Al escuchar a Dev, Ethon entró corriendo en el dormitorio seguido de Chi y de dos Perros más. Dev seguía intentando contener la hemorragia, pero no lo conseguía. A diferencia de los Cazadores Oscuros, no era inmortal, de modo que si no podían cortarla pronto, moriría.
El primero en llegar a él fue Escorpión, llamado así por los puñales negros con escorpiones tallados en las hojas y en las empuñaduras que utilizaba desde la Edad Media, cuando se convirtió en Cazador Oscuro. Nadie sabía su verdadero nombre y la mayoría se refería a él como Scorpio. Lo único que había compartido de su pasado era que fue caballero en la España medieval. Ni siquiera había confirmado el siglo. Que hablara fue todo un milagro, casi tanto como que Apple rebajara sus productos.
Scorpio se arrodilló junto a Dev para examinar la herida.
Al darse cuenta de que no había peligro inminente, Kalidas guardó el cuchillo en la funda de cuero sujeta a su antebrazo. Con su metro noventa y cinco, Kali era más alto que el indio medio y se rumoreaba que en otro tiempo fue un príncipe en la Antigua India. Un rumor que ni confirmaba ni negaba.
Después de verlos luchar a ambos, era difícil creer que alguien hubiera sido capaz de matarlos.
Ethon giró en redondo, inspeccionando la estancia en busca de Sam.
—¿Qué ha pasado?
Cuando contestó, el tono de Kali destilaba tanta sorna como su expresión:
—Es más que evidente que algo tenía hambre y le dio un bocado al oso.
Ethon le hizo un gesto soez.
Dev hizo caso omiso de la antipatía que esos dos se profesaban.
—Un demonio ha secuestrado a Sam. Apareció de repente y se la llevó antes de que me diera cuenta.
Chi se acercó a Dev y a Scorpio. Al ver la mordedura dio un respingo.
—Joder, eso tiene mala pinta.
Scorpio no habló. Cubrió la herida con la mano y miró a Dev a los ojos.
—Inspira hondo, oso.
En cuanto lo intentó, Dev soltó un taco. La mano de Scorpio lo abrasó. Era como si el Cazador Oscuro le estuviera mandando descargas eléctricas, algo imposible ya que seguía en forma humana y no estaba cambiando descontroladamente de forma. Eso era de agradecer. Sin embargo, la buena noticia fue que consiguió detener la hemorragia y cerrar la herida con más efectividad que si la hubiera cauterizado.
Dev usó sus poderes para materializar una toalla húmeda con la que limpiarse la sangre.
—Gracias.
Scorpio inclinó la cabeza.
Ethon estaba ocupado analizando los restos de comida y el lugar donde había luchado, como si quisiera recrear la pelea en su cabeza.
—¿Qué tipo de demonio era?
Dev hizo una mueca al apartar la toalla y ver la cantidad de sangre que había perdido.
—Un caronte. Pero creo que es la misma criatura que fingió ser Nick.
Eso captó la atención de Kali.
—¿Un ser que cambia de forma?
—Sí, pero no es arcadio ni katagario. Tal vez algún demonio. ¿Un semidiós? No tengo ni idea. Solo sé que sabía luchar y que se la ha llevado con una facilidad que me cabrea mucho.
Ethon masculló:
—Se lo diré a Aquerón.
Scorpio le tendió la mano a Dev para ayudarlo a ponerse en pie y después murmuró algo en español. Dev no estaba seguro, pero parecía haber dicho algo como «malas vibraciones».
Dev usó sus poderes para cambiarse de ropa mientras Chi se sumía en una especie de trance. Estuvo a punto de preguntar qué pasaba, pero los Perros se comportaban como si fuera algo normal, así que los imitó, ya que él no la conocía lo suficiente para juzgarla.
Kali sacó el móvil y soltó un taco al cabo de unos segundos.
—No puedo rastrearla.
En la mejilla de Ethon apareció un tic nervioso.
—Sea lo que sea lo que la tenga puede bloquearnos. Es una pena que ninguno tengamos el poder para rastrear.
Dev lo miró con sorna. ¿El espartano no sabía nada sobre los arcadios y los katagarios o qué?
—Yo puedo hacerlo.
El escepticismo que vio en la cara de Ethon lo irritó.
—¿Cómo?
—Soy mitad animal. —«Gilipollas», quiso añadir. Pero por el bien de todos y a sabiendas de que encontrar a Sam era más importante que pelearse con Ethon, Dev se limitó a pensarlo. Aunque, para ser justos, era probable que Ethon no se hubiera relacionado mucho con los arcadios y los katagarios, y por tanto desconociera ese dato—. Puedo rastrear como un sabueso.
Sin embargo, cuando lo intentó, se dio cuenta de que sus poderes no funcionaban.
¿Cómo era posible? Los arcadios y los katagarios podían rastrear a través de cinco dimensiones, y era imposible que Sam estuviera en la sexta… Además, tenía su olor grabado en los sentidos.
Aun así, no quedaba ni rastro de ella en ninguna parte.
—¿Qué? —preguntó Ethon con un tono que dejaba claro que no estaba impresionado—. ¿Qué te dice tu superolfato, Gus?
Miró al Cazador Oscuro con odio.
—Déjate de citar a Psych, gilipollas. Recuerda que yo soy de una de las pocas especies que te puede despedazar.
Ethon resopló.
—Mira cómo tiemblo, alfombra.
—¡Ya basta! —gritó Chi al salir del trance—. Tenemos un problemón. A Sam no se la ha llevado ni un daimon ni un caronte. Se la ha llevado un empusa.
—Joder, menuda putada. —Kali menó la cabeza.
Ethon y Dev soltaron un taco a la vez. Los empusa eran una inusual raza de demonios de origen griego que podían cambiar de forma y que eran capaces de cualquier crueldad. Sin embargo, el empusa con el que más familiarizados estaban era conocido por desangrar a sus víctimas, a quienes podían esclavizar y controlar. Eran los demonios griegos que dieron pie a las primeras leyendas de vampiros.
Los que desconocían la diferencia a veces los confundían con los daimons. Se diferenciaban en que los empusa podían salir de día y en que sobre ellos no pesaba la maldición de morir a los veintisiete años. Aunque la mayor diferencia de todas era que la sangre de los Cazadores Oscuros no les resultaba venenosa.
Y si uno de ellos había atrapado a Sam…
La cosa se podía poner muy chunga enseguida. Los empusa eran semidioses y muchísimo más poderosos que los Cazadores Oscuros o que los daimons. Con razón no había podido rastrear a Sam. Porque estaría en la sexta dimensión.
Mierda.
Chi señaló a Dev con la barbilla.
—Llama a Fang, a ver si puede usar sus poderes de Rastreador del Infierno para encontrar a nuestro demonio. —Miró a Ethon, a Scorpio y a Kali—. Vosotros bajad al bar, afilad vuestros cuchillos y poned cara de pocos amigos.
Ethon frunció el ceño.
—¿Por algún motivo en particular?
—Porque así no tendré que veros las caras y no me pondréis de los nervios hasta que podamos rastrearla. Largaos. Tenemos que encontrar a Sam antes de que esa criatura la mate.
Sam quería luchar contra la bestia que la llevaba en volandas por un callejón oscuro del Distrito Artístico. Pero no podía. En cuanto la cogió en brazos, la miró a los ojos y algo en su interior se quebró. Se quedó inerme. No le funcionaban los músculos. Incluso le costaba trabajo respirar. En su cabeza vio a las personas a las que ese ser había matado. Los oyó gritar y suplicar por sus vidas mientras él se reía de su dolor.
Estaba loco. Le daba igual a quién le hiciera daño o por qué. Lo que quería era experimentar el poder que ostentaba sobre los demás mientras los hacía sufrir.
El demonio soltó una carcajada.
—Eso es, zorra. Eres mía y voy a torturarte de tantas maneras que sabrás lo que es el sufrimiento durante el resto de la eternidad.
La amazona que era gritó, ardiendo en deseos de luchar. Pero su cuerpo se negaba a cooperar. Estaba a su merced, y ese ser la odiaba con una intensidad insondable.
¿Qué le había hecho para que sintiera semejante odio? Intentó ahondar en sus recuerdos para encontrar la respuesta, pero si había una, el demonio la había enterrado muy bien. Tan bien que tratar de encontrarla le estaba provocando un tremendo dolor de cabeza.
—¡Lázaro!
El demonio se volvió hacia la derecha al escuchar el grito. Entre las sombras se adivinaba la silueta de un hombre.
—Suéltala. —No fue un grito, sino una orden pronunciada en voz baja pero firme que implicaba que si Lázaro no obedecía, se iba a arrepentir.
El demonio miró con sorna a la sombra, a quien consideró tan molesta como un guijarro en el zapato.
—A mí no me das órdenes, imisismorfo.
Sam se quedó de piedra al escuchar el antiguo insulto, ya que quería decir que el hombre tenía alguna deformidad o algún retraso mental. En su época de humana, los hombres se mataban por semejante insulto. Por el bien del demonio deseó que el hombre no fuera un antiguo griego. Porque de lo contrario se produciría un baño de sangre.
La sombra desapareció y reapareció justo detrás de ellos.
—¡Bu!
Lázaro la dejó caer de inmediato y se volvió para pelear.
¡Joder! ¡Joder, joder!, pensó Sam al golpear el suelo con tanta fuerza que se quedó sin aliento. Al día siguiente iba a dolerle horrores.
Si vivía para contarlo, claro.
Ya tenía otro motivo más para querer matar a ese cabrón. Ojalá pudiera moverse. Mientras tanto, la sombra y el demonio se enfrentaban con tal saña que le darían envidia a las mismísimas Erinias. Menos mal que no la estaban pisoteando.
Todavía.
Seguía controlada por el demonio y, a decir verdad, empezaba a hartarse. Quería pelear, no estar tirada en la calle como una muñeca de trapo. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad e intentó alejarse de ellos mientras se enfrentaban como lo habrían hecho los titanes y Zeus. Era impresionante, y la asaltó el deseo de derrotarlos a ambos. La sombra atacaba, esquivaba y golpeaba al demonio con tanta fuerza que lo levantaba a casi cinco metros del suelo.
No los mires, se ordenó. Si pudiera arrastrarse hasta el callejón adyacente, podría liberarse aprovechando la distracción del demonio.
Vamos, cuerpo, no me falles ahora. Puedes hacerlo, se animó.
Sin embargo, era más fácil decirlo que hacerlo. ¿Qué le había hecho el demonio para dejarla tan indefensa? Lo peor de todo era que la sensación de indefensión estaba mermando sus poderes de Cazadora a medida que la asaltaban los recuerdos de su muerte.
Tranquila, Sam, concéntrate, se dijo.
Ojalá pudiera…
Otra sombra cayó sobre ella.
Sam hizo una mueca cuando alguien la obligó a rodar para ponerla de espaldas. Al levantar la vista, se encontró con la cara perfecta de un ángel rubio. La mujer era delgada como un palo, pero atlética, y podría pasar por una amazona. Su rasgo más inquietante eran los ojos, de un castaño oscuro con vetas amarillas que parecían girar en torno a las pupilas.
¿Era otro demonio?
La recién llegada la miró directamente a los ojos y en su interior algo se rompió como el cristal. En una milésima de segundo pasó de estar paralizada a liberarse de lo que le hubiera hecho el demonio.
Con la sangre corriéndole por las venas, Sam se puso en pie de un salto e hizo ademán de abalanzarse sobre el demonio, pero la mujer la cogió de la cintura y se lo impidió.
—Cael se encargará de él.
Sí, claro, ¿qué pensaba, que iba a olvidar el tema después de lo que le había hecho?
—Y una mierda. Esto es personal.
—Más de lo que crees, Sam. No te acerques.
¿Cómo sabía su nombre? La sorpresa la inmovilizó mientras veía el pasado de Amaranda. La vio de niña, creciendo en Seattle en el negocio familiar, jugando con su hermana. Pero lo más sorprendente fue ver a su familia.
¡Era una daimon!
Y algo más.
Algo…
Intentó ahondar en su mente, pero Amaranda la soltó antes de que pudiera obtener más detalles. Lázaro se volvió hacia ellas y se percató de que Sam estaba de pie. Corrió hacia ella, pero Cael lo agarró con fuerza por detrás y lo tiró al suelo sin miramientos.
El demonio intentó morder a Cael, que lo esquivó sin problemas.
—No necesito un análisis de ADN, pero gracias por el ofrecimiento. —Le dio un puñetazo en el costado.
Lázaro aulló y siseó antes de desaparecer, dejando tras de sí una pestilente nube de azufre.
—¡Joder! ¿Qué has comido? —protestó Cael. Agitó la nube con una mano al tiempo que se apartaba para intentar escapar de ella—. ¡Cobarde! Vuelve aquí y lucha como un demonio, llorica de mierda. Vamos, ¿quién te ha adiestrado? ¿Casper?
Amaranda se echó a reír.
—Deja de burlarte de los débiles, cariño. No conseguirás nada.
Cael la miró con una sonrisa.
—Sí, pero te he impresionado con mis dotes para la lucha, ¿verdad?
—Siempre me impresionas con tus dotes para la lucha, guapo. No hay nadie mejor que tú. —Amaranda pronunció esas palabras con un deje sospechosamente burlón.
Cael se acercó a ellas con los movimientos letales de un depredador. Su melena rizada enmarcaba un rostro impenetrable y de facciones marcadas. Era guapísimo. Llevaba un intrincado tatuaje tribal en un brazo.
Como si Sam no existiera, se acercó a Amaranda, la abrazó y le dio un beso tan apasionado que Sam se sintió mal al verlos. Se besaron como si llevaran años sin verse y uno de ellos tuviera una enfermedad terminal que los separaría en cuestión de segundos. Si seguían así, acabarían desnudos en breve.
Vale…, pensó.
Sam se alejó de ellos.
—Vamos a hacer una cosa. Vosotros buscáis una habitación y yo me vuelvo a…
—¡No! —Cael puso fin al beso y la agarró del brazo para impedirle que se fuera—. No puedes volver.
Sam se soltó de su mano, pero no antes de ver una breve escena de Cael con Aquerón… una imagen que le indicó que era un Cazador Oscuro.
¿Con esos ojos demoníacos?
Algo no cuadraba. Nada tenía sentido. Absolutamente nada.
Y ella no pensaba quedarse para buscarlo.
—Intenta detenerme, gilipollas.
La bravuconada acabó en cuanto dio un paso y sintió un fuerte golpe en el pecho.
En ese momento jadeó y cayó al suelo.
Sam se despertó con un espantoso dolor de cabeza. Le dolía por delante. Por detrás. Jamás en la vida le había dolido tanto. De hecho, el dolor le provocaba náuseas.
¿Por qué le…?
De repente, recordó al demonio que la había secuestrado y a la extraña pareja que la había «rescatado». La rabia y el miedo se apoderaron de ella cuando abrió los ojos y se descubrió en una pequeña estancia. Por extraño que pareciera, le recordaba a la época victoriana. ¿Qué pasaba? ¿A todos los demonios les gustaba esa época? Las paredes eran de color beis y estaban decoradas con cenefas en un tono marrón oscuro. La cama en la que estaba acostada era de hierro forjado, de estilo muy gótico. El cabecero y el pie le recordaron a las ventanas ojivales de una catedral.
Mierda, estoy atrapada en un catálogo de muebles victorianos, pensó. Cierto que había cosas monas, pero no eran de su estilo. Además, quería saber qué estaba pasando. No parecía haber peligro inminente, pero la habían secuestrado, un detalle que delataba que no estaba tan a salvo como parecía. Se apartó de la cama y se dio cuenta de que alguien la había vestido con un mini camisón rosa.
Sí, la cosa se estaba poniendo muy rara. Tanto que no percibía nada ni de la ropa ni de los muebles. En ese momento se percató de que tampoco había soñado con otras personas.
Era como estar con Dev, aunque sin contar con la ternura y el consuelo de su presencia.
Al acercarse a la puerta vio que no tenía picaporte. No había forma de abrirla.
Se dio la vuelta despacio, buscando una ventana o alguna vía de escape, pero no había nada. Estaba atrapada allí. Sola. Ni siquiera había una cucaracha que le enviara sus pensamientos.
—¿Hola?
Sorpresa, sorpresa, nadie contestó. Qué poco le gustaba la situación.
Vale, tía. No te pongas histérica, se ordenó. Cierto que no era dada a los histerismos, pero… tampoco estaba acostumbrada a que la encerrasen en habitaciones que parecían sacadas de un rodaje de una película de terror ambientada en la época victoriana.
Genial, me ha secuestrado Boris Karloff, pensó.
Una carcajada siniestra resonó en sus oídos.
—No soy como Boris y él no es el actor en quien estás pensando. Te refieres a Peter Cushing. No me había fijado en el parecido, pero lo hay, sí. Sin embargo, tengo algo en común con los dos…
—¿Secuestras mujeres?
—No suelo hacerlo, pero sí es cierto que suelo asustar a los demás. Al menos a aquellos que poseen sentido común.
Sam se volvió para intentar localizar la voz. Parecía envolverla por completo, pero no percibía nada. ¿Cómo era posible?
Cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad, se recordó.
Porque en ese preciso momento quería recuperar ese poder. Acababa de comprender que en verdad era un don increíble. Siempre había sabido cuál era su situación con respecto a los demás. Siempre había sabido lo que estaban pensando y qué clase de personas eran.
En ese momento… estaba a oscuras.
Quiero recuperar mi toque de bicho raro, suplicó.
—¿Quién eres? —tanteó.
Su interlocutor chasqueó la lengua, un sonido desafiante que le provocó un escalofrío.
—Mi nombre no te interesa, guapa. Quieres saber por qué estás aquí.
—Sí, sí, eso quiero. —Se movió por la habitación, pero su voz la seguía. ¿Era un fantasma?
¿O un producto de su imaginación?
—Estoy aquí para mantenerte a salvo.
¿Por qué no se lo creía? Ah, ya, porque era una prisionera retenida por un hombre que ni siquiera tenía el valor de dar la cara. Cogió una de las esferas que adornaban el pie de la cama a fin de darle más fuerza a sus puñetazos en caso de verse obligada a pelear para escapar. No consiguió percibir nada del frío metal.
—Pues suéltame.
La criatura volvió a reír.
—Vamos a tener que sentarnos a hablar seriamente… Si tuviera la intención de dejarte marchar, no estarías aquí. Porque en ese caso sería una putada para los dos. Así que ponte cómoda, Cazadora, porque vas a pasar aquí una temporada.
Sam percibió que la criatura se marchaba.
Genial, pensó. Estaba encerrada en un infierno cursi y lleno de volantes sin escapatoria a la vista.
Al menos no percibes imágenes ni emociones de las cosas que hay aquí, se consoló.
Cierto, pero por una vez necesitaba hacerlo. Tenía que saber a qué se enfrentaba.
Cerró los ojos e invocó sus poderes, accediendo a lo más hondo de su ser, para intentar averiguar quién y qué la retenía.
Al principio no consiguió nada. Ni siquiera un rastro. A continuación apareció una densa niebla a través de la cual comenzó a ver imágenes.
Vio a un hombre guapísimo con el pelo rubio oscuro y unas facciones perfectas. Iba pertrechado con una armadura medieval y comandaba un ejército que parecía haber sido forjado en el mismísimo infierno. Se lanzó colina abajo a todo galope para enfrentarse a sus enemigos, con el pendón rojo sangre ondeando al viento.
Pero sus enemigos no eran humanos. Se trataba de una legión de demonios ansiosos por aniquilarlo. Lo atacaron y consiguieron tirarlo de su caballo demoníaco, que se encabritó y los atacó con sus cascos negros, haciendo brotar chorros de sangre como en una película de Quentin Tarantino. Aun herido y a pie, el rubio luchó contra ellos con una rabia que lo habría convertido en un Perro de la Guerra de haber sido un Cazador Oscuro.
Se abrió paso entre las filas de sus enemigos con un grito de guerra, lanzando mandobles a diestro y siniestro. Era un guerrero sin igual…
Sam se alejó de la imagen. ¿Por qué veía a ese caballero demoníaco? ¿Sería suya la voz que había escuchado?
Si era su secuestrador, lo llevaba muy crudo. Derrotar a un hombre así no sería fácil. Incluso podía ser imposible.
De repente, la imagen desapareció. Intentó recuperarla para comprender mejor a quién y qué había visto, pero fue en vano.
En cambio, su visión se centró en otro hombre rubio…
Dev. Lo vio de joven, con dos hombres mayores que podrían pasar por sus gemelos. A juzgar por sus ropas, se encontraban al final de la época georgiana. Estaban en un establo. Tres hombres y una osezna. Era de noche y los caballos que los rodeaban parecían enloquecidos mientras trataban de escapar.
Dev llevaba una coleta casi deshecha y sus rizos rubios ocultaban en parte una cara adolescente. A su chaleco negro le faltaban dos botones y tenía una mancha de sangre en la camisa.
—Puedo enfrentarme a los arcadios.
El oso mayor meneó la cabeza.
—Eres demasiado joven, Devereaux. Necesitamos que lleves a Aimée de vuelta con papa y maman. Es la única hembra de la familia. Sabes que tiene que sobrevivir. No podemos permitir que le pase algo malo.
—Pero…
Gilbert lo cogió del cuello de la camisa y lo zarandeó.
—No discutas. Dependemos de ti, mon frère. No nos defraudes.
Dev cogió en brazos a la osezna, que gimió a modo de protesta. Dev era demasiado joven para teletransportarla con sus poderes. No podían usarlos sin correr el riesgo de matarla en el proceso. Su pelaje era completamente negro y parecía enorme en los brazos de Dev mientras la acunaba contra su pecho.
Gilbert enterró la cara en el pelaje de la osezna.
—Cuídate, ma petite. —La besó en la oreja.
Bastien se puso en pie, momento en el que Sam se dio cuenta de que era el hermano gemelo de Zar… el padre de Yessy y de Josie. Pobre Dev, obligado a ver todos los días la cara del hermano que había perdido…
Y pobre Nicolette.
—Yo atraeré el fuego del enemigo. —Bastien miró a Aimée y a Dev—. Bon chance. Je t’aime. —«Buena suerte. Te quiero», quería decir.
Y se fue tan deprisa que Dev ni siquiera pudo despedirse. Un segundo después, Dev escuchó disparos. Abrumado por el miedo, abrazó a Aimée con más fuerza.
Por favor, no te mueras…, suplicó Dev.
—¡Vete! —le ordenó Gilbert.
No quería irse. Sabía que los arcadios matarían a sus hermanos. Que nunca volvería a verlos. Se le partió el corazón, porque estaba dividido entre la lealtad hacia su hermana y la lealtad hacia sus hermanos.
¿Cómo elegir entre ellos?
Habían salido a recoger bayas y a dejar que Aimée pudiera retozar lejos de los humanos mientras sus hermanos lo ayudaban a controlar sus poderes. Se suponía que iba a ser una tarde estupenda. Y había terminado de forma abrupta cuando los arcadios fueron en busca de Gilbert.
Y no porque les hubiera hecho algo.
Sino porque las Moiras habían decretado que su pareja fuera una arcadia, hermana de quienes los estaban atacando. Querían matar a Gilbert antes de que pudieran completar el ritual, para evitar que su hermana se viera obligada a acostarse con un animal katagario.
Por ese motivo iban a morir Bastien y Gilbert. Y lo peor de todo era que Bastien también era arcadio. Esos cabrones iban a cometer un asesinato que sería condenado incluso por el Omegrion.
Y les daba igual. Mientras mataran a Gilbert, lo demás solo eran daños colaterales. A las alimañas había que matarlas.
Si les decía que era arcadio, le perdonarían la vida porque era uno de ellos. Pero no así la de su hermana. Los arcadios matarían a Aimée y usarían su piel para hacerse unas botas. Por todos los dioses, era muy injusto.
Oyó a Bastien gritar. Y después se hizo un silencio tan espantoso que lo desgarró por dentro. Un segundo después escuchó los vítores de los arcadios.
—¿Es el animal que queríamos?
—No. Seguro que está dentro.
Gilbert agarró a Dev del hombro.
—Tienes que irte ya. Protege a Aimée por nosotros.
Dev asintió con la cabeza al tiempo que su hermano se ponía de pie para salir de su escondrijo y transformarse en oso, la forma más débil para él si tenía que luchar, pero así distraería a los arcadios y le daría a Dev más tiempo para escapar. Los arcadios sabían que eran cuatro. En cuanto mataran a Gilbert, los buscarían a Aimée y a él.
Tengo que irme, pensó Dev.
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Dev cuando enterró la cara en el pelaje de su hermana. Sujetándola con fuerza, se escabulló por la parte trasera del establo mientras Gilbert luchaba contra sus enemigos. Hacía muchísimo frío.
Escuchó más disparos y más vítores por parte de los arcadios.
Gilbert estaba muerto…
Los arcadios maldijeron al darse cuenta de que Gilbert era humano y de que acababan de cometer un asesinato que les costaría la vida.
—Encontrad a los otros dos. Tenemos que matarlos antes de que cuenten lo que hemos hecho.
Aimée soltó un gemido angustiado.
Dev la abrazó con fuerza y le cubrió el hocico con una mano para silenciarla.
—Estás conmigo, Aimée. No voy a dejar que te hagan daño. Te lo juro. Nunca dejaré que te hagan daño.
Y con ese juramento consiguió llegar al bosquecillo que rodeaba la granja donde se habían refugiado.
Tardó toda la noche en regresar a la casita londinense que su familia llamaba hogar. Estaba exhausto. Débil. Sangraba profusamente.
Sin embargo, Aimée estaba sana y salva.
En cuanto abrió la puerta, su madre apareció en bata y camisón. Nicolette era rubia y muy guapa, la viva imagen de la elegancia. Miró por encima de su hombro al cielo que comenzaba a clarear.
—Mon Dieu, Devereaux! ¿Dónde has estado? ¿Tienes idea de la hora que es? Hemos intentado rastrearos… —Se detuvo cuando lo vio entrar en la casa y cerrar la puerta. El pánico que Dev vio en sus ojos lo destrozó—. ¿Dónde están Gilbert y Bastien?
Dev se atragantó con las palabras que no quería pronunciar. Había usado sus poderes para ocultar su olor, de modo que los arcadios no pudieran seguirlo. Ni se le había ocurrido que sus padres tampoco podrían hacerlo.
Su madre pasó junto a él para mirar a un lado y a otro de la calle.
—¿Están ocupándose de los caballos? ¿Por qué tardan tanto?
Dev dejó a su hermana, que estaba dormida, en el suelo antes de mirar a su madre.
—Están muertos, maman.
La expresión de Nicolette fue como una puñalada en el corazón para Dev. Era una expresión de pura agonía. Una expresión que Sam conocía mejor de lo que le habría gustado.
Nicolette se quedó blanca.
—¿Cómo dices?
—Nos atacaron y…
Su madre lo abofeteó con fuerza.
—¿Los dejaste para que murieran?
Dev se pasó la mano por la boca y se manchó la cara con la sangre que le brotaba del labio partido y de la nariz.
—He protegido a Aimée.
Nicolette empezó a gritar, despertando al resto de los ocupantes de la casa. Aimée corrió a esconderse debajo de la mesa cuando su madre agarró a Dev por la pechera y lo estampó contra la pared.
—Fuiste tú quien quiso ir. Tú los llevaste a ese lugar.
—No, maman. Jamás habría ido de haberlo sabido.
Pero su madre siguió gritándole, siguió acusándolo de haberlos dejado a su suerte mientras él huía como un cobarde.
—¡Nicolette! —rugió su padre al tiempo que la apartaba de Dev—. ¿Qué ha pasado?
—Mis hijos han muerto. —Señaló a Dev—. Este malnacido salió corriendo y los dejó allí para que murieran. —Lo miró con desprecio—. ¡Humano inútil! ¡Ojalá hubieras muerto tú!
Dev se quedó sin aliento mientras su padre cogía a su madre en brazos y la sacaba de la estancia. Sus hermanos los siguieron, ansiosos por consolar a su madre. Y lo dejaron destrozado mientras las acusaciones de su madre reverberaban en sus oídos.
«¡Ojalá hubieras muerto tú!»
Debería haber sido yo. Debería haber sido yo…, se repetía Dev. No paraba de llorar, destrozado por la culpa y el dolor. ¿Por qué se había molestado en volver a casa? Habría sido mejor si hubiera muerto con ellos.
Aimée salió de debajo de la mesa. Le lamió la mano antes de sentarse en su regazo y lamerle el mentón. Dev la abrazó y dio rienda suelta a todo su dolor.
Sin embargo, era un dolor que seguía llevando consigo, un dolor que a Sam le destrozaba el corazón. Su madre nunca lo había perdonado por lo que sucedió aquella noche. Cierto que las noticias fueron un mazazo en aquel momento, pero durante el resto de su vida Dev había visto que se le oscurecían los ojos cada vez que lo miraba. Había escuchado una sequedad en su voz que antes no estaba presente.
Por ese motivo se había esforzado tanto por complacerla y nunca se había ido del Santuario.
Aimée había sido el vínculo que lo retenía, y haría cualquier cosa por ella.
Sam se habría echado a llorar por la pena. Dev era un buen hombre. Nunca lo había puesto en duda, pero por fin sabía que ocultaba unas cicatrices tan atroces como las suyas. Se culpaba por la muerte de sus hermanos y por haberle destrozado el corazón a su madre. Cada vez que la oía llorar por sus hijos se le clavaba un puñal en el alma. Porque se creía el culpable de todo.
Por ese motivo nunca había intentado emparejarse. No quería que una mujer se volviera en su contra o, peor todavía, que la familia de su pareja persiguiera a la suya. De modo que había evitado acostarse con las hembras de su especie, a sabiendas de que era muy improbable que un arcadio o un katagario acabara emparejado con una humana. Sí, era posible, pero no era muy habitual. Incluso si sucedía, un humano nunca podría hacerles daño. Así que había jugado sus cartas, aunque siempre había ansiado tener familia propia…
Sam tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta mientras deseaba que Dev estuviera allí para abrazarlo. Quería mitigar su dolor y decirle algo que nadie de su familia le había dicho. Ni siquiera la hermana por quien había arriesgado la vida. La hermana a quien había llevado en brazos toda la noche para asegurarse de que no le pasara nada.
«Me alegro de que sobrevivieras.»
Parpadeó para contener las lágrimas, furiosa porque estaba a punto de llorar. Las lágrimas eran una debilidad.
No solucionaban nada.
—¿Por qué estoy canalizando sus recuerdos?
No podía sentirlos de ninguna manera cuando estaban juntos. ¿Por qué podía hacerlo en ese momento?
Mientras reflexionaba al respecto, tuvo la impresión de que sentía a Dev junto a ella. De que sentía su pánico al ver que se la habían arrancado de los brazos sin poder evitarlo. En ese preciso instante Dev era un mar de dudas. Estaba desesperado por recuperarla.
De hecho, estaba dispuesto a abrir de par en par las puertas del infierno si era necesario.
La embargó una ternura desconocida hasta el momento. Y con esa sensación cayó en la cuenta de algo espantoso: se estaba enamorando de él.
Es imposible, se dijo.
Sin embargo, no podía negar las emociones que sentía. Unas emociones que conocía muy bien. Las emociones que sintió durante la época que pasó con Ioel.
No tenía la menor duda. Porque en ese preciso momento, aunque su vida corría peligro, no estaba pensando en ella. Le daba igual lo que le hicieran. Fuera lo que fuese, no moriría sin luchar. En cambio, la abrumaba el miedo por las consecuencias que su muerte podría acarrearle a Dev.
No quería morir porque tenía un motivo para vivir. No quería morir porque destrozaría a su oso…
—Y por eso estás aquí.
Se tensó al volver a oír la voz incorpórea.
—¿Cómo?
—Tienes que alejarte de Dev.
—¿Por qué?
—Porque si no lo haces, significará su muerte.