Rinri y yo teníamos una película fetiche: Tampopo, del cineasta Juzo Itami, que cuenta las aventuras de una joven viuda que recorre los bajos fondos japoneses buscando la mejor receta de sopa de fideos. Es una de las películas más divertidas, más paródicas y más deliciosas que existen.
La habíamos visto juntos muchas veces y, a menudo, intentábamos reproducir alguna de sus escenas.
Ir al cine en Tokio es una experiencia desconcertante. A priori, no difería demasiado de la europea o americana. La gente se instalaba en amplias y confortables salas, la sesión empezaba, trailers, anuncios, algunos iban al servicio, aunque para conservar su sitio dejaban ostensiblemente su cartera sobre el asiento. Supongo que, a su regreso, no faltaba ni un yen.
Ninguna mojigatería en la selección de películas, las cosas más crudas desfilaban por las pantallas sin precauciones ni avisos de no recomendadas: los japoneses no son gazmoños. Sin embargo, cuando una mujer aparecía desnuda, su pubis se ocultaba con una nube: mientras que el sexo no causaba ningún inconveniente, las pilosidades indisponían.
Las reacciones del público eran una fuente de sorpresas. Una sala proyectaba Ben Hur: a mi pasión por los péplums se añadió la curiosidad de volver a ver uno en Tokio. Iría con Rinri. Los diálogos entre Ben Hur y Mesala, subtitulados en japonés, me encantaban —pensándolo bien, no eran más absurdos en nipón que en americano—. Una de las escenas muestra el nacimiento de Cristo con, en el cielo, luces divinas que atraen a los Reyes Magos. Detrás de mí, oí a una familia maravillada que gritaba: «¡OVNI! ¡OVNI!». Aparentemente, la intervención de ovnis en ese mundo judeo-romano no les perturbaba lo más mínimo.
Rinri me llevó a ver una vieja película de guerra, Tora! Tora! Tora! Era una pequeña sala excéntrica, el público no era convencional. Eso no impidió que, en la famosa escena del bombardeo de Pearl Harbour por el ejército nipón, la mayoría de los espectadores aplaudiera. Le pregunté a Rinri por qué había querido que viera aquello.
—Es una de las películas de ficción más poéticas que conozco —me respondió con la mayor seriedad del mundo.
No insistí. Este chico nunca se cansaba de desorientarme.
En noviembre llegó a las carteleras de Tokio la película Las amistades peligrosas, del inglés Stephen Frears. La adaptación de una de mis novelas preferidas por uno de mis cineastas preferidos era motivo más que suficiente para atraerme. Rinri no había leído el libro e ignoraba de qué trataba. La noche del estreno, la sala estaba llena. El público de Tokio, al que tan a menudo había oído morirse de risa en las películas violentas, se quedó pasmado de horror ante la marquesa de Merteuil. Por mi parte, yo sentí tal exultación de principio a fin que me resultó muy difícil reprimir un grito de éxtasis. Era demasiado buena.
Al abandonar la sala, colmada de entusiasmo, me di cuenta de que Rinri estaba llorando. Le interrogué con la mirada.
—Pobre mujer… Pobre mujer… —repetía entre gemidos.
—¿Cuál?
—La buena.
Y entonces comprendí el fenómeno: Rinri se había pasado toda la película identificándose con Madame de Tourvel. No me atreví a preguntarle por qué: me asustaba demasiado su respuesta. Intenté sacarle de su delirante encarnación.
—No te impliques tanto. Esta película no habla de ti. ¿No te ha parecido terriblemente hermosa? La calidad de las imágenes y ese actor increíble que interpreta el papel protagonista…
Como orinarse en un shamisen. Durante una hora Rinri repitió convulsivamente, entre torrentes de lágrimas:
—Pobre mujer…
Nunca lo había visto, ni volví a verlo, así. «Por lo menos no se ha quedado indiferente», pensé.