Llegaron a la habitación de la muchacha. La casa seguía envuelta en un silencio absoluto, como si nadie hubiese vivido jamás allí. Los ojos turbios de Chris vieron que todo estaba en orden, y entonces se fue borrando aquella especie de marca que el miedo había ido dejando en su rostro.
—¿Qué vas a hacer, Ramsay? —musitó.
—Registrar la casa.
—¿Y por qué no te ayudo yo?
—Prefiero hacerlo solo. No quiero que corras más peligros.
—De acuerdo… Me quedaré aquí.
—La llave de la habitación la tienes en la cerradura. Cierra tú misma y guárdala. No abras a nadie, absolutamente a nadie. Cuando yo quiera entrar te hablaré a través de la puerta, pero tampoco abras si pronuncio tu nombre. Esa será la contraseña para avisarte de que estoy amenazado. Esta casa es muy grande y en algún sitio podrían sorprenderme.
—Haré lo que tú digas, Ramsay.
Y la muchacha entornó los párpados. Otra vez tenía cara de niña. Otra vez brillaba en sus pupilas un resto de esperanza.
Ramsay sintió el impulso de besarla, pero se dominó. Sus pensamientos volvían a sumirse en un caos. Él también tuvo la sensación —como quizá la había tenido ella— de que iba a volverse loco.
Salió al oscuro pasillo. Oyó el chirrido de la llave al girar en la cerradura. Ahora Chris estaba segura en su habitación, ahora no podía pasarle nada.
Bueno, eso creía Ramsay.
Quizá también lo creía Chris cuando fue a su cama.
Pero lo cierto fue una sombra más espesa que las otras se despegó de una de las paredes del fondo. Y avanzó hacia ella sinuosamente, igual que un espectro dotado de vida.
Era la sombra de una mujer.
Chris no la vio hasta que la tuvo materialmente encima. Pero antes de verla notó aquel contacto frío en una de las sienes. Se dio cuenta demasiado tarde que le habían apoyado allí el cañón de un revólver.
La muchacha no pudo ni lanzar un gemido.
Estaba demasiado asombrada incluso para eso.
Trató de volver la cabeza, aunque tenía la sensación de que en cualquier momento iban a volársela de un balazo. Pudo ver entonces, aunque de refilón, que la mujer que la amenazaba era joven y bonita, que tenía unos movimientos elásticos y una mueca de cruel decisión en la boca.
La voz metálica ordenó:
—Siéntate en la cama. Y con las manos unidas sobre el pecho, como si rezases. Que yo las vea.
Chris obedeció. Tenía la sensación de que en cualquier momento un plomo la enviaría al infierno.
Y miró entonces de frente a la mujer.
Ahora la reconoció.
Nancy Basora se apartó un par de pasos, aunque ni por una décima de segundo dejó de apuntar a Chris.
—Y ahora, pequeña —dijo—, explícame la verdad.
—¿Qué… qué verdad?
—Voy a volarte la cabeza si no lo haces, nena —susurró la voz—. No creas que me va a costar esfuerzo. Con el silenciador acoplado a este revólver, nadie se enterará. Ni tú. Me han asegurado que no hace ningún daño una bala en el centro de la cabeza.
Chris sintió un estremecimiento. Con la mirada perdida, preguntó:
—¿La verdad? ¿Qué verdad? ¿Qué es lo que quieres saber?
—Sencillamente —musitó Nancy Basora—, quiero saber dónde tienes escondido a tu padre.