El año 1990 concluyó en la confusión más absoluta.
Sólo una cosa estaba clara: presenté mi dimisión. La compañía Yumimoto pronto tendría que prescindir de mis valiosos servicios.
Me hubiera encantado poder dimitir también de mi boda. Por desgracia, la gentileza de Rinri resultaba cada vez más desarmante.
Una noche, escuché una voz interior que me decía: «Recuerda la lección de Kumotori Yama. Cuando Yamamba te tenía prisionera, encontraste la solución: la huida. ¿No consigues salvarte a través de la palabra? Sálvate por piernas».
Cuando se trata de huir de un país, las piernas adquieren la forma de un avión: disimuladamente, compré un billete Tokio-Bruselas. Sólo de ida.
—Ida y vuelta es más barato —dijo la vendedora.
—Sólo ida —insistí.
La libertad no tiene precio.
Era en esa época, no tan lejana, en que el billete electrónico no existía: el billete de avión, de cartón, plastificado, como una realidad palpable en el fondo del bolso o del bolsillo, al que la mano acudía treinta veces al día para comprobar que permanecía ahí. El inconveniente era que, si lo perdías, obtener un duplicado adquiría tintes de milagro. Pero no existía ningún riesgo de que perdiera aquel símbolo de mi libertad.
Al estar su familia en Nagoya, pasé con Rinri, en el castillo de hormigón, los tres días de año nuevo que son los únicos en Japón en los que está realmente prohibido trabajar. Esto alcanza incluso a la prohibición de cocinar: su madre había llenado las tradicionales cajas lacadas con alimentos fríos destinados al consumo de esos tres días festivos: pasta de alforfón, judías caramelizadas, pastel de arroz y otras cosas raras que entraban más por los ojos que por la boca.
—No te sientas obligada a comer eso —decía Rinri, que, sin vergüenza, se cocía unos espaguetis.
No me sentía obligada: no era muy bueno, pero sentía fascinación por el estallido de las judías relucientes de caramelo reflejándose sobre el intenso negro de la laca. Las cogía una por una con los palillos, manteniendo la caja cuadrada a la altura de la vista con el fin de no perderme ni un ápice del espectáculo.
Gracias al billete de avión escondido, aquellos días fueron una delicia. Miraba a aquel chico con una benévola curiosidad: así que era él, el joven con el que había sido feliz durante dos años seguidos y del que me disponía a huir. Qué historia más singular, qué absurdo despilfarro: ¿acaso no tenía la más hermosa nuca que pudiera imaginarse, los modales más exquisitos, acaso no me sentía realmente bien en su compañía, a la vez intrigada y cómoda, lo que debía de representar un ideal de vida en común?
¿Acaso no pertenecía a ese país al que más amaba? ¿Acaso no era la única prueba de que la adorada isla no me rechazaba? ¿Acaso no me ofrecía el modo más simple y más legal de adquirir la fabulosa nacionalidad?
Y, finalmente, ¿acaso no experimentaba hacia él un sentimiento auténtico? Sí, por supuesto. Le quería mucho y aquel mucho, para mí, constituía una novedad. Sin embargo, era la presencia de un adverbio en ese enunciado lo que me convencía de la urgencia de partir.
Bastaba con que, en mi cabeza, creara la ficción de destruir el billete de avión y mi tierna amistad con Rinri se transformaba en un hostil espanto. Por el contrario, bastaba con que palpara su papel satinado en mi bolso para sentir en mi corazón una desatada mezcla de júbilo y culpabilidad que, sin serlo, se parecía mucho al amor, como la música sacra contamina el alma de un impulso que, sin serlo, se asemeja a la fe.
A veces me tomaba en brazos sin decirme nada. No le deseo ni a mi peor enemigo lo que sentía en esos momentos. Y no existía ningún momento en el que Rinri tuviera un comportamiento indigno, vulgar o mezquino. Instantes así me habrían ayudado.
—En el fondo, no hay nada malo en ti —dije.
Se calló sorprendido y acabó por preguntarme si se trataba de una pregunta. Me pareció una respuesta edificante.
Había dado en la diana: era porque no había nada malo en él por lo que le quería así. Sentía sólo amor por él porque era ajeno al mal. Sin embargo, el mal no me gusta. Pero un plato sólo puede ser sublime si contiene un toque de vinagre. La Novena de Beethoven sería insoportable para los oídos si no comportara desesperadas dudas. Jesús no inspiraría tanto a los hombre si, en ocasiones, no profiriera palabras próximas al odio.
Aquel pensamiento me recordó otro:
—¿Sigues siendo el samurai Jesús?
Rinri me respondió con una formidable ingenuidad.
—Ah, sí. Ya no me acordaba.
—¿Lo eres o no lo eres?
—Sí —dijo, como si dijera que era estudiante.
—¿Tienes pruebas?
Se encogió de hombros como era habitual en él y prosiguió:
—Estoy leyendo un libro sobre Ramsés II. Esa civilización me apasiona. Tengo ganas de ser egipcio.
Comprendí lo muy japonés que era: tenía esa sincera y profunda curiosidad por todos los fenómenos culturales extranjeros. Ésa es la razón por la que encontramos nipones especialistas en la lengua bretona del siglo XII y del tema del rapé en la pintura flamenca. Me equivocaba al ver una identificación en las vocaciones sucesivas de Rinri: se interesaba por los demás, eso es todo.
El 9 de enero de 1991, le anuncié a mi novio que a la mañana siguiente me marchaba a Bruselas. Lo dije con la misma frivolidad con que hubiera dicho que salía a comprar el periódico.
—¿Qué vas a hacer en Bélgica? —preguntó Rinri.
—Ver a mi hermana y a algunos amigos.
—¿Cuándo regresas?
—No lo sé. Pronto.
—¿Quieres que te lleve al aeropuerto?
—Eres muy amable. Ya me las arreglaré.
Insistió. El 10 de enero, por última vez, el Mercedes blanco me esperaba delante de mi casa.
—¡Qué maleta más enorme y pesada! —dijo el chico al ponerla en el maletero.
—Regalos —comenté.
Me llevaba todas mis cosas.
En Narita, le pedí que se fuera enseguida.
—Me horrorizan las despedidas en los aeropuertos.
Me dio un beso y se marchó. En el momento en que desapareció, el nudo de mi garganta se desató, mi corazón se dilató y mi pena dejó su lugar a una extraordinaria alegría.
Me reí. Me llamé de todo a mí misma, me dediqué todos los insultos que merecía, pero eso no me impedía reír de alivio.
Sabía que debería haberme sentido triste, avergonzada, etc. No lo conseguía.
En el mostrador de facturación, pedí un asiento de ventanilla.