Por supuesto que nadie puede preguntar en el infierno, pero Ramsay hizo algo parecido: pidió una autorización para abrir el ataúd donde reposaban los restos de Ted Laurens.
Y a la mañana siguiente, bajo una lluvia insistente y fría, bajo un cielo plomizo, mientras el ruido de los aviones que despegaban del aeropuerto Kennedy atronaba el aire, cinco personas se reunieron en el triste cementerio de Queens. Más triste que los otros cementerios porque está rodeado de pequeños y destartalados talleres, de fábricas y de instalaciones que parecen querer robar el espacio a los muertos.
Aquellas cinco personas, aparte del propio Ramsay, eran el secretario del juez del distrito, el jefe de la brigada de Homicidios de Boston, el administrador del cementerio y un médico forense. Todos con las solapas de las gabardinas alzadas, todos con la mirada perdida, todos sintiendo que el frío se les metía hasta los huesos. Y no era solamente un frío físico, sino una especie de frío mental que les iba llenando el cerebro poco a poco.
Los sepultureros alzaron la lápida.
Un ataúd de medio lujo, que aún estaba en muy buenas condiciones, quedó a la vista de todos.
El médico forense gruñó:
—Vaya capricho ha tenido usted, policía.
—No es un capricho.
—¿Pues qué es?
—Quiero saber si ese cadáver está ahí.
—Ahora ya ha averiguado que lo mataron, ¿no? Que no fue una muerte natural. ¿Qué más quiere?
Ramsay se estremeció al recordarlo.
Pero en su rostro que parecía de piedra no hubo ninguna reacción. No reflejó ningún sentimiento.
En efecto, ahora ya sabía que Chris tenía razón. Que en su pesadilla había visto la verdad.
Porque Ted Laurens había muerto asesinado de un balazo entre las cejas. Eso Ramsay lo sabía por Clark, el policía de Nueva York. El caso estaba abierto aún, puesto que no se había descubierto al asesino.
Los ojos de Ramsay se entrecerraron. Sus pensamientos eran un torbellino mientras arreciaba la lluvia.
Ahora sabía una cosa muy importante, aparte el hecho increíble de que Chris hubiese visto la verdad en su pesadilla. Ahora sabía también que la viuda de Ted Laurens había engañado a su hija.
—¿Por qué?
Ramsay no entendía nada. Volvía a sentir vértigo.
Oyó, como si llegara desde muy lejos, la voz del médico forense que estaba diciendo:
—¿Sabe que ese cadáver lleva solamente un año enterrado?
—Claro que lo sé.
—Pues no es agradable ver un cadáver en esas condiciones, se lo aseguro. No es una fiesta.
—He visto otros. Y usted también, doc.
—Bueno, pero de todos modos no es agradable. Prepárese.
Y miró al juez, como pidiendo permiso. Este dijo:
—Alcen la tapa.
El ataúd fue abierto.
Todos cerraron maquinalmente los ojos durante unos segundos.
Pero cuando los abrieron estuvieron a punto de lanzar un grito.
Porque no había motivo para el horror.
¿O quizá sí que lo había? ¿Quizá lo había más aún? Porque en el ataúd no vieron ningún cadáver.
¡Estaba vacío!
Ramsay tuvo que llevarse una mano a la boca.
El juez lanzó una imprecación.
El médico sólo pudo balbucir:
—No…
Con los ojos desorbitados miraron todos aquella caja va cía. Y fue entonces cuando tuvieron la macabra sensación de que lo que habían pensado era verdad, que no les quedaría más remedio que preguntar en el infierno.
O quizá en el cielo.
Porque de pronto oyeron aquel ruido avasallador justo encima de sus cabezas.
No entendían nada.
Pero a veces la cosa más elemental, en determinadas circunstancias, parece una cosa del otro mundo. Para ellos fue como si de pronto el cielo se hundiera, como si alguien hubiese querido enviarles en aquel momento un mensaje del Más Allá.
Y cuando alzaron la cabeza vieron que el hecho no tenía nada de extraordinario. ¿O sí? Porque un helicóptero estaba sobrevolando la fosa a tan baja altura que el remolino del aire casi alzaba el ataúd. Ramsay alzó la derecha mientras mascullaba:
—¿Está loco?
El helicóptero despareció en cuestión de segundos. Todos quedaron boquiabiertos mirando al cielo.
Había sido como una señal.
Y esta vez no era una señal del infierno.