Ethon miró a Scorpio con una sonrisa afable.
—¡Qué cabrones! En realidad, no son perros. Puedes matarlos sin remordimientos, de verdad.
Scorpio sacó dos espadas retráctiles que llevaba escondidas en la caña de las botas y extendió las hojas.
—¿Y qué son?
Ethon también sacó su espada.
—Pues lo que pasa cuando los dioses retozan con los lobos… Verdad, ¿Fang?
—Que te den, griego.
—Lo siento, pero eso no me va.
Dev puso los ojos en blanco.
—Las leucrotas fueron creadas para ser las guardianas de los dioses. Se supone que su pelaje es tan espeso que resulta impenetrable.
Fang gruñó, irritado.
—Supongo que sería demasiado pedir que alguien supiera cómo matarlas.
Ethon soltó una carcajada siniestra.
—Eso creo. ¿Os gustan los videojuegos?
—Sí.
—Vale, en casi todos los videojuegos, ¿cómo se mata a un dragón invencible?
Dev torció el gesto.
—¿Clavándoles la espada en la boca cuando la abren para matarte?
—Exacto. —Ethon los saludó con su espada—. Amigos, que vuestras espadas sean certeras. Si no, nos vemos en el Tártaro… recordad que las uvas es mejor no comerlas.
El primer animal que los alcanzó fue directo a por el cuello de Scorpio. Las leucrotas, que carecían de pelo y eran rojas como la sangre, tenían la cabeza pequeña y una espina dorsal muy marcada desde el cuello hasta la punta del rabo, que tenía forma de maza afilada. Una maza que blandían con gran violencia. Todo eso, sumado a sus dientes de sable, las convertía en un enemigo a tener muy en cuenta.
Sam se sentía totalmente desprotegida mientras Fang y Dev adoptaban forma animal para luchar. Ethon y Scorpio peleaban con sus espadas, tratando de devolver a las criaturas al abismo del que habían salido. Una de ellas se acercó a Sam. El instinto la hizo tensarse a la espera del combate. Sin embargo, la criatura la atravesó, se sentó sobre los cuartos traseros, ladró dos veces y después volvió a la refriega.
Otras dos más hicieron lo mismo y a partir de ese momento pasaron de ella para atacar a los demás.
Qué raro…
—Qué suerte tienes… —masculló Ethon al tiempo que intentaba zafarse de la que le estaba mordiendo el brazo y desgarrándole la carne.
—¿Están hechas con armadura o qué? —preguntó Scorpio.
Ethon soltó un taco.
—Supuestamente no. Creo que su carne es así de dura. Recordad que su punto débil son los ojos y el tejido blando de la boca.
Sam se sentía completamente inútil mientras los observaba pelear. ¿Qué podía hacer? Aunque trataba de golpear a las criaturas, todos sus esfuerzos eran en vano.
Un momento…, pensó.
Y se le ocurrió una idea: usar sus poderes telequinéticos. Extendió un brazo y probó a usar la mente para levantar una piedra cercana. Contuvo el aliento con la esperanza de que funcionara. Se concentró y…
¡La levantó!
Con el corazón acelerado, la lanzó hacia una pata de la leucrota que estaba atacando a Dev. La piedra le dio con la fuerza suficiente para apartarla. La criatura gimió y gruñó antes de volver a la pelea como si no hubiera pasado nada.
Puesto que ya había encontrado el modo de luchar contra las leucrotas, se unió a la pelea. Incluso logró abrirle las fauces a la que estaba mordiendo a Ethon.
—Gracias —susurró él mientras apartaba el brazo de los ensangrentados y afilados colmillos del animal. Sin embargo, tan pronto como se zafó de esa, le mordieron tres más—. ¡Joder, más que perros parecen pirañas! No volveré a tener ni perro ni nada que se le parezca remotamente en la vida.
Scorpio soltó una carcajada.
—No son perros, amigo mío. ¿No es eso lo que has dicho?
—Te he mentido y los dioses me están castigando por ello.
Los comentarios de Ethon serían graciosos si no estuvieran a punto de acabar mutilados.
Sam usó sus poderes para apartar a una leucrota de Dev.
—Deberías haber traído a Chi para esto —dijo.
Ethon resopló.
—Venga ya, ¿por qué traer a una experta en demonios a un plano infernal para luchar contra sus demonios? ¡Le quitaríamos la gracia al asunto!
Sam lo miró echando chispas por los ojos.
—Ojalá te muerda alguno donde la espalda pierde su buen nombre, en la parte más carnosa que es donde más duele.
—¡Ay! —gritó Ethon justo cuando sucedía lo que Sam acababa de decir. La miró con cara de asco—. ¡Eres mala! Un centímetro más y ahora mismo sería un eunuco.
Sam pasó de él mientras sopesaba una cuestión… ¿había sido una coincidencia?
¿O más bien los perros la entendían?
—¡Leucrotas, quietas!
No la obedecieron. Siguieron chasqueando las fauces, mordiendo y atacando a sus amigos.
«A lo mejor no han entendido la orden.»
—¡Leucrotas, stamata!
Las criaturas soltaron a sus víctimas y se detuvieron, tal cual les había ordenado.
¡Por los rayos de Zeus! ¡Había funcionado!
—Ela! —Chasqueó los dedos para enfatizar la orden de que se acercaran a ella—. Kato! —Y los animales se tumbaron en el suelo.
Increíble…
Ethon la miraba boquiabierto.
—No puedo creerlo. Sam es la reina de los condenados…
Ella tampoco se lo creía. Era un milagro.
Dev retomó la forma humana. Verlo sangrar por culpa de las heridas le provocó a Sam un nudo en el estómago. De todas formas estaba guapísimo, con las mejillas coloradas por la intensidad de la lucha y los músculos hinchados por la tensión del esfuerzo físico.
—¿Qué más órdenes puedes darles?
Antes de que pudiera contestarle, el suelo comenzó a moverse otra vez. Las leucrotas aullaron y después salieron corriendo.
Fang silbó por lo bajo al tiempo que adoptaba forma humana.
—¿Alguien más cree que sería una buena idea seguirlas?
Dev asintió con la cabeza.
Después de volver a su forma de lobo, Fang corrió tras las criaturas.
Dev lo siguió en forma humana, pero se resbaló cuando el suelo se abrió bajo sus pies y acabó cayéndose de costado. Del abismo surgió una roca que lo golpeó mientras la tierra negra que hasta entonces habían pisado se evaporaba. No había nada a lo que agarrarse. Ninguna manera de evitar la caída. Iba a despeñarse…
Lo tenía muy claro.
Lo siento, Sam, pensó.
De repente, sintió algo en una muñeca. Algo que le escoció como la picadura de un escorpión y le tiró del brazo con tanta fuerza que no le habría extrañado que se lo arrancara. Estaba suspendido sobre una caverna grande donde rugía el fuego. Las llamas le lamían las botas.
Alzó la vista y vio la expresión angustiada de Scorpio mientras sostenía el látigo que había usado para evitar que se cayera al abismo.
—Sujétate fuerte, oso.
Pese a la sangre que manaba de las heridas de su brazo y de su mano, Dev se aferró con la mano libre al áspero cuero trenzado. No pensaba soltarse.
Sam llegó corriendo. Atisbó el pánico en sus ojos y eso lo reconfortó. Hasta que el suelo empezó a moverse bajo los pies de Scorpio. Vio que Sam se apartaba por instinto.
¡Mierda!, pensó Dev.
Escuchó los alaridos de las leucrotas que cayeron a la caverna y acabaron consumidas por las llamas.
Sam estaba al borde de las lágrimas y muerta de miedo. Tenía que hacer algo. Cerró los ojos y reunió todos sus poderes para sacar a Dev del agujero. Que él tuviera sus propios poderes y fuera un organismo vivo le dificultó la tarea de levantarlo, de modo que no le resultó tan fácil como levantar la piedra. Tuvo que emplearse a fondo y no estaba acostumbrada a utilizar tanto poder.
—¡Ay, Dios! —susurró Scorpio al ver que comenzaba a resbalarse—. No puedo sostenerlo más.
El suelo comenzó a desmoronarse bajo sus pies, cubriendo de tierra a Dev. Al imaginárselo devorado por las llamas, Sam sintió deseos de gritar.
No podía hacer nada.
De repente, Fang echó a correr. Apartó a Scorpio con tanta fuerza que el precario terreno acabó por desmoronarse del todo. Y el golpe hizo que Scorpio soltara el látigo.
—¡Dev! —chilló Sam.
Ethon se lanzó hacia el abismo.
Sam cerró los ojos, incapaz de respirar. Sin embargo, no podía desentenderse del sufrimiento de Dev. Estaba ahí por ella.
«Lo he matado.»
La premonición volvió a golpearla con fuerza y sintió el regusto amargo de la bilis en la garganta. Las lágrimas le quemaban los ojos.
—Joder, oso, ¿qué comes? ¿Cuánto pesas? ¿No has pensado en ponerte a dieta? Tío, deberías planteártelo.
Sam se obligó a mirar mientras Ethon seguía despotricando contra Dev. Para su asombro, había logrado coger el látigo y estaba subiendo a Dev.
Fang y Scorpio lo agarraron por la cintura y sumaron su fuerza a la de Ethon.
Sam se mordió un nudillo con todas sus fuerzas.
Por favor, por favor, por favor…, suplicó en silencio.
Por primera vez desde hacía siglos, mientras contemplaba cómo lo subían, sentía que los dioses estaban de su lado.
Dev pasó las piernas por encima del borde del abismo. Ethon lo agarró por la camisa y tiró de él para apartarlo. Después, todos se dejaron caer al suelo.
Ethon soltó una carcajada siniestra.
—Creo que necesito unas vacaciones.
Fang gruñó.
—Yo necesito una nueva columna vertebral, porque esta no hay quien la enderece.
Scorpio jadeó y contuvo el aliento.
—Yo me pido a una belleza experta en masajes.
Dev se frotó la muñeca ensangrentada.
—Yo me pido lo mismo que Scorpio. Pero, por desgracia, mi belleza está ahora mismo un poco intangible y no me sirve de mucho.
Todos guardaron silencio al caer en la cuenta de que Dev acababa de reclamarla como suya. En público. Sam se quedó pasmada.
—Venga ya, chicos —dijo Ethon con un deje burlón—. Somos adultos. Y todos sabíamos lo que se traían entre manos. Digo yo que Dev no ha arriesgado las pelotas solo porque Sam juega al billar de vicio, vamos.
Fang volvió la cabeza para mirar a Ethon con expresión hosca.
—Eso explica por qué está aquí Dev. Y yo estoy aquí con tal de que su hermana no me dé una paliza por no haberlo ayudado a salir de esto sin un rasguño. Pero vosotros no tenéis ninguna de esas dos excusas.
Ethon resopló.
—La mía es simple: no me funciona el cerebro.
Scorpio meneó la cabeza.
—A mí me gusta matar cosas.
Ethon rodó por el suelo antes de ponerse en pie.
—Menos perros.
—Exacto. Menos perros.
—¿Por qué? —le preguntó Sam.
Scorpio guardó silencio mientras se ponía en pie y adoptaba una postura defensiva.
Después de levantarse, Dev ayudó a Fang a hacer lo propio.
—¿Crees que la tierra se mueve de forma aleatoria o cada ciertos minutos?
Sam meneó la cabeza.
—Creo que es aleatorio.
Ethon se limpió la sangre del brazo.
—Al menos nos hemos librado del problema de las pirañas.
Sí, pero Sam no estaba segura de que fuera una buena señal. Echó un vistazo por la zona, que estaba muy expuesta. Todo tenía un tinte anaranjado. Como si Nueva Orleans estuviera cubierta por una imagen del infierno. Distinguía la calle que rodeaba el círculo. Sin embargo, en vez de una carretera había un agujero negro. Soplaba un viento abrasador que hacía que el pelo le azotara las mejillas. Qué raro que pudiera sentir eso cuando no podía sentir nada más.
Los hombres estaban de pie, caminando hacia la orilla donde el agua burbujeaba contra la tierra, de color morado oscuro. Sam tuvo el abrumador impulso de tararear alguna tétrica melodía. Sin embargo, no estaba segura de que apreciaran la broma. Además, todos estaban un poquito tensos, a la espera del siguiente ataque.
De repente, se escuchó un silbido.
Dev se acercó a ella de forma instintiva. Un gesto que le llegó al corazón. Pero ella no era quien estaba en peligro.
Sino él.
Lo único que quería era abrazarlo y protegerlo. Ojalá pudiera hacerlo.
Fang se volvió para descubrir la fuente del silbido.
—¿Qué es eso?
Scorpio volvió a enrollarse el látigo en torno a la cintura y sacó las espadas otra vez.
—¿Es cosa mía o parecen alas?
Sam aguzó el oído.
Tenía razón. Parecían pájaros batiendo las alas. Pero tenían que ser unas alas inmensas para producir semejante sonido.
Aquello no pintaba bien.
Dev apretó los dientes mientras esperaba a que apareciera la nueva amenaza. Le dolía hasta la médula de los huesos. Lo único que quería era encontrar el dichoso cinturón y salir pitando de ese sitio antes de que alguno acabara muerto. Pero, sobre todo, lo que más deseaba era regresar a la mañana que pasó a solas con Sam en su casa. Regresar a ese momento de paz gloriosa donde no había ningún peligro. Ningún objetivo. Solo ellos dos, desnudos y abrazados.
Qué raro que ya no deseara marcharse de Nueva Orleans para empezar de cero. Estaba feliz de poder quedarse, siempre y cuando ella estuviera a su lado.
Pero claro, la vida era muy insidiosa, y parecía saber dónde golpear para que hiciera todo el daño posible. Como le pasó al rey Tántalo al que Ethon había hecho referencia antes. La vida ofrecía el agua que más se deseaba y justo cuando se estaba a punto de beber, se evaporaba. Dejaba que la gente se muriera de hambre mientras del techo colgaban suculentos racimos de uvas, tan cerca que se rozaban con las yemas de los dedos, pero nada más tocarlas una brisa fantasmal las apartaba. Los deseos siempre parecían al alcance de la mano, como si se pudieran tocar, pero jamás se conseguían.
Eso era lo que más le repateaba de todo: que la vida era un cúmulo de infelicidad.
Miró a Sam. En ese momento ni siquiera podía tocarla. Era intangible y sin embargo, allí estaba, en todo su esplendor. Tentándolo cuando sabía que no podía tenerla, que no podía tocarla. Se percató de que Sam tenía una expresión tensa y preocupada. Sabía perfectamente que ella era quien llevaba peor el hecho de no poder ayudarlos, y lo único que él deseaba era aliviarla.
—¿Mami? ¿Mami? ¿Dónde estás?
Dev sintió que se le revolvía el estómago al oír la voz de la niña y ver la angustia en la cara de Sam.
—¿Mami? Estoy muy asustada. ¿Por qué te has ido?
Sam hizo ademán de moverse.
—¡Sam! —gritó Dev—. Es un truco. Lo sabes.
Quería creerlo, pero esa voz…
Era Agaria. Reconocería esa dulce y preciosa voz en cualquier parte.
—¿Sam? ¿Eres tú? Te lo dije, Ari. Te dije que mamá no nos había olvidado. Te dije que volvería.
Dev sintió que se le encogía el corazón, sobre todo al ver el dolor reflejado en la cara de Ethon.
—¡Cabrones! —rugió Dev—. No hace falta que seáis tan crueles.
—¿Deveraux? ¿Eres tú, hermano?
Oír la voz de Bastien procedente de las sombras que los rodeaban le provocó una dolorosa punzada. Sin poder evitarlo, se acercó a él.
—¿Fang, eres tú?
Fang tragó saliva.
—¿Anya?
Dev maldijo al escuchar el nombre de la hermana de Fang, que murió por culpa de un ataque de los daimons.
Ethon fue el primero en recuperar el sentido común y en desentenderse de las voces.
—Chicos, son las mantícoras. —Se colocó delante de ellos para que no pudieran avanzar hacia las voces—. ¡A ver si os espabiláis! Escuchadme. Estáis hechizados. Son las… —Su voz desapareció bajo una lluvia de flechas.
Dev siseó cuando una le rozó un brazo y le desgarró el bíceps.
—¡A cubierto!
Por desgracia, no había muchos sitios donde resguardarse. Una de las flechas se clavó en el hombro de Dev.
Sam soltó un taco al ver que estaba herido. Sintió que sus poderes mermaban, pero antes de que desaparecieran por completo, levantó las piedras del suelo con la intención de que sus amigos se cobijaran, mientras las flechas seguían cayendo con tal violencia que entendía lo que había sentido el rey Leónidas en su batalla contra los persas. Controló el ataque de pánico y escuchó cómo se acercaban las mantícoras. Rugían como leones al tiempo que les lanzaban las flechas procedentes de sus colas. Un arma letal de largo alcance. ¡Qué cabrones eran los dioses!
Las mantícoras tenían cuerpo de león y cabeza humana, lo que las convertía en uno de los monstruos más letales de Grecia, porque no eran animales sin discernimiento. Podían pensar, maquinar y usar sus voces para imitar a otros.
Aunque lo más importante era su capacidad de matar a más de ciento cincuenta metros de distancia. Por eso casi nadie las había visto. Cuando se las miraba a los ojos, ya se había muerto.
Fiel a su naturaleza espartana, Ethon se echó a reír.
—Deberíamos sentirnos halagados por el regalo que nos envían los dioses.
Dev lo miró con el gesto torcido, como si estuviera alucinando por alguna droga.
—¿Halagados?
—Sí. Significa que los dioses nos temen. —Sacó unos cuantos shurikens—. ¡Vamos, guapas, a bailar! —Salió de detrás de las piedras para atacar.
Sam pasó de él mientras examinaba la herida que Dev tenía en el hombro.
—Yo me encargo —dijo Scorpio, que también se había acercado.
Dev siseó cuando Scorpio rozó la flecha, profundamente incrustada. Ethon volvió a esconderse tras una piedra con una carcajada triunfal.
Dev miró a Ethon y después miró a Sam.
—Por favor, dime que su hermano sí tenía dos dedos de frente.
—Pues no, la verdad. —Se echó a reír—. Pero no demostraba su imbecilidad de forma tan elocuente.
Ethon chasqueó la lengua.
—Sam, acabas de herir mis sentimientos.
Ella lo miró con sorna.
—¿De qué hablas? Si tú no sabes lo que es eso…
—Ah, es verdad. Se me había olvidado. Pero si los tuviera, ahora mismo estarían destrozados.
Las mantícoras se acercaban.
—¿Cómo derrotamos a esos bichos? —Fang apenas había pronunciado la pregunta cuando el suelo comenzó a vibrar de nuevo.
Scorpio le sacó a Dev la flecha del brazo con un tirón certero y usó sus poderes para sanar la herida.
—Me estoy cansando de que la tierra intente tragarnos cada dos por tres.
El suelo debió de escucharlo. En esa ocasión no se abrió, sino que se elevó como si fueran montañas que trataran de ensartarlos.
—Corred hacia el norte —les aconsejó Fang antes de retomar su forma de lobo.
Lo siguieron, pero no resultó fácil. Del suelo surgían chorros de tierra como si de un géiser se tratara, salpicándolos de piedras y arena. Fang gimió cuando uno de dichos chorros lo lanzó por los aires. Aterrizó a unos metros, de costado, jadeando y sin hacer ademán de levantarse.
Dev corrió hacia él. La tierra comenzó a elevarse. Cogió a Fang con un brazo y lo llevó a un lugar seguro.
—Gracias, Scorpio. —Ethon torció el gesto—. La próxima vez, a ver si deseas que nos ataque un ejército de bolas de algodón o algo así, ¿vale?
La tierra se elevó una vez más, arrojándolos a todos por los aires, antes de volver a calmarse.
Dev cayó de espaldas con fuerza y se quedó un rato jadeando en el suelo. Fang estaba a unos metros. Scorpio se levantó con un gruñido de dolor y se acercó a él para examinarle la pata trasera izquierda, que tenía herida.
Sam se sentía fatal por todo lo que estaba pasando.
Ella era la culpable.
Se acercó despacio a Dev y se sentó a su lado.
—Siento mucho haberos metido en esto.
—¡Por favor! —protestó él mientras se incorporaba—. O arriesgaba mi vida aquí o seguía hurgándome la nariz en la puerta del bar, esperando que algún humano imbécil se creyera capaz de darle un puñetazo a Rémi o de pellizcarle el culo a Aimée. No te disculpes. Hace siglos que no me divertía tanto.
Sam se echó a reír aunque creyera que le faltaba un tornillo.
—Tú no estás bien de la cabeza.
Dev le sonrió, deseando poder apartarle los rizos de su preciosa cara.
—Cierto, llevas toda la razón. —Solo un idiota se enamoraría de una Cazadora Oscura que además era una amazona.
El repentino pensamiento lo dejó perplejo. Al principio lo aterrorizó, hasta que se dio cuenta de que era muy cierto.
La quería.
Desafiaba la lógica y no tenía el menor sentido. Sin embargo, era absolutamente cierto. Lo único que quería era protegerla. Mantenerla alejada de toda amargura y asegurarse de que jamás volviera a sufrir.
Con razón Rémi está loco, se dijo.
Por primera vez en su vida comprendía a su hermano y sus razones para estar tan enfadado con el mundo. Porque Rémi lo llevaba mucho más crudo que él. En su caso, tendría que armarse de valor para ver cómo Sam se alejaba de él, pero no estaría obligado a verla todos los días emparejada con su hermano gemelo. No tendría que verla todos los días de su vida y pensar que podría haber sido suya de no ser por un pequeño error de identidad.
¿Y lo peor de todo?
Que Quinn no quería a Becca. Eran amigos y pareja, cuidaban el uno del otro y también cuidaban de sus hijos, pero no compartían nada más. Entre ellos no había pasión. No había nada de lo que él sentía por Sam cada vez que la miraba.
Lo de su hermano era una retorcida vuelta de tuerca del destino.
Becca, que era demasiado joven para distinguirlos, acorraló un día a Quinn creyendo que era Rémi. El pobre Quinn no sabía que su hermano estaba enamorado de ella. Rémi no compartía ese tipo de información. Quinn solo vio un cuerpo dispuesto en bandeja e hizo lo que cualquier hombre habría hecho al encontrarse a una mujer desnuda en su cama: acostarse con ella. Al cabo de una hora y después de que Becca fuera consciente de su error, aparecieron sus marcas de emparejamiento y Rémi se vio obligado a retroceder y observar cómo su hermano reclamaba a la mujer de la que él se había enamorado primero. La mujer que lo amaba con toda su alma, la misma cuya intención fue la de emparejarse con él y no con su gemelo.
Rémi jamás se había recobrado del impacto que supuso esa tragedia.
Y aunque Dev pensaba que entendía el sufrimiento de su hermano, en el fondo no lo había comprendido hasta ese instante. La fuerza de voluntad de Rémi era increíble. Había sido capaz de seguir con la familia y ser testigo de su relación durante todos esos años. Había sido capaz de no engañar a su hermano con la mujer que quería…
Eso era amor de verdad. La capacidad de anteponer la felicidad del ser amado a la propia, sin importar lo doloroso que fuera.
Ese era el sacrificio que había hecho su madre. Había muerto para evitar que Aimée perdiera a su pareja.
Rémi se sacrificaba todos los días. Porque aunque un arcadio o un katagario no podía engañar a su pareja, una hembra sí podía hacerlo. Becca podría haberle puesto los cuernos a Quinn con Rémi. Pero Dev sabía a ciencia cierta que jamás lo habían hecho. Por muy cabrón que fuera su hermano, Rémi era un tío honorable y quería a su familia, aunque en el fondo deseara despedazar a Quinn.
¿Cómo lo hace?, se preguntó.
¿Cómo era capaz de contenerse Rémi para no matar a Quinn? Porque en ese momento la simple idea de no tener a Sam le resultaba casi imposible de soportar.
Se moría por besarla, aunque estuvieran a un paso de la muerte.
—¡Aquí vienen!
Dev alzó la vista justo cuando un enjambre de mantícoras se abalanzaba sobre ellos sin previo aviso.
Los cuatro se levantaron y formaron un círculo en torno a Sam mientras las criaturas los rodeaban entre ladridos y siseos.
—¿Por qué no atacan? —preguntó Fang.
Ethon meneó la cabeza.
—Es como si nos estuvieran pastoreando, evitando que nos movamos por algún motivo.
Sí, pero ¿para qué?, se preguntó ella mientras se acercaba a Dev.
Las mantícoras los observaban con recelo sin dejar de mover sus colas. Las puntas de las flechas asomaban por la bola de pelo que coronaba el extremo, pero volvían a desaparecer, a la espera de ser lanzadas hacia un objetivo concreto.
Eran unas criaturas espeluznantes, sobre todo porque tenían cara de hombre o de mujer.
—No deberíais estar aquí —masculló una con cara de mujer.
—Nos iremos encantados —replicó Ethon, que le regaló una sonrisa—. Si nos dejáis pasar.
La mantícora siseó.
Dev se acercó a ellas hasta que las criaturas hicieron ademán de abalanzarse sobre él. En cuanto retrocedió, ellas hicieron lo mismo.
—¿Qué queréis de nosotros?
—Ellas, nada.
Sam alzó la vista y descubrió a una mujer guapísima pertrechada con la armadura de cuero y oro de las amazonas. Llevaba la lustrosa melena pelirroja trenzada y apartada de la cara con una diadema de cuero adornada por varias plumas, idénticas a las que conformaban la capa blanca y marrón que cubría su armadura. La mujer los miraba con la expresión asesina de una guerrera.
Era Aella. No había duda de que se trataba de la guardiana del cinturón.
—¿Para qué habéis venido? —exigió saber.
Ethon levantó las manos.
—Para admirar el paisaje. ¿Tú lo has visto bien? ¡Madre mía! En realidad, podía elegir entre pasar un día en Río de Janeiro o visitar las puertas del infierno. La elección estaba clara, ¿verdad? Por supuesto, elegí el infierno.
Aella le colocó la punta de su lanza en el cuello.
—¿Te estás burlando de mí?
Sam usó sus poderes para apartar la lanza.
—No te lo tomes muy a pecho. Se burla de todo el mundo.
Sus palabras lograron que Aella se fijara en ella. Sus ojos verdes relampaguearon en la extraña luz.
—Te conozco.
—No. Estabas muerta cuando yo nací. Soy la nieta de Hipólita y, según me han dicho, me parezco a ella.
Aella la miró con evidente recelo, examinándola desde la cabeza hasta los pies.
—Quieres el cinturón. —Era una afirmación, no una pregunta.
Sam asintió con la cabeza.
—Me pertenece. Es parte de mi herencia.
—¿Eres amazona?
Sam levantó la barbilla con orgullo, indignada por el hecho de que Aella se atreviera a cuestionar su legado.
—Fui reina.
Aella bajó la lanza.
—Entonces sabrás que nuestra tribu no entregaba nada gratis. Debes ganarte el derecho a llevar el cinturón de tu abuela.
Ethon resopló.
—¿No podemos comprar uno de cuero y ya está? —preguntó.
—¡Silencio! —Aella blandió la lanza y lo habría decapitado si él no se hubiera agachado.
Ethon atrapó el arma y se la quitó de las manos.
—No pienso…
Antes de que pudiera acabar de hablar, la lanza se rebeló sin que nadie la tocara. Le barrió las piernas, lo tiró y comenzó a golpear el suelo a ambos lados de su cuerpo hasta que él dejó de moverse. Una vez que estuvo quieto, el arma se quedó flotando en el aire sobre su cuello, de forma amenazadora.
Aella extendió un brazo para recuperar su arma. Miró a Ethon con expresión letal y después siguió hablando con Sam.
—¿Aceptas mi desafío?
Como si tuviera otra opción, pensó.
—Lo acepto, pero estoy en forma incorpórea y eso me supone una desventaja. —Algo que jamás aceptaría una amazona que se preciara. No había dignidad en ganarle a un oponente inferior. Solo si se derrotaba al mejor.
Aella la agarró y la empujó.
Sam contuvo el aliento al sentir que recuperaba su cuerpo. Y no solo por eso. Ya no iba vestida con vaqueros y camiseta. Llevaba su armadura de batalla.
Se le había olvidado lo pesada que era. Sin embargo, agradeció su peso. Porque le resultaba familiar. Además, también tenía su arsenal de armas al completo.
Sí, señor… así sí podía hacer pupa…
Que se acercaran esos leones mutantes para enseñarles lo bien que manejaba sus afiladas armas.
Aella asintió con la cabeza, satisfecha.
—Ahora sí pareces lo que afirmas ser.
La armadura la revitalizó al recordarle exactamente quién era y lo que era.
—Soy lo que afirmo.
—Eso aún está por verse.
Las mantícoras hicieron retroceder a los hombres mientras Aella se acercaba a Sam para alejarla de ellos.
—La prueba es fácil. —Señaló hacia el lago.
Las burbujeantes aguas oscuras retrocedieron de la orilla. De la arena surgió un pedestal. Sobre él y dentro de una urna de cristal que contenía un nido de cobras, se encontraba el cinturón de oro de Hipólita.
Aella sonrió, pero el gesto no le llegó a los ojos.
—Una carrera hasta el cinturón. Quien se lo ponga, gana.
—¿Y si pierdo?
Aella no titubeó a la hora de contestar:
—Morís todos.
Las mantícoras estallaron en alegres carcajadas.
Sam miró a Dev y vio la preocupación con la que la observaban sus ojos azules. No le quedaba alternativa. Si rechazaba el desafío, Aella la mataría de todas formas.
Y después mataría a los demás.
Enfrentó la mirada de Aella sin flaquear y pronunció el voto de su tribu:
—Soy el acero y el martillo que forjaron una nación jamás derrotada. Mi brazo no tiene igual y mi razonamiento es puro. Mi corazón es valeroso y acepto este desafío. No me vencerás. Ni tú ni nadie. Soy amazona.
Aella la miró con gesto burlón.
—Has hablado como una verdadera reina. Ahora veremos si tu destreza le hace justicia a tu lengua.
Sam aferró su lanza con la mano derecha y su arco, con la izquierda. Mientras Aella comenzaba la carrera de obstáculos sin advertirla siquiera, recordó algo crucial sobre su pueblo: las amazonas siempre hacían trampa.