Cuando el inmaculado Mercedes volvió a ofrecerme su hospitalidad, dudé en subir.
—¿Vamos a su casa?
—Sí.
—¿No teme molestar a sus padres y, sobre todo, a sus abuelos?
—No. Están de viaje.
Condujo sin decir nada. Me gustaba que pudiéramos prescindir de la charla hasta ese punto sin que surgiese el menor atisbo de incomodidad. Eso me permitía observar mejor la ciudad y, de vez en cuando, el perfil increíblemente inmóvil de mi alumno.
En su casa, me preparó té verde, aunque él tomó una Coca-Cola, un detalle que me hizo gracia, ya que ni siquiera me preguntó qué deseaba. Se daba por sentado que una extranjera se regocijaría con ese refinamiento japonés mientras que él estaba hasta la coronilla de las japonesadas.
—¿Dónde está su familia?
—En Nagoya. Es la ciudad de mis abuelos.
—¿Usted va allí?
—No, es un lugar aburrido.
Apreciaba sus respuestas sin rodeos. Me enteré de que se trataba de los padres de la señora. Sus abuelos paternos ya no estaban entre nosotros, noticia que me alivió: en esa esfera, pues, sólo había dos monstruos.
Por curiosidad, me atreví a pedirle que me enseñara la casa. No le pareció mal y me guió por un laberinto de habitaciones y escaleras. La cocina y los baños valían su peso en informática. Las habitaciones eran bastante sencillas, sobre todo la suya: una cama rudimentaria rodeada por una biblioteca. Miré los títulos: las obras completas de Kaiko Takeshi, su escritor preferido, y también Stendhal y Sartre. Sabía que este último era adorado por los japoneses, a los que les parecía enloquecidamente exótico: sentir la náusea frente a un guijarro erosionado por el mar constituía una actitud tan opuesta al comportamiento nipón que ese autor provocaba en ellos la fascinación que todo lo extraño suscita.
La presencia de Stendhal me encantó y me sorprendió todavía más. Le confesé que era uno de mis dioses. Noté que le encantaba. Le vi sonreír como nunca.
—Es una delicia —dijo.
Tenía razón.
—Es usted un buen lector.
—Creo que me he pasado la vida en esta cama, leyendo.
Observé aquel futón con emoción, imaginando a mi alumno, que había permanecido allí durante años, con un libro en la mano.
—Ha progresado usted mucho en francés —observé.
Señaló hacia mí abriendo la mano, a modo de explicación.
—No, yo no soy tan buena profesora. Es gracias a usted.
Se encogió de hombros.
De regreso, divisó sobre un museo un cartel ilegible para mí.
—¿Le gustaría visitar esa exposición? —me preguntó.
¿Me apetecía ver una exposición de la que lo ignoraba todo? Sí.
—Pasaré a recogerla mañana por la tarde —dijo.
Me atraía la idea de no saber si iba a ver pintura, escultura o una retrospectiva de cachivaches varios. Uno siempre debería acudir a las exposiciones así, por azar, con absoluta ignorancia. Alguien desea mostrarnos algo: eso es lo único que importa.
La tarde del día siguiente, seguía sin comprender cuál era el tema de la exposición. Había cuadros probablemente modernos, pero no estaba segura; bajorrelieves de los que habría sido incapaz de comentar nada. Muy rápidamente, supe que el espectáculo estaba en la sala. Lo que más me fascinaba era ese público tokiota deteniéndose respetuosamente ante cada obra y observándola durante largo rato con la más absoluta seriedad.
Rinri hacía lo mismo que ellos. Acabé por preguntarle:
—¿Le gusta?
—No lo sé.
—¿Le interesa?
—No demasiado.
Me puse a reír. La gente me miró, molesta.
—¿Y qué ocurriría si le interesara?
No entendió mi pregunta. No insistí.
Al salir del museo, alguien repartía prospectos. Era incapaz de descifrarlos, pero me encantaba el celo con el que cada persona aceptaba el papel y lo leía. Rinri debía de haber olvidado que no dominaba casi nada los ideogramas, ya que, después de haber leído su prospecto, me preguntó, mostrándomelo, si deseaba ir allí. Nada resulta más irresistible que un allí, que nos remite a algo desconocido. Acepté con entusiasmo.
—Entonces pasaré a recogerla pasado mañana por la tarde —dijo.
Me sentía exultante ante la idea de no saber si iríamos a una manifestación contra las nucleares, a un vídeo-happening o a un espectáculo de Butoh. El código indumentario resultaba imposible de determinar, así que me vestí del modo más neutro posible. Aposté a que Rinri llevaría su atuendo habitual. De hecho, iba disfrazado de sí mismo cuando me llevó a lo que resultó ser el cóctel de inauguración de una exposición.
Era de un artista japonés cuyo nombre me he tomado la molestia de olvidar. Sus cuadros me parecieron de un aburrimiento que desafiaba cualquier competencia, aunque eso no impedía que los asistentes se comportaran ante cada obra con el admirable respeto y la sublime paciencia que tanto los caracterizan. Una velada así me habría reconciliado con la especie humana si el pintor no hubiera estado dolorosamente presente. Por lo odioso que resultó ser, me parecía difícil creer que aquel hombre de aproximadamente cincuenta y cinco años perteneciera al mismo pueblo. Numerosas personas se acercaban a felicitarle, incluso a comprarle uno o varios cuadros atrozmente caros. Entonces él trataba con suficiencia a aquellos seres a los que, a todas luces, consideraba un mal necesario. No pude evitar la tentación de acercarme a charlar con él.
—Perdóneme, no consigo entender su pintura. ¿Podría explicármela?
—No hay nada que entender, nada que explicar —respondió con desagrado—. Sólo hay que sentirla.
—Es que, precisamente, no siento nada.
—Peor para usted.
No hizo falta que me dijera nada más. Superado el primer impacto, me pareció que su discurso era coherente. De aquella inauguración, saqué una enseñanza que, como es lógico, nunca me ha servido: y es que si un día me convertía en artista, con o sin talento, expondría en Japón. El público nipón es el mejor del mundo y, además, compra. Incluso con independencia del dinero, ¡qué hermoso debe de resultar, para un creador, ver que su obra es observada con tanta atención!