CAPITULO IX

Estaba anocheciendo cuando encontró a Nancy Basora. La dueña de la Escuela Superior tenía unos andares elásticos, felinos, jóvenes, unos andares de mujer tras la cual uno iría al fin del mundo si supiese que en el fin del mundo había una cama.

Pero Ramsay estaba demasiado obsesionado pensando en sus cosas para dedicarse a ella. Apenas la miró.

Nancy, sin embargo se detuvo junto a él.

—Hola, detective —saludó—. ¿No me recuerda?

Ramsay la miró un momento de soslayo, aunque sonriendo con toda cortesía.

—Claro que la recuerdo —contestó—. No se le despinta a uno tan fácilmente una mujer como usted.

—Creí que se había ido a Boston.

—Sí, pero he vuelto. Cosas del trabajo.

—¿Y ha averiguado alguna cosa?

—Sólo que el muerto era un periodista. No sé qué busca ría por aquí. En fin, de todos modos pronto lo aclararemos.

—Pues ahora no parece estar buscando huellas de ese muerto. Yo diría que usted busca otra cosa.

—Sí. Es cierto —reconoció él.

—¿Qué busca?

Ramsay resolvió ser sincero. Y dijo algo que un día antes le hubiese parecido ridículo e increíble, pero que ahora le parecía tan real como una amenaza que estuviese escrita en el cielo.

—Estoy buscando una lápida —musitó.

—¿Una lápida de cementerio?

—Exactamente.

La hermosa Nancy Basora le miró pestañeando, como si pensase que estaba delante de un hombre que empezaba a tener goteras en la azotea.

—El cementerio está algo lejos de aquí —aclaró—. Hay uno al otro lado de la vieja casa, ¿sabe? Un primitivo cementerio parroquial, de los que antes eran frecuentes en Nueva Inglaterra, y donde ahora ya no se entierra a nadie, naturalmente que no. Pero si usted tiene la manía de buscar lápidas las encontrará allí, no aquí. Esto es un cruce de caminos.

—Lo sé.

—¿Entonces…?

Ramsay se encogió de hombros.

—Ya sé que a usted le debo parecer extraño, señorita Basora —dijo—, pero cada policía tiene sus métodos. ¿Qué tal la escuela?

—Bien.

—¿Y el señor Monaghan, el administrador?

—Perfectamente. ¿Por qué?

—Ustedes tienen un centro de enseñanza con mucho prestigio. Las matemáticas, la física y la mecánica no tienen secretos para sus alumnos.

—Naturalmente que así es. De lo contrario no podrían aspirar nunca a ingresar en Harvard. Pero ni el señor Monaghan ni yo somos expertos en todo eso, ¿sabe? Yo soy la presidente del consejo de administración, y el señor Monaghan es el administrador general. Los que saben todo eso que usted dice, y bastante más, son los profesores del centro.

—¿Tienen muchos?

—Más de cincuenta.

—Oiga… ¿y entre ellos no figuró nunca un hombre llamado Ted Laurens?

Ella arqueó una ceja.

—¿Por qué? —preguntó.

—No sé. Podía haber figurado.

—Jamás oí ese nombre.

—Lo suponía.

—¿A qué se dedicaba?

—No era exactamente un profesor. Era un técnico que se dedicaba a terminar aparatos magnéticos de mucha precisión.

Nancy Basora se encogió de hombros.

—Todos los profesores de mi Escuela Superior no son técnicos, sino algo más —dijo—. Muchos de ellos han enseñado en Harvard.

—Comprendo.

—Y ahora perdóneme. Tengo que hacer una serie de cosas todavía. Pero si me necesita para algo no vacile en llamarme y le ayudaré con mucho gusto.

Se alejó con sus suaves andares felinos, con su elasticidad, con sus curvas prietas y ajustadas en su cuerpo donde no sobraba ni faltaba nada, un cuerpo que lo mismo podía servir de modelo para el escultor más artístico que para el más audaz fotógrafo porno. Ramsay pensó que sí que necesitaría la ayuda de una mujer así, pero no precisamente la que ella le estaba ofreciendo.

Cuando se convenció de que por allí no había ninguna lápida funeraria, volvió a la casa. Pero en el sendero tropezó con alguien a quien conocía, alguien que durante un tiempo perteneció a la brigada de Homicidios y luego siguió caminos más complicados, pero seguramente más provechosos.

Gordon avanzó hacia él con la mano tendida.

Gordon era alto y fuerte. Más incluso que Ramsay, lo que ya es decir. Tenía pinta de stopper de rugby. Casi estrujó los dedos de Ramsay mientras gruñía:

—¿Tú por aquí, muchacho?

—No es casualidad. Estoy investigando un crimen.

—Pero ésta no es tu demarcación…

—Lo sé, pero la plantilla de la policía local estaba tan en cuadro que solicitaron ayuda a Boston.

—¿Y qué crimen es ése? ¿Le han tocado las tetas a una vieja?

—No estoy en delitos contra la honestidad, Gordon, sino en homicidios.

—Hombre… Ya sé por qué lo digo. Es que a lo mejor la vieja se ha muerto de gusto.

Y Gordon lanzó una carcajada. Era uno de esos tipos que parecen tomárselo todo a broma, pero bajo su apariencia alegre se ocultaba la frialdad de un hombre de los Servicios Especiales, capaz de partirle a uno la columna vertebral en un abrazo.

Ramsay rió también mientras decía:

—Se trata de la muerte de un periodista que estaba metiendo la nariz en no sé qué. Por ahora no he averiguado nada.

—He oído algo de eso. Se comenta en la población de Bay.

—¿Y tú qué haces aquí, Gordon?

—Vacaciones.

—¿Os da vacaciones la CIA?

—Hombre, alguna vez, entre lío y lío… Hace poco estuve infiltrado en Cuba. Ahora me han dado un descanso.

—Pues yo imaginaba que un tipo como tú se iría a descansar a Florida.

—¿A Florida? ¿A un sitio que está lleno de cubanos que me podrían reconocer? En esta clase de asuntos nunca sabes quién es amigo y quién es enemigo, quién va a dar el soplo y quién no. La CIA me obliga a ir de vacaciones a sitios discretos, donde no llames la atención de nadie.

—Bay te debe resultar muy aburrido.

—¿Piensas que tengo ganas de divertirme? ¿De dar saltos? ¿De liarme con tías? Bastantes cosas de ésas he de hacer cuando estoy trabajando. Ahora lo único que quiero es leer los periódicos y alguna novela policíaca.

Dio una palmada en la espalda a Ramsay y añadió:

—Escucha bien esto, amigo… Ni una palabra a nadie sobre mi verdadero trabajo, ¿eh? A nadie le interesa saber si estoy a sueldo de la CIA o si estoy a sueldo del obispo.

—¿Crees que he nacido hoy? Sé perfectamente que incluso de vacaciones estáis con identidad falsa.

—¿Entonces todo Okay?

—Todo Okay.

Se despidieron los dos. Ramsay fue al encuentro de la madre de Chris.

Ella se hallaba en el jardín y no se dio cuenta de que llegaba.

Ramsay la miró intensamente. Todavía bonita, todavía atractiva, todavía elegante. Pero sin embargo había en ella algo turbio, algo desconocido, algo que parecía estar muy en el fondo de sí misma y que no le gustaba al joven policía. Al comprender que ella seguía sin advertir su presencia, carraspeó ligeramente. Entonces la mujer volvió la cabeza.

—Usted aquí… —susurró.

—¿Pensaba que me había ido?

—Con franqueza, sí.

—Voy a estar aún algunos días aquí. Y me gustaría hacerle una pregunta.

—Como quiera.

—¿Su marido tuvo problemas en el trabajo?

—¿Qué quiere decir?

—He oído decir que terminaba y revisaba aparatos magnéticos de mucha precisión.

—Sí.

—Y que luego eran embalados con muchísima precaución y más tarde remitidos a su destino en barco por el gran volumen del embalaje.

—También es verdad.

—He oído decir, no obstante, que algunos de esos aparatos llegaron estropeados a su destino.

—En efecto, se dieron casos.

—¿Eso creó problemas en la empresa donde trabajaba su marido?

—Algunos.

—¿Amenazaron con despedirle?

—Oh, no… De ninguna manera. Mi marido era un buen técnico y estaba excelentemente considerado. Pero todo aquel asunto le desconcertaba, eso es verdad. No entendía nada.

—¿Llegó a sufrir depresiones?

—Bastantes.

—¿Y una de esas depresiones… pudo llevarle al suicidio?

La mujer enrojeció.

—¡Oiga! ¿Qué está tratando de insinuar?

—El suicidio no es ninguna deshonra, señora. No estoy tratando de insultar la memoria de su marido.

—No es una deshonra, de acuerdo. Pero es una mentira.

—Sólo le he hecho una pregunta.

—No, no se suicidó.

—Usted siempre le ha dicho a Chris que su padre murió de una pulmonía, o algo similar.

—Y es cierto.

—¿Sabe que tengo un certificado de defunción? ¿Y que en él se habla de «hemorragia interna»? Las pulmonías no suelen producir hemorragias internas, al menos que se sepa.

La mujer se puso en pie.

Era alta, estaba bien formada. Y brillaban sus ojos.

Todavía podía enloquecer a un hombre.

—¿Qué quiere decir? —musitó.

—Pudo usted engañar a Chris.

—¿Por qué había de hacerlo?

—Para evitarle un trauma.

Y añadió:

—Pero Chris ha soñado a su padre con un balazo entre las cejas. Me ha contado sus sueños, mejor dicho sus pesadillas. Y lo malo es que Chris parece algo así como una vidente, ¿sabe? Adivina las cosas.

Ramsay cerró un momento los ojos.

Lo extraño, lo realmente extraño era que en aquella casa también las adivinaba él. Todo aquel episodio de la botella de whisky de malta era algo que no se explicaba todavía y que quizá no se explicaría nunca.

—¿Quiere decir que en sus pesadillas ella ha visto la verdad de lo que realmente ocurrió? —preguntó la mujer.

—Algo así.

—¡Qué tontería! Y le ruego que no hablemos más de esto. Es una conversación kafkiana. Además, no tiene usted derecho a hacerme preguntas.

—Es verdad, no tengo derecho. Pero, si le parece bien, dígame en qué compañía trabajaba su marido.

—La Computer Center.

—De acuerdo, gracias. Procuraré no molestarla más. ¿Me permite telefonear?

Ella asintió.

Ramsay fue a uno de los despachos, buscando el teléfono. Encontró en la guía el número de la Computer y llamó. No le fue nada difícil averiguar que, en efecto, Ted Laurens tuvo grandes problemas con los últimos envíos de material, antes de morir. Sin que se supiera por qué, algunas máquinas llegaban completamente descompensadas, mientras que otras llegaban en perfectas condiciones, siendo el embalaje el mismo para unas que para otras. Resultaba inexplicable.

Ramsay preguntó:

—¿Ted Laurens tuvo problemas laborales con ustedes?

—Bueno… Nadie habló de despedirle, claro que no. Era un excelente técnico. Pero la verdad es que estaba completa mente descentrado con lo que ocurría, y últimamente apenas conciliaba el sueño y apenas se alimentaba. Su única obsesión consistía en averiguar las causas de lo que estaba sucediendo.

—¿Hacían siempre los envíos por mar?

—Sí. Era más seguro.

—¿Por medio de qué compañía?

—La Atlantic Sea.

—¿Reclamaron ustedes a esa compañía por los desperfectos de las máquinas?

—Claro que reclamamos, pero sin ningún resultado. Y es que, verdaderamente, la compañía marítima tenía razón. Las cajas estaban intactas, como los precintos y los embalajes. Ninguna máquina había sufrido desperfectos por maltrato o por choque. Lo que pasaba era que funcionaban mal.

—¿Lograron averiguar las causas?

—No, nunca.

—¿Y Laurens? ¿Lo logró?

—De ninguna manera. Murió cuando lo estaba intentado.

—Después de la muerte de Laurens, ¿han seguido enviando máquinas por medio de la misma compañía?

—Sí, claro. Es nuestro negocio.

—¿Se estropean?

—Mucho menos que antes.

—Oiga… —Ramsay tragó saliva antes de hablar—. Le voy a hacer una pregunta que tal vez no tenga sentido. Pero… ¿Laurens presentaba muestras de magnetismo en su cuerpo? Quiero decir… ¿podía él alterar las máquinas sin darse cuenta?

—¿Quiere usted decir si era como esos hombres que con el pensamiento doblan cucharillas o algo así?

—Sí. Es más o menos eso lo que estoy preguntando.

—Absurdo. Laurens era un hombre perfectamente normal. Un buen padre de familia, uno de esos tipos que jamás causan ningún problema. Además, si hubiese tenido magnetismo propio, cosa que ninguno de nosotros notó jamás, le hubiera sido imposible trabajar con aparatos magnéticos de alta precisión, ¿no cree? Lo que estoy diciendo es que los hubiese estropeado desde el primer momento.

Ramsay musitó:

—Me hago cargo.

No cabía duda de que el tipo que estaba al otro lado de la línea tenía toda la razón.

Pero «algo» tenía que haber, «algo» que él no comprendía y que parecía estar más allá de las fronteras de este mundo. Por eso preguntó con voz opaca:

—Supongo que ustedes han pensado mucho en esto, desde que empezó a suceder.

—Mucho. Ha sido una auténtica obsesión para nosotros. Y también lo era para el pobre Ted Laurens.

—¿Han encontrado alguna explicación?

La voz del otro lado del cable llegó infinitamente lejana.

—Ninguna explicación, amigo —dijo aquella voz—, pero no nos pregunte a nosotros.

—¿Pues a quién?

—Pregunte en el infierno.

Ramsay dejó caer el auricular poco a poco.

Sentía que la mano le quemaba.

Le parecía como si el aire estuviese cargado de electricidad.

Y fue entonces cuando lo oyó.

El grito desesperado, el grito de horror de Chris Laurens.