era un nazi ni nada de eso. Era tan norteamericano como el que más. No. Él no había matado a nadie en su vida. Por no hacer ni había hecho el servicio militar. ¿Veía esos ojos azules tan radiantes? Lentillas. De colores. Iba a contarme un secreto pero yo no debía revelárselo a nadie. Era más miope que Mr. Magoo. ¿Conocía a Mr. Magoo? Pues podía imaginármelo. Él no había matado a Schulman.

¿Muerte natural? No, amigo. En esa trampa no iba a caer Bernie Carpenter. Si hubiese sido muerte natural a qué iba a estar yo allí haciendo preguntas a diestro y siniestro. ¿Que yo no hacía preguntas? ¿Que él se había soltado a cotillear como una cotorra sin encomendarse a Dios ni al diablo? ¿Que había un adagio latino que decía excusatio non petita, accusatio manifesta? Al tipo se lo llevaron los demonios. Llamó a Demelza y a su pajarita. Les dijo que apuntaran el cóctel a la cuenta de su habitación. Me señaló con un dedo acusador. Dijo algo que no entendí, pero que imaginé clarito como el agua. Y se marchó jurando en arameo. Me había tomado mi pequeña venganza. Bernard Carpenter no tenía nada que ver en la muerte de Schulman. Perro ladrador. Pero iba a pasarse los próximos dos días repitiendo nuestra conversación. Buscándole grietas a ver si había dicho algo que pudiese inculparlo. Observándome de reojo. Demelza volvió a mí. Mientras pasaba un paño al cerco que había dejado en la madera el combinado del día, me preguntó, ¿qué le ocurría a ese hombre?, hay que ver cómo se puso, y las cosas que le ha dicho, parecía como loco. Me encogí de hombros. Pagué mi cuenta. Dejé una buena propina. Y me despedí de ella, ya sin pajarita, no le hagas caso, m’ija, cuando Dios repartió el sentido del humor, él estaría en otra fila.