CAPITULO II

—Chris… Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué te pasa, Chris?

Ella abrió pesadamente los ojos. Se sentía tan aturdida que por un momento le pareció estar flotando en el aire. Pero entonces notó confusamente que no flotaba, sino que estaba tendida en su cama, y que la que le hablaba de aquel modo era su propia madre.

—Chris…

La muchacha se desperezó del todo. Se dio cuenta de que se encontraba en su habitación. Todo estaba en orden. Era de día y no había allí cerca nada que causase miedo. Más allá de la ventana se distinguían los rascacielos, un poco perdidos entre la niebla, y en oleadas llegaban los ruidos del tráfico de Columbus Avenue, en el corazón de Manhattan.

Nada de cementerios, nada de tumbas, nada de casas con aspecto de castillo ni de muertos en silla de ruedas.

Su madre balbució:

—Has chillado en sueños, Chris… Me has asustado, ¿sabes? Y tienes la cara llena de lágrimas… ¿Qué te pasa?

La muchacha meneó la cabeza.

Ahora se daba cuenta de que aquello había sido simplemente una pesadilla. Pero la cabeza le seguía dando vueltas y por eso tuvo que cerrar los ojos.

—Me ha parecido que enterrábamos a papá —susurró.

—Pero, Chris… ¡Qué cosas! Sabes perfectamente que tu padre está enterrado desde hace más de un año.

—Sí, ya lo comprendo… Ha sido una pesadilla.

—Te traeré algo para calmarte. Una infusión con un poco de licor te irá muy bien. Espera.

Su madre, una mujer de cuarenta y cinco años que aún podía pasar por bonita, se dirigió hacia la salida de la habitación. Pero entonces oyó la voz velada de Chris.

—Mamá…

—¿Qué?

—¿De qué murió papá?

—¿Por qué preguntas eso ahora?

—Bueno… Cuando todo ocurrió yo estaba en Europa. Estudiaba en Roma con aquella beca que me concedieron. Directamente no me enteré de nada, porque papá ya estaba enterrado cuando yo volví.

—Pues murió de una pulmonía. Ya te lo dije.

—¿Seguro?

—¿Y por qué te iba a mentir?

—Tienes razón, mamá. Perdona… Me siento avergonzada.

—No seas tonta, Chris. Las pesadillas vienen y van. Nadie es responsable de tenerlas.

Y salió de allí para regresar al cabo de poco tiempo con una infusión bien caliente. Chris la bebió con avidez y al cabo de poco tiempo se sintió mejor, pero lo que realmente contribuyó a animarla (y ella lo sabía) era la normalidad que se respiraba en la calle y en toda la casa. Nueva York no es una ciudad para fantasmas, sino para gentes vivas, muy activas y dispuestas a la lucha diaria. En sus calles hay muchos problemas, pero al menos las pesadillas y las visiones de ultratumba desaparecen.

Aunque con un poco de retraso sobre el horario acostumbrado, la muchacha fue a la biblioteca pública de la calle 42, una de las mayores del mundo, para seguir preparando su tesis doctoral. Cuando llegó al anochecer, con una carpeta llena de apuntes, su madre estaba ordenando unos papeles en la sala del apartamento que las dos ocupaban en el centro de Columbus Avenue. Era un apartamento relativamente caro, relativamente elegante, aunque Chris recordaba muy bien que antes de la muerte de su padre habían vivido en un sitio mejor.

Y esa noche notó algo extrañó en la atmósfera.

Su madre parecía preocupada. Una arruga vertical dividía en dos su frente. Chris notó en sus ojos una expresión turbia y lejana, como si no mirara a ninguna parte.

—Chris… —murmuró.

—Hola, mamá.

—Me gustaría hablarte de algo, ¿sabes? Algo importante.

—Pues claro que sí… Hablemos de lo que tú quieras. ¿De qué se trata?

—Andamos mal de dinero. Desde que papá murió hemos hecho grandes sacrificios para que pudieras seguir estudiando.

—Te dije que lo dejaría, mamá. No me importa ponerme a trabajar…

—Lo entiendo, pero es que ahora… ¡te falta tan poco! Después de lo que aprendiste en Europa sería una lástima que lo dejases ahora. Sin embargo tú sabes que últimamente he tenido problemas para pagar el alquiler de este apartamento.

Chris hundió la cabeza.

Sabía muy bien en qué problemas se debatía su madre, y lo que le dolía era no poder ayudarla más.

—Me pondré a trabajar —insistió—. Ahora las cosas no están muy bien, pero algo encontraré.

—No hará falta, Chris.

—¿Por qué?

—Me han ofrecido un empleo a mí.

—¿A ti?

—¿Qué pasa? ¿Tan vieja te parezco?

—No, no… Pero es que me extraña que, en estos tiempos, alguien te ofrezca un empleo sin que se lo hayas pedido.

—No se trata de un trabajo muy difícil, ¿sabes? Necesitaban una persona cuidadosa y ordenada, y por eso han pensado en mí. Se trata de cuidar una casa, de ser una especie de ama de llaves.

Chris alzó la cabeza bruscamente, como si la hubiera ofendido.

—¿Quieres decir que te vas a convertir en una criada, mamá? ¿Qué necesidad tenemos de eso?

—Oh, no, no se trata de servir a nadie. Yo no lo admitiría, ¿sabes? Parece que el gobernador del Estado la ha comprado para convertirla en museo, o algo así, y mientras tanto necesita alguien que la cuide. Pero está deshabitada, ¿sabes? Sólo habrá un par de personas trabajando allí, y precisamente voy a ser yo la que les diga lo que hay que hacer, de modo que seré todo lo contrario de una criada. ¿Qué te parece?

Chris tardó en contestar.

Sus ojos se perdieron por unos momentos en el vacío de la habitación. La casa que vivían ahora ni le gustaba ni le disgustaba. No iba a llorar el día que se fuesen. Pero dejar Nueva York y mudarse a otro sitio, en plan de empezar una nueva vida, le desconcertaba.

Además había otro problema.

—¿Y mis estudios? —preguntó.

—Me he ocupado de eso. Si quieres, podrás ir cada mañana en autobús a cualquier biblioteca de Boston. Incluso a la de la Universidad de Harvard, que como sabes, es una de las mejores del mundo.

—¿Es que esa casa está cerca de Boston?

—Sí. En Nueva Inglaterra.

—¿Antigua?

—¿Por qué dices eso?

—Elemental, querido Watson —repuso Chris, tratando de animarse—. Si la quieren convertir en museo no será una casa moderna como para instalar una discoteca, digo yo.

—No… Tienes razón. Es una casa muy vieja.

—¿Más o menos qué aspecto tiene?

Su madre sonrió.

—Mira, eso sí que te lo puedo aclarar —dijo—. Me han enviado una fotografía para que yo misma me dé cuenta.

Y se la mostró.

Era una foto en color.

Los dientes de Chris produjeron un chasquido.

Sintió que la sangre dejaba de circular por sus venas.

Bruscamente notó que todo empezaba a dar horribles vueltas en torno suyo, mientras perdía la noción del equilibrio.

Porque la casa era la misma de la pesadilla…

Incluso con su negro torreón solitario y batido por el viento.

Era la misma…

¡La misma!

Chris sólo pudo decir:

—Dios santo…

Y cayó de su asiento, rodando por el suelo como una muerta.