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Interludio

El sábado amaneció grisáceo y triste. Una cerrada panza de burro pareció sumarse al desconsuelo por la muerte del músico. Me desperté temprano y agotado. Más que si hubiese pasado la noche en vela. Había tenido un sueño desagradable que no lograba recordar. Me ocurre siempre ante la inminencia de un viaje. Pero esa vez el regusto antipático venía acrecentado por la experiencia de la sala mortuoria. Decidí espantar a los demonios con una ducha fría. Era un método infalible. Lo había aprendido del abuelo Colacho. Según el viejo calafate, el agua fría por la mañana es como una mujer celosa: no te deja pensar más que en ella. Y no pensar más que en el agua fría me impidió andar a vueltas con las pesadillas de la noche anterior. A medio conjuro me encontraba cuando sonó el timbre de la puerta. Apenas tuve tiempo de secarme la cara y ponerme el albornoz. No pude evitar dejar un reguero de agua jabonosa a lo largo del pasillo. Al abrir, me aguardaba la figura desgarbada e indolente de un muchacho, un pibe de una empresa de mensajería, con su uniforme azul petróleo y un casco de moto aún remachado en su cabeza, ¿vive aquí el profesor Blanco?

Imaginé que el tratamiento se lo darían a todo el mundo en Estados Unidos, un título equivalente al licenciado de los latinoamericanos o al doctor portugués, sí, yo soy Ricardo Blanco. El chico echó una mirada al batín, una prenda desteñida de rojo, gastada, pero muy cariñosa, y reparó en mis pies descalzos y chorreantes. Con ciertos recelos —a cualquiera le llaman profesor hoy en día— me entregó un sobre y un recibo para que se lo firmara. Me vio dudar, frotar las manos húmedas contra la tela cálida del batín. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y me lo ofreció. Firmé procurando hacerle el menor destrozo al frágil papel de cebolla. Le devolví el resguardo y el bolígrafo. Con afabilidad. Sin propina. No por la mirada despechada del pibe, sino porque no tenía intención de jugarme un culazo corriendo por la casa en busca de la cartera. Abrí el sobre. Además del dinero y los pasajes, contenía el carné prometido con mi fotografía y mi nombre. Era una foto de hacía algunos años. Álvarez habría tenido que escarbar en los archivos de la Jefatura hasta encontrar una que les sirviera. Miré la fecha y la hora de los billetes. Consulté el reloj de la mesa del salón. Eran las nueve y cuarto. El jetfoil salía a las once y media. Tenía tiempo de acabar de ducharme con tranquilidad, preparar una bolsa de mano y tomar café antes de la salida del barco.

En la estación marítima ya estaban los músicos. Se distinguían a la legua. No tanto por las fundas de sus instrumentos cuanto por su vestimenta, bohemia y despreocupada: pantalón suelto, camisa hawaiana, alpargatas con calcetines, gafas rayban de sol con montura dorada. La muerte de Aaron Schulman los había dejado, eso sí, abatidos. Vagaban de un modo melancólico por la sala de espera. Oteaban el horizonte azul a través de las cristaleras. La mayoría en silencio. Sin embargo, algunos se apiñaban en grupos de cinco o seis. Los de origen hispano —los únicos que no necesitaban camisa floreada para saberse turistas— se convertían en guías: con un periódico en la mano, traducían las noticias de los diarios a sus compañeros.

Los periódicos hablaban de la misteriosa muerte de Schulman. Le dedicaban tres páginas enteras. El asunto desbancó a un par de accidentes, un incendio y un robo con escalo hasta esquinas menos distinguidas de la sección de sucesos, junto a la cartelera de cine, y a la inacabable ristra de anuncios de contactos y de esquelas, polvo somos y al polvo volveremos. El silencio de la policía intensificó la niebla que ese tipo de noticias solía levantar. Algún artículo dejaba columbrar un clima hosco y fatídico entre los miembros de la Filarmónica, los músicos, ya se sabe, son unos divos, al menor éxito se endiosan, se disputan un solo de celo como arpías, con uñas, dientes y hasta el arco del instrumento si es preciso. Otro apuntaba a la ascendencia del violinista, con lo que está cayendo en Palestina, un judío se cotiza como media docena de árabes, un judío norteamericano alcanza la docena.

Me senté en la cafetería a compartir con la orquesta, en la distancia, las noticias más sabrosas. Durante dos cafés, solos y negros, me dio por pensar en la negra y sola suerte del inspector Álvarez, a quien podía ver, en su despacho de sargento Llagas, fumando como un descosido, atiborrándose a almax para aplacar la acidez, despotricando contra el mundo entero, mentándole los muertos, a pares, vuelta y vuelta, a periodistas y políticos. Cuando el estómago ya no le diera más, cuando se le acabaran los cigarros y la rabia no supiera por qué desagüe correrle, Álvarez recurriría a la plegaria. No era un hombre religioso. Pero creía en un único Dios: el comisario Maigret. Hablaba de él (así, Maigret, como suena, con te final explosiva; no Megré, nombre de gato capado) como si lo conociera de toda la vida. Una tarde en que vigilábamos a un sospechoso —nos entretuvimos con asuntos literarios y a pique se nos escapa delante de nuestras narices—, le pregunté qué opinaba de Simenon, el coleccionista de amantes. Él arrugó el entrecejo, ¿Simenon?, ¿quién es ése?, ¿un personaje de Agatha Christie?, no jodas, Ricardo, no soporto a Agatha Christie, es más cursi que una pianola; Maigret, m’ijo, ése debe ser tu punto de referencia. No pude reprimir una sonrisa al pensar en la adoración casi infantil que sentía Álvarez por un personaje de ficción. Y qué demonios. Al menos leía. Es más de lo que puede decirse de la mayoría de la gente. De los policías. De los periodistas. Y de los políticos.

Llamaron al embarque. Una voz de metal difuminó los turbios pensamientos de los concertistas, que comenzaron a moverse como autómatas hacia la puerta. Pagué los cafés y me adentré en el hormiguero de músicos buscando la manera de situarme a sotavento. Perseguía mi primera baza y no quería equivocarme de instrumento. Los ochenta minutos que duraba el trayecto de Las Palmas a Santa Cruz podrían resultar interesantes. La elección, en principio, se redujo a los hispanos. Soy producto de una escuela predemocrática, my tailor is rich and my mother is in the kitchen, Martin is going to the laundry and Jillian are waiting for him y zarandajas de ésas que sólo servían para hacer el ridículo en Londres o Manhattan, salvo que tuvieras sastre de verdad y el tal Martin y la tal Jillian fueran vecinos tuyos y a alguien le interesara en serio adónde habían ido. El caso es que mi inglés —lo entendía mejor de lo que lo hablaba— era de andar por casa. Elegí a un tipo alto y desmañado al que había visto traducirle la prensa a dos o tres colegas. Lucía un bigote espeso, una pelambrera azabache y vestía todo de negro. Llevaba el estuche, brillante como castaña nueva, de un instrumento fino y alargado. Más tarde supe que era un oboe. Debía de rondar la cincuentena, pero mantenía la mirada joven de unos ojos redondos de color caramelo. Aproveché un momento de confusión en el que la fila se desmadejó porque alguien ya se sentía mareado antes de subir al barco y me colé detrás del oboe. Lo seguí hasta su asiento. Y antes de que pudiera decirme el lugar está ocupado o viajo con un amigo, me senté a su lado. El moreno me ojeó, me dio los buenos días en un español levemente mestizo y lo dejó estar así.

Me preguntaba por dónde iba a atacarlo, qué le iba a decir sin que sonara hueco. Pero no me hizo falta malgastar un triunfo. Mientras subía el pasaje, un golpe de mar hizo tambalear el jetfoil y mi hombre dio un respingo en su asiento. Su recelo me dio oportunidad de ser amable, no se apure, compadre, hasta que salgamos a mar abierto esto se va a mover como una patera, pero luego se calma. El hombre sonrió con la boca pequeña.

—Pasa que no estoy acostumbrado a navegar. En los aviones viajo como si nada, pero los barcos no se me dan bien.

—Entonces no hay problema. Esto es más un avión que un barco.

—¿?

—Sí. Cuando coge velocidad se levanta unos centímetros y apenas roza el mar. Pero es seguro.

—Me voy a fiar de usted. Mi nombre es David Ruiz, pero todos me llaman Indio.

—Encantado. Soy Ricardo Blanco. No sabía que iba a viajar con la Filarmónica de Nueva York. Cuando lo cuente en casa no me van a creer.

—¿Quiere un autógrafo?

—¿Me lo daría?

—Cómo no. Con mucho gusto. ¿Tiene algo dónde escribir?

—¿Serviría el resguardo del billete?

—Si a usted no le importa, a mí tampoco.

David Indio Ruiz era un barranquillano que llevaba la música en la sangre. Su padre era percusionista en un conjunto de salsa que, en el otoño del cincuentaisiete, viajó a Estados Unidos para una gira de dos semanas y se quedó toda la vida. Al parecer era tan bueno que el Gobierno norteamericano —en verdad, quien obró el prodigio fue el dueño mafioso de un nightclub, que se enamoró de su manera de tocar y removió Roma con Santiago hasta arreglarle los papeles— le dio asilo político. Regía el destino de Colombia el dictador Gustavo Rojas Pinilla, un ser despreciable que acababa de inventarse unas elecciones que no podía perder, hechas a su medida. Miguel Agustín Ruiz comprendió entonces que la suerte sólo toca una vez en la puerta y aceptó el amparo, primero, y la nacionalidad después. Mandó a buscar a su mujer y a sus dos hijos pequeños, Héctor y David, y se instaló en la costa Este. El Indio apenas tenía cinco años cuando abandonó Barranquilla para no volver y se trajo con él el difuso recuerdo de una ciudad feliz y jaranera a un tiro de piedra del Magdalena. Pero ni su acento oriundo ni su constitución holgazana y cobriza lograban esconder su procedencia. No podía ser otra cosa que músico, sobre todo después de que su hermano Héctor se decidiera por el negocio cafetero. Hubiera sido una trastada bárbara para su viejo. De todas maneras, le pareció que la percusión armaba mucho ruido. Así que escogió el saxo tenor.

Pronto le cogió el tranquillo. Y durante algunos años tocó con la orquesta de su padre en el club. Sin embargo —es sabida la manía de los padres de que sus hijos sean mejores, más ricos y más felices que ellos—, Miguel Agustín Ruiz se empecinó en que David estudiase en el conservatorio y que se hiciese profesional. Él era joven. Le gustaba vivir. Las muchachas. La música latina. Y sobre todo el jazz. Pensó a veces en fugarse de casa y buscar refugio en la otra esquina del país donde nadie lo conociera, donde pudiera tocar a gusto. Pero jamás se atrevió. Además, nadie sabía lo latoso que se podía poner su padre cuando se le metía una cosa entre ceja y ceja. Al final se salió con la suya. Y David Indio Ruiz acabó —acaso con el respaldo desinteresado del célebre mafioso— de segundo oboe, lo más parecido al saxo que encontró, en la Filarmónica de Nueva York.

La fortuna parecía sonreírme. Me había preparado, por el camino, una lista interminable de argucias para entablar conversación. Pensaba probar con el clima, con la política, con el deporte, con la gastronomía —recientemente había leído los problemas de salud que estaba acarreándoles la comida basura a los estadounidenses—, asuntos todos en los que un norteamericano y un español se parecían tanto como un huevo a una castaña. Y me topé con un colombiano de acento dulzón y apasionado del jazz. Era como viajar con un espejo. No obstante, evité la euforia. Me había crecido la concha, me había mamado demasiadas noches de guardia en coches y zaguanes y hoteles y burdeles, para no conocer los peligros de la efervescencia desmedida. No quería —ni debía— congeniar demasiado con alguien que, al fin y al cabo, podía ser un asesino, el asesino de Aaron Schulman: por un lado, corría el riesgo de perder la objetividad, algo desastroso en mi negocio; por otro, podría despertar sospechas en el oboe, máxime después de mi entrada en escena en el barco. De modo que decidí morderme la lengua, hacerme el sueco en asuntos jazzísticos y retomar el tema de las diferencias entre la cocina norteamericana y la española.

El barranquillano abrió sus ojos redondos, ¿la cocina norteamericana?, ¿de qué rayos me habla?, no existe tal cosa, al menos no en Estados Unidos; cada pueblo que ha llegado allí se ha traído consigo su propio mantel: los chicanos, los japoneses, los italianos, los irlandeses, los judíos, los árabes, los chinos; en su casa, todos homenajean a sus antepasados, muchos abren un pequeño negocio de comidas y sobreviven, y unos pocos se hacen ricos con restauranes sofisticados donde te sirven una migaja de hígado y te cobran la vaca entera; se lo aseguro, amigo, no sé la idea que usted tendrá de Norteamérica pero, si le gusta comer bien, quédese en España: un pedazo de carne machacada, dos rebanadas de pan, una loncha de tomate, dos hojas de lechuga y tres salsas de distintos colores no hacen gastronomía; de cualquier modo, si algún día visita New York, venga a verme y le enseñaré lo que es comer.

Le agradecí el ofrecimiento. Sonaba franco. En aquel momento me hice la ilusión de estar hablando con un amigo de siempre que me invitaba a su casa a pasar el verano. Vi una rendija abierta en lo de las distintas cocinas que conviven en Estados Unidos y fingí interesarme por las muchas nacionalidades que cohabitaban en la Filarmónica, ¿verdad?, he podido observar rasgos latinos, orientales, nórdicos, y luego está ese pobre hombre del que hablan los periódicos, el tal Schulman, que dicen que era judío, ha debido de ser una tragedia para todos ustedes, ¿no es eso?, quiero decir que resulta espantoso ver morir a un amigo. El Indio Ruiz se ajustó la chaqueta como decidiendo la conveniencia de su respuesta. Respiró profundamente. Se mordió el labio inferior. Se atusó el mostacho. Tuve tiempo de pensar si no habría echado a perder la oportunidad de seguir conversando con él. Si no habría ido demasiado lejos, demasiado rápido. Si mi voz no me habría delatado y no habría resultado tan inocente como pretendía. Si el barranquillano no estaría a un paso de mandarme a la gran puñeta. Inicié una disculpa, lo siento, soy un entrometido, no tengo ningún derecho a…

Él me hizo un gesto con sus manos nervudas y sus dedos largos y revoltosos, está bien, está bien, no se haga problema, Roberto, ¿eh?, perdón, Ricardo, estaba pensando en Aaron, en eso de que todos lamentamos su muerte, todos es mucho decir, no vaya a creer lo que no es, okey?, no quiero dar a entender que alguien se haya alegrado, no, de un crimen nadie puede alegrarse, pero una orquesta tan numerosa tiene muchos entresijos, ¿me comprende?, es difícil de llevar, una orquesta como la nuestra no es una familia, no es como una jazzband donde vivimos el ritmo de otra forma, donde tocamos unos tan cerca de los otros que es imposible no agarrarse cariño, ahí andamos en manada y nos reconocemos por el olor como los pumas, sin embargo en una Filarmónica cada uno es cada uno, sí, claro, puedes tener un círculo en el que moverte a gusto, incluso algún amigo de verdad, pero cuando acaba la fiesta cada quien tira para su pueblo, para su departamento, para su vida y hasta el próximo ensayo, eso es lo que más extraño de mi época del jazz, ¿dígame?

»Sí que lo conocía, ¿a fondo?, a fondo no creo que se conozca a nadie, pero tenía roce con él, ¿me entiende?, Aaron era un tipo curioso, iba a su aire, le gustaba mantener su distancia, ¿vio lo que dije de los pumas?, pues Aaron era un puma solitario, cuando otro se le acercaba demasiado, levantaba una pata y meaba en un árbol, para marcar su territorio, ja, ja, y te decía, alto ahí, amigo, estás a punto de cruzar la línea, y uno tenía que darse la vuelta y volver por donde había llegado, ¿antipático?, no crea, era bastante apuesto y usted debe de saber que, en el mundo en el que nos movemos, la apostura te abre más de una puerta; caía bien, sobre todo a las mujeres, pero ahora no me vaya diciendo por ahí que yo he llamado mujeriego a un muerto, Schulman era algo donjuán, sí, pero, hasta donde yo sé, era legal, y eso es muy importante en la sociedad norteamericana, hay que andarse con tiento porque por menos de nada te imputan un delito de acoso sexual y te encuentras con quinientos picapleitos pegados a tu culo, no, señor, con eso no se bromea.

»Y, bueno, no era el único judío, hay un par de ellos más, creo que Allen, mi tocayo y Nehemiah Williams también son judíos pero no iban de gueto ni nada por el estilo, es más, para mí que no congeniaban demasiado con Aaron porque eran ortodoxos, mucho más radicales, alguna vez los vi discutir por causa de la cuestión palestina, Schulman decía que había que dejar respirar a los árabes, que para Israel no era nada buena esa política de tanques contra piedras, que alguna vez les iba a pasar factura, David y Nehemiah le replicaban que ya estaba bien de huir de todas partes, que aquél era su sitio, su tierra prometida; estoy seguro de que, en privado, le habrían dicho cosas más duras, pero en la orquesta hay también un palestino al que todos respetan, Al Jaber, nada menos que el pianista, y no querrían crearse enemigos de un modo gratuito.

El Indio Ruiz detuvo su relato en el momento en el que el jetfoil inició la maniobra de entrar en el puerto de Santa Cruz. Me dedicó una mirada aviesa, llevo hablando una hora y aún no sé a qué se dedica usted, ¿no será periodista, verdad?, a ver si se ha colado en el barco para sonsacarnos información, menuda gamberrada. Y yo, ambiguo, ¿tengo aspecto de periodista?, no, trabajo para el consulado de su país, soy una especie de relaciones públicas, mire, aquí tiene mi identificación, ¿lo ve?, después de lo ocurrido con su compañero, sus compatriotas creyeron conveniente enviarme por si podían necesitar alguna cosa, me alojaré en su hotel, estaré cerca, precisamente para evitar que la prensa les dé la lata.

No encontré otra salida. Antes de terminar de dar esa excusa tan burda, comprendí que me iba a costar dinero. Después de aquello, si quería defender mi coartada, no me iba a quedar más remedio que instalarme en el Mencey, con los músicos. Tomé un taxi en el puerto y recé para que hubiese habitación libre. Pero nadie hizo caso a mis plegarias. No había ni una cama en el pasillo. El recepcionista, un muchacho larguirucho y repeinado al que una pátina de maquillaje no lograba ocultarle el acné, mantuvo el tipo con diplomacia y sincero pesar para decirme que lo sentía muchísimo pero que no, que entre los miembros de la orquesta, los clientes asiduos y los ocasionales que venían al Festival de Música, no les quedaba ninguna habitación. Y hasta ahí todo correcto. Lo entendía. Era lógico. Cómo no. Cogería la puerta. Cruzaría la calle. Y buscaría alojamiento en alguno de los hoteles que había por la zona. Pero el chico la tuvo que jeringar. Si lo hubiese dejado ahí nada habría ocurrido. Él hubiese seguido con su trabajo. Yo me hubiese marchado. Y aquí paz y en el cielo gloria. Pero se quiso hacer el ocurrente delante de dos compañeras de recepción y, con una mueca sardónica, ignoro si intencionada, apuntilló su disculpa con un casi imperceptible, «a quién se le ocurre venir aquí sin reserva, ni que esto fuera una pensión».

Volví sobre mis pasos. Desplegué la mayor de mis sonrisas, la de los domingos y fiestas de guardar, y de nuevo le repetí, pero deletreándole el recado, que lo entendía perfectamente, que había sido una torpeza por mi parte no haber previsto la muerte de Aaron Schulman, qué iluso, ¿verdad?, la cantidad de violinistas norteamericanos que se desploman en medio de una actuación, ocurre todos los años en el festival, es casi una tradición, está el consabido estreno de Falcón Sanabria, la Sinfónica de Tenerife, un cuarteto de cámara exótico, las hermanas pianistas comosellamen y el violinista muerto, la verdad es que ni yo ni el consulado norteamericano para el que trabajo tenemos perdón de Dios, cómo no se nos ocurrió llamar hace seis meses para reservar un cuarto esta noche.

Aquel despliegue de sarcasmo surgió un efecto imprevisto. Yo estaba tan arrebatado, tan absorto en mi perorata, tan metido en mi papel que no llegué a ver al hombre que salió al vestíbulo desde una de las puertas laterales y que resultó ser el director del hotel. Con una discreción germánica —lucía una poblada melena rubia y un acento bávaro bárbaro— esperó a que acabara mi discurso. Salió de la garita. Se presentó, mi nombre es Lothar Herman. Me invitó a acompañarlo a su despacho. Me ofreció asiento. Y me preguntó si podía ayudarme. Diez minutos después, como por ensalmo, yo tenía una hermosa habitación con vistas al jardín y la piscina, una cesta de frutas frescas y una nota de disculpa encima de la mesa. El muchacho tenía las orejas coloradas de la reprimenda. El director, un admirador incondicional. Y el hotel Mencey, un cliente para los restos.

Una vez me hube instalado, bajé al bar del vestíbulo a tomar una caña y probar fortuna. Salí del ascensor en el instante en que el tropel de músicos tomaba posesión de la conserjería. A los tres recepcionistas les faltaban manos para entregar llavines y recoger documentos de identificación. No daban abasto y tenía una cola inmensa de niños grandes con sus juguetes sonoros. Distinguí a mi amigo David Ruiz bromeando con otras dos colegas, una rubia esquelética y una morena de mirada triste. La rubia agigantaba su aspecto de tísica con un traje de gasa negro hasta los tobillos. La otra llevaba los brazos cruzados en un gesto defensivo, como si quisiera protegerse del mundo. Nada más verme, David me hizo una seña para que me acercara, venga acá, compañero, que quiero presentarle a mis colegas, I want you to meet a man, our bodyguard, sí, y ellas son Bella Larson, de Trondheim, Noruega, toca el violín como los mismos ángeles, y Juliette Legrand, nuestra viola preferida, de París de la Francia. David Ruiz llevaría toda su vida viviendo en Estados Unidos pero chapurreaba un inglés rotundo y diáfano que incluso yo era capaz de comprender. Intenté desmentir su error como pude, I’m not a bodyguard, I’m working for USA Consulate, just a friend, y estreché las manos frías y delicadas de las dos concertistas con un cuidado extremo, casi con temor a quebrárselas.

La ventaja de conversar con extranjeros en un idioma ajeno es que nos reconocemos en seguida. Cada uno aporta sus propias pinceladas, una modulación distinta, una cadencia peculiar, pero al final nos entendemos todos. La noruega y la francesa respondieron en inglés a mi saludo de un modo muy amable, aunque sin poder ocultar las suspicacias que la presentación del Indio había levantado. Estaban sobrecogidas. La muerte de Schulman, poor guy, había sido terrible. Inesperada. Ésa era la palabra: totalmente unexpected. El disgusto les iba a durar mucho tiempo. No podían hablar de ello sin azorarse. Sin que les sobreviniera la angustia. Sin que se les saltaran las lágrimas. No quise ahondar en su desconcierto. Todavía no. Les dije que iba a tomar un aperitivo en la terraza y que, si querían acompañarme, estaría encantado, a very pleasure, en invitarlos a los tres. Me despedí de ellos con la convicción de que me aguardaba una tarde solitaria y estéril. Pero, por fortuna, me equivoqué.

Llevaba alrededor de media hora sentado en la terraza —en puridad, era un porche, un salón cerrado con altos techos y amplias cristaleras— leyendo el ejemplar de un periódico local. También hablaba del suceso de la noche anterior. También aventuraba —la ignorancia es tan atrevida…— algunas hipótesis sobre el crimen. También se condolía de la pérdida de un gran violinista. Sólo que no acertaba a escribir correctamente su nombre. Entonces, apareció un pequeño grupo de músicos. Tomaron asiento a una mesa, en la otra esquina. Pidieron varias copas (whisky, vodka, ron) y, ante el estupor de la camarera, sacaron una baraja de póquer y una caja de fichas de varios colores. Uno de ellos ejerció de cajero. Formó varios montones con las fichas. Y las fue canjeando a sus amigos por dólares estadounidenses. Billetes grandes. En cinco minutos tenían montada una buena timba y se habían olvidado del resto del mundo. He de reconocer que me costó un Perú no tirarme a su mesa para pedirles que me dejaran intervenir en la partida.

En ésas estaba cuando sentí una voz, casi un susurro, que me saludaba, hy, mister Blanco, may I seat down with you? Era Juliette Legrand, la viola francesa de mirada de lluvia. Me excedí en un of course, que sonó estridente, efusivo en exceso, casi histriónico. Para encubrir el gallo de mi garganta, me levanté con presteza y rodé uno de los sillones de caña hasta dejarlo a su lado. Ella me dio las gracias con un sutil thanks que me sonó más a merci que nunca. Y más que sentarse se perdió en el sillón. Se hundió entre sus mullidos cojines. No puedo asegurarlo pero para mí que hasta las piernas le quedaban colgando. Desde ese instante me inspiró una ternura infinita que ya no pude nunca sacudirme. Me quedé escarbando en algún lugar del pasado por ver si averiguaba a quién se parecía Juliette ese mediodía de enero. Fue inútil. Opté por llamar a la camarera. Le pregunté a la viola si quería un refresco o un café. Ella pidió infusión, ¿camomila tendrán? Y la camarera, algo confusa, tendré que preguntar. Y yo, con gran cautela para no volver a herir susceptibilidades, creo que una manzanilla servirá. Y la camarera, feliz y resuelta, eso sí que tenemos, y ¿usted, qué va a tomar? Y yo, dudando, tráigame, por favor, una tónica, ¿está fría?, pues sin hielo y con limón. Cuando la muchacha nos abandonó, la Legrand y yo nos miramos con cara de ahora qué. Y pasó una bandada de ángeles antes de que me atreviera a romper el silencio para preguntarle cuánto tiempo llevaba en la Filarmónica de Nueva York.

Fue así que descubrí lo de la repentina enfermedad de Rebecca Adams y cómo llamaron de urgencia a Juliette para sustituirla. Ella estaba tocando en Canadá con su cuarteto de cámara. Tuvo que regresar en mitad de una noche de tormenta jugándose la vida. Los otros tres la despidieron en el aeropuerto de Quebec. Llovía. Pudo vislumbrar sus rostros tras los cristales de la sala de espera. Marc, André, Anne Sophie. Sus mejores amigos. Llevaban una mezcla de alegría y tristeza, de orgullo y sana envidia. Muchas veces los cuatro habían hablado de ello. Y las cosas habían quedado muy claras. Cuando llegase la hora, no habría dudas. Ni reproches. Todos estaban en el mismo negocio. No podían desoír la llamada de una orquesta grande. Menos aún, la de la N. Y. Ph. Una oportunidad así no se vuelve a presentar.

De modo que llevaba tres semanas tan sólo con la orquesta neoyorquina. Y se sentía un poco culpable, un poco gafe, después de lo ocurrido. Primero Rebecca enferma para que ella pueda tener su oportunidad. Y luego Aaron Schulman va y se muere. Ya empezaba a creerse una maldición, recadera del diablo. Los demás la veían como una advenediza. Nadie entendía por qué tuvieron que mandarla a buscar habiendo tres o cuatro buenas violas reservas en la orquesta. Schulman había sido el único que se había interesado por ella en todo ese tiempo. El único que la miraba como una mujer y no como una consecuencia funesta. Rememoré la charla con David Ruiz en el barco. No sabía si el judío era un mujeriego, pero no cabía duda de que tenía buen gusto para las mujeres. Llegaron las bebidas. Y Juliette acercó su taza a los labios para enfriar la manzanilla. Y entonces caí. Ya sabía a quién me recordaba. Tenía la misma luz, la misma elegancia, la misma dulce naturalidad de Audrey Hepburn en Encuentro en París detrás de la remington o la hammond o lo que fuera aquella máquina de escribir gris y teclosa. Y a mí me habría encantado ser William Holden delante de la remington o la hammond o lo que fuera aquella máquina de escribir teclosa y gris. William Holden, quien, por aquellos tiempos, debía de tener mi edad, mucha menos vergüenza e infinitamente mayor resistencia al alcohol.

Me dio la sensación de que Juliette andaba perdida. Tras la muerte de Schulman había quedado huérfana en la orquesta. Nadie parecía reparar en ella. A pesar de ser nueva. A pesar de ser la viola solista de la gira. A pesar de su tendencia a Audrey Hepburn con ojos tristes, sad eyes hasta la eternidad. Señalé con disimulo a los jugadores de la última mesa, ¿y qué hay de ésos?, ¿sólo juegan al póquer? Y la Legrand arrugó la nariz, no los conozco mucho, parecen simpáticos, siempre están de broma y, sí, juegan al póquer en cualquier parte, en el avión, en la habitación, en la terraza del hotel, y pierden bastante dinero, bueno, pierden y ganan porque yo no he jugado jamás al póquer pero imagino que, como en todo juego, alguien tendrá que ganar, ¿verdad?, juegan pero no hacen daño a nadie; dos de ellos, los afroamericanos, son hermanos, Orson y Peter, sobrinos de la cantante Sarah Vaughan, eso dicen, pero no sé si me estarían tomando el pelo, a lo mejor era cierto, may be, sólo may be, uno de ellos es algo más serio, creo que Peter, tiene una manera de mirarte un poco violenta, ¿me entiende?, como si no creyera en ti, como si desconfiara de tus motivos, pero tampoco lo conozco tanto; ¿los otros dos?, los otros dos siempre van juntos a todos lados, como Laurel y Hardy, se parecen, ¿verdad?, el gordo es sudamericano, Teobaldo… no recuerdo el apellido, el flaco es ruso, Mijail… lo recuerdo pero no sabría pronunciarlo, son percusionistas, both of them?, sí, los dos, van a su aire, ya sabe, toda la vida es ritmo, caminan, comen, se ríen y hasta juegan igual que actúan, como si hicieran sonar los timbales.

Se hizo en seguida la hora de almorzar. Lo supimos en cuanto las puertas de la terraza se abrieron y el vestíbulo comenzó a despachar un reguero de músicos. Dos o tres se acercaron. Ni siquiera nos vieron. Pasaron de largo junto a nuestra mesa y se dirigieron a la de los jugadores. Juliette engrifó el ceño como diciendo ¿lo ve?, ya se lo dije, acabo de pasar de mujer maldita a mujer invisible, de Guatemala a Guatepeor. Aunque ella utilizó una expresión muy francesa, que me tradujo luego con un mohín de amargura: c’est troquer son cheval borque contre aveugle. Como cambiar un caballo tuerto por uno ciego. Me hubiese gustado achucharla, tenerla entre mis brazos, despeinarle el flequillo. Me limité a tentarla con un paseo por Santa Cruz y un almuerzo distinto en una tasca, medias raciones bien servidas, jamón, queso, costillas con papas y tres cuartos de tinto de la casa, no está lejos, estaremos de vuelta antes de las seis, ¿seguro?, juradito por lo que más quiera, Juliette Hepburn, Audrey Legrand, podrá usted descansar un par de horas antes de la actuación.