Era Rinri quien preparaba las comidas. Cocinaba mal, pero mejor que yo, al igual que el resto de la humanidad. Habría sido una lástima que el suntuoso electrodoméstico de Christine no sirviera para nada. Sirvió para preparar sospechosos platos de pasta que él denominaba carbonara: su interpretación de esa receta clásica consistía en incorporar, en grandes cantidades, todas las variedades de materias grasas catalogadas en el planeta en 1989. Como todo el mundo sabe, los japoneses practican una cocina ligera. Aquí, pues, y una vez más, tampoco excluyo la hipótesis de haber servido de excusa para un desahogo cultural.
En lugar de señalarle que aquello resultaba intragable, le hablé de mi pasión por los sashimis y los sushis. Hizo una mueca.
—¿No te gustan? —le pregunté.
—Sí, sí —me respondió con educación.
—Deben de ser difíciles de preparar.
—Sí.
—Podría comprar en una tienda de comidas preparadas.
—¿De verdad te apetece?
—¿Por qué dices que te gusta si en realidad no te gusta?
—Me gusta. Pero cuando como eso, tengo la sensación de estar en una cena familiar, con mis abuelos.
No era un argumento despreciable.
—Además, cuando como esos platos con ellos, se pasan el rato declarando que es bueno para la salud. Resulta molesto —añadió.
—Comprendo. Y eso te despierta las ganas de comer cosas nocivas para la salud, como los espaguetis carbonara —dije.
—¿Son malos para la salud?
—Tu versión lo es, sin duda.
—Por eso mismo resulta deliciosa.
Pedirle que cocinara algo distinto iba a resultar aún más difícil.
—¿Y si volviera a hacernos la fondue? —propuso.
—No.
—¿No te gustó?
—Sí, pero se trata de un recuerdo demasiado especial. Volver a hacerlo sólo podría decepcionarnos.
Uf. Había encontrado una excusa educada.
—¿Y el okonomiyaki que compartimos en casa de tus amigos?
—Sí, es fácil.
Salvada. Se convirtió en nuestro plato fetiche. La nevera se llenó permanentemente de gambas, huevos, col y jengibre. Un tetrabrik de salsa de ciruelas se hizo dueño y señor de la mesa.
—¿Dónde compras esta salsa tan buena? —le pregunté.
—En mi casa siempre tenemos. Mis padres la trajeron de Hiroshima.
—Lo cual significa que, cuando se acabe, será necesario volver a por más.
—Nunca he ido.
—Mejor así. No has visto nada en Hiroshima, nada.
—¿Por qué lo dices?
Le conté que estaba parodiando un clásico del cine literario francés.
—No he visto esa película —se indignó.
—Puedes leer el libro.
—¿Cuál es el argumento?
—Prefiero no contártelo y dejar que lo descubras.