Muerte de un violinista
Ese viernes de enero yo había empezado un libro. Suelo dejar un tiempo de descanso entre el final de una lectura y el comienzo de otra. Es una manía ridícula como toda manía. Pero vino en el lote. Necesito depurarme, purgarme del dolor de una historia que termina para poder disfrutar, en plenitud, el placer de una historia que comienza. Siempre he sido incapaz —admiro a esos lectores que consiguen tal propósito— de leer más de un libro a la vez. Me es imposible soportar a un tiempo el peso de dos vidas. De dos miserias. De dos odios. De dos amores, sobre todo de dos amores, no hay cama p’a tanta gente. Necesito ponerme en paz conmigo y con mis muertos. Para ello, suele servirme bien la música. En esos estadios de purgatorio, de espera melancólica, regreso a Charlie Parker, a Miles Davies, a Oscar Peterson. Ellos me devuelven el sosiego que preciso para volver a mi pasión lectora. Ya sé que suena extraño, casi anacrónico, impropio de un detective lo del arrebato por la lectura y el jazz. No son pocos los que me creen un pedante, cuando no simplemente un totorota. Alguno me confunde, qué cosas, con un personaje de novela barata. «El problema contigo —me dicen— es que no hay quien se crea a un detective que lee poesía y escucha jazz. Que viva en Las Palmas, pase. Que tenga un abuelo de La Isleta, ¿por qué no? Y una secretaria fea, vale. Pero que coleccione discos de Thelonius Monk, anda ya, eso se lo desmonta a tu escritor hasta un crítico en prácticas». Y yo siempre les respondo lo mismo: «¿Qué quieren? Soy así desde chiquillo. Un viejo prematuro. A veces me siento capaz de cualquier cosa con tal de mantener ante el mundo una reputación de tipo duro que me queda grande como chaqueta de payaso. Pero no pienso renegar de Charlie Parker, ¿estamos?, eso ni de coña».
Ese viernes, ya digo, llevaba dos semanas sin leer otra cosa que la prensa local. Para estar enterado. Por si traía algún caso a la vista. Había llegado tarde a casa. Cené algo ligero. Luego me puse cómodo. Me senté en el sillón con un dedo de whisky y dos piedras de hielo. Y me dispuse a recuperar el tiempo perdido. Había optado, esta vez, por una relectura, un libro que no había vuelto a encontrar desde el instituto, La tía Julia y el escribidor de Vargas Llosa. Quería comprobar si, casi veinte años después, me diría lo mismo. Intuía que no, pero debía intentarlo. Llevaba algunos años esperando por la novela. Sabía que, tarde o temprano, con esa bendita moda de las ediciones de bolsillo, le llegaría su turno. Y, por fin, lo encontré en Navidades en una librería de viejo que hay en la Peregrina. Por fin iba a releerlo. Por fin un par de noches de sosiego. Sin embargo, no llegué ni a la página veinte.
Justo cuando Marito conoce a su tía Julia, cuando se siente morir de bochorno porque ella lo trata como a un chiquillo, como a una guagua, sonó el teléfono. A esa hora —pasaba media hora de las doce—, y un viernes —sábado ya—, sólo podían ser malas noticias. Estuve a pique de dejarlo sonar hasta que lo matara el contestador, pero pudo más mi curiosidad. Sí. La curiosidad es una de las pocas cosas que me hacen contestar un teléfono un sábado de madrugada. Mala cosa para un detective no tener curiosidad. Descolgué y pregunté quién era. Me respondió la voz opaca y grave del inspector Álvarez, un policía con quien había trabajado anteriormente y por el que sentía un sincero afecto. Admirador de Maigret, ulceroso de estómago, honesto como pocos, Álvarez no creía, rara avis, que los detectives estuviésemos en el mundo para tocarle los huevos a la policía. De hecho, alguna vez se había aprovechado de mi trabajo. No para colgarse medallas que no mereciera. Él no era de ésos. Más bien para hacer justicia. Un detective privado puede llegar, con suerte y una caña, adonde no llega la policía, con sus reglamentos, sus normas, sus órdenes superiores. Por eso no me extrañó su llamada. Mientras él cumplía con los modales de corrección, cómo estás, cuánto tiempo, qué tal ese negocio tuyo, cómo anda tu abuelo, supuse que habría ocurrido algo en las últimas veinticuatro horas y se lo habían endilgado a él. Debía de ser algo gordo porque Álvarez no me hubiese llamado a esas horas por el alunizaje en una joyería o una reyerta de macarras en el puerto. Las dos veces en que habíamos coincidido en una investigación había muerto gente: en la primera, un pijo que tuvo la desgracia de enamorarse de quien no debía; en la segunda, tres hombres que jugaron con fuego y acabaron ardiendo no sé si en el infierno o en casa del carajo.
Esta vez era un músico. No cualquier músico, Ricardo, uno de los gordos, sí, lo veo negrísimo, se trata de alguien que toca, bueno, que tocaba en una orquesta, extranjera, norteamericana creo, se desplomó en el escenario mientras actuaba, el caso viene jodido porque no sólo estamos nosotros, en este entierro también tienen su vela la embajada norteamericana en Madrid, el alcalde, el Gobierno y los organizadores del festival, sí, lo que oyes, todo Cristo quiere meter baza y esto cada vez se parece más al camarote de los hermanos Marx; por eso te llamo, tú sabes algo de música, ¿dime?, vale, lo tuyo es el jazz y esto es música culta, ¿eh?, ah, el jazz también es culto, se dice clásica, joder con el susceptible, bien, pues la música clásica no deja de ser música y yo no tengo ni idea de cómo afrontar la cosa, así que lo consulté con un tipo del consulado al que conozco, ¿quién?, a ti qué puñetas te importa, no es un topo, tolete, mucha tele ves tú, es… es… un amigo invisible, eso, de un caso antiguo, ¿un caso de soborno?, qué soborno ni qué niño muerto, qué más da de qué lo conozco, Ricardo, lo conozco y punto, pues le hablé de ti, le dije que eras discreto, listo, perro viejo, ah, de nada, y también que, si alguien podría descubrir lo ocurrido, ése eras tú, y me encargó que hablara contigo, así que estás contratado y ni se te ocurra darme largas, ¿eh?, no me vengas con que estás ocupado que sé que das menos golpe que un reloj de arena, además, chico, no podrás quejarte, esta gente paga en dólares, ¿cómo?, ¿que el dólar ya no es lo que era?, bueno, da igual, los norteamericanos pagan bien y se acabó la vaina, vístete y vente para el Auditorio que me voy a gastar medio sueldo en teléfono.
Cuando llegué, en un taxi, me crucé con la guagua de la Filarmónica, que regresaba a su hotel. Si no hubiese estado al tanto de los acontecimientos por Álvarez, me hubiesen puesto al día las caras de luto de los músicos. Sus miradas perdidas. Sus ojos empantanados. La policía ya había despejado la zona. Sólo quedaban la prensa y algunos políticos a quienes les gusta más salir en una foto que comer con los dedos. Un enjambre de cámaras rodeaba al alcalde y otro al presidente. Los dos permanecían impertérritos, como si fuese un duelo del Oeste. Al tiempo que respondían, en las escalinatas que daban al teatro, firmes, porfiados, manos al cinto tal que Kirk Douglas y Burt Lancaster, parecían andar calibrando cuál de los dos tenía más poder de convocatoria. Por lo que pude ver, ganaba el alcalde nueve a siete. Era una diferencia, no obstante, mudable porque uno de los periodistas penduleaba entre ambos. Indeciso. Vacilante. Inocentemente ambiguo. Abandonaba al alcalde y se iba por las declaraciones del otro y, entonces, igualaba la contienda. Detrás de ellos, en el portalón de madera tallada del Auditorio, distinguí la figura del inspector Álvarez. Con él sólo había dos reporteros jóvenes, inexpertos, que aún no sabían a quién tenían que acudir para obtener información de la buena. Me apiadé de ellos: si esperaban de Álvarez una noticia jugosa, iban aviados.
El inspector me dio la razón sin proponérselo. Nada más verme, los dejó con la palabra en la boca y el micro al aire para salir a mi encuentro. Me agarró por el brazo y me llevó adentro, al vestíbulo, buscando intimidad, menos mal que has venido, Ricardo, esta gente no entiende lo que le digo, parece que hablo ruso, la leche que les dieron; les explico que no sabemos qué ha ocurrido y ellos, erre que erre, que estamos ocultando información a la ciudadanía, que atentamos contra uno de los más elementales pilares de la democracia, no sabes hasta dónde me tienen con esas pollabobadas liberales, ¿dime?, ¿tú también, carajo?, ¿no escuchas lo que te digo o qué?, nada de nada, ni una pista, sólo los datos más evidentes, déjame ver, ajá, mmmse llamaba Aaron Schulman —seguro que lo he escrito fatal—, mmmnacido en Nueva York, el menor de tres hermanos, mmmfamilia judía alemana exiliada durante el nazismo, mmmcuarentaisiete años, vivía para la música, solitario, algo bohemio, sin enemigos —eso no se lo cree ni su santa madre—, mmmaparentemente sano, ni rastro de problemas de salud, nadie se explica el desfallecimiento, mmmllegó esta tarde, mmmpidió una habitación con vistas a la playa, entre la de un tal Nakata y la chica esa, Juliette Legrand, mmmsalió a dar un paseo, regresó para el concierto, tocó media hora, y sanseacabó, eso es todo; a Santa Ana, el forense, le ha costado un huevo y parte del otro que lo dejaran verlo, los norteamericanos no quieren hacer nada hasta recibir órdenes de su país, pero en su país o es fiesta o es de noche o allí no trabaja ni Cristo porque aún no han logrado ponerse en contacto con ellos; al final, después de firmar más papeles que en su divorcio, palabras textuales de Santa Ana, no añado ni una coma, le han permitido llevárselo al instituto anatómico sólo para mantenerlo en el depósito, de la autopsia nanai hasta que no llegue la orden, así están las cosas, ¿dime?, ¿que qué se supone que pintas tú aquí?, muy fácil, a ti te toca hacer el papel que mejor dominas: el de mosca cojonera.
Debí de habérmelo imaginado. Álvarez se había atascado. Tenía una mano atada a la espalda. Y con la otra no sabía qué hacer. Estaba entre la sartén y el fuego. La sartén de la diplomacia que habría que cuidar con tan respetables ciudadanos de un país amigo. Y el fuego de la cortesía hacia los colegas de una isla vecina, porque, a todas éstas, la Filarmónica de Nueva York había decidido, pese a todo, actuar la noche siguiente en Tenerife en homenaje a su muerto, el espectáculo debe continuar, aunque modificando el repertorio, ni hablar de Bruckner, nada de mentar a la bicha. El inspector tendría que andar, a partir de esa noche, como si pisase huevos. Tendría que mirar dónde ponía los pies no fuera que debajo encontrara el callo de un cónsul picajoso o de un gobernador en víspera de elecciones o de un comisario jefe suspicaz. Ahí entraba yo, una especie de agente del efebeí en mangas de camisa y sin chicle. Iba a tener más cancha, más independencia, nadie recalaría en mi presencia y, si lo hacían, tendría salvoconducto, a mí que me registren, me contrató el Gobierno norteamericano, tengo permiso para investigar.
Mi primera misión iba a ser un viaje en jetfoil. Debería acompañar a la orquesta a Tenerife. Mezclado con el personal, sonriente y, a ser posible, despierto. Me alojaría con ellos, ¿en el Mencey?, ah, ¿eso dependía de mí?, ¿no me lo iban a pagar?, ¿no estaba incluido en el sueldo?, ¿y cuánto dice que pagan?, pues me alojaría cerca de ellos, en uno de esos buenos hoteles, ma non troppo, que hay enfrente del Mencey. A lo que sí que estaría invitado era al concierto del Guimerá, no fuera que a otro músico le diera por morirse y la cagáramos del todo. El domingo regresaría en el mismo barco. Y, por la tarde, me reuniría con Álvarez y su amigo invisible en el consulado para darles el parte, ponerlos al día y hacer cuentas. Después ya se vería.
Luego de que me contara lo que había averiguado acerca de la llegada de los músicos, sólo tuve una pregunta para el inspector, una pregunta simple pero ineludible: ¿A qué tanto ruido? Hasta el momento, por lo que sabían, lo del tal Schulman podía haber sido un corte de digestión, una angina de pecho, el tabaco, una arritmia. Álvarez, antes de responder, echó un vistazo alrededor y se aseguró de que nadie estaba al acecho, el forense dice que el juez de instrucción sólo le permitió acercarse durante un minuto, el tiempo justo para tomarle la temperatura, examinarle las pupilas y observar el color de la lengua, pero juraría —y no pensaba jugarse su cargo por un extranjero— que al tipo se lo cargaron; conozco a Santa Ana desde hace muchos años y tiene un sexto sentido para olerse estas cosas; si lo del judío no pasa de indigestión, no habremos perdido nada: yo conservaré mis buenas relaciones con el consulado y con mis colegas chicharreros y tú aprenderás algo de música clásica, que no sólo de jazz vive el hombre, ¿de acuerdo?, pues ahora vete a casa, acuéstate y descansa, mañana temprano mi amigo te mandará a alguien con los pasajes y algunas perras, adminístralas bien para que te duren.
Nos despedimos. Me entregó una acreditación del consulado norteamericano, en cuyo encabezamiento podía verse el escudo y la bandera de barras y estrellas. Era una fotocopia. Álvarez prometió que me enviaría un carné más decente en cuanto pudiera. Me deseó suerte. Y volvió con los periodistas, que ya tenían cara de frío, de hambre y, sobre todo, de haber perdido la esperanza. Mientras aguardaba un taxi libre —la parada estaba atestada de gente bullanguera que salía de unos cines cercanos— me dio por pensar en Álvarez. La vida de un policía era una vida perra. Ingrata. Ruin. Si a un detective privado la gente le tiene cierta ojeriza, a un poli se le niega el pan y la sal. No le arrendaba la ganancia, no. Mal queridos y peor pagados. Una vez se lo dije al inspector y me brindó una mueca de resignación, una mirada estoica de quien anda acostumbrado a bailar con la más fea, psé, Ricardillo, tampoco está tan mal, m’ijo, al menos tengo un trabajo, acuérdate del dicho, más cornadas da el hambre, qué demontres, y el hambre tiene oficio, no te creas, fíjate en el de Santa Ana, a ellos sí que nadie los quiere ver ni en pintura. No le faltaba razón al bueno de Álvarez. Tanto que, de compadecerme de él, pasé a compadecerme del forense y, por lo tanto, a pensar en el muerto.
Santa Ana también era un funcionario. También estaba sujeto a procedimientos y órdenes superiores. Podía imaginármelo en esos instantes, en el instituto anatómico, con los brazos cruzados, impaciente, ceñudo, a la espera de que le dieran permiso para hacer su trabajo, vigilando el reloj cada cinco minutos, deseando meterle mano al cadáver de Aaron Schulman, mirándolo en su camilla, tal que un diabético, aguantando las golosas ganas de abrir la puerta de la nevera, de agarrar la serreta, de abrirlo en canal, de trepanarle el cráneo, de oliscarle las vísceras, de contrastar colores en la sangre del muerto. Andaría cabreado como un macho porque no podía hacer nada. Y no se iba a atrever. Ya se lo había dicho al inspector, no se la iba a jugar por un extranjero. Él no. Un funcionario del Gobierno, sección sanidad, subsección especialista en medicina forense no iba a mandar al garete su carrera por un músico norteamericano. Demasiados escrúpulos. Él no. Pero una mosca cojonera no tiene carrera que mandar al garete. Ni carrera ni escrúpulos.
Le di al taxista la dirección del depósito de cadáveres. El hombre me miró por el retrovisor y para mí que acarició el rosario de pipas de algarrobo que llevaba colgado del volante. Pero no dijo nada. Arrancó el coche y se hizo invisible en su asiento. Yo, en tanto, cerré los ojos y me perdí en un batiburrillo de planes y recuerdos. Esperaba encontrarme en el instituto a Santa Ana. Ojalá estuviese de guardia. Ojalá solo. Era evidente que yo no le iba a hacer la autopsia al músico —aún no sabía que era el concertino, nadie me lo había dicho, sólo que tocaba en la Filarmónica de Nueva York— pero sí que podría echarle un vistazo. Sólo necesitaba algún amigo dispuesto a hacer la vista gorda, a mirar a otro lado, a dejarse dormir, a bajarse a la máquina del café durante cinco minutos. Cinco minutos bastarían para lograr del muerto hasta el horóscopo. Así podría sacar mis conclusiones. La gente desconoce cuánto puede decirnos una cara y un cuerpo, aunque ya hayan dejado de reír, de sudar, de agitarse, de sufrir. La gente no lo sabe.
Cuando acude a un detective ya es tarde. Tal vez por eso a uno le queda siempre una sensación de impotencia en la boca. Ya no puede hacer nada por la víctima. ¿Qué esperan?, ¿el milagro de la resurrección? Los milagros son para los que creen de verdad. Los que no, tienen que conformarse con un poco de fe. Con la vana creencia en que, tarde o temprano, encontrará a los culpables. Muchas veces se trata de culpables, así, en plural. El que aprieta el gatillo es sólo el mensajero. Muchas veces, incluso el muerto tiene función en esa danza macabra que es el crimen. No. Eso no justifica que lo maten. Desde luego que no. Pero lo explica. Y ambas cosas caminan a la par —al menos, contribuyen a desenredar la madeja— ante la ley. La ley. Otra que tal baila. La ley encuentra apaños hasta debajo de las piedras para que la explicación del crimen se convierta, por arte de birlibirloque, en su justificación. Enajenación mental transitoria. Presión psicológica. Influencia del alcohol. Arrebato pasional. Pero eso es la ley. La justicia es otra cosa. Cuando alguien acude a ti ya hay un muerto flotando por ahí. Por eso lo primero que haces es pedirle al cliente una fotografía de cuando estaba vivo. Eso pasa hasta en las novelas. Y el cliente se queda, a veces, mirándote como si hubieses perdido el juicio, ¿que quiere una foto del muerto?, coño, al muerto ya lo conocemos, ya sabemos quién es, lo que queremos saber es quién es el asesino, ¿o no? Y tú, que lees en los ojos del cliente como en un libro abierto, le respondes, sí pero no, y no es un acertijo, usted puede que lo conozca, sólo puede, yo no, y necesito hacerme una idea; porque, aunque usted no lo crea, el rostro de la víctima guarda mucha relación con el del criminal; el que le descerraja un tiro, el que empuja por un precipicio, el que ahoga con la almohada a otra persona queda ligado a ella para siempre, en realidad ya lo estaba desde antes de cometer el crimen, no, no le hablo del karma cósmico ni de la mística universal, eso se lo dejo a los videntes, no, se trata de otra cosa, le pondré un ejemplo: usted acaba de salir del trabajo y se dirige al garaje por su coche, de pronto, oye un grito, se sobresalta, siente miedo, se sobrepone al miedo, busca el origen del grito y se encuentra con un cadáver en el suelo, ¿de acuerdo?, pues continúe usted el cuento, necesito que me lo describa, sí, imagínese que es usted el detective, descríbame todo lo que ve, ajá…, bien…, eso es.
»Ahora vuelve a ser el cliente, y yo le pregunto por qué ha elegido a una joven, rubia, sensual, de labios carnosos, por qué ha decidido que tuviese los ojos abiertos y el vestido desgarrado, ¿qué pasa?, ¿no cree que una feúcha, gordita y morena merezca la atención de un criminal?, ¿y un hombre?, ¿por qué no eligió a un hombre?, no, usted no ha elegido a nadie, usted no cree eso de las feas, faltaría más, líbreme el cielo de pensarlo, usted no, pero su subconsciente sí, y su subconsciente tiene rostro, puede que mi tono de voz lo haya inducido a pensar en una mujer hermosa, puede que esté influido por lecturas de niño o por viejas películas, o puede que no, puede que en su pasado haya habido una mujer así a quien le tenga ganas; lo que sí le aseguro es que, si alguna vez usted decidiese matar a alguien…, ¿eh?, no crea, todos somos capaces, sólo hace falta estar desesperado, llegar a un punto límite, un punto al que aún no haya llegado y ojalá no llegue nunca, y cruzarlo, ¿o es que piensa que la gente nace criminal como nace chino, pecoso o lampiño?, no, hágame caso, si usted fuese a cometer un crimen, probablemente su víctima sería tal y como la ha descrito, ¿no ha leído sobre esos casos de asesinatos en serie?, ¿no se ha fijado en que las víctimas parecen cortadas por el mismo patrón?, eso es porque ese patrón ya estaba en el subconsciente del criminal, si somos capaces de descubrir lo que él veía en ellas, tendremos un retrato robot del asesino, un retrato tan fiel y exacto que ni siquiera el que le hacen en comisaría los especialistas puede acercarse tanto a la verdad, por eso necesito la foto de la víctima, porque puede que nos guíe hasta el verdugo.
Llegué al instituto alrededor de las dos y media. Estaba cerrado. A través de la puerta de cristal pude ver al guarda de seguridad. Le hice señas. Y, cuando se acercó, pegué al cristal la acreditación, me manda el consulado, vengo a ver al doctor Santa Ana, está esperándome. El hombre me escrutó de arriba abajo. Miró el papel. Me hizo señas con la mano, espere, tengo que comprobarlo. Y volvió a su buró para llamar a alguien. Lo vi hablar por teléfono, asentir y colgar. Cuando me franqueó la puerta, hice un gesto de andar desarmado. El tipo me sonrió, aquí no cacheamos a las visitas, éste es el único sitio de Las Palmas adonde nadie vendría a matar a nadie, los que están ya están muertos; ahora siga este pasillo, tuerza a la derecha, baje una escalera y todo tieso hasta llegar a las neveras, allí lo esperan a usted.
Al llegar, siguiendo las indicaciones del guarda, me encontré con dos hombres sentados en un banco del pasillo. Uno era de la agencia consular norteamericana. No podía —ni falta que le hacía— disimularlo. No muy alto. Ancho de espaldas. Pelo cortado al uno. Rubianco. Pantalón oscuro. Camisa celeste. Sin corbata. Con una insignia militar dorada a la altura de la vacuna. Tenía una revista en las manos, una de esas pasadas de fecha que acaban por ajarse en la consulta de los médicos. El otro era el forense. Frisaría los sesenta. Usaba una vieja bata verdosa. Y gorra haciendo juego. Debajo de la gorra, una mata rebelde y apelmazada de pelo cano. Era bajo. Rechoncho. Barrigón. Y fumaba de un modo compulsivo y nervioso. Tuve que inventarme algo sobre la marcha. Mostré mi justificante y expuse la razón de mi presencia allí, aún no ha llegado el dictamen de la embajada, lo siento, pero me manda el mismísimo cónsul para hacer algunas verificaciones, quiere asegurarse de que todo está en orden, no vaya a ser que mañana hayan desaparecido documentos de identificación u objetos personales de la víctima y tengamos un lío de tres pares de cojones con la familia. Lo de los «tres pares de cojones» lo improvisé. Me sonó extraño incluso a mí. Sólo uso esas expresiones cuando ando muy cabreado. Y no era el caso. Pero creí que era una manera de ganarme al agente. Y, a tenor de los resultados, funcionó.
El ropero rubio cogió el comprobante. Lo leyó. Y me hizo una seña con la nariz indicando una puerta cerrada que estaba frente a nosotros. Cuando Santa Ana intentó seguirme adentro, lo interpeló una voz abisal con acento que me puso los pelos de punta, usted, no, amigo, sólo él. Dejé al forense protestando en la entrada y encendí la luz de la sala. No era de extrañar que a aquel lugar lo llamaran «la nevera». Hacía un frío de pelarse. Sentí cómo se me contraían los músculos de la espalda. Claro que también el ambiente hacía lo suyo. Era un cuarto cuadrado de paredes blancas y techos altos. Una de las paredes estaba llena de estantes con frascos de cristal y aparatos quirúrgicos. Dentro de los recipientes nadaban repugnantes pedazos de cuerpo humano. Una mano, un brazo, una pierna cercenada debajo de la rodilla. Me pareció haber entrado a uno de esos laboratorios de las películas. No quise mirar más, no fuera que me topase con un feto. Eso sí que no hubiese podido soportarlo. Habría salido de allí echando leches. Y lo de «echar leches» ahora sí tendría sentido. Estaba cabreado. Conmigo. Maldije la hora en que se me ocurrió aceptar el caso.
En la pared contraria al museo de los horrores había un armario muy ancho con gavetas. Allí, pensé, meterían los cadáveres. No me podía creer que fuera a pasarme media hora abriendo ataúdes y destocando sábanas. Por suerte, había un cajón abierto. Y una camilla en medio de la sala. Un cuerpo yacía tendido con una fina sábana azul encima. En una silla, a un lado, descansaba un esmoquin, doblado cuidadosamente. Y apoyada en la silla, la caja de un violín. Tiende a creerse que un detective ha de estar curado de espanto ante la muerte. Que permanece entero e impasible ante la visión de un cadáver. Un detective no sé. Pero yo no. El mero hecho de contemplar los restos de quien, igual que uno, se levanta al alba para afeitarse, se ducha y marcha a su trabajo, de quien compra en el supermercado, de quien conduce un coche, de quien, alguna vez, seguro que ha amado a alguien, y ha estado, pues, furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto y vivo, carajo, sobre todo, vivo, a mí me mortifica. Se me encoge el estómago. Me rechina el cuerpo cuando tengo que enfrentarme a ese espectáculo. Me da igual no conocer al muerto. Me da igual que fuera un desalmado. Siento hacia él una inmensa simpatía, un intenso respeto. El cuarto de hora que pasé junto a Aaron Schulman fue decisivo en aquel caso. No tanto por lo que descubrí, sino por lo que me prometí —y prometí al cadáver del violinista— descubrir a partir de esa noche.