Christine no regresaría hasta pasadas tres semanas. Le propuse a Rinri que aprovecháramos al máximo el apartamento. Cuando ella regresara, ya proseguiríamos con la partida de monofily. Al joven le encantó mi sugerencia.
En amor, como en todo, la infraestructura resulta esencial. Mirando el cuartel de Ichigaya por el ventanal, le pregunté a Rinri si le gustaba Mishima.
—Es fantástico —dijo.
—Me sorprendes. Algunos europeos me han asegurado que era un escritor que gustaba sobre todo a los extranjeros.
—A los japoneses no les gusta demasiado su personalidad. Pero su obra es sublime. Tus amigos europeos te han contado algo un poco extraño, ya que es sobre todo en japonés cuando es hermoso. Sus frases son pura música. ¿Cómo traducir algo así?
Aquella declaración me llenó de alegría. Como descifrar los ideogramas me habría tomado un poco de tiempo, le rogué que me leyera a Mishima en voz alta y en versión original. Aceptó de buena gana y me estremecí al escucharle decirme Kinjiki. Estaba muy lejos de comprenderlo todo, empezando por el título.
—¿Por qué los «colores prohibidos»?
—En japonés color puede ser sinónimo de amor.
Durante mucho tiempo, la homosexualidad estuvo prohibida por la ley nipona. Por muy deliciosa que fuera aquella equivalencia entre color y amor, Rinri estaba abordando un tema delicado. Yo no hablaba jamás de amor. Él sacaba el tema a menudo y yo me las apañaba para cambiar de tema. Por la ventana, observábamos con prismáticos la floración de los cerezos de Japón.
—La costumbre mandaría que te cantara canciones bebiendo sake bajo los cerezos en flor, de noche.
—¿A que no?
Bajo el cerezo más cercano, Rinri me cantó breves melodías. Me reí, él se picó:
—Pienso lo que canto.
Me tomé el sake de un trago para librarme de mi incomodidad. Aquellos brotes resultaban peligrosos, pues exaltaban el sentimentalismo del muchacho.
De regreso al apartamento tecnológico, creía encontrarme en lugar seguro. Error: me tocó escuchar palabras de amor del tamaño del edificio. Las escuché con valentía y me mantuve callada. Afortunadamente, el joven aceptó mi silencio.
Le quería mucho. Y eso no puedes decírselo a tu novio. Lástima. Por mi parte, quererlo mucho significaba mucho.
Me hacía feliz.
Siempre me alegraba de verlo. Sentía por él amistad y ternura. Cuando no estábamos juntos, lo echaba de menos. Así era la ecuación de mi sentimiento hacia él y aquella historia me parecía maravillosa.
Por eso mismo temía declaraciones que habrían exigido respuestas o, peor aún, reciprocidad. En semejante registro, mentir constituye un suplicio. Descubrí que mi miedo era infundado. Rinri sólo esperaba de mí que lo escuchara. ¡Cuánta razón tenía! Escuchar a alguien es lo más. Y yo le escuchaba con fervor.
Lo que sentía por aquel muchacho no se correspondía con ninguna palabra del francés moderno, pero en japonés el término adecuado era koi. En francés clásico, koi puede traducirse por gusto. Sentía gusto por él. Era mi koibito, aquél con el que compartía el koi: su compañía era de mi gusto.
En japonés moderno, todas las parejas casadas califican a su pareja de koibito. Un pudor visceral destierra la palabra amor. Salvo accidente o ataque de delirio pasional, nunca se emplea esa inmensa palabra, que se reserva para la literatura o cosas así. Había tenido que tocarme el único nipón que no despreciaba ni ese vocabulario ni los modales ad hoc. Pero me tranquilizaba pensando que el exotismo lingüístico debía de haber contribuido en gran medida a semejante rareza. También ayudaba el hecho de que las declaraciones de Rinri dirigidas a una francófona fueran enunciadas ora en francés, ora en japonés: sin duda, la lengua francesa representaba ese territorio a la vez prestigioso y licencioso en el que uno podía encanallarse con sentimientos inconfesables.
El amor es un impulso tan francés que algunos lo consideran un invento nacional. Sin llegar a ese extremo, admito que hay en esta lengua un genio amoroso. Quizás podría considerarse que Rinri y yo, cada uno a su manera, nos habíamos contagiado de la inclinación típica del idioma del otro: él jugaba al amor, embriagado por la novedad, y yo me deleitaba de koi. Lo que demostraba hasta qué punto estábamos admirablemente abiertos a la cultura del otro.
Koi sólo tenía un defecto: su nombre, que lo convertía en homónimo de carpa, el único animal que, desde siempre, me había inspirado repulsión. Afortunadamente, esa coincidencia no iba acompañada de ningún otro parecido: por más que en Japón las carpas simbolizan a los chicos, el sentimiento que experimentaba por Rinri no me hacía pensar en absoluto en ese fangoso y enorme pez de boca inmunda. Koi, por el contrario, me encantaba por su levedad, su fluidez, su frescura y su ausencia de seriedad. Koi era elegante, lúdico, divertido, civilizado. Uno de los encantos de koi consistía en parodiar el amor: recuperabas algunas de sus actitudes, no tanto para denunciar como por el puro placer de la diversión.
Sin embargo, me esforzaba en disimular mi hilaridad con el fin de no herir los sentimientos de Rinri; la falta de humor del amor es notoria. Sospechaba que él sabía que mis sentimientos hacia él se correspondían más con koi que con ai —una palabra tan hermosa que a veces lamentaba no tener que utilizarla—. Si eso no le entristeció, sin duda fue por conciencia inaugural: debía de comprender que él era mi primer koi, en la misma medida en la que yo era su primer amor. Pues aunque había experimentando el ardor en numerosas ocasiones, hasta entonces nunca había sentido gusto por nadie.
Entre esas dos palabras, koi y ai, no existe variación de intensidad pero sí una incompatibilidad esencial. ¿Acaso puede uno enamorarse de alguien por quien siente gusto? Impensable. Uno se enamora de aquellos a los que no soporta, de aquellos que representan un peligro insostenible. Schopenhauer ve en el amor una artimaña del instinto de procreación: no tengo palabras para expresar el horror que me inspira semejante teoría. En el amor, veo una artimaña de mi instinto para no asesinar al otro: cuando siento la necesidad de matar a una persona en concreto, ocurre que un misterioso mecanismo —¿reflejo inmunitario?, ¿fantasía de inocencia?, ¿miedo a ir a la cárcel?— me hace cristalizar alrededor de dicha persona. Y así es como, que yo sepa, todavía no cuento con ningún asesinato en mi columna de activos.
¿Matar a Rinri? ¡Qué idea más atroz y, sobre todo, absurda! ¡Matar a un ser tan agradable y que sólo despertaba lo mejor de mí misma! De hecho, no lo maté, lo cual demuestra que no era necesario.
No resulta irrelevante que escriba una historia en la que nadie necesita machacar a nadie. En eso deben consistir las historias de koi.