Mis progresos en japonés eran asombrosos, aunque no tanto como los de Rinri en francés, que eran realmente fulgurantes.
En este ámbito, jugábamos a competir el uno contra el otro. Cuando caía un chaparrón, Rinri decía:
—Llueve a mares.
Lo cual, dicho con su voz siempre distinguida, no dejaba de resultar cómico.
Cuando soltaba alguna barbaridad, yo solía exclamar:
—Nani ô shaimasu ka?
Lo que podría traducirse como —o, mejor dicho, no se traduce, pues nadie salvo un nipón emplearía un giro tan aristocrático, hasta el punto de que ni siquiera los japoneses lo utilizan ya—: «¿Qué se atreve a proferir tan honorablemente?».
Él se partía de risa. Una noche que sus padres me habían invitado a cenar en su castillo de hormigón, quise impresionarlos. Cuando Rinri dijo algo sorprendente, clamé para que todos me oyeran:
—Nani ô shaimasu ka?
Superada la estupefacción, el señor se rió a carcajadas. Indignados, los abuelos me riñeron, alegando que no tenía derecho a decir algo semejante. La señora esperó a que se restableciera el silencio para declarar con una sonrisa:
—¿Por qué te esfuerzas tanto en parecer distinguida cuando con un rostro tan expresivo nunca serás una dama?
Tuve entonces la confirmación de lo que su educación ya me había dejado entrever: aquella mujer me odiaba. No sólo le robaba a su hijo, sino que, además, era extranjera. Y, sumado a esos dos crímenes, parecía intuir en mí algo que le desagradaba todavía más.
—Si Rika hubiera estado aquí, habría llorado de risa —dijo Rinri, que no se había percatado de la faena de su madre.
En el pasado, había aprendido inglés, holandés, alemán e italiano. Había una constante en todas esas lenguas vivas: las entendía mejor de lo que las hablaba. Hasta cierto punto, resultaba lógico: uno observa un comportamiento antes de adoptarlo. La intuición lingüística funciona aunque no se haya alcanzado la competencia.
En japonés, ocurría justo lo contrario: mi conocimiento activo superaba ampliamente mi conocimiento pasivo. Este fenómeno nunca desapareció y no me lo explico. En numerosas ocasiones, ocurrió que lograra expresar en esa lengua ideas tan sofisticadas que mi interlocutor, creyendo que estaba tratando con una catedrática en niponología, me respondía con comentarios de nivel equivalente. La única solución que me quedaba era la huida para disimular que no había entendido ni una sola palabra de la réplica. Cuando la retirada resultaba imposible, sólo podía suponer lo que el cara a cara había podido replicarme y proseguir así con aquel monólogo disfrazado de diálogo.
He comentado este fenómeno con lingüistas, que me han asegurado que se trata de algo normal: «No puede tener intuición lingüística en una lengua tan alejada de la suya». Olvidan que hablé japonés hasta los cinco años. Además, he vivido en China, en Bangladesh, etc., y allí, igual que en todas partes, mi conocimiento pasivo del idioma practicado le ganó la partida al conocimiento activo. En mi caso, pues, se produce una auténtica excepción japonesa que siento la tentación de atribuir al destino: era un país en el que me resultaba impensable mantenerme pasiva.
Lo que tenía que ocurrir ocurrió: en junio, Rinri me anunció, con cara de funeral, que ya no quedaba salsa de ciruelas amargas.
—Al ritmo al que la hemos consumido, no podía ser de otro modo.
Sus progresos en francés me fascinaban. Respondí:
—¡Mejor! Soñaba con viajar contigo a Hiroshima.
Su rostro pasó de la seriedad al horror. Busqué un argumento histórico y parlamenté:
—El mundo entero admira el coraje con el que Hiroshima y Nagasaki soportaron…
—No se trata de eso —me interrumpió—. He leído ese librito escrito por una francesa, aquel del que me habías hablado…
—Hiroshima mon amour.
—Sí. No he entendido nada.
Me eché a reír.
—No te preocupes, a muchos francófonos les ocurre lo mismo. Razón de más para ir a Hiroshima —inventé.
—¿Quieres decir que si lees ese libro en Hiroshima lo entiendes?
—Probablemente —promulgué.
—Qué idiotez. No necesito viajar a Venecia para comprender Muerte en Venecia, ni a Parma para entender La Cartuja de Parma.
—Marguerite Duras es una autora muy especial —le dije, convencida de la veracidad de mi comentario.
El sábado siguiente, la cita se fijó a las siete de la mañana en el aeropuerto de Haneda. Habría preferido el tren, pero para los japoneses el tren es una experiencia tan cotidiana que Rinri tenía necesidad de cambios.
—Además, sobrevolar Hiroshima debe dar la impresión de estar a bordo del Enola Gay —dijo.
Era a principios del mes de junio. En Tokio hacía un tiempo ideal, bonito, veinticinco grados. En Hiroshima, había cinco grados más y la humedad de la estación de lluvias se estancaba ya en el aire. Pero el sol aún no se había dado por vencido.
Desde el aeropuerto de Hiroshima, tuve una impresión muy concreta: no estábamos en 1989. Ya no sabía qué año era: por supuesto, no estábamos en 1945, pero aquello parecía los años cincuenta o sesenta. ¿Acaso el choque atómico había ralentizado el curso del tiempo? No faltaban construcciones modernas, la gente vestía normalmente, los vehículos no diferían de los del resto de Japón. Era como si los seres vivieran con más intensidad que en otra parte. Vivir en una ciudad cuyo nombre significaba, para el mundo entero, la muerte, había exaltado en ellos una fibra viva; y la consecuencia de todo ello era una sensación de optimismo que recreaba el ambiente de una época en la que todavía se creía en el porvenir.
Aquella constatación me llegó al corazón. De entrada, me sentí conmovida por aquella ciudad y su desgarradora atmósfera de valerosa felicidad.
El Museo de la Bomba me dejó estupefacta. Por más que los conozcas, los detalles de la cuestión superan la imaginación. Las cosas están presentadas con una eficacia que roza los límites de la poesía: se habla de ese tren que, el 6 de agosto de 1945, recorría la costa en dirección a Hiroshima, transportando, entre otros, a los trabajadores de la mañana. Con tranquilidad, los viajeros miraban la ciudad a través de las ventanillas de los vagones. Luego el tren entró en un túnel y, cuando salió, los trabajadores vieron que ya no quedaba nada de Hiroshima.
Paseando por las calles de aquella ciudad de provincias, pensé que la dignidad japonesa tenía allí su retrato más impactante. Nada, absolutamente nada, hacía pensar en una ciudad mártir. Me pareció que, en cualquier otro país, semejante monstruosidad habría sido explotada hasta la náusea. El capital de victimización, tesoro nacional de tantos y tantos pueblos, no existía en Hiroshima.
En el Parque de la Paz, las parejas de enamorados se besuqueaban en los bancos públicos. De repente, recordé que no viajaba sola y me libré a las costumbres locales. A continuación, Rinri sacó de su bolsillo el libro de Marguerite Duras. Lo había olvidado. Él no pensaba en otra cosa. Me leyó en voz alta, de principio a fin, Hiroshima mon amour.
Tenía la impresión de que estaba recitando mi acta de acusación y que debía rendir cuentas por lo que se me reprochaba. Teniendo en cuenta la extensión del texto y el efecto ralentizador del acento japonés, tuve tiempo para preparar mi propia defensa. Lo más duro fue contener la risa cuando, irritado por la incomprensión, leyó: «Me matas, me haces bien». No lo decía como Emmanuelle Riva.
Dos horas más tarde, cuando terminó, cerró el libro y me miró:
—Magnífico, ¿verdad? —me atreví a murmurar.
—No lo sé —respondió, implacable.
No me iba a resultar tan fácil salir de aquélla.
—Poner en un mismo nivel de igualdad a la joven francesa rapada durante la Liberación y al pueblo de Hiroshima, había que tener los bemoles de Duras para hacer eso.
—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que significa? —preguntó Rinri.
—Sí. Es un libro que exalta el amor víctima de la barbarie.
—¿Y por qué la autora lo dice de un modo tan extraño?
—Es Marguerite Duras. Su encanto es que sientes las cosas sin que necesariamente las entiendas.
—Yo no he sentido nada.
—Sí, estabas enfadado.
—¿Es la reacción que busca?
—A Duras también le gusta. Es una buena actitud. Cuando terminas un libro de Duras, sientes frustración. Es como una investigación al final de la cual has entendido poco. Has entrevisto cosas a través de un cristal esmerilado. Te levantas de la mesa y todavía tienes hambre.
—Tengo hambre.
—Yo también.
El okonomiyaki es la especialidad de Hiroshima. Se prepara en inmensas tascas al aire libre, sobre unas parrillas gigantescas de donde el humo parte hacia la noche. Pese al relativo frío de la tarde, el cocinero sudó abundantemente sobre la tortita de col que preparó delante de nosotros. Las gotas de sudor contribuyeron a aquella obra maestra. Nunca habíamos comido un okonomiyaki tan delicioso. Rinri aprovechó la ocasión para comprarle al cocinero una cantidad considerable de cartones de salsa de ciruelas amargas.
Luego, la habitación me sirvió de pretexto para soltar numerosas frases del libro de Duras. Rinri parecía apreciarlas más. Nunca se valorarán lo suficiente mis devotos esfuerzos por divulgar la literatura francesa.