CAPITULO VII

Ramsay volvía a la ciudad de Bay, a la antigua North Valley.

Sentía como si la cabeza le fuera a estallar. También él tenía la sensación de vivir en otro planeta.

Pero necesitaba mantener la serenidad. Necesitaba fingir que no estaba enterado de nada. Si él se dejaba llevar también por aquel clima de pesadilla, estaba bien listo.

Mas la verdad era que no lograba evitarlo del todo. Incluso conducía como un borracho. Dos veces tomó las curvas mal, y se encontró patinando hacia el lado opuesto de la carretera.

Meneó la cabeza.

Maldita sea, tenía que serenarse o se volvería loco.

No le había hecho ningún comentario a la enfermera. Había obrado como si todo fuese lo más natural del mundo y como si el doctor Murphy hubiese de aparecer en cualquier momento por la puerta. Pero inmediatamente después de salir del consultorio fue a ver el sargento Clark, un amigo suyo que estaba destinado en el Precinto de aquella zona.

Clark le explicó unas pocas cosas. Que el doctor Murphy, por ejemplo, era un hombre honrado. Y que vivía solo. Y que si había desaparecido por un par de días era asunto su yo. Seguro que el tipo que le vino a buscar era un amigo y desde allí se fueron los dos a buscar unas tías para pasarlo en grande. Volvería sin blanca y con mala cara, pero dispuesto a empezar de nuevo.

Ramsay tuvo que decir que sí.

Era posible que hubiese sucedido eso.

Pero él no lo creía.

Mientras conducía hacia Bay, pensó también en las extrañas causas de la muerte aparente de Ted Laurens.

El sargento Clark había dicho que investigaría sobre las causas de aquella muerte y que ya le facilitaría un informe. Pero éste podría tardar dos días o tres, porque Clark era un hombre con mucho trabajo.

Ramsay volvió a mover la cabeza.

Necesitaba despejarse.

Infiernos, ¿qué le pasaba?

Cuando distinguió de nuevo la sombría mole del edificio donde ahora vivía Chris, tuvo la sensación de haber estado allí muchos años antes. Quizá en una vida anterior. Era algo que no explicaba.

Algo que no tenía sentido, pero que se le iba metiendo poco a poco hasta dentro, como una maldición.

Uno de los hombres que trabajaban en las obras de restauración acudió a recibirle.

—Hola, inspector. Ya pensábamos que no volvería por aquí. Que el asunto estaba cerrado.

—Desgraciadamente no puede estarlo —aseguró Ramsay—. No se ha adelantado absolutamente nada.

—¿Sabe al menos qué buscaba ese periodista por aquí?

—Ni idea —reconoció Ramsay—. En su periódico tampoco lo saben. Tengo la sensación de que buscaba un reportaje por su cuenta.

—¿Sobre qué?

—¿Y cómo voy a saberlo? Oiga, ¿qué tal la señorita Chris?

—Parece que algo mejor.

—¿No ha salido?

—No, no se mueve de la casa.

—Pues le convendría moverse un poco. Dígame: ¿dónde está?

—Arriba, en la biblioteca.

—Gracias.

Ramsay fue hacia allí.

La verdad era que no acababa de entender lo que le pasaba, pero no conseguía evitarlo, sentía un deseo inmenso de volver a ver a Chris. Era como si aquella muchacha hubiera pasado, de pronto, a significar lo más importante de su vida. En cambio no le acababa de gustar su madre. No sabía por qué, pero en la madre había algo extraño, algo incomprensible y turbio, como si tuviese el mayor interés en propagar sin ningún reparo que su hija se estaba volviendo loca.

Encontró a Chris en la enorme biblioteca de la casa. Era un lugar elegante, pero sombrío, que parecía hecho a propósito para guardar libros que sólo hablasen de personas muertas.

Sin embargo la sonrisa de Chris estuvo llena de vida. La sonrisa de Chris sí que le compensó. Y Ramsay se dio cuenta, con un recóndito sentimiento de felicidad, de que ella también había estado deseando verle.

—Hola, Chris.

—Hola, señor Ramsay.

—No me llames «señor». Somos casi de la misma edad.

—Pero tú eres un detective de la brigada de Homicidios.

Ramsay lanzó una carcajada.

—Lo cual significa que cualquier día te detengo y te llevo conmigo —le espetó.

—¿Adónde?

—A pasar una semana a las Hawaii.

Chris rió también. Era evidente que los dos hacían un esfuerzo por estar alegres, por olvidarse de la atmósfera depresiva de la casa, pero en el fondo de sus ojos seguía flotando una sombra de duda. Y en los de Chris flotaba además una lejana chispita de horror.

—¿Has averiguado algo? —preguntó.

—No, nada.

Ocultó cuidadosamente que había estado en la casa de Chris, en el corazón de Manhattan. Ocultó cuidadosamente, sobre todo, que él empezaba a tener también extraños indicios de que Ted Laurens aún vivía.

—¿Qué hacía ese joven periodista por aquí?

—Buscaba un reportaje.

—¿Lo cual significa que en aquel coche con las luces apagadas quería observar a alguien o esperaba ver pasar a alguien?

—Probablemente sí.

La muchacha se levantó de su asiento y dio unas vueltas por la habitación, mostrando sus poderosas curvas y las jóvenes líneas de su cuerpo.

—Pero ¿qué reportaje puede haber aquí? —preguntó—. No veo nada de interés. Tal vez esta casa que van a convertir en museo… Sin embargo, si quisiera hacer un reportaje sobre esto, no necesitaría ocultarse de nadie. Solamente pedir permiso y ya está.

—Es cierto.

—Queda la Escuela Superior —susurró ella—, el único edificio que hay cerca. Pero no veo que tenga interés para nadie. Es como cualquier otra.

Ramsay cabeceó afirmativamente.

Había estado haciéndose las mismas preguntas que la chica, para llegar a las mismas conclusiones que ella.

—Tal vez esta casa tenga algo que no sabemos —dijo al fin.

—¿Esta?

—Hay casas que tienen… ¿cómo lo diría?… Tienen una especie de influencia magnética sobre las personas.

—Qué tontería…

—No digas eso, Chris. El mundo entero es magnetismo. El universo se mantiene como está gracias al magnetismo. Las leyes que regulan los movimientos de los astros, y que descubrió Newton, son magnetismo puro.

—No puedo negarlo —admitió Chris con un hilo de voz—. Además mi padre trabajaba en aparatos magnéticos.

—Pues es curioso.

—Es una simple casualidad.

—Naturalmente, Chris.

—Eran aparatos de gran precisión… Aparatos para laboratorios. Él era algo así como el asesor técnico. Los ingenie ros los diseñaban, pero él los repasaba y les daba el toque final.

—Entiendo.

Chris dijo orgullosamente, demostrando que había amado mucho a su padre:

—Papá no era un cualquiera. Los más acreditados clientes, o sea los grandes laboratorios, querían que los aparatos los revisase él.

—Eso es magnífico, Chris.

—Pero últimamente tuvo grandes disgustos. Bueno, yo no llegué a verlo, porque yo estaba estudiando en Roma, pero mamá me lo decía a veces. Mi padre estaba preocupado porque algunos de sus aparatos llegaban estropeados después del transporte.

A Ramsay no le interesaba aquella conversación, pero por pura cortesía la continuó. E hizo una pregunta:

—Quizá los trataban mal durante el viaje. ¿Los enviaban en avión, no? Debían de ser máquinas de muy poco peso.

—Oh, no. Las enviaban en barco.

—¿Por qué?

—No se trataba del volumen de la máquina, sino del volumen del embalaje. Iban en cajas muy grandes y súperprotegidas. Un leve choque de cualquiera de esas máquinas y ya no servían para nada.

—Ya comprendo.

—Además no las podían enviar en avión por otra razón. Mi padre me lo explicó una vez: el metal del avión podía afectar o alterar el sistema magnético de las máquinas. Por eso facturaban siempre las cajas por mar, y además las colocaban obligatoriamente en lugares de las bodegas donde no hubiera metales próximos. Por ejemplo junto a cajas de materiales plásticos, de libros, de maderas, etc… Bueno, pero ahora me doy cuenta de que te estoy hablando de cosas del trabajo de mi padre que no te importan para nada. Te estoy aburriendo.

—Oh, no, Chris. Todo eso me interesa.

Y añadió sin mirarla:

—¿Tu padre trabajaba en radiactividad?

—No lo sé.

—Pero ¿es posible?

—Sí. Es posible. Mamá lo sabrá.

—¿Pudo la radiactividad afectarle en algo?

—¿Por qué preguntas eso?

—No lo sé… En fin… La radiactividad es todavía la gran desconocida… No sigue las leyes de la vida ni de la muerte. La radiactividad no muere jamás. O muere quizá al cabo de millones de años, lo que según la escala humana es algo así como la inmortalidad más absoluta. Pienso que tu padre… En fin… Quizá llegó un momento en que tampoco estaba sometido a las leyes de la vida y de la muerte.

Las palabras quedaron flotando un momento en el aire, parecieron flotar entre los dos como una obsesiva pesadilla.

Chris se detuvo en seco.

Estaba terriblemente pálida.

—¿Por qué has dicho eso? —farfulló—. ¿Por qué?

—No lo sé, Chris.

—Tú también piensas que mi padre vive, ¿verdad?

—No he dicho eso.

—Pero lo piensas.

—Bueno… No hablo de una vida normal, de una vida como la entendemos todos… Eso sería absurdo.

—Sí. Sería absurdo, pero no sería terrorífico —asintió Chris con voz opaca.

Como si no la hubiese oído, él continuó:

—Me estoy refiriendo quizá a rastros, a destellos… Bueno, a cosas que puedan dar una cierta sensación de vida.

Y al final se dio cuenta de que estaba asustando a Chris. A veces no conviene pensar en voz alta como él estaba haciendo. Intentó sonreír mientras decía con expresión des preocupada:

—Pero qué idiota soy… Resulta que yo, un policía que quiere ser serio y al que han educado según los métodos científicos, esté hablando de aparecidos y de rastros de vida que no son vida. Me parece que a este paso van a ponerme a dirigir el tráfico. En fin, más valdrá que nos tomemos una copa y charlemos los dos de lo bonita que es esta comarca. Iré a la habitación de al lado y veré si aún queda una botella de whisky de malta. Es insuperable.

Y fue hacia una puerta que estaba a la derecha.

Pero no llegó a abrirla.

De pronto se detuvo.

Era como si un muro de cristal le impidiera seguir. Era como si algo le detuviese, y no sabía qué. Al final lo comprendió. Era la mirada de la chica. Chris le estaba contemplando desde el centro de la biblioteca, pero con tal horror que la mirada de aquellos ojos parecía paralizar hasta el aire.

Chris le llamó.

—Ramsay…

—¿Qué?

—Repite lo que has dicho.

—Pues… Bueno… He hablado de la habitación de al lado y de una botella de whisky de malta. ¿Qué tiene de raro?

—Sólo una cosa.

—¿Cuál?

—Tú no puedes saber lo que hay en esa habitación de al lado. No has estado jamás en ella.

Ramsay no pudo contestar.

Sintió que la boca se le crispaba.

Y sintió también que inexplicablemente, por primera vez en su vida, las rodillas empezaban a temblarle.