A la mañana siguiente, me despertó la sensación de tener las manos dolorosamente secas. Mientras me las untaba con crema, recordaba la velada y la noche. Así pues, había un joven en mi cama. ¿Qué estrategia adoptar?
Me acerqué a interrumpir su sueño y, con mucha dulzura, le dije que, en mi país, la tradición exige que el hombre se marche al llegar el alba. Llevábamos un poco de retraso sobre el horario previsto, ya que el sol había salido. Atribuiríamos ese fallo a la lejanía geográfica. Sin embargo, no abusaríamos de este argumento. Rinri preguntó si la costumbre belga autorizaba a volver a verse.
—Sí —respondí.
—Pasaré a recogerte a las tres de la tarde.
Con satisfacción, constaté que mi lección sobre el tuteo había dado sus frutos. Se marchó muy amablemente. Le vi alejarse con su maleta de fondue suiza.
Cuando me quedé sola, sentí una alegría enorme. Rememoraba los acontecimientos con una mezcla de hilaridad y estupefacción. En definitiva, lo que más me sorprendía no eran las excentricidades de Rinri, sino más bien la siguiente y suprema excentricidad: había mantenido una relación con alguien amable y encantador. En ningún momento se había mostrado agresivo de acción o de palabra. Ignoraba que pudiera existir algo así.
Me preparé mi medio litro de té demasiado fuerte y me lo tragué mirando por la ventana el cuartel de Ichigaya. Ningún deseo de cometer seppuku aquella mañana. Pero sí una imperiosa necesidad de escribir. Que Tokio se protegiera de la onda expansiva: se iban a enterar. Me abalancé sobre el papel virgen con la convicción de que la tierra temblaría.
Curiosamente, no se produjo ningún seísmo. Teniendo en cuenta la zona en la que nos encontrábamos, aquella telúrica tranquilidad constituía una rareza que quizás había que atribuir a una actualidad favorable.
De vez en cuando, dejaba de escribir y contemplaba Tokio a través del ventanal mientras pensaba: «Tengo una relación con un tipo de aquí». Me quedaba pasmada y luego proseguía con mi escritura. Así transcurrió toda la jornada. Los días así son estupendos.
Al día siguiente, la puntualidad del Mercedes sólo podía compararse con su blancura.
Rinri había cambiado. Su perfil de conductor ya no era tan inmóvil e impasible. Su silencio resultaba todavía más profundo gracias a una interesante incomodidad.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Ya lo verás.
Aquella respuesta iba a convertirse en uno de sus clásicos; fuera el destino grandioso o anecdótico, mis preguntas sólo conseguirían sucesivos «ya lo verás». Yaloverás era la Citera de aquel muchacho, un lugar movedizo cuya única función consistía en proporcionar una dirección al coche.
Aquel domingo inauguraba un Yaloverás que eligió situarse en Tokio: el parque de los juegos Olímpicos. La idea me pareció excelente por cuanto tenía un significado, aunque, personalmente, me resultara indiferente: ni bajo las más nobles banderas las competiciones han conseguido nunca apasionarme. Observaba el estadio y las instalaciones deportivas con la cortesía ideal de los tibios, escuchaba las parsimoniosas explicaciones de Rinri centrando mi atención exclusivamente en los progresos de su francés: en la olimpiada de las lenguas extranjeras, habría ganado la medalla de oro.
Estábamos lejos de ser los únicos enamorados, por retomar la terminología al uso, que paseaban alrededor del estadio. Me encantaba ese lado «recorrido obligado» de nuestras tribulaciones: la tradición de aquel país había puesto a disposición de las parejas de un día o de una vida una especie de infraestructura destinada a que su ocio no fuera un quebradero de cabeza. Parecía un juego de mesa. ¿Siente usted algo por alguien? En lugar de reflexionar desde el mediodía a las dos de la tarde sobre la naturaleza exacta de su inquietud, lleve a alguien a la casilla tal de nuestro monopoly o, mejor dicho, de nuestro monofily. ¿Por qué? Enseguida se lo cuento.
Yaloverás era la mejor de las filosofías. Rinri y yo no teníamos ni idea de lo que hacíamos juntos ni de adónde íbamos. Con el pretexto de estar visitando lugares de un interés relativo, nos explorábamos el uno al otro con indulgente curiosidad. La casilla de salida del monofily japonés me encantaba.
Rinri me cogía de la mano, como todos los enamorados del recorrido tomaban de la mano a su acompañante. Delante del podio, me dijo:
—Es el podio.
—Ah —dije yo.
Delante de la piscina, me dijo:
—Es la piscina.
—Así que era eso —respondí con la mayor seriedad.
No me habría cambiado por nadie. Me divertía demasiado y suscitaba nuevas revelaciones, caminando en dirección al ring para oír: es el ring, etc. Aquellas designaciones me llenaban de alegría.
A las cinco de la tarde, al igual que muchas enamoradas locales, fui recompensada con un kori de granadina. Mordí el hielo triturado y colorado con entusiasmo. Observando que esto hacía que los generosos donantes de mi alrededor fueran recompensados con tiernas manifestaciones de gratitud, fui extremadamente generosa. Me gustaba esa sensación de imitar las reacciones de mis vecinas.
Al caer la noche, empezó a refrescar. Le pregunté a Rinri lo que el monofily tenía previsto para la noche.
—¿Perdón? —preguntó.
Para sacarlo del apuro, le invité al apartamento de Christine. Pareció tan encantado como aliviado.
Yaloverás nunca resultaba tan fantástico como en el interior de un perfeccionado edificio tokiota. La música de Bach resonó desde que abrí la puerta.
—Es Bach —dije.
Ahora me tocaba a mí.
—Me encanta —comentó Rinri.
Me volví hacia él y le señalé con el dedo:
—Eres tú.
Después del amor, ya no había reglas. Sobre la almohada, descubrí a alguien. Me miró durante largo rato y luego dijo:
—Qué guapo eres.
Era inglés mal traducido al francés. No le habría corregido por nada del mundo. Hasta entonces, nadie me había encontrado guapo.
—Las japonesas son más guapas —dije.
—No es verdad.
Su mal gusto me encantó.
—Cuéntame cosas de las japonesas.
Se encogió de hombros. Insistí. Acabó diciéndome:
—No puedo contarte nada. Me ponen nervioso. No son ellas mismas.
—Quizás yo tampoco sea yo misma.
—Sí. Tú estás aquí, me estás mirando. Ellas, en cambio, siempre se están preguntando si gustan. Sólo piensan en sí mismas.
—La mayoría de las occidentales son así.
—A mis amigos y a mí, nos parece que para esas chicas sólo somos espejos.
Fingí reflejarme en él, arreglándome el pelo. Se rió.
—¿Hablas mucho de chicas con tus amigos?
—No demasiado. Resulta incómodo. ¿Y tú, hablas de chicos?
—No, es algo íntimo.
—Las japonesas, en cambio, hacen justo lo contrario. Con los chicos, son extremadamente pudorosas. Y luego se lo cuentan todo a sus amigas.
—Las occidentales hacen lo mismo.
—¿Por qué lo dices?
—Para defender a las japonesas. Debe ser difícil ser japonesa.
—También es difícil ser japonés.
—Seguramente, cuenta, cuenta.
No dijo nada. Respiró. Vi cómo sus rasgos se metamorfoseaban.
—A los cinco años, como los demás niños, tuve que examinarme para entrar en una de las mejores escuelas primarias. Si hubiera aprobado, habría podido, un día, ir a una de las mejores universidades. A los cinco años, ya lo sabía. Pero no lo conseguí.
Me di cuenta de que estaba temblando.
—Mis padres no dijeron nada. Estaban decepcionados. A los cinco años, mi padre sí lo había conseguido. Esperé a que llegara la noche y lloré.
Rompió a llorar. Abracé su cuerpo, muy tenso a causa del sufrimiento. Me habían hablado de esos horribles procesos de selección japoneses, impuestos mil veces demasiado pronto a unos niños conscientes de la importancia del reto.
—A los cinco años supe que no era lo bastante inteligente.
—Es falso. A los cinco años supiste que no habías sido seleccionado.
—Sentí que mi padre pensaba: «No pasa nada. Es mi hijo, ya ocupará mi lugar». Mi vergüenza empezó entonces y todavía dura.
Lo abracé contra mí, murmurando palabras de consuelo, asegurándole que era inteligente. Lloró durante mucho rato y luego se quedó dormido.
Fui a contemplar la noche sobre una ciudad en la que, cada año, la mayoría de los niños de cinco años se enteraban de que habían fracasado en la vida. Me pareció escuchar conciertos de lágrimas contenidas.
Rinri salía adelante siendo el hijo de su padre: era un modo de compensar un sufrimiento por una vergüenza. Pero los demás, los que fracasaban en las pruebas, sabían desde su más tierna edad que, en el mejor de los casos, se convertirían en carne de empresa, como hubo carne de cañón. Y luego se sorprenden de que tantos adolescentes japoneses se suiciden.