Cuando estábamos juntos, no salíamos nunca. El regreso de Christine se acercaba a pasos agigantados, y la idea de abandonar el apartamento, que tan importante había sido en nuestra relación, nos producía auténtico terror.
—Podríamos poner una barricada en la puerta —sugerí.
—¿Lo harías? —dijo él con asustada admiración.
Me gustaba que me creyera capaz de cometer malas acciones.
Nos pasábamos horas en el cuarto de baño. La bañera tenía las dimensiones de una ballena hueca con el respiradero dirigido hacia el interior.
Respetuoso con la tradición, Rinri se limpiaba de arriba abajo en el lavabo antes de entrar en el baño: uno no debe mancillar el agua de una honorable bañera. No podía rendirme a una costumbre que me parecía tan absurda. Era como poner platos limpios en un lavavajillas.
Le expuse mi punto de vista.
—Quizás tengas razón —me dijo—, pero soy incapaz de comportarme de otro modo. Profanar el agua del baño es superior a mis fuerzas.
—Mientras que proferir blasfemias sobre la alimentación japonesa no te plantea ningún problema.
—Es lo que hay.
Tenía razón. Cada uno tiene sus baluartes reaccionarios, eso no tiene explicación.
A veces me parecía que el baño-ballena se movía y arrastraba a sus ocupantes hacia el fondo del mar.
—¿Conoces la historia de Jonás? —pregunté.
—No hables de ballenas. Si lo haces, vamos a discutir.
—¿No me digas que eres uno de esos nipones que se las comen?
—Sé que está mal. Pero no es culpa mía que estén tan buenas.
—Las he probado ¡y son infectas!
—¿Lo ves? Si te hubiera gustado, nuestras costumbres no te parecerían tan chocantes.
—¡Pero las ballenas están en vías de extinción!
—Lo sé. Hacemos mal. ¿Qué quieres que te diga? Cuando pienso en el sabor de esa carne, salivo. No puedo evitarlo.
No era el japonés típico. Por ejemplo, había viajado muchísimo, pero siempre solo y sin cámara de fotos.
—Son cosas que no cuento a los demás. Si mis padres hubieran sabido que me marchaba solo, se habrían preocupado.
—¿Habrían pensado que estabas en peligro?
—No. Se habrían preocupado por mi salud mental. Aquí, que te guste viajar sin compañía es pasar por loco. En nuestra lengua, la palabra «solo» contiene una idea de desesperación.
—Sin embargo, en tu país hay eremitas famosos.
—Exacto. Se considera que, para amar la soledad, hay que ser bonzo.
—¿Por qué tus compatriotas nunca se agrupan tanto como en el extranjero?
—Les gusta ver a personas diferentes y, al mismo tiempo, sentirse seguros junto a sus semejantes.
—¿Y esa necesidad de fotografiarlo todo?
—No lo sé. Me pone nervioso, y más aún sabiendo que todos hacen las mismas fotografías. Quizás sea para demostrarse a sí mismos que no lo han soñado.
—Nunca te he visto con una cámara.
—No tengo.
—Tú que tienes todos los aparatos existentes, incluso un infiernillo para comer fondue suiza en una nave espacial, ¿no tienes cámara?
—No. No me interesa.
—Menudo Rinri.
Me preguntó por el sentido de esa expresión. Se lo expliqué. Le pareció tan extraño que, fascinado, empezó a repetir veinte veces al día: «Menuda Amélie».
Una tarde, se puso a llover bruscamente, y luego a granizar. Contemplaba el espectáculo por la ventana del edificio comentando:
—Mira, en Japón también hay aguaceros.
Detrás de mí escuché el eco de su voz que repetía:
—Aguacero.
Comprendí que acababa de descubrir aquella palabra, que el contexto le había definido el sentido y que la pronunciaba para fijarla en su mente. Me reí. Pareció entender mi diversión, ya que dijo:
—Menudo yo.