A principios de abril, Christine regresó de Bélgica. En mi infinita bondad, le devolví su apartamento. A Rinri pareció afectarle más que a mí. Nuestra relación se vio obligada a emprender un rumbo más errático. No me sentí del todo descontenta. Empezaba a echar de menos el monofily.
Regresé al castillo de hormigón. Los padres del chico ya no me llamaban Sensei, lo cual demostraba su perspicacia. Los abuelos, en cambio, me llamaron Sensei más que nunca, lo cual confirmó su perversidad.
Mientras tomaba el té con toda aquella gente, su padre me enseñó la joya que acababa de crear. Era un collar extraño, a medio camino entre un móvil de Calder y un río de ónices.
—¿Le gusta? —preguntó él.
—La combinación del negro con la plata me gusta. Es elegante.
—Es suyo.
Rinri me lo puso alrededor del cuello. Me sentía confundida. Cuando estuvo a solas con él, le dije:
—Tu padre me ha hecho un regalo magnífico. ¿Cómo puedo corresponderle?
—Si le das algo, él te ofrecerá más todavía.
—¿Y qué debo hacer?
—Nada.
Tenía razón. Para evitar una espiral de generosidad, no había más solución que aceptar valientemente las suntuosas ofrendas.
Mientras tanto, había regresado a mi casa. Rinri era demasiado delicado para pedirme que le recibiera allí, pero me echaba cables que, con el mayor de los cuidados, yo evitaba atrapar.
Me telefoneaba a menudo. Se expresaba con una involuntaria comicidad que me encantaba, y más aún sabiendo que hablaba en serio:
—Hola, Amélie. Me gustaría conocer tu estado de salud.
—Excelente.
—En esas condiciones, ¿te apetecería encontrarte conmigo?
Yo me mondaba. Él no comprendía por qué.
Rinri tenía una hermana pequeña de dieciocho años que estudiaba en Los Ángeles. Un día, me anunció que regresaba a Tokio para pasar unas breves vacaciones.
—Te recogeré esta noche para presentártela.
En su voz se detectaba un temblor de emocionada solemnidad. Estaba a punto de vivir algo importante.
Cuando me senté en el Mercedes, me di la vuelta para saludar a la chica instalada en el asiento de atrás. Su belleza me dejó sin habla.
—Amélie, ésta es Rika. Rika, ésta es Amélie.
Me saludó con una sonrisa exquisita. Su nombre me decepcionó, pero no el resto de su persona. Era un ángel.
—Rinri me ha hablado mucho de ti —dijo ella.
—También a mí me ha hablado mucho de ti —inventé.
—Mentís las dos. Nunca hablo mucho de nada.
—Es verdad, nunca dice nada —retomó Rika—. Me ha hablado terriblemente poco de ti. Ésa es la razón por la que estoy convencida de que te quiere.
—En ese caso, a ti también te quiere.
—¿No te molesta si te hablo en americano? En japonés hago demasiadas faltas.
—No seré yo la que me dé cuenta.
—Rinri no deja de corregirme. Quiere que sea perfecta.
Estaba más allá de la perfección. El joven nos llevó al parque Shirogane. Al caer la noche, el lugar estaba tan desierto que parecía que estuviéramos lejos de Tokio, en algún bosque mítico.
Rika bajó del coche con una bolsa y la abrió. Sacó un mantel de seda, lo extendió sobre el suelo y encima dispuso sake, vasos y pasteles. Ella se sentó sobre la tela y nos invitó a imitarla. Su gracia me deslumbraba.
Mientras brindábamos por aquel encuentro, le pregunté cuáles eran los ideogramas de su nombre. Me los enseñó.
—¡El país de los perfumes! —exclamé—. Es maravilloso y te va como anillo al dedo.
Al conocer su significado nipón, su nombre dejó de parecerme feo.
La vida californiana la había vuelto mucho menos introvertida que su hermano. Parloteó con mucho encanto. Yo bebía sus palabras. Rinri parecía tan hipnotizado como yo. Los dos la contemplábamos como si de un fascinante fenómeno natural se tratara.
—Bueno —dijo ella de pronto—. ¿Qué pasa con los fuegos artificiales?
—Voy —dijo el chico.
Yo caía de las nubes. Rinri cogió del maletero una maleta que resultó ser la de los fuegos artificiales, igual que anteriormente había habido la maleta de la fondue suiza. Depositó sobre el suelo un material de artificiero y nos advirtió que la fiesta estaba a punto de empezar. Pronto el cielo se llenó de explosiones de colores y de estrellas mientras resonaba el éxtasis de la joven.
Ante mi deslumbrada mirada, el hermano le regalaba a su hermana no ya la prueba sino una manifestación de amor. Nunca me había sentido tan cercana a él.
Cuando las auroras boreales dejaron de crepitar sobre nuestras cabezas, Rika exclamó con decepción:
—¿Ya está?
—Todavía quedan las bengalas —dijo el chico.
Cogió de la maleta unos haces de candelas y nos los repartió a puñados. Encendió sólo una que propagó el incendio a todas las demás. Cada candela emitió su haz de chispas giratorias.
La noche plateaba los bambús del parque Shirogane. Nuestro apocalipsis de luciérnagas proyectaba su dorada estela sobre aquella pálida opacidad. El hermano y la hermana se maravillaban de sus broquetas de estrellas. Me daba cuenta de que estaba en compañía de dos niños prendados el uno del otro y aquella visión me conmovía.
Que me hubieran admitido entre ellos, ¡qué regalo! Más que una manifestación de amor, era una manifestación de confianza.
Las nubes de luz acabaron de extinguirse, pero el encanto no se rompió. La joven suspiró de alegría:
—¡Ha estado bien!
Compartía el amor de Rinri por aquella hermosa chiquilla. La atmósfera de fiesta agonizante con chica legendaria tenía algo de nervaliano. Nerval en Japón, ¿quién iba a decirlo?
El día siguiente por la noche, Rinri me llevó a una tasca a comer pasta china.
—Quiero a Rika —le dije.
—Yo también —respondió con una emocionada sonrisa.
—Sabes, tú y yo tenemos un extraño punto en común. Yo también quiero a mi hermana, que vive lejos. Se llama Juliette y dejar de estar a su lado supone un esfuerzo sobrehumano para mí.
Le enseñé una fotografía de mi sagrada hermana mayor.
—Es guapa —comentó mirándola con atención.
—Sí, y es más que guapa. La echo de menos.
—Lo entiendo. Cuando Rika está en California, la echo terriblemente de menos.
Delante de mi cuenco, me dio por ponerme elegíaca. Le dije que sólo él podía comprender hasta qué punto me sentía amputada por la ausencia de Juliette. Le conté la fuerza del vínculo que siempre me había unido a ella, cuánto la quería y la absurda violencia que me había afligido cuando me separé de ella.
—Tenía que volver a Japón, ¿pero era necesario vivir un desgarro tan atroz?
—¿Por qué no te acompañó?
—Quiere vivir en Bélgica, allí está su trabajo. No tiene mi pasión por tu país.
—Igual que Rika. Japón no la hace soñar.
¿Cómo era posible que unos seres tan deliciosos como nuestras hermanas no se sintieran fascinados por aquel país? Le pregunté a Rinri qué estudiaba la joven en California. Respondió que su programa era muy amplio, que en realidad era la amante de un tal Tchang, un chino que reinaba en el hampa de Los Ángeles.
—No sabes lo rico que es —dijo con una divertida desesperación.
Anonadada, me pregunté cómo era posible que aquel ángel caído del cielo hubiera elegido vivir con un mafioso. «No seas estúpida —pensé para mis adentros—, ahora el mundo funciona así». De repente, en mi cabeza apareció Rika con un boa de plumas alrededor del cuello y tacones de aguja, caminando del brazo de un chino con traje blanco. Solté una carcajada.
Rinri me dedicó una sonrisa cómplice. Nuestras respectivas hermanas aparecieron en el vaho que emanaba de nuestros tallarines. Nuestra relación tenía sentido.