CAPITULO VI

La reconstrucción del crimen, a la mañana siguiente, no aportó nada nuevo para Ramsay, quien se dio cuenta de que aquél no iba a ser, ni mucho menos, un caso fácil de resol ver. No se apreciaban en la tierra del sendero huellas de zapatos, ni siquiera los de Chris, que afirmaba haber estado allí. Eso probaba que el asesino o la asesina, después de empujar el coche, había barrido el polvo con un ramaje, para borrar todo rastro. Después se había deslizado por un caminillo asfaltado que conducía a la carretera, y donde, como era lógico, no quedaba huella alguna.

Lo único que estaba bien marcado en la tierra era la impronta de los neumáticos, pero eso no le servía de nada a Ramsay. ¿Para qué diablo quería la huella de los neumáticos, si ya tenía el coche?

Dejó a Mac encargado de las investigaciones y volvió a Boston. Una vez allí se procuró una autorización de un juez de distrito de Nueva York para poder entrar legalmente en el domicilio de Chris en Columbus Avenue.

Una cosa estaba clara para él.

El miedo de la chica. Y la belleza de la chica.

Era ya casi de noche cuando se presentó en Columbus Avenue. El pequeño apartamento en el que hasta poco antes vivieron Chris y su madre estaba desierto, pero limpio y ordenado. No había un solo objeto que se hallara fuera de su sitio, como si la hermosa muchacha y su madre fuesen a volver de un momento a otro.

Ramsay examinó los objetos meticulosamente, pero sin alterar el orden de lo que había allí. Vio unas cuantas fotografías del padre de Chris y encontró unos viejos sobres de salarios. Fue un técnico bien pagado, el cual, además, había tenido una habitación llena de cachivaches y en la que, por lo visto, se dedicaba a hacer experimentos por su cuenta. Había allí planos de máquinas, una computadora de diseño y de cálculo, libretas llenas de anotaciones matemáticas… Todo aquello acabó mareando a Ramsay, quien jamás se interesó por los números.

Pero una cosa estaba clara. No había allí el más mínimo desorden. Daba la sensación de que el padre de Chris iba a volver en cualquier momento, como si estuviese vivo.

¿Vivo?

Ramsay sintió un estremecimiento.

No sabía lo que le pasaba.

Quizá era absurdo, pero tuvo que mirar a todas partes porque le parecía que todos los rincones de la casa estaban llenos de ruidos furtivos.

Al fin Ramsay hizo una mueca.

—Debo estar volviéndome viejo —masculló.

Y pensó que al día siguiente iría al Registro Civil para obtener un certificado de defunción de Ted Laurens, el padre de Chris. Allí diría de qué murió, y además constaría el nombre de su médico. Quizá aquello era absurdo también, porque Ramsay consideraba que aquel hombre estaba muerto y bien muerto. Pero sin embargo no podía evitar la oscura sensación de que algo de él seguía flotando en el aire.

Encendió las luces del salón, examinó el equipo de vídeo y pudo darse cuenta de que había varias cintas, presumiblemente grabadas, colocadas al lado. Como allí podía haber filmaciones familiares que le interesasen y le orientaran en sus pesquisas, fue colocando las tres cintas una tras otra. Comprobó que eran películas comerciales sin demasiado interés.

Las miró enteras, por si en medio de la cinta había grabado alguna escena familiar, o por si se había doblado alguna voz, como ocurre a veces. Al cabo de más de tres horas, y cuando ya pasaba de la medianoche, se dio cuenta de que había estado perdiendo el tiempo.

Bueno, tenía que largarse de allí. Lo único que se llevó fue una de las fotos del padre de Chris, por si la necesitaba para cualquier identificación. Nunca se sabe.

Estaba ya en la puerta cuando se volvió.

En fin, no sabía lo que le pasaba.

Era como si oyese una voz en la casa.

Una llamada.

Una fuerza misteriosa que le atraía como un imán.

Ramsay puso maquinalmente la derecha sobre la culata de su revólver.

Sentía que todo aquello era ridículo.

¿Qué pensaba? ¿Qué iba a disparar contra un fantasma?

Unas gotitas de sudor perlaban su frente.

Ramsay jamás había sentido miedo. En la brigada le consideraban el detective más valeroso de Boston, pero sin embargo en este momento no sabía lo que le estaba ocurriendo. Era como si se encontrase en otro planeta… según pensaba respecto a Chris Laurens.

Y en su interior seguía oyendo aquella voz.

Una voz que le llamaba…

Pero ¿desde dónde?

Ramsay volvió al interior del apartamento. No iba a que darse con aquella maldita duda. Se sentó en uno de los divanes, frente al televisor apagado, y esperó.

Poco a poco se fue calmando.

Aquella sensación de que le llamaban, de que en la casa había alguien, fue desapareciendo paso a paso.

Era como si la carga magnética de la casa se extinguiera. Como si las fuerzas del Más Allá se batiesen en retirada.

Ramsay no hubiera sabido explicarlo.

Pero una inmensa sensación de reposo le iba invadiendo lentamente. Se durmió con la sensación de que alguien le vigilaba desde los rincones, de que alguien saltaría sobre él desde las sombras.

Pero cuando despertó, a la mañana siguiente, nada había ocurrido. Todo estaba en orden. Los mil ruidos de Columbus Avenue, que es una vía comercial muy activa, acabaron de desperezarle y le dieron una absoluta sensación de normalidad. Nada de fantasmas. Aquello era el Nueva York de todos los días.

Extralimitándose en la orden judicial, pero sabiendo que nadie iba a presentarse a molestarle, se dio una ducha, se vistió de nuevo y salió. Después de comer algo en un Milk Bar fue a la oficina de registros del distrito.

No le costó ningún trabajo conseguir un certificado de defunción de Ted Laurens. Todo estaba en orden. Lo único curioso era que, como causa de la muerte se señalaba «Hemorragia interna».

Ramsay se puso un cigarrillo entre los labios y echó a andar de nuevo. Sabía bien que el concepto «hemorragia interna», que en sí no significa nada, se utiliza a veces para disimular la causa de la muerte de personas que han sido asesinadas. Ello se hace para que, cuando los familiares presenten en algún sitio esos certificados, no tengan que pasar por la violencia de explicar que en su casa ha habido un crimen.

Claro que ante un juez los certificados son distintos. Entonces se detalla meticulosamente la causa real de la muerte. Pero como Ramsay no pensaba molestarse ahora en obtener otra autorización judicial, hizo lo más sencillo: ir a ver al médico que había certificado la defunción.

Tenía su nombre allí. Era un hombre llamado Murphy, que vivía hacia la calle Treinta, cerca de donde está el edificio del New York Times.

Encontró el consultorio fácilmente. Consistía en un par de habitaciones pequeñas y sórdidas. El tal doctor Murphy debía tener muy pocos pacientes y además pobres, a juzgar por sus instalaciones. Pero Ramsay pensó que eso poco tiene que ver, porque podía ser un hombre de poca fortuna y poco espíritu comercial, y sin embargo resultar un excelente médico.

Encontró a una sola enfermera.

Era una mujer todavía bonita y que estaba en un taburete leyendo una revista de modas.

Enseñaba las piernas descaradamente.

Miró a Ramsay como si pensara que con aquel hombre quizá valdría la pena dejar la revista de modas para pasar a otras actividades más interesantes.

Pero Murphy se limitó a sonreír.

—¿El doctor Murphy? —preguntó.

—Vuelva otro día. Hoy no hay visita.

—¿Por qué no? Mire, aquí mismo, sobre el cristal de entrada se indican horas y días. He sido puntal. Y además está usted aquí, ¿no?

—Yo sólo soy la enfermera.

—De verdad siento molestarla, pero es que me urge mucho hablar con el doctor Murphy. Se trata de un asunto profesional.

La mujer hizo un gesto de duda.

Pareció vacilar unos momentos, pero al fin se decidió a advertir:

—Verá, es algo complicado.

—¿Qué pasa?

—Estoy preocupada, ¿sabe?

—¿Por qué?

—Incluso estaba pensando en avisar a la policía. Pero no lo he hecho porque, a veces, el doctor Murphy se marcha sin dar explicaciones y tarda en volver. No tiene importancia.

—¿Es que se ha marchado?

—Sí. Se fue sin dar ninguna explicación.

Ramsay estuvo a punto de decir que él pertenecía a la policía, pero se detuvo a tiempo. No quería decir así como así que estaba haciendo una investigación. Y además él no tenía ninguna autoridad en Nueva York. Era un policía de la brigada de Homicidios de Boston.

—Quizá convenga que avise usted —sugirió de todos modos.

—Esperaré hasta mañana. A lo mejor vuelve. Más claro: estoy completamente segura de que volverá.

—¿Se fue solo?

—No. Vino a buscarle una persona.

Ramsay sonrió con un guiño de complicidad.

—Una mujer, supongo —dijo.

—No. Era un hombre.

—Pues entonces esté seguro de que volverá. No es fácil que con un hombre se haya ido de vacaciones a las Bahamas.

Y se dirigió a la puerta. Pero una vez allí se detuvo.

Un pensamiento le hacía estremecer.

Era algo absurdo, pero se le había metido entre ceja y ceja, y no lograba arrancarlo de allí.

—Diga… —dijo.

La enfermera se había sentado de nuevo en el taburete y volvía a enseñar las piernas.

—¿Qué? —preguntó.

—¿El hombre que vino a buscarle era éste?

Y le mostró la foto del padre de Chris.

La enfermera vaciló un momento, mirando aquella cara.

Pero al fin hizo un gesto afirmativo, improvisó una sonrisa y manifestó:

—Pues claro que era él… ¿Cómo lo ha adivinado, amigo?