En la siguiente clase, Rinri me rogó que abordáramos la cuestión del trato de usted. Me sorprendió que este punto se le resistiera a un usuario del idioma que mayor complejidad demuestra en materia de cortesía.

—Sí —dijo él—. Pero, por ejemplo, nosotros nos tratamos de usted. ¿Por qué?

—Porque soy su profesora.

Aceptó mi explicación sin rechistar. Reflexioné y añadí:

—Si eso le plantea un problema, podemos decidir tutearnos.

—No, no —dijo, muy respetuoso con lo que él pareció tomar por una costumbre.

Orienté la clase hacia consideraciones más ordinarias. Al final, al entregarme el sobre, me preguntó si podía venir a buscarme el sábado por la tarde.

—¿Para ir adónde? —le pregunté.

—A jugar.

La respuesta me encantó y acepté.

Por mi parte, yo también seguía con mis clases y progresaba en japonés tanto como podía. No tardé en conseguir que me miraran mal. Cada vez que un detalle me intrigaba, levantaba la mano. Los distintos profesores casi sufrían un ataque cardiaco cada vez que me veían levantar las falanges hacia el cielo. Yo creía que se callaban para dejarme hablar y, con atrevimiento, planteaba mi pregunta, a la que respondían de un modo extrañamente insatisfactorio.

La cosa duró hasta el día en el que, al observar mi gesto habitual, uno de los profesores empezó a gritarme con una excepcional violencia:

—¡Basta ya!

Me quedé paralizada, mientras los demás alumnos me miraban fijamente.

Después de la clase, fui a excusarme ante el profesor, sobre todo para saber qué crimen había cometido.

—No se le hacen preguntas al Sensei —me riñó el profesor.

—¿Y si uno no entiende algo?

—¡Lo entiende y punto!

Entonces supe por qué cojeaba la enseñanza de idiomas en Japón.

También viví el episodio en el que cada uno tuvo que representar a su país. Cuando llegó mi turno, tuve la clara impresión de que me había tocado en suerte una difícil papeleta. Todos habían hablado de países conocidos. Fui la única que tuvo que precisar en qué continente se situaba su nación. Acabé lamentando la presencia de los estudiantes alemanes, sin los cuales hubiera podido alegar cualquier cosa, enseñar en el mapa una isla perdida en Oceanía, evocar nuestras costumbres más bárbaras, como la de hacer preguntas a los profesores. Sin embargo, tuve que ceñirme a la exposición clásica, durante la cual vi cómo los estudiantes singapurenses se mondaban los dientes de oro con un entusiasmo que me desoló.

El sábado por la tarde, el Mercedes me pareció aún más blanco que de costumbre.

Me enteré de que íbamos a Hakone. Como lo ignoraba todo de aquel lugar, reclamé un plus de información. Después de enredarse un poco, Rinri dijo que ya lo vería. El camino me pareció interminable, jalonado por numerosos peajes.

Finalmente, acabamos por llegar a un inmenso lago rodeado de colinas y pintorescos tori. Allí se hacían pequeñas excursiones en barco y en patín de pedales. Este último detalle me dio risa. Hakone era el paseo de los domingos de los tokiotas lamartinianos.

Circulamos sobre las olas en una especie de ferry. Me deleitaba con el espectáculo de las familias japonesas admirando el lugar mientras le secaban los mocos al niño recién nacido, de las parejas de novios disfrazados de novios, cogiditos de la mano.

—¿Ya ha traído aquí a su novia? —pregunté.

—No tengo novia.

—¿En el pasado, ha tenido?

—Sí. Pero no la traje aquí.

Así pues, yo era la primera en gozar de semejante honor. Debía de ser porque era extranjera.

En el barco, un altavoz difundía canciones empalagosas. Hicimos una escala cerca de un tori: bajamos y realizamos un recorrido señalizado y poético. Las parejas se detenían en los lugares previstos a tal efecto y, con emoción, contemplaban la vista sobre el lago a través de los tori. Los niños chillaban, como si quisieran prevenir a los enamorados del porvenir de tanto romanticismo. Yo me divertía de lo lindo.

Después de aquella expedición naval, Rinri me ofreció un kori: me encantaban esos dulces de hielo triturado regado con un sirope de té de ceremonia. No había vuelto a tomarlos desde mi infancia. Al morderlo, sentías su crujido entre los dientes.

Durante el trayecto de regreso, me pregunté por qué razón aquel chico me había llevado a Hakone. Sí, estaba encantada con aquella excursión típica, pero él, ¿por qué había querido enseñarme aquello? Sin duda me hacía demasiadas preguntas. Más aún que los demás pueblos de la tierra, los japoneses hacían las cosas simplemente porque sí. Y estaba bien así.