Notaba que Rinri esperaba que le invitara a mi casa. Habría sido la mínima de las cortesías: yo había estado en la suya muchas veces.
Sin embargo, me negaba obstinadamente a hacerlo. Llevar a alguien a mi casa siempre ha constituido una prueba terrible para mí. Por definición, y por motivos que no alcanzo a comprender, mi casa no es un lugar frecuentable.
Desde que me independicé, un lugar habitado por mí se parece, de entrada, a un trastero ocupado por refugiados políticos dispuestos a salir por piernas a la mínima redada policial.
A principios de marzo, recibí una llamada de Christine. Se marchaba un mes a Bélgica para visitar a su madre y, como favor, me pedía que durante su ausencia ocupara su apartamento para regarle las plantas. Acepté y pasé a visitar la casa. No di crédito: vivía en la vanguardia punta de la vivienda tokiota, un sublime apartamento en un edificio del futuro, con vistas a otros rascacielos futuristas. Boquiabierta, escuchaba cómo Christine me explicaba el funcionamiento de aquella maravilla, en la que todo estaba informatizado. Las plantas parecían vestigios de la prehistoria, cuyo único objetivo era servirme de pretexto para, durante un mes, vivir en aquel palacio.
Esperé con impaciencia la marcha de Christine y me trasladé a aquella base interplanetaria. No había duda: aquello no era mi casa. En cada habitación, un mando a distancia permitía programar la música, pero también la temperatura y lo que ocurría en la habitación contigua. Tumbada en la cama, podía cocinar alimentos en el microondas, poner la lavadora en marcha y bajar las persianas del salón.
Además, el edificio estaba a un tiro de piedra del cuartel de Ichigaya, en el que Mishima cometió su suicidio ritual. Tenía la impresión de vivir en un lugar de una importancia extraordinaria y no dejaba de recorrer el apartamento escuchando a Bach, observando la misteriosa sincronización del clavecín con aquel panorama urbano fantasmal y un cielo excesivamente azul.
En la cocina, la tostadora inteligente propulsaba las tostadas cuando notaba que estaban a punto. Entonces se oía un timbre que me encantaba. Me programaba auténticos conciertos con las señales acústicas de los electrodomésticos.
Sólo le había dado el número de teléfono de aquel lugar a una persona, que no tardó en llamarme.
—¿Cómo es el apartamento? —preguntó Rinri.
—A usted quizás le parezca normal. A mí me resulta increíble. El lunes, cuando venga para la clase, ya lo verá.
—¿El lunes? Estamos a viernes. El lunes queda demasiado lejos. ¿Podría ir esta tarde?
—¿A cenar? Soy incapaz de cocinar.
—Yo me ocupo de todo.
No se me ocurrió ningún pretexto para negarme, y más teniendo en cuenta que me hacía ilusión. Era la primera vez que mi alumno demostraba tener iniciativa. No había duda de que el apartamento de Christine había tenido algo que ver en ello. Un terreno neutral cambia las reglas del juego.
A las siete de la tarde, vi aparecer el rostro de un joven en la pantalla del interfono y abrí. Llegó con una flamante maleta.
—¿Se va de viaje?
—No, vengo a cocinar.
Le enseñé la morada, que le deslumbró bastante menos que a mí.
—Está bien —dijo—. ¿Le gusta la fondue suiza?
—Sí. ¿Por qué?
—Mejor. He traído el material.
Poco a poco iría descubriendo el culto que los japoneses profesan por el material destinado a cada acción de nuestra vida: el material para la montaña, el material para el mar, el material para el golf y, aquella noche, el material para la fondue suiza. En casa de Rinri, había una habitación perfectamente ordenada en la que varias maletas ya estaban listas para todas estas diversas operaciones.
Ante mi fascinada mirada, el joven abrió la maleta específica y vi aparecer, perfectamente dispuestos e inmovilizados, un infiernillo a propulsión intergaláctica, un cazo antiadherente, un sobre de queso de poliestireno expandido, una botella de vino blanco con anticongelante y trozos de pan imperecederos. Trasladó todos aquellos admirables inventos a la mesa de plexiglás.
—¿Empiezo? —preguntó.
—Sí, ardo en deseos de verlo.
Echó el poliestireno y el anticongelante en el cazo, encendió el infiernillo, que curiosamente no salió disparado hacia el cielo, y mientras la suma de todas aquellas sustancias provocaba diversas reacciones químicas, sacó de la maleta unos platos presuntamente tiroleses, unos tenedores de mango largo y unas copas «para lo que quede del vino».
Salí disparada a buscar Coca-Colas a la nevera, afirmando que combinaban perfectamente con la fondue suiza, y llené mi copa.
—Ya está —anunció.
Nos sentamos valerosamente uno frente al otro y me arriesgué a clavar un trozo de pan duro imperecedero con mi tenedor y sumergirlo en aquella mezcla. Lo retiré y me maravilló el fantástico número de hilillos que se formaron al instante.
—Sí —dijo Rinri con orgullo—, este procedimiento ha conseguido muy bien los hilillos.
Los hilillos que, como todo el mundo sabe, son la auténtica finalidad de la fondue suiza. Introduje el objeto en mi boca y mastiqué: no sabía a nada. Entonces comprendí que los nipones adoraban comer fondue suiza por el lado lúdico del asunto y que habían inventado una que eliminaba el único detalle molesto de aquel plato tradicional: su sabor.
—Excelente —afirmé conteniendo mis ganas de reír.
Rinri tenía calor y, por primera vez, pude verle sin su cazadora de ante negro. Fui a buscar tabasco, alegando que en Bélgica la fondue suiza se tomaba con guindilla. Sumergí el trozo de pan en el poliestireno caliente, provoqué una red de miles de hilillos, deposité el cubo amarillo en mi plato y lo regué con tabasco, con el objetivo de que aquello tuviera algún sabor. El joven observaba mis movimientos y juro que en sus ojos pude leer la siguiente constatación: «Los belgas son una gente extraña». A mí, sin embargo, me importaba un comino su compasión.
Pronto me cansé de la fondue contemporánea.
—Venga, Rinri, cuéntame.
—Pero… ¡me está tuteando!
—Cuando se ha compartido una fondue con alguien, se le tutea.
El poliestireno debía de estar expandiéndose en mi cerebro, ya que sinteticé aquel crecimiento como un delirio de experimentación. Mientras Rinri se exprimía las meninges con el objeto de encontrar algo que contarme, apagué el infiernillo soplando, procedimiento que sorprendió al japonés, vacié el resto del anticongelante en la mezcla para enfriarla y sumergí las dos manos en la pegajosa masa resultante.
Mi anfitrión gritó:
—¿Por qué ha hecho eso?
—Para ver qué ocurría.
Retiré las zarpas y me entretuve con la madeja de hilillos que las unía. Una espesa capa de falso queso formaba una especie de guantes.
—¿Cómo piensa lavarse?
—Con agua y jabón.
—No, es demasiado pegajoso. El cazo es antiadherente, sus manos no.
—Eso ya lo veremos.
En efecto, el chorro de agua del grifo y el producto lavavajillas no mermaron lo más mínimo mis amarillentas manoplas.
—Voy a intentar pelarme las manos con un cuchillo de cocina.
Ante la mirada aterrorizada de Rinri, procedí a ejecutar mi proyecto. Lo que tenía que ocurrir ocurrió: me corté la palma de la mano y la sangre brotó de la plastificada membrana. Me llevé la herida a la boca para no convertir aquel lugar en la escena del crimen.
—Permítame —dijo el joven.
Se arrodilló, tomó una de mis manos y se puso a rasparla con sus propios dientes. Era, sin duda, el mejor método, pero el espectáculo de aquel caballero genuflexo ante una dama cuyas falanges sujetaba delicadamente para proceder a roer el poliestireno me hizo estallar de risa. Nunca una galantería me dejó tan estupefacta.
Rinri no permitió que lo desanimara y raspó hasta el final. La operación duró un tiempo infinito durante el cual me sumergí en lo extraño de la situación. Luego, cual artesano perfeccionista, limpió mis dedos en el fregadero con detergente y una esponja abrasiva.
Cuando el trabajo hubo terminado, contempló minuciosamente el resultado de su rescate y, aliviado, suspiró. Aquel episodio había actuado en él como una catarsis. Me tomó en sus brazos y ya no me dejó.