Tres días más tarde, la realidad recuperó sus derechos. Abrí de nuevo las ventanas y los ojos se me quedaron de par en par.
—Rinri, ven a ver.
El jardín estaba devastado. El árbol de los vecinos se había derrumbado sobre el tejado de la casa, al que le faltaban tejas. Una pequeña falla agrietaba la tierra.
—Parece que Godzilla nos ha hecho una visita —comenté.
—Creo que el tifón ha sido más fuerte de lo previsto. Sin duda ha habido un terremoto.
Miraba al chico reprimiendo las ganas de reír. Él mostró una sonrisa sobria y rápida. Aprecié que fuera tan poco presuntuoso.
—Vayamos a borrar el rastro de nuestro paso por el dormitorio de mis padres —se limitó a decir.
—Te ayudo.
—Vístete, mejor. Llegarán dentro de un cuarto de hora.
Mientras él limpiaba las cuadras de Augias, yo me puse el más ligero de mis vestidos: hacía un calor asfixiante.
Con una eficacia admirable, y en un tiempo récord, Rinri devolvió al lugar su aspecto original y estuvo a mi lado para recibir a su familia.
Pronunciábamos las fórmulas al uso inclinándonos cuando, gritando de risa, los abuelos y la madre me señalaron con el dedo. Muerta de vergüenza, me inspeccioné de pies a cabeza, preguntándome qué tenía de especial, pero no vi nada.
Los ancianos se habían acercado y tocaban la piel de mis piernas mientras gritaban:
—Shiiroi ashi! Shiiroi ashi!
—Sí, mis piernas son blancas —balbuceé.
La madre sonrió e, irónicamente, me dijo:
—Aquí, cuando una chica lleva un vestido corto, se pone medias, sobre todo si sus piernas son tan pálidas.
—¿Medias con este calor? —exclamé.
—Sí, con este calor —respondió ella con voz afectada.
Educado, el padre cambió de tema de conversación mirando el jardín.
—Me esperaba que los destrozos fueran mayores. El tifón ha matado a decenas de personas en la costa. En Nagoya no hemos notado nada. ¿Y vosotros?
—Nada —dijo Rinri.
—Tú estás acostumbrado. Pero usted, Amélie, ¿no se ha asustado?
—No.
—Es usted una chica valiente.
Mientras la familia volvía a tomar posesión de sus penates, Rinri me acompañó a mi casa. A medida que nos alejábamos del castillo de hormigón, yo tenía la sensación de que me reencontraba con el mundo real. Durante siete días había vivido al margen del ruido de la ciudad, sin más vistas que un minúsculo jardín zen y un cuadro crepuscular de Nakagami. Había sido tratada como pocas princesas lo han sido. En comparación, Tokio me parecía familiar.
El tifón y el seísmo no habían dejado rastros perceptibles. Allí son algo corriente.
Las vacaciones habían terminado. Regresaba a mis clases de japonés.