Después de una aventura así, lo terrible es que la vida continúa. Al día siguiente, en clase, deseaba contarlo todo. Pero a los estudiantes no les importaba lo más mínimo, sólo pensaban en las inminentes vacaciones: una semana más y se marcharían a Hawai.

El Mercedes blanco me esperaba a la salida.

—¡Si supieras lo que me ha pasado!

—¿Vamos a comer fideos chinos? Me muero de hambre.

Delante de mi cuenco, intentaba desesperadamente evocar el bosque de bambús nevados, la tormenta, la noche en los dominios de Yamamba, las horas que había corrido por la montaña, mi encuentro cara a cara con el monte Fuji, en ese momento Rinri se echó a reír al verme abrir exageradamente los brazos para mostrarle las dimensiones del volcán. Existe una imposibilidad técnica de contar lo sublime. O no eres interesante, o resultas cómico.

Rinri me cogió la mano.

—¿Pasas la Navidad conmigo? —me preguntó.

—De acuerdo.

—Del 23 al 26, te llevo de viaje.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás. Llévate ropa caliente. No, para tu tranquilidad, no vamos a la montaña.

—¿La Navidad es importante para ti?

—No. Pero ésta sí, porque estaré contigo.

Última semana del curso. Pronto dejaría de pertenecer a la especie estudiantil. Había superado las pruebas. A principios del año siguiente, entraría en una de las mayores compañías japonesas. El porvenir se anunciaba bien.

Una estudiante canadiense me preguntó si iba a casarme con Rinri.

—No tengo ni idea.

—Ve con cuidado. Estas uniones producen niños atroces.

—¿Qué dices? Los euroasiáticos son magníficos.

—Pero odiosos. Tengo una amiga que se ha casado con un japonés. Tiene dos hijos, seis y cuatro años. Llaman a su madre pipí y a su padre caca.

Me reí.

—Quizás tengan sus razones —dije.

—¿Cómo te puedes reír de algo así? ¿Y si te ocurriera a ti?

—No pienso tener hijos.

—Ah, ¿por qué? Eso no es normal.

Me marché tarareando mentalmente la canción de Brassens: «No, a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe».

El 23 de diciembre por la mañana, el Mercedes blanco esperaba bajo un cielo gris oscuro. El camino fue largo, desagradable y deprimente, ya que Japón también puede ser un país ordinario.

—Sé que ya lo veré, pero ¿adónde vamos?

—Sea lo que sea lo que presagia el paisaje, no te sentirás decepcionada.

«¡Cuánto camino recorrido desde huggghhh!», pensé. Sin duda, era imposible hacer buenos francófonos sin romper huevos.

De repente, el mar.

—El mar de Japón —dijo Rinri ceremoniosamente.

—Ya lo había visto cuando era pequeña, en Tottori. Estuve a punto de ahogarme.

—Estás viva —concluyó el chico para excusar al mar sagrado.

Aparcó el coche en el puerto de Niigata.

—Tomamos el barco para la isla de Sado.

Salté de alegría. Siempre había soñado con visitar aquella isla, famosa por su belleza y su lado salvaje. Del maletero, Rinri retiró un cofre del tamaño de un baúl. La travesía me pareció glacial e interminable.

—El mar de Japón es un mar viril —dijo Rinri.

Era un comentario que ya había escuchado en numerosas ocasiones de bocas niponas y que no había rebatido, tan profunda era la perplejidad en la que me sumía. Mi imaginario más primitivo buscaba los pelos de barba al salir de las olas.

El barco nos dejó en la isla, donde el rudimentario puerto contrastaba con el de Niigata. Un autocar de los años sesenta nos condujo hasta una antigua y amplia posada, a media hora de camino. Aquella ryokan estaba situada en el centro de la isla: se escuchaba el mar más que se lo distinguía. Alrededor, sólo naturaleza casi virgen.

Se puso a nevar. Exultante, propuse dar un paseo.

—Mañana —respondió Rinri—. Son las cuatro, el camino me ha agotado.

Sin duda quería aprovechar el lujo de la posada, y yo no pude contradecirlo. Las magníficas habitaciones tradicionales embalsamaban el tatami fresco, y cada una tenía su inmensa bañera zen, que se llenaba de un modo constante a través de un bambú que iba vertiendo agua hirviendo en su interior. Para evitar que desbordara, la piedra del baño estaba perforada con un orificio sobre el cual el ideograma de la hacina de heno en llamas significaba la nada.

—¡Metafísica! —exclamé.

Tras enjabonarnos y lavarnos en el baño según el ritual, Rinri y yo nos instalamos en aquella increíble bañera con la intención de no salir jamás.

—Parece que también hay un furo todavía más famoso en las zonas comunes del hotel —dijo.

—No creo que sea mejor que el de las habitaciones —respondí.

—No lo creas. Es diez veces más grande que éste, reabastecido por una red de bambús y a cielo abierto.

Ganó el último argumento. Insistí para que fuéramos. No había nadie: menos mal, ya que, según la antigua usanza, los sexos no estaban separados.

Permanecer desnudos en un baño caliente bajo los copos de nieve: grité de éxtasis. Placer, en aquella sauna, de sentir caer los helados cristales sobre la cabeza.

Media hora más tarde, Rinri salió del furo y volvió a ponerse su yukata.

—¿Ya estás? —me indigné.

—No es bueno para la salud permanecer demasiado tiempo. Ven.

—Ni hablar. Me quedo.

—Como quieras. Yo vuelvo a la habitación. No tardes.

Encantada de tener el camino libre, adopté la postura del muerto, con el objeto de que todo mi cuerpo viviera el milagroso momento del encuentro con el helado elemento: resultaba exquisito ser lapidada al sorbete, y más aún teniendo en cuenta que mi lado cruz marinaba en agua humeante.

Por desgracia, mi soledad no duró demasiado: un hombre mayor de la intendencia del hotel se acercó a barrer las inmediaciones del baño. Inmediatamente, replegué mi desnudez bajo las aguas, que enturbié agitando los brazos y las piernas para convertirlas en un vestido.

Pequeño y delgado como un arbusto, el octogenario parecía no haber salido nunca de la isla. Con su escoba de ramillas, limpió concienzudamente las inmediaciones del baño. Su rostro impasible me tranquilizó. Pero cuando lo hubo barrido todo, volvió a empezar. Además, ¿no resultaba sospechoso que hubiera esperado a que Rinri se marchara para empezar su faena?

Observé que el anciano limpiaba los copos que, lentamente, se depositaban alrededor del furo. Sin embargo, seguramente iba a nevar durante un rato: no habíamos salido de la posada. En efecto, no podría salir del agua mientras él estuviera allí: entre que saliera y el momento en el que atrapara mi yukata, habría un instante en el que estaría irremediablemente desnuda.

También es cierto que no corría ningún riesgo. Vestido, mi viejo insular debía de pesar cuarenta y cinco kilos y su edad lo hacía todavía menos peligroso. No por ello la situación dejaba de resultar desagradable. Mis brazos y mis piernas se cansaban. Su trabajo dejaba mucho que desear y la opacidad del baño no estaba garantizada. Como si nada, el tatarabuelo debía de encontrar el espectáculo del más alto interés.

Decidí desconcertarlo increpándolo. Con la barbilla, le mostré su escoba y le declaré con brusquedad:

—Iranai!

Lo que, en lengua común, significaba: «¡No es necesario!».

Dijo que no entendía inglés. Aquella respuesta certificó la mala voluntad del personaje y ya no dudé de su perversidad.

Sin embargo, todavía no había tocado fondo: lo peor fue cuando sentí en mí los síntomas que presagian el desmayo. Rinri estaba en lo cierto, no había que permanecer demasiado tiempo en aquel ardiente escabeche. Sin que me diera cuenta, mis fuerzas se habían licuado. Vislumbré la cercanía del momento en el que, irremediablemente, me desmayaría en el furo y, con el pretexto de salvarme, el anciano podría hacer lo que quisiera conmigo. Pánico.

Además, la que precede el desmayo es una fase atroz. Como si diez millones de hormigas invadieran el interior de mi cuerpo y transformaran mis entrañas en náusea. Eso va acompañado de una debilidad indescriptible. Amélie, sal de ahí mientras puedas, o sea: ya. Te verá desnuda, qué más da, podría ser mucho más grave.

El viejo barrendero vio surgir del agua una pálida tromba que se lanzó sobre la yukata, se envolvió en ella y salió pitando de allí. Galopé hasta la habitación en la que Rinri me vio rodar cuesta abajo para, inmediatamente, derrumbarme sobre el futón. Recuerdo que en el momento en que me autoricé a mí misma desmayarme, tuve el instinto de mirar la hora y leer 18:46. Luego caí en un pozo sin fondo.

Viajé. Exploraba la corte de Kioto en el siglo XVII. Una comitiva de aristócratas de ambos sexos, suntuosamente vestidos con kimonos morados, adornaba las colinas. Se separaba del grupo una dama con mangas de cortesana, quizás Lady Murasaki, que, con el acompañamiento de un koto, entonaba una oda a la gloria de las noches de Nagasaki, sin duda para enriquecer la rima.

Aquellas actividades se extendieron a lo largo de varias décadas. Tuve tiempo de sobra para instalarme en ese pasado nipón en el que ejercí la envidiada profesión de catadora de sake. Ser copera mayor en Kioto era una situación que no pensaba abandonar hasta que fui brutalmente reclamada por el 23 de diciembre de 1989. El reloj marcaba 19:10. ¿Cómo había podido vivir todo aquello en tan sólo veinticuatro minutos?

Rinri había respetado mi desmayo. Sentado a mi lado, me preguntó qué había ocurrido. Le hablé del siglo XVII; me escuchó con educación y luego retomó:

—Sí, pero ¿y antes?

Recordé y, en un tono menos poético, le conté lo del anciano pervertido acercándose a espiar, con la excusa de barrer, a la desnuda Blanca.

Rinri aplaudió y se echó a reír.

—¡Me encanta esa historia! Me la contarás a menudo.

Aquella reacción me desconcertó. Si había esperado un poco de indignación, había perdido el tiempo: encantado, Rinri reproducía como un mimo la escena, se acercaba exageradamente encorvado como un viejo montón de escombros con una escoba imaginaria, lanzando perversas miradas hacia el baño; luego me imitaba gesticulando y diciendo «Iranai», y, a continuación, respondía con voz temblorosa que no entendía inglés, todo ello riendo. Le interrumpí con un comentario:

—La isla lleva bien su nombre.

Su hilaridad se redobló. El juego de palabras funcionaba todavía mejor en japonés, idioma en el que el nombre del Divino Marqués se pronunciaba Sado.

Llamaron a la puerta.

—¿Lista para el festín? —preguntó Rinri.

Se abrió el cuarterón corredero y aparecieron dos encantadoras chicas de provincia para instalar las mesitas bajas que cubrieron de delicados manjares.

Frente a aquel kaiseki, ya no tuve el más mínimo pensamiento para el anciano indigno e hice los honores. Nos sirvieron varios sakes distintos: comprendí el carácter premonitorio de mi sueño de desmayo y esperé la continuación con curiosidad.

A la mañana siguiente, la isla de Sado se despertó cubierta de nieve.

Rinri me llevó hasta la orilla situada más al norte:

—¿Ves aquello? —dijo señalando un punto del horizonte marino—. Se adivina Vladivostok.

Admiraba su imaginación. Pero tenía razón: la única tierra imaginable más allá de aquellas penitenciarias nubes era Siberia.

—¿Damos la vuelta a la isla a pie? —sugerí.

—No te das cuenta: sería muy largo.

—Venga, es tan raro ver una orilla cubierta de nieve.

—En Japón no.

Tras cuatro horas de paseo con el viento del mar, convertida en cubito ambulante, me di por vencida.

—Mejor —dijo Rinri—. Para completar la isla, todavía nos quedaban unas diez horas, eso sin contar el regreso hasta el albergue, que está en el centro de Sado.

—Propongo que tomemos el camino más corto —murmuré desde mis labios azules.

—En ese caso, dentro de dos horas estaremos en nuestra habitación.

El interior de aquellas tierras resultó ser infinitamente más hermoso y sorprendente que la costa. El colofón fueron los inmensos campos de caquis nevados: por una extrañeza de la naturaleza, los ébanos del Japón, que, como todos los frutales, pierden su hoja en invierno, no pierden jamás sus frutos, incluso cuando han superado el estado de madurez. En casos extremos, los árboles vivos llevan sus frutos muertos, evocando un descenso de la cruz. Pero la hora de los cadáveres aún no había llegado y tuve el privilegio de contemplar los más asombrosos árboles de Navidad: aquellos ébanos negros y desnudos, cargados de caquis maduros a pedir de boca, sobre el naranja encima del cual la nieve formaba una luminosa corona.

Un solo árbol ornamentado así habría bastado para exaltarme. Vi ejércitos enteros, erguidos en las desiertas praderas; la cabeza me daba vueltas tanto de admiración como de deseo, ya que los caquis en su punto son una de mis delicias preferidas. Por desgracia, por más que salté, no pude alcanzar ninguno.

«Hechizo para los ojos —pensé—. No siempre hay que querer comerlo todo». Este último argumento no me convenció.

—Ven —dijo Rinri—, hace un frío de muerte.

En el albergue, se ausentó. Tomé un baño corto y me derrumbé sobre el futón. Dormida, no lo vi entrar. Cuando me despertó, eran las siete. Las damas no tardaron en traernos el festín.

Se produjo un incidente alimentario. Trajeron pequeños pulpos vivos. Conocía el principio y ya había pasado por esa desagradable experiencia: se trata de comer pescado o frutos de mar en el instante mismo en que acaban de matarlos delante de ti, para así garantizar su frescor. No podía contar el número de filetes de dorada todavía estremecidos que había tenido en la boca, mientras un satisfecho restaurador me miraba diciendo: «Está vivo, ¿verdad? ¿Siente el sabor de la vida?». Nunca me ha parecido que ese sabor justificara semejante práctica bárbara.

Cuando vi aquellos pulpos, me sentí doblemente desolada: en primer lugar porque no hay nada tan encantador como esos animalitos con tentáculos, y luego porque nunca me ha gustado el pulpo crudo. Pero habría sido de mala educación rechazar un plato.

En el momento del asesinato, miré para otro lado. Una de las damas depositó la primera víctima en mi plato. Aquel pequeño pulpo, hermoso como un tulipán, me rompió el corazón. «Mastica rápido, traga y di que no tienes más hambre», pensé.

Lo hundí en mi boca y traté de clavar los dientes. Ocurrió entonces una cosa atroz: los nervios todavía vivos del pulpo le exhortaron a resistir y el cadáver vengador atrapó mi lengua con todos sus tentáculos. Y no se volvió atrás. Grité hasta donde se puede gritar cuando tienes la lengua atrapada por un pulpo. Finalmente la saqué, con la intención de mostrar lo que me estaba ocurriendo: las damas se pusieron a reír. Intentaba desatar el animal con las manos: imposible, las ventosas se pegaban totalmente. Veía llegar el momento en el que me arrancaría la lengua.

Horrorizado, Rinri me miraba sin moverse. Por lo menos, sentía que alguien me comprendía. Gemí por la nariz con la esperanza de que las damas dejaran de reír. Una de las dos pareció pensar que la broma ya había durado lo suficiente y se acercó para clavar un palillo en un punto concreto de la anatomía de mi agresor, que me soltó en el acto. Si tan simple resultaba, ¿por qué no me había soltado antes? Contemplé en mi plato el pulpo escupido y pensé que, decididamente, el nombre de aquella isla le hacía justicia.

Cuando las damas lo hubieron recogido todo, Rinri me preguntó si me había recuperado de mis emociones. Le respondí riendo que aquélla era una Nochebuena de lo más extraña.

—Tengo un regalo para ti —dijo.

Y me trajo un pañuelo de seda verde jade, que envolvía un volumen importante.

—¿Qué hay en ese furoshiki?

—Ábrelo.

Desaté el pañuelo tradicional, no sin encontrar encantadora la costumbre de ofrecer los regalos de esa guisa, y solté un grito: el furoshiki estaba relleno de caquis a los que el invierno había conferido aspecto de gemas gigantescas.

—¿Cómo los has conseguido?

—Mientras dormías, regresé al campo y me subí a los árboles.

Le salté al cuello: ¡y yo que creía que desaparecía por motivos mafiosos!

—¿Puedes comerlos, por favor?

Nunca entendí por qué le gustaba tanto verme comer, pero procedí con alegría. ¡Y pensar que algunos asesinan pulpos cuando hay caquis maduros que devorar! Su pulpa exaltada por el hielo tenía el sabor de un sorbete de piedras preciosas. La nieve posee un aturdidor poder gastronómico: concentra rápidamente los jugos y afina los sabores. Funciona como una cocción de una milagrosa delicadeza.

En el séptimo cielo, saboreé los caquis uno tras otro, con los ojos empañados de placer. No me detuve hasta que se me acabó la munición. El pañuelo estaba vacío.

Rinri me miraba fijamente, jadeante. Le pregunté si el espectáculo le había gustado. Levantó el furoshiki inmaculado y me tendió el minúsculo estuche de gasa escondido debajo. Lo abrí con un temor que se justificó inmediatamente: un anillo de platino con una amatista incrustada.

—Tu padre se ha excedido —balbuceé.

—¿Quieres casarte conmigo?

—¿Crees que me queda un dedo libre? —respondí mostrándole mis manos cargadas de las obras de su padre.

Se lanzó entonces en una espiral aritmética, me explicó que si desplazaba el ónix al meñique, el circón al dedo corazón, el oro blanco al pulgar y el ópalo al índice, podría dejar libre el anular.

—Ingenioso —comenté.

—Bueno. No quieres —dijo.

—No he dicho eso. Somos tan jóvenes.

—No quieres —repitió con frialdad.

—Antes de la boda, existe un periodo llamado noviazgo.

—Deja de hablarme como a un marciano. Sé lo que es un noviazgo.

—¿No te parece una hermosa palabra?

—¿Hablas de noviazgo porque es una hermosa palabra o porque rechazas casarte conmigo?

—Simplemente quiero que las cosas transcurran en el orden correcto.

—¿Por qué?

—Tengo principios —me escuché decir a mí misma con estupefacción.

Los japoneses respetan mucho este tipo de argumentos.

—¿Cuánto tiempo duran los noviazgos? —preguntó Rinri, como si quisiera informarse del reglamento.

—No es algo fijo.

La respuesta pareció desagradarle.

—Noviazgo tiene por etimología la palabra fe —añadí para defender mi causa—. El novio es el que entrega su fe a otro. Es bonito, ¿verdad? Mientras que el significado de la palabra matrimonio es de una banalidad infinita, a imagen y semejanza del contrato que lleva su nombre.

—Así pues, nunca querrás casarte conmigo —dedujo Rinri.

—No he dicho eso —dije, consciente de haber ido demasiado lejos.

Se produjo un silencio incómodo que acabé rompiendo:

—Acepto tu alianza de noviazgo.

Operó sobre mis tres góticos dedos de entonces las rotaciones que ya había anunciado y deslizó, en el anular liberado, la amatista prisionera del platino.

—¿Sabías que los antiguos atribuían a la amatista la propiedad de curar la ebriedad?

—Pues me vendría bien —dijo Rinri, que volvía a sentirse muy enamorado.

Unas horas más tarde, se durmió y yo inicié mi insomnio. Cuando volvía a pensar en la petición de matrimonio de Rinri, tenía la impresión de revivir el momento en el que los tentáculos del pulpo muerto me habían atrapado la lengua. Esa desagradable asociación de ideas no tenía nada que ver con la casi simultaneidad de ambos episodios. Intentaba tranquilizarme repitiéndome que había conseguido librarme de la opresión de las ventosas y aplazar sine díe la amenaza matrimonial.

Por otra parte, estaba el asunto de los caquis. Eva, en el edén, no consiguió coger el fruto deseado. El nuevo Adán había aprendido la galantería de ir a buscarle un cargamento y la miró comer con ternura. La nueva Eva, egoísta en su pecado, ni siquiera le ofreció un bocado.

Me gustaba mucho ese remake, que se me antojaba más civilizado que el clásico. Sin embargo, el final de la historia se ensombrecía con una petición de matrimonio. ¿Por qué era necesario que el placer siempre se pagara? ¿Y por qué el precio de la voluptuosidad era, inevitablemente, la pérdida de la levedad original?

Después de horas de reflexión sobre aquella sesuda cuestión, acabé por encontrar un poco de sueño. Mi sueño fue previsible: en una iglesia, un sacerdote me casaba con un pulpo gigante. Me pasaba el anillo por el dedo y yo enfilaba un anillo en cada tentáculo. El hombre de Dios decía:

—Puede besar a la novia.

El pulpo tomaba mi lengua en su orificio bucal y ya no la soltaba.