Unos días más tarde, Rinri me anunció por teléfono que su familia se había marchado de viaje una semana. Me rogó que, durante ese periodo, me instalara en su casa.

Acepté con tanta curiosidad como aprensión: nunca había estado tantos días en su compañía.

Vino a buscarme a mí y mi hatillo. Muy intimidada, al llegar al castillo de hormigón pregunté:

—¿Dónde voy a dormir?

—Conmigo, en la cama de mis padres.

Protesté por semejante equivocación. Rinri procedió a su habitual encogimiento de hombros.

—¡La cama de tus padres, hay que ver!

—Mientras ellos no se enteren… —dijo él.

—Pero yo sí me entero.

—¿No querrás que durmamos en mi camita individual? Sería un infierno.

—¿No hay otra posibilidad?

—Sí. Dormir en la cama de mis abuelos.

El argumento ganó la partida. Teniendo en cuenta la repugnancia que me inspiraban sus antepasados, acepté con alivio dormir en la cama de sus padres.

Era un gigantesco colchón de agua. Veinte años atrás, estaban de moda este tipo de trampas. Uno experimentaba una admirable incomodidad.

—Interesante —observé—. Te invita a reflexionar sobre el más mínimo gesto.

—Parece que estemos en la piragua de la película Deliverance.

—Exacto. Aquí la liberación consiste en lograr salir.

Rinri, que había previsto menús excepcionales, se encerró en la cocina. Me paseé por el castillo de hormigón.

¿Por qué no podía librarme de la convicción de estar siendo vigilada por una cámara? La impresión de ojo invisible me acompañaba. Le hice muecas al techo, y luego a las paredes: no ocurrió nada. El enemigo era astuto y fingía no inmutarse ante mi mala conducta. Cuidado.

El chico me sorprendió sacándole la lengua a un cuadro contemporáneo.

—¿No te gusta la obra de Nakagami? —preguntó.

—Sí. Es magnífica —dije con un sincero entusiasmo por aquella tela de sublime oscuridad.

Rinri debió de concluir que los belgas sacaban la lengua a los cuadros que les conmovían.

Encima de la mesa, me esperaban los manjares deseados: espinacas con sésamo, tibio de huevos de codorniz al chiso, erizos de mar. Hice los honores, pero observé que él no probaba bocado:

—¿Ocurre algo?

—No me gustan estos platos.

—¿Y por qué los has preparado?

—Para ti. Me gusta verte comer.

—A mí también me gusta verte comer —dije cruzándome de brazos.

—Por favor, sigue comiendo, es tan hermoso.

—Me declaro en huelga de hambre hasta que pruebes tu comida.

Me sentía atormentada, no sólo por contrariarlo sino sobre todo por abstenerme de devorar aquellas maravillas, que atraían mi mirada como imanes.

Desolado, Rinri fue a la cocina y regresó con salami ítalo-americano y un bote de mayonesa. Pensé: «No, no será capaz». Y, sin embargo, sí lo fue: comió cada loncha de salami con un centímetro de mayonesa encima. ¿Venganza o provocación? Fingí indiferencia y seguí degustando aquellos delicados tesoros, mientras él gangueaba devorando aquella pesadilla. Al observar mi expresión petrificada, me preguntó con socarronería:

—¿No querías que comiera?

—Estoy encantada —mentí—. Cada uno come lo que prefiere, está muy bien.

—Tengo ganas de invitar a todos mis amigos para presentártelos. ¿Te parece bien?

Acepté. La velada se fijó para cinco días más tarde.

Eran las vacaciones. No salí para nada del castillo de hormigón. Rinri me trataba como a una princesa. En el salón, bajo el cuadro de Nakagami, él me había instalado un escritorio lacado. Nunca había garabateado en semejantes condiciones, que, por lo demás, no me convenían demasiado. Para crear, nada mejor que el material de bajo presupuesto, incluso de desecho. La laca desteñía en mis dedos y manchaba mi manuscrito.

Rinri me miraba con embobamiento; mi bolígrafo se ponía tenso. Entonces, con expresión suplicante, Rinri hacía el gesto de escribir, y yo comprendía que bastaba que me pusiera a escribir cualquier cosa para que se pusiera la mar de contento. Como el protagonista de El resplandor, escribí mil veces que me estaba volviendo loca. Pero no tenía ningún hacha a mano para completar la imitación.

Hasta entonces, la única forma de vida en pareja que había conocido había sido con mi hermana. Pero ella era mi doble hasta tal punto que no podía considerarse vida de pareja, más bien la existencia, exenta de búsqueda, de un ser perfecto.

Lo que experimentaba con Rinri era nuevo y se articulaba alrededor de la idea de compartir una encantadora incomodidad. Aquella vida en pareja se parecía al colchón de agua sobre el que dormíamos: pasado de moda, incómodo y divertido. Nuestro vínculo consistía en experimentar juntos un conmovedor malestar.

Cada vez que me decía guapa, Rinri lo interrumpía todo: fuera cual fuera, debía permanecer en una posición a la que nunca le faltaba un punto de extrañeza. Entonces el chico se ponía a caminar a mi alrededor soltando unos conmovidos «¡oh!». Yo no lo entendía. Un día entré en la cocina, donde él se afanaba. Me sentí tentada por un tomate y le hinqué el diente. Él gritó, yo creí que era uno de esos famosos casos de belleza repentina y no me moví. Me arrancó el tomate de la mano y dijo que aquella fruta corrompería mi tez. Viniendo de un devorador de salami-mayonesa, aquel comentario me pareció un disparate y recuperé el tomate. Él suspiró entre desesperados comentarios sobre la fugacidad de la palidez.

A veces sonaba el teléfono. Él descolgaba a la japonesa, o sea diciendo tan pocas cosas que resultaba sospechoso. Las conversaciones duraban diez segundos como máximo. Todavía no conocía esa costumbre nipona y de nuevo pensé que pertenecía a la Yakusa, como su inmaculado Mercedes me llevaba a suponer. Salía de compras en coche y regresaba dos horas más tarde con tres raíces de jengibre. Probablemente, aquellas compras eran la tapadera para un golpe. De hecho, gracias a su hermana, seguro que tenía vínculos con la mafia californiana.

Más tarde, cuando su inocencia estuvo fuera de toda duda, me enteré de que la verdad resultaba mucho más increíble: tardaba realmente dos horas en elegir tres raíces de jengibre.

El tiempo pasaba, aunque despacio. Yo era libre de salir, pero ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Aquella hierática estancia me fascinaba. Cuando Rinri se marchaba a sus misteriosas expediciones, me habría gustado aprovechar mi soledad para cometer algunas diabluras: daba vueltas por el castillo de hormigón, buscando la posibilidad, sin encontrarla, de hacer daño. Por puro cansancio, escribía.

Él regresaba. Yo lo recibía ceremoniosamente llamándolo Danasama (Excelencia, mi maestro). Él protestaba por su inferioridad prosternándose y calificándose a sí mismo de «tu esclavo». Después de nuestras monerías, me enseñaba lo que traía.

—Tres raíces de jengibre, ¡es magnífico! —me maravillaba yo.

Me veía participando en un coloquio sobre las esposas de grandes criminales. «¿Cómo supo que su novio era un jefe de la mafia?».

Intentaba descodificar sus comportamientos. Algunos eran realmente curiosos. Instalaba en medio del comedor una gran cubeta de bambú llena de arena. Alisaba su superficie y, con el pie, trazaba signos cabalísticos con la única ayuda de su pie descalzo.

Yo intentaba descifrar lo que escribía, pero, en un arranque de pudor, él lo borraba con el talón. Me parecía que aquello confirmaba la tesis del bandidaje. Fingiendo inocencia, le pregunté de qué iban aquellas caligrafías.

—Es para concentrarme —dijo.

—¿Concentrarte con vistas a qué?

—A nada. Uno siempre necesita estar concentrado.

Aquello no parecía funcionar: estaba perpetuamente en la luna. Acabó recordándome a alguien.

—Jesucristo, en el episodio de la mujer adúltera, traza signos en la tierra con el pie —dije.

—Ah —comentó con la profunda indiferencia que le inspiraba cualquier tema religioso (salvo la orden del Temple, a saber por qué).

—¿Sabes que sobre la cruz del suplicio los romanos habían inscrito, sobre el nombre de Jesús, INRI? Menos una, son las mismas letras de tu nombre.

Y le expliqué el acrónimo. Conseguí despertar su interés.

—¿Por qué tengo una letra más? —preguntó.

—Quizás porque no eres Jesucristo —le sugerí.

—O Jesucristo tenía una inicial de más. La R del principio podría ser la de rônin, el bandido samurai.

—¿Conoces muchas expresiones que mezclen japonés y latín? —pregunté con ironía.

—Si Jesucristo regresara hoy, no se conformaría con hablar sólo una lengua.

—Sí, pero no hablaría latín.

—¿Por qué no? Mezclaría las épocas.

—¿Y te parece que eso le convertiría en un rônin?

—Totalmente. Sobre todo cuando lo crucifican y dice: «¿Por qué me has abandonado?». Es una frase digna de un samurai sin maestro.

—Veo que dominas el tema. ¿Has leído la Biblia?

—No. Está en el libro Cómo convertirse en Templario.

Aquel título me hizo pensar que había llegado a tiempo.

—¿Hay un libro nipón que se titula así?

—Sí. Me has abierto los ojos. Soy el samurai Jesús.

—¿En qué te pareces a Jesucristo?

—Está por ver. Sólo tengo veinte años.

Me divirtió esa conclusión que le dejaba el campo libre.

Llegó el día de la cena con sus amigos. Desde la mañana, Rinri se excusó por tener que abandonarme y se exilió a la cocina.

Aparte de Hara y Masa, no sabía con quién iba a encontrarme. Ninguno de los dos parecía yakuza, pero Rinri tampoco. Los otros quizás tuvieran un físico más acorde con su oficio.

Medité largamente ante el inmenso cuadro de Nakagami. Para contemplar aquel oscuro esplendor, incluso la música más débil habría resultado molesta.

Hacia las seis de la tarde, vi a Rinri empapado en sudor emerger de sus cazuelas y poner los cubiertos en una larga mesa. Me ofrecí a ayudarle pero me lo prohibió. Luego fue a ducharse y regresó junto a mí. A las seis y cincuenta y cinco minutos, me anunció la llegada de los invitados.

—¿Los has oído? —pregunté.

—No. Los he invitado a las siete y cuarto. Eso significa que llegarán aquí a las siete.

A las siete en punto, un golpe de gong sintetizado confirmó tanta puntualidad. Once chicos esperaban detrás de la puerta, aunque no habían llegado juntos.

Rinri los hizo pasar, saludó brevemente y desapareció en la cocina. Hara y Masa me gratificaron con un movimiento de cabeza. Los nueve restantes se presentaron. El salón era justo lo bastante grande para que cupiéramos. Serví las cervezas que Rinri había preparado.

Todos me miraban en silencio. Yo intentaba dar conversación a los que ya conocía, en vano, y luego a los que todavía no conocía, peor todavía. Interiormente, imploré a Rinri que pasáramos a la mesa con el fin de que su presencia disipara aquel malestar. Pero los preparativos no debían de haber terminado.

El mutismo resultaba tan pesado que me puse a monologar sobre el primer tema que se me pasó por la cabeza:

—Nunca habría pensado que a los japoneses les gustara tanto la cerveza. Esta noche he comprobado lo que muchas veces ya había observado: cuando os ofrecen una bebida, siempre elegís cerveza.

Me escuchaban con educación y no decían nada.

—¿Los japoneses bebían cerveza en el pasado?

—No lo sé —dijo Hara.

Los demás movieron la cabeza para confirmar su ignorancia. El silencio volvió a instalarse.

—En Bélgica también bebemos mucha cerveza.

Esperaba que Hasa y Masa se acordaran del regalo de nuestra cena anterior y lo comentaran, pero no fue así. Tuve que retomar la palabra y desembuché todo lo que sabía sobre las cervezas de mi país. Los once chicos se comportaron como si los hubieran invitado a una conferencia, escuchándome respetuosamente: temí que alguno fuera a sacar una libreta para tomar apuntes. Decir que me sentía ridícula es decir poco.

En el momento en que me callaba, la cosa volvía a empezar. Los once jóvenes parecían incómodos con el silencio: sin embargo, ninguno habría movido un dedo para ayudarme. A veces experimentaba su misma actitud, empujándolos hasta los últimos reductos de su mutismo; transcurrieron cinco minutos, reloj en mano, sin un palabra. Cuando todos habíamos alcanzado la cima del suplicio, retomé como buenamente pude:

—También está la Rodenbach, que es una cerveza roja. La llaman cerveza-vino.

Inmediatamente, respiraron mejor. Acabé deseando que me trataran como a una conferenciante de verdad y que me hicieran preguntas.

Cuando Rinri nos avisó para ir a la mesa, suspiré aliviada. Nos sentamos siguiendo una disposición oblonga cuyo centro ocupaba yo y me di cuenta de que no quedaba sitio para el maestro del lugar.

—Has olvidado poner un cubierto para ti —le murmuré.

—No.

Regresó inmediatamente a la cocina y no pude saber más.

Volvió con una bandeja de maravillas que depositó delante de nosotros: buñuelos de tagarnina, hojas de chiso rellenas de raíces de loto, habas confitadas a la sidra, minicangrejos fritos y listos para ser masticados enteritos. Una vez que nos hubo servido sake tibio a cada uno, desapareció y cerró la puerta de la cocina.

Entonces lo entendí: yo sería la única anfitriona de aquella cena. Rinri, igual que una esposa japonesa, se quedaría enclaustrado en el lugar reservado a los esclavos.

Aparentemente, yo era la única sorprendida, a no ser que la educación de los invitados les impidiera manifestar su sorpresa. Un elogioso murmullo saludó la delicadeza de los platos. Esperaba que, por lo menos, aquella excelente carne les soltara la lengua. Nada más lejos de la realidad. Cada manjar fue degustado en religioso silencio.

Yo aprobaba esa actitud. Siempre me ha parecido sorprendente la obligación de hablar mientras saboreas prodigios de la gastronomía. Pensando que, a fin de cuentas, Rinri me había salvado, me recogí y me relamí sin decir nada.

Tras aquel éxtasis alimentario, me di cuenta de que los comensales me miraban con una expresión un poco incómoda e interrogadora: parecían no entender por qué no me ocupaba de ellos. Decidí declararme en huelga de palabra. ¡Si deseaban hablar, que hablaran ellos! Después de mi conferencia sobre la cerveza belga, me había ganado aquella tregua y aquella comida. En lo que a oratoria se refiere, yo había terminado.

Rinri salió a recoger los platos vacíos y trajo a cada uno su cuenco lacado con caldo de orquídeas. Le felicité con fervor por su obra. Los demás habían asumido hasta tal punto su papel de esposa japonesa que se limitaron a una palabra elogiosa. El esclavo bajó la mirada con modestia y corrió a encerrarse en su ergástulo sin pronunciar palabra.

El caldo de orquídeas era tan hermoso como insípido. Después de contemplarlo, no había nada más que hacer. El silencio se volvió opresivo.

Fue entonces cuando Hara me dijo algo increíble:

—Nos habíamos quedado en la cerveza-vino.

Mi cuchara se inmovilizó en el aire y comprendí: me empujaba a retomar mi conferencia. Para ser más exactos, se había decretado que aquella noche yo era la conversacionista.

Los nipones han inventado un oficio formidable: dar conversación. Han observado que la plaga de las cenas es el engorroso deber de la palabra. En la Edad Media, durante los banquetes imperiales, todo el mundo callaba y estaba muy bien así. En el siglo XIX, el descubrimiento de las costumbres occidentales incitó a la gente distinguida a hablar en la mesa. Enseguida descubrieron el aburrimiento de semejante esfuerzo, que, durante un tiempo, se reservó a las geishas. Éstas no tardaron en ser cada vez más raras y el ingenio japonés encontró una solución inmediata creando el oficio del conversacionista.

Antes de cada misión, el conversacionista recibe un dossier que contiene un plano de la mesa y la identidad de los comensales. Le corresponde informarse sobre cada uno dentro de los límites de la conveniencia. Durante la comida, el conversacionista, provisto de un micrófono, da vueltas alrededor del festín diciendo: «El señor Toshiba, aquí presente, presidente de la famosa compañía, le diría probablemente al señor Sato, con quien compartió promoción en el colegio, que ha cambiado un poco desde esa época. Y éste le respondería que la práctica intensiva del golf ayuda a mantener la forma, como comentó el mes pasado en el Asahi Shimbun . Y el señor Horié le sugeriría que, en adelante, aceptara más bien las entrevistas del Mainichi Shimbun , en el que ejerce las funciones de redactor jefe…».

Aquel blablablá, ciertamente poco interesante, pero no menos que el de nuestras cenas occidentales, comporta la incontestable ventaja de permitir a los invitados comer en paz sin tener que esforzarse en hablar. Lo más sorprendente es que escuchan al conversacionista.

—Se sigue fabricando en Bruselas una cerveza artesanal… —dije.

Vuelta a empezar. Los amigos de Rinri enseguida mostraron signos de satisfacción. La siembra de la cerveza mediante levaduras naturales les apasionó, y más teniendo en cuenta que había habido una interrupción. En mi fuero interno, lamenté no estar sindicada: era una conversacionista sin salario, y para colmo de los colmos no había recibido ningún dossier sobre aquella gente, así que ¿cómo iba a ejercer mi profesión en semejantes condiciones?

Sin embargo, la ejercí con coraje, no sin reservarle a Rinri la debida oportunidad para vengarme. Él se llevó los cuencos de caldo de Cattleya y los sustituyó, para mi gran frustración, por unos boles de chawan mushi, y yo, que vendería a mis padres por ese flan de frutos de mar y champiñones negros al fumet de pescado que hay que comer ardiendo, supe que no podría probar ni un bocado porque estaba contando por qué la cerveza l’Orval es la única trapense que se toma a temperatura ambiente.

Era una versión belga de la Santa Cena, en la que un Cristo de los Países Bajos levantaba su cáliz, lleno no de vino sino de cerveza, y decía: Ésta es mi sangre, la sangre blanca de la Alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados, haréis esto en memoria de mi sacrificio, porque mientras vosotros devoráis vuestras vieiras, los hay que están currando, en cuanto al ausente número trece que se esconde detrás de sus fogones y que ni siquiera se atreve a darme el beso de Judas, la esperanza es lo último que se pierde.

El que había osado pretender ser el samurai Jesús trajo el postre, comida blanca al té de ceremonia del que no pude percibir el color, ya que estaba en plena perorata:

—Muchas de las cervezas de las que he hablado esta noche pueden adquirirse en Kinokunya y algunas incluso en el supermercado Azabu.

Fui agraciada con algo más que atronadores aplausos: me di cuenta de que estaban acabando su comida en una perfecta comodidad mental, mecidos por el ruido de fondo que les había proporcionado mi conferencia. Habían alcanzado esa saciedad de los sentidos que puede proporcionar un festín degustado en la más absoluta tranquilidad. No había sido inútil.

Luego Rinri nos rogó que pasáramos al salón y se unió a nosotros para el café. Desde su llegada, los invitados volvieron a ser jóvenes de veintiún años reunidos para pasar una velada en casa de su colega: se pusieron a parlotear con la mayor naturalidad del mundo, a reír, a escuchar a Freddy Mercury fumando, a tumbarse en el suelo con las piernas abiertas. Yo, que había tenido que enfrentarme al silencio de once bonzos de una rigidez sin fisuras, sentí que me invadía la desesperación.

Me derrumbé en un sofá, igual de KO que si me hubiera bebido todas las cervezas de las que había hablado, y no emití sonido alguno hasta que los invasores se hubieron marchado. Sentía deseos de estrangular a Rinri: ¡habría bastado que nos honrase con su presencia durante las tres horas precedentes para ahorrarme semejante prueba! ¿Cómo no iba a asesinarlo?

Cuando los intrusos se retiraron, respiré profundamente con el fin de mantener la calma.

—¿Por qué me has dejado sola con ellos durante tres horas?

—Para que os conocierais.

—Deberías haberme explicado las instrucciones de uso. Pese a mis esfuerzos, no han dicho palabra.

—Les has parecido muy divertida. Estoy contento: mis amigos te aprecian y la velada ha sido genial.

Desanimada, opté por callarme.

El chico debió de comprender, ya que acabó por decirme:

—Anuncian un tifón para este fin de semana. Estamos a viernes, mis padres regresan el lunes. Si quieres, bajo las persianas y ya no las subo hasta el lunes. Hago una barricada en la puerta. Nadie entra, nadie sale.

El plan me sedujo. Rinri levantó el puente levadizo y pulsó el interruptor que activaba las persianas. El mundo exterior dejó de existir.