En la siguiente clase me di cuenta de que su actitud había cambiado: se dirigía a mi más como a una amiga que como a una profesora. Eso me hizo feliz, y más aún teniendo en cuenta que aquella situación favorecía sus progresos: le daba menos miedo hablar. En cambio, eso hizo que la entrega del sobre resultara mucho más incómoda.
En el momento de despedirnos, Rinri me preguntó por qué le citaba siempre en aquel café de Omote-Sando.
—Apenas llevo dos semanas en Tokio, no conozco ningún otro café. Si conoce lugares mejores, no dude en proponérmelos.
Respondió que vendría a recogerme en coche.
Mientras tanto, había empezado el programa de japonés para ejecutivos y en las clases coincidí con singapurenses, alemanes, canadienses y coreanos que creían que aprender ese idioma era la clave del éxito. Incluso había un italiano, pero no tardó en arrojar la toalla, incapaz de pasar por alto el acento tónico.
En comparación, el defecto de pronunciación de los alemanes, que se obstinaban en decir «v» en lugar de «w», parecía irrelevante. Como siempre a lo largo de mi vida, yo era la única belga.
El fin de semana, conseguí salir de Tokio por primera vez. Un tren me llevó hasta la pequeña ciudad de Kamadura, a una hora de la capital. El redescubrimiento de un Japón antiguo y silencioso hizo que se me saltaran las lágrimas. Bajo aquel cielo inmensamente azul, los pesados tejados de teja en forma de arco y el aire inmovilizado por el hielo parecían decirme que me habían estado esperando, que me habían echado de menos, que, con mi regreso, volvía a restaurarse el orden del mundo y que mi reinado duraría diez mil años.
Siempre he tenido una tendencia al lirismo megalómano.
El lunes por la tarde, el Mercedes excesivamente blanco me abrió su puerta.
—¿Adónde vamos?
—A mi casa —dijo Rinri.
No pude responder nada. ¿A su casa? Estaba loco. Podría haberme avisado. ¡Qué extraños modales para un nipón tan bien educado!
Quizás mi presentimiento acerca de su pertenencia a la Yakusa estaba justificado. Observé sus muñecas: ¿sería un tatuaje lo que asomaba de las mangas de su cazadora? Y aquella nuca tan perfectamente rapada, ¿a qué clase de juramento obedecía?
Tras un largo trayecto, llegamos al lujoso barrio de Den-en-Chofu, donde residían las grandes fortunas de Tokio. El garaje levantó su puerta al reconocer el coche. La casa era la viva representación de la idea que, en los años sesenta, los nipones tenían del colmo de la modernidad. La rodeaba un jardín de dos metros de ancho, como una zanja verde que bordeaba aquel cuadrado castillo de hormigón.
Sus padres me recibieron llamándome Sensei, lo cual me provocó unas terribles ganas de reír. El señor de la casa tenía aspecto de obra de arte contemporánea, hermoso e incomprensible, cubierto de joyas de platino. La señora, mucho más ordinaria, llevaba un traje chaqueta chic y respetable. Me sirvieron té verde y enseguida nos dejaron solos, con la intención de no perjudicar la calidad de mis enseñanzas.
¿Cómo estar a la altura en una situación así? En aquella base intersideral, no me veía haciéndole repetir «huevo». ¿Por qué me había llevado hasta aquel lugar? ¿Se daba cuenta del efecto que producía en mí? Aparentemente, no.
—¿Siempre ha vivido en esta casa? —pregunté.
—Sí.
—Es magnífica.
—No.
No podía contestar otra cosa. Sin embargo, no era del todo falso. A pesar de todo, la residencia no dejaba de ser sencilla. En cualquier otro país, una familia tan rica habría ocupado un palacio. Pero, comparado con el nivel de vida tokiota —con el apartamento de su amigo Hara, por ejemplo—, aquel chalet deslumbraba por sus dimensiones, su prestancia y su tranquilidad.
Proseguí con la clase como pude, esforzándome por no hablar más de aquella residencia ni de sus padres. Sin embargo, no dejaba de experimentar una sensación de malestar. Tenía la impresión de que me estaban espiando. Esto sólo podía deberse a mi paranoia. El señor y la señora tenían demasiada clase para dedicarse a semejante pasatiempo.
Poco a poco, tuve el sentimiento de que Rinri compartía mis sospechas. Miraba a su alrededor con desconfianza. ¿Acaso un fantasma recorría aquel castillo de hormigón? Me interrumpió con un gesto y, de puntillas, se dirigió hacia el hueco de la escalera.
Lanzó un grito y vi salir, como dos diablos del interior de una caja, a un anciano y una anciana que gritaron de risa y que, al verme, redoblaron su hilaridad.
—Sensei, le presento a mi abuela y a mi abuelo.
—Sensei! Sensei! —chillaron los ancianos, con cara de estar pensando que yo tenía tanto aspecto de profesora como de trombón de varas.
—Señora, señor, buenos días…
Cualquiera de mis palabras, de mis gestos, los hacía reír hasta la demencia. Hacían muecas, daban palmadas en la espalda de su nieto, luego en la mía, bebían té de mi taza. La vieja tocó mi frente y gritó: «¡Qué blanca es!», y se derrumbó de risa, imitada por su marido.
Rinri los miraba sonriendo, sin abandonar su parsimonia. Pensé que quizás sufrían demencia senil y que resultaba admirable que aquellas personas mantuvieran en su casa a aquellos chiflados vejestorios. Tras un intermedio de unos diez minutos, mi alumno se inclinó ante sus antepasados y les rogó que regresaran a sus habitaciones para descansar, ya que tanto ejercicio debía de haberles agotado.
Los horribles ancianos acabaron por obedecer, no sin antes haberse burlado copiosamente de mí.
Yo no entendía todo lo que decían, pero lo esencial no me pasaba por alto. Cuando desaparecieron, miré al joven con interrogantes en mi mirada. Él, sin embargo, no dijo nada.
—Sus abuelos son… peculiares —observé.
—Son viejos —respondió el joven con sobriedad.
—¿Les ha ocurrido algo? —insistí.
—Han envejecido.
De allí no salíamos. Cambiar de tema constituyó toda una hazaña. Al detectar la presencia de una cadena Bang & Olufsen, le pregunté qué música escuchaba. Me habló de Ryuichi Sakamoto. De una cosa a otra, llegamos al final de una clase que me afectó más que cualquier otra. Cuando recibí el sobre, pensé que me lo había ganado. Me llevó a mi casa sin decir palabra.
Me informé y me enteré de que, en Japón, esos fenómenos son corrientes. En un país en el que la gente debe comportarse correctamente toda su vida, suele ocurrir que se les crucen los cables al llegar a la vejez y que se permitan actitudes de lo más insensatas, lo cual no impide que, conforme a la tradición, sus familias se hagan cargo de ellos.
Aquello me parecía heroico. Aunque, de noche, me asaltaron pesadillas en las que los abuelos de Rinri me tiraban del pelo y me pellizcaban las mejillas partiéndose de risa.