—Mañana te llevo a la montaña —me anunció Rinri por teléfono—. Ponte las botas de excursión.

—No creo que sea una buena idea —dije.

—¿Por qué? ¿No te gusta la montaña?

—Soy una enamorada de la montaña.

—Entonces está decidido —zanjó él, indiferente a mis paradojas.

Apenas hubo colgado, sentí que me subía la fiebre: las montañas del mundo entero, y con mayor motivo las de Japón, ejercen sobre mí una alarmante seducción. Sin embargo, sabía que la aventura no estaría exenta de riesgos: superados los mil quinientos metros de altura, me convierto en otra persona.

El 11 de agosto, el Mercedes blanco me abrió su puerta.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Yo, que nunca he sido muy dotada para los ideogramas, siempre he podido leer el nombre de los lugares. Este don me resultó de lo más útil a lo largo de mis periplos nipones. Así, tras un largo recorrido por carretera, mis sospechas se confirmaron:

—¡El monte Fuji!

Era mi sueño. La tradición afirma que todo japonés debe subir al monte Fuji por lo menos una vez en su vida, so pena de no merecer tan prestigiosa nacionalidad. Yo, que deseaba ardientemente convertirme en nipona, veía en aquel ascenso una genial astucia identitaria. Y más teniendo en cuenta que la montaña era mi territorio, mi terreno.

Dejamos el coche en un gigantesco aparcamiento instalado sobre la planicie de lava, más allá de la cual ningún vehículo estaba autorizado a circular. La afluencia de coches me impresionó, ya que confirmaba la necesidad de la gente de acceder al título de japonés auténtico. No se trataba de un simple formalismo: se trataba de pasar del nivel del mar a una altura de 3776 metros en menos de un día, ya que sólo la cima y la base disponen de lugares en los que cobijar a los que allí pernoctan. Sin embargo, en aquel principio de ascenso, entre la abarrotada multitud había ancianos, niños, madres cargando a bebés, incluso me pareció ver a una mujer embarazada con aspecto de ir por el octavo mes. De lo que cabe deducir que la nacionalidad japonesa siempre tiene una connotación heroica.

Miré hacia arriba: conque eso era el monte Fuji. Por fin había encontrado un lugar desde el que no parecía imponente, por la sencilla razón de que no lo veías: su base. De no ser así, ese volcán es una sublime invención que puede verse desde casi todas partes, hasta el punto de que, en ocasiones, lo he confundido con un holograma. Desde Honshu, son innumerables los lugares con una vista soberbia del monte Fuji: sería más fácil contar los lugares desde los cuales no se ve. Si los nacionalistas hubieran querido crear un símbolo federalista, habrían construido el monte Fuji. Imposible contemplarlo sin experimentar el mítico hormigueo de lo sagrado: es demasiado hermoso, demasiado perfecto, demasiado ideal.

Salvo desde su base, lugar desde el cual era idéntico a cualquier otra montaña, una especie de bulto informe.

Rinri iba bien equipado: botas de escalador, un kit para explorar las estrellas, un piolet. Miró con conmiseración mis zapatillas deportivas y mis tejanos y se abstuvo de hacer ningún comentario, quizás para no hurgar más en la herida.

—¿Vamos? —dijo.

Lo estaba deseando, así que solté mis piernas, que no tardaron en embalarse. El sol señalaba el mediodía también en mi cabeza. Yo trepaba y trepaba, feliz de tener tanto que trepar. Los mil quinientos primeros metros fueron los más difíciles: la tierra era lava blanda donde se hundían los pies. Como suele decirse, había que echarle ganas. Todos las teníamos. El espectáculo de los ancianos que subían en fila india imponía respeto.

A partir de los mil quinientos metros, aquello se convirtió en una montaña de verdad, con piedras y tierras duras de pelar, entrecortada con zonas de guijarros ennegrecidos. Había alcanzado la altura en la que cambio de especie. Esperé a Rinri, que tan sólo estaba a doscientos metros de mí, y le cité en la cima.

Más tarde, me dijo:

—No sé lo que ocurrió en ese momento. Desapareciste.

Estaba en lo cierto. Más allá de los mil quinientos metros, desaparezco. Mi cuerpo se transforma en pura energía y en el tiempo que uno tarda en preguntarse dónde estoy, mis piernas ya me han llevado tan lejos que me he convertido en invisible. Otros tienen la misma propiedad, pero no conozco a nadie en quien resulte tan poco imaginable, ya que, de cerca, o de lejos, no es que me parezca demasiado a Zaratustra.

Y, sin embargo, en eso es en lo que me convierto. Una fuerza sobrehumana se apodera de mí y asciendo en línea recta hacia el sol. En mi cabeza resuenan himnos olímpicos no en el sentido deportivo sino mitológico. Comparado conmigo, Hércules es un joven achacoso. Y eso que sólo hablo de la rama griega de la familia. Nosotros, los mazdeístas, somos otra cosa.

Ser Zaratustra significa tener, en lugar de pies, dioses que devoran la montaña y la convierten en cielo, significa tener, en lugar de rodillas, catapultas que transforman el resto del cuerpo en puro proyectil. Significa tener, en lugar de vientre, un tambor de guerra y, en lugar de corazón, la percusión del triunfo, significa tener la cabeza habitada por una alegría tan espantosa que es necesaria una fuerza sobrehumana para soportarla, significa estar en posesión de todos los poderes del mundo por la única y auténtica razón de que los has convocado y puedes contenerlos en tu sangre, significa no tocar tierra por culpa de un diálogo cercano con el sol.

El destino, famoso por su sentido del humor, quiso que naciera belga. Ser originaria del país llano cuando uno pertenece al linaje zaratustriano constituye una broma que te condena a convertirte en agente doble.

Adelanté a hordas de japoneses. Algunos levantaban la nariz del suelo para ver pasar al bólido. Los ancianos decían: «Wakaimono» («joven cosa») a modo de explicación. Los jóvenes, en cambio, no tenían palabras.

Cuando hube adelantado a todos los caminantes, me di cuenta de que no estaba sola. Había otro Zaratustra entre los escaladores del día y parecía desear conocerme a toda costa: un militar americano con base en Okinawa que se había acercado para mirarme.

—Estaba empezando a pensar que era anormal —me dijo—, pero usted es una chica y sube igual que yo.

No quise contarle que, desde los inicios de la eternidad, habían existido zaratustrianos. No merecía pertenecer a tan noble linaje: hablaba demasiado y parecía insensible a lo sagrado. En todas las familias se producen estos errores hereditarios.

El paisaje se convirtió en sublime, intentaba abrir los ojos de mi primo americano sobre aquel esplendor. Se limitó a decir:

—Yeah, great country.

Me pareció intuir que habría manifestado un entusiasmo idéntico ante un plato de crepes.

Quise quitármelo de encima pasando a una velocidad superior. Por desgracia, se pegó a mí repitiendo:

—That’s a girl!

Era simpático, es decir, no zaratustriano de vía estrecha. Soñaba con quedarme sola de nuevo para reconocer el tipo de estados de ánimo mazdiano-wagneriano-nietzscheanos más adecuados a la situación. Imposible, con mi militar que no dejaba de hablar y que me preguntaba si Bélgica era el país de los tulipanes. Nunca maldije tanto la presencia militar americana en Okinawa.

A tres mil quinientos metros, le pedí educadamente que se callara, después de explicarle que era una montaña sagrada y que deseaba ascender los doscientos setenta metros restantes en el más absoluto recogimiento. «No problem», dijo. Conseguí abstraerme de su compañía y culminé el ascenso en un estado de arrebato.

En la cima empezaba la luna, inmensa circunferencia de piedra que rodeaba el abismo del cráter. Sólo podías mantener el equilibrio si caminabas por el margen del disco. Si te dabas la vuelta, la vista no conseguía abarcar la infinita llanura japonesa bajo el cielo azul.

Eran las cuatro de la tarde.

—¿Qué va a hacer ahora? —me preguntó el militar.

—Esperar a mi novio.

La respuesta provocó el efecto deseado: el americano se marchó inmediatamente en dirección a la llanura. Suspiré de alivio.

Caminé a lo largo del cráter. Me pareció que habría necesitado todo el día para recorrer la circunferencia entera. Nadie se habría atrevido a aventurarse al centro: el volcán estaba extinguido, pero lo sagrado habitaba en aquella cantera de gigantes.

Me senté en el suelo, frente al lugar por el que llegaban los peregrinos. Todo el mundo escalaba por la misma vertiente una montaña que, sin embargo, era cónica, no sé por qué. Quizás sólo fuera en virtud de un conformismo nipón al que me había sumado, ya que deseaba ser japonesa. Aparte del americano y de mí, no vi a ningún extranjero. Resultaba conmovedor ver a los ancianos alcanzar la cima, muy dignos, pero admirados de su propia gesta, apoyándose en sus bastones.

Un octogenario que llegó hacia las seis exclamó:

—¡Ahora sí soy un japonés digno de ese nombre!

Así pues, la guerra no había bastado para convertirlo en caballero. Sólo un desnivel de 3776 metros daba derecho a semejante título.

En un país menos honesto, serían tantas las personas que se atribuirían falsamente el ascenso, que habría sido necesario instalar, en el borde del cráter, una ventanilla para repartir certificados. No me habría venido mal. Por desgracia, yo sólo contaría con mi palabra para manifestar mis méritos; y nadie duda de que no tendría ningún valor.

Rinri llegó a las seis y media.

—¡Estás aquí! —exclamó aliviado.

—Hace mucho.

Se derrumbó en el suelo.

—No puedo más.

—Ahora eres un auténtico japonés.

—¡Como si necesitara esto para serlo!

Aprecié la diferencia de puntos de vista entre el octogenario y él. La nacionalidad parecía haber perdido buena parte de su prestigio.

—No te vas a quedar aquí —le dije.

Y le levanté para conducirlo hasta el alargado refugio en el que podías procurarte unas literas. Mientras él me ofrecía galletas secas y soda fluorescente, le recordé que nos despertaríamos antes del alba con el fin de presenciar la salida del sol.

—¿Cómo has hecho para subir tan deprisa? —me preguntó.

—Es porque soy Zaratustra —respondí.

—Zaratustra, ¿el que hablaba así?

—El mismo.

Rinri registró la información sin sorpresa y cayó dormido. Lo sacudí para despertarlo, me apetecía su compañía: fue como hacerle cosquillas a un muerto. ¿Cómo podía tener sueño? Estaba en la cima de mi Fuji, era demasiado impresionante para pegar ojo. Salí del refugio.

La noche ahogaba la llanura entera. A lo lejos, se percibía un vasto champiñón luminoso: Tokio. Temblé de frío y de emoción al contemplar aquel atajo nipón ante mis ojos: el antiguo Fuji y la capital futurista.

Me tumbé cual flor de cráter e invertí mi insomnio en tiritar con ideas que me superaban con creces. En el refugio, todos habían acabado por dormirse. Quería ser la que viera las primeras luces del día.

Mientras esperaba a que llegaran, se produjo un espectáculo increíble. A partir de la medianoche, empezaron a trepar por la montaña procesiones luminosas. Así pues, había gente que tenía la valentía de hacer el ascenso de noche, sin duda para evitar tener que convivir durante demasiado tiempo con el frío. En efecto, la ceremonia que nadie debía perderse era la salida del sol. Poco importaba llegar con antelación. Con lágrimas en los ojos, miraba aquellas lentas orugas doradas serpenteando hacia la cumbre. No cabía la menor duda de que no estaban compuestas por atletas sino por personas corrientes. ¿Cómo no admirar a un pueblo semejante?

Hacia las cuatro de la mañana, mientras llegaban los primeros excursionistas, unos filamentos de luz empezaron a asomar en el cielo. Fui a sacudir a Rinri, que me gruñó que ya era japonés y que me daba cita en el coche, al final de la jornada. Pensé que mientras que yo merecía ser nipona, él merecía ser belga, y salí de nuevo al exterior. Un grupo se iba formando poco a poco frente a las primicias del día.

Me incorporé al grupo. La gente permanecía de pie y vigilaba el astro en el más profundo de los silencios. Mi corazón empezó a latir con más fuerza. Ninguna nube en el cielo de verano. Detrás de nosotros, el abismo de un volcán muerto.

De repente, un fragmento encarnado apareció en el horizonte. Un escalofrío recorrió la callada asamblea. Luego, a una velocidad no exenta de majestuosidad, el disco entero surgió de la nada y dominó toda la llanura.

Entonces se produjo un fenómeno cuyo recuerdo me sigue conmoviendo: de los cientos de pechos reunidos allí, entre ellos el mío, se elevó el siguiente clamor:

—Banzai!

Aquel grito era una lítotes: diez mil años no habrían sido suficientes para expresar el sentimiento de eternidad japonesa suscitado por semejante espectáculo.

Debíamos de parecer una reunión de extrema derecha. Sin embargo, la buena gente allí reunida debía de ser tan poco fascista como ustedes o yo. En realidad, no estábamos participando de una ideología sino de una mitología, probablemente una de las más eficaces del planeta.

Con los ojos bañados en lágrimas, contemplé la bandera nipona perder lentamente su rojo para derramar su oro sobre el azul aún macilento. Ríete tú de Amaterasu.

Cuando el éxtasis colectivo se hubo calmado un poco, escuché cómo un fulano decía:

—Habrá que descender. Creo que es más duro que subir. Parece que el récord de descenso es de cincuenta y cinco minutos. Me pregunto cómo es posible, y más teniendo en cuenta que la prueba se anula en caso de caída: hay que recorrer todo el trayecto sobre los pies.

—Como debe ser —dijo otro.

—No. El suelo es tan resbaladizo que se puede bajar sentado. Vi cómo lo hacía una anciana.

—¿Quiere decir que no es la primera vez que sube?

—Es la tercera vez. No me canso de hacerlo.

«Merecería la nacionalidad japonesa varias veces», pensé. Sus comentarios no habían caído en saco roto.

Me situé frente al astro y, a las cinco y media en punto, me lancé pendiente abajo. Había eliminado mis frenos. Lo que experimenté va más allá de lo grandioso: para no caerme, la solución consistía en mover las piernas sin cesar, en correr en la lava, en tener el cerebro tan rápido como los pies, en no interrumpir ni un segundo la vigilancia de la propia demencia, en reír para no caer en el momento de los inevitables resbalones que aceleraban la cadencia; me convertí en un bólido lanzado bajo el sol naciente, me convertí en mi propio tema de estudio balístico, gritaba hasta el punto de despertar el volcán.

Cuando llegué al aparcamiento todavía no eran las seis y cuarto: había batido el récord, y con diferencia. Por desgracia, nada permitía homologarlo. Mi gesta se quedaría para siempre en un mito personal.

Un grifo me permitió lavar mi rostro ennegrecido por las proyecciones de lava y recuperar la normalidad. Sólo me quedaba esperar a Rinri. Corría el riesgo de tardar mucho. Por suerte, resulta imposible aburrirse viendo pasar seres humanos, sobre todo en Japón. Me senté en el suelo y, durante horas, contemplé a aquellos a los que consideraba casi compatriotas.

Debían de ser las dos de la tarde cuando Rinri llegó. Parecía despedazado. Sin rechistar, me llevó de regreso a Tokio en el Mercedes.

A la mañana siguiente, me envió veintidós rosas rojas. Iban acompañadas de una nota: «Querido Zaratustra, ¡feliz cumpleaños!». Se excusaba por no ser un superhombre y no llevármelas personalmente. Sus doloridas piernas no respondían.