5

Sam contuvo un bostezo mientras seguía trabajando frente a su ordenador. Había dejado mensajes en todos los foros, listas de correo y grupos, así como en las cuentas de Twitter y de Facebook de todos los Cazadores Oscuros y escuderos que se le habían ocurrido. Hasta en las páginas web que parecían simples lugares de encuentro para entablar un juego de rol, pero que en realidad servían de fachada para los suyos. Llevaba horas enviando mensajes y avisando de lo que se avecinaba.

Los daimons iban tras ellos. Y estaban cabreados.

Por una parte, entendía el motivo de su ira. Los daimons nacieron como apolitas, una raza de superhombres creada por el dios Apolo. Sin embargo, las acciones que llevaron a cabo siguiendo las órdenes de su celosa reina, que ordenó matar a la amante humana de Apolo y al hijo que tenían en común, les acarreó la maldición del dios. Apolo los maldijo a sufrir una espantosa muerte a los veintisiete años, la misma edad que tenía su amante cuando la reina la mandó matar. La única esperanza con la que contaban para rebasar ese límite de edad pasaba por absorber almas humanas, pero el problema estribaba en que dichas almas no habían sido creadas para vivir en sus cuerpos. De modo que tan pronto como un daimon se la arrebataba a su legítimo dueño, el alma comenzaba a marchitarse hasta que moría. Y si un Cazador Oscuro no mataba al daimon antes de que el alma expirase, esta desaparecía para siempre.

Eternamente.

Por otra parte, después de haber visto cómo los daimons asesinaban a toda su familia, Sam ansiaba borrarlos de la faz de la tierra. Eran animales asquerosos carentes de respeto por la vida humana, motivo por el que merecían la exterminación. Y si ella era la ejecutora, mejor que mejor.

—Si quieres guerra, Stryker, yo te la voy a dar.

Pero no hasta que el sol se ocultara. Puso de vuelta y media a los dioses por haber decretado esa limitación tanto para los Cazadores Oscuros como para los daimons. Tendría que pasarse varias horas sin hacer nada, limitándose a esperar.

Apretó los dientes mientras contemplaba los tenues rayos de sol que se colaban por las rendijas de sus contraventanas. Se encontraba en el otro extremo de la estancia, a salvo de ellos.

De momento. Porque un ladrillo lanzado con buena puntería o una pelota de béisbol podrían convertir esos peligrosos rayos en una amenaza mortal. Si la rozaban, ardería cual vampiro de película de serie B.

Renuente a pensar en eso, le echó un vistazo al reloj y suspiró. Eran poco más de las doce. Tendría que haberse acostado hacía mucho.

No puedes matar daimons si el cansancio te impide pensar. Vete a la cama, Sam. No puedes hacer nada más hasta que oscurezca, se dijo.

Le repateaba tener que hacerlo. Porque no le gustaban las retiradas. Como guerrera, su mentora se lo había inculcado a golpes. Las amazonas jamás retrocedían. Aunque a veces quisieran hacerlo. Aunque a veces debieran hacerlo. Pero las amazonas no retrocedían jamás.

Salvo de los rayos del sol.

Molesta, clavó una furiosa mirada en el techo.

—Apolo, si querías que mantuviéramos a salvo a la Humanidad, no deberías habernos desterrado de la luz del día. —Porque de no ser así, ellos llevarían la ventaja en vez de que la llevara la raza maldita.

¿Por qué malgastas saliva?, se preguntó.

Aunque el dios griego la escuchara, le daría igual. Ella lo sabía mejor que nadie. Los dioses tenían cosas más importantes que hacer que escuchar las quejas de los humanos.

Sin embargo, se sentía mejor por haberlo dicho en voz alta.

Alargó el brazo para coger un vaso de agua y se encaminó hacia la escalera que la conduciría a su dormitorio, emplazado en la segunda planta de su casa. Lo que más odiaba de vivir en Nueva Orleans era la imposibilidad de tener sótano, un lugar mucho más seguro que un dormitorio en una segunda planta. Por desgracia, el nivel del mar de la ciudad haría que dicho sótano estuviera siempre inundado. Y como vivía sola, en el caso de que se produjera un incendio o un huracán, quedaría desprotegida.

Por ese motivo la mayoría de los Cazadores Oscuros contaba con un escudero humano que vivía en su casa como asistente personal y guardián durante el día.

Ella no tenía escudero.

Deberías haber permitido que Dev se quedara, pensó.

Ese habría sido un error en más de un sentido. Además, no sabía si su escudo, o lo que fuera en realidad, la protegería estando dormida. Desde que se convirtió en Cazadora Oscura, no podía dormir con otra persona. En cuanto se quedaba dormida, era imposible bloquear el asalto. Sus sueños se mezclaban con los pensamientos de quien tuviera cerca y después se pasaba todo el día inquieta, viendo y escuchando lo mismo que dicha persona.

En un par de ocasiones intentó tener a un perro como mascota y luego a un gato. Sin embargo, sus pensamientos eran incluso más extraños que los de los humanos. Así que estaba condenada a una soledad eterna. Claro que no le importaba. Después de todos esos siglos, se había acostumbrado.

Al menos eso era lo que se decía.

Volvió a bostezar mientras entraba en su dormitorio y se quitaba la bata. Unas cuantas horas de sueño y volvería a estar en forma.

Como ese dichoso pájaro obsesionado con comer gusanos volviera a plantar el culo otra vez en su ventana ese día mientras ella dormía, se vería obligada a dispararle… aunque eso permitiera la entrada de la luz del sol en su dormitorio.

Dev se despertó sobresaltado. Con el corazón acelerado. Usó su aguzado sentido del oído para escuchar con atención y descubrir qué lo había despertado. Distinguió el suave ronquido de Aimée en su dormitorio, situado al final del pasillo. Escuchó el trajín normal del personal que trabajaba durante el día en el bar.

Nada fuera de lo habitual. Otro día normal y corriente.

Después de una mañana alucinante, aunque al final se había llevado un buen palo. En sentido figurado.

Renuente a pensar en eso, se volvió para mirar el reloj. Eran las dos de la tarde. Soltó un taco. Solo había dormido tres horas.

Vuelve a dormirte, se dijo.

Se dio la vuelta y cerró los ojos. Sin embargo, no logró conciliar el sueño por más que lo intentó. Y lo peor era que lo torturaba el olor de cierta amazona muy frustrante.

—¿Estoy imbécil o qué?

Sam le había dejado claro que había acabado con él. Había devuelto su juguete al cajón y no quería volver a verlo. No obstante, era incapaz de sacársela de la cabeza.

Es una tía exasperante. Irritante. Y está fuera de tu alcance, se recordó.

Y estaba buenísima.

No debería habérmela imaginado desnuda. No debería haber ido a su casa para pasar la mejor mañana de mi vida con ella, pensó.

Aunque eso era como desear no respirar. Había ciertas cosas que un tío hacía de forma automática, y cuando una mujer como Sam le ofrecía una mañana de sexo de alto voltaje, la aceptaba sin pensar.

Gruñó mientras se quitaba la almohada de debajo de la cabeza para taparse la cara con ella.

Vuelve a dormirte, se ordenó.

Al menos de esa forma se le pasaría el bajón.

A la mierda. Suicídate con la almohada, le dijo su mente.

Pero fue inútil. No pudo hacer ninguna de las dos cosas. Estaba despierto. Y muy espabilado. Como cierta parte de su anatomía… ¡Vaya putada! Se pasaría el resto del día y de la noche de mal humor.

No podía hacer nada. Su cuerpo se negaba a conciliar el sueño de nuevo.

Todavía sentía un hormigueo provocado por el estupendo maratón de sexo, por la recarga de sus poderes y por el deseo de repetir lo que habían estado haciendo durante buena parte de la mañana. Ya era raro que hubiera podido quedarse dormido cuando se acostó.

Porque en ese instante…

Era inútil.

Mosqueado, se levantó y se fue al baño para vestirse e intentar imponerle cierta cordura a su cerebro.

Como si supieras lo que es eso, se dijo.

Triste, pero cierto…

No tardó mucho en ducharse, afeitarse y vestirse. Bajó al bar y en la cocina se encontró con Quinn, uno de los cuatrillizos, que estaba poniendo verde a Rémi por algo que había hecho la noche anterior. Una reacción que le resultaba familiar y que él mismo había tenido en un par de ocasiones.

Dev esbozó una sonrisilla.

—Si quieres, lo mato mientras duerme y así se te pasa.

Quinn soltó una carcajada al tiempo que dejaba un montón de platos al lado del fregadero.

—No me tientes. Aunque ya lo había pensado, la verdad. Es un cabronazo.

Dev se acercó a él.

—¿Qué ha hecho?

—Anoche volvió a joder la contabilidad. —Quinn soltó un gruñido ronco—. ¿Cómo es posible que no sepa leer una factura después de todos estos años? Te juro que… Si maman lo hubiera visto, le habría dado un infarto.

Ambos guardaron silencio mientras el comentario flotaba en el aire y se enfrentaban a la realidad: su madre jamás volvería a pillar un cabreo.

¿Cuándo disminuiría el dolor? Era una emoción casi tan grande como el remordimiento de no haber protegido a sus padres. Si hubiera reaccionado antes, tal vez le habría salvado la vida a su madre.

Dev desterró esas emociones por inútiles, y retorció la correa del casco que llevaba en la mano.

—Deja que Aimée lo arregle. A ella se le da mejor que a nosotros —le aconsejó a su hermano.

—Le diré que eso lo has dicho tú.

Quinn sería capaz de hacerlo, y su hermana se ofendería mucho aunque él no lo había dicho con mala intención. En realidad, Aimée tenía más olfato para los negocios que ellos.

Mujeres…

Se enfadaban por cualquier cosa.

Como Sam, que lo había echado de la cama sin motivo aparente. A saber qué había dicho para ofenderla de esa manera.

Quinn comenzó a enjuagar los platos antes de meterlos en el lavavajillas.

—¿Y qué haces levantado? Normalmente no hay quien te vea hasta la hora de la cena.

—No podía dormir.

Quinn se pasó el brazo por la frente para apartarse un rizo rubio rebelde.

—Esta noche descansas, ¿no?

—Ajá.

Su hermano fingió un suspiro como si se compadeciera de él.

—Tío, qué chunga es tu vida.

Dev pasó del sarcasmo y, en cambio, se alejó hasta la puerta que conectaba la cocina con el bar. Su hermano mayor, Alain, era el encargado de la barra del local, que estaba prácticamente vacío. Había unos cuantos humanos jugando al billar en la parte trasera y comiendo en las mesas delanteras.

Alain se sorprendió al verlo.

—¿Qué haces levantado?

Esa era la desventaja de ser una criatura nocturna. Siempre que se levantaba antes de que oscureciera, su familia no paraba de darle la tabarra.

—Se acerca el Apocalipsis y se me ocurrió que lo mejor era estar despierto.

Alain resopló.

—En fin, para la gente normal y corriente eso puede ser una broma, pero por estos lares…

Llevaba razón. No debería bromear sobre una posibilidad tan real.

—La cosa está muy parada, ¿no?

—Te has perdido la hora del almuerzo. Nos faltaban manos, la verdad.

—¿Por qué no habéis pedido ayuda?

Alain le restó importancia al asunto encogiéndose de hombros.

—Os acostasteis tarde con todo el jaleo del demonio y eso. Así que no quería molestaros. Nos las hemos apañado bien.

—No os habréis comido a ningún turista, ¿verdad?

Alain gruñó.

—Qué va. Pero Aimée seguro que lo habría hecho de haber estado aquí.

Dev sonrió al pensar en lo gruñona que se ponía su hermana cuando los clientes montaban el numerito. Aimée tenía sus momentos, sí.

—Pues menos mal que la dejaste dormir…

—Ya te digo. —Alain reparó en el casco que Dev llevaba en la mano—. ¿Vas a coger la moto?

—Sí, a ver si puedo levantarla por encima de la cabeza.

Alain resopló, mosqueado.

—Déjate de coñas.

—Sí, voy a coger la moto. —Dev se colocó el casco debajo del brazo—. Estoy nervioso. He pensado relajarme dando una vueltecita.

Alain esbozó una sonrisilla burlona.

—Yo me sé de otra cosa que podría relajarte…

Dev resopló.

—Sí, ya, pero llevo un tiempo que paso de eso.

No pensaba contarle a su hermano qué había estado haciendo esa mañana. Cuanta menos gente estuviera al tanto, mejor.

—Me he dado cuenta de que no les haces mimitos a las clientas, como antes. ¿Te pasa algo?

—De momento no me he muerto. —Pero casi deseaba estarlo, eso sería mejor que desear un imposible. Inclinó la cabeza para despedirse de su hermano—. Nos vemos dentro de un rato.

Y sin decir nada más salió por la puerta de atrás, al callejón donde aparcaban las motos. La suya era una Suzuki GSX-R 600 negra, plateada y roja. Un modelo de 2007. Veloz, peligrosa y con muchas curvas… precisamente igual que su tipo de mujer.

Sin embargo, no era la gixxer lo que le apetecía montar… Lo que deseaba era a una rubia alta que se movía como si fuera la dueña del mundo.

«Ni se te ocurra, oso.»

Ojalá pudiera detener sus pensamientos con esa facilidad.

«Joder.» ¿Qué tenía Sam para obsesionarlo de esa manera?, se preguntó. Arrancó la moto y se puso el casco mientras el motor se calentaba. Con un subidón de adrenalina, salió del aparcamiento y enfiló la calle sin rumbo fijo. Solo quería alejarse de la gente y de los animales un rato.

Voló por la I-10 a ciento sesenta kilómetros por hora. Una velocidad suicida para un humano. Tampoco era muy segura para un arcadio. Además, no consiguió relajarlo. Seguía tenso.

Una hora después se descubrió en Saint Charles Avenue, un lugar donde se encontraban algunas de las casas más bonitas de Nueva Orleans. Sin embargo, él buscaba una en concreto.

Sam seguro que lo mataba si supiera que estaba plantado delante de su verja negra, como si fuera un acosador pirado. Era el primero en admitir que parecía un poco raro y que no le gustaría ni un pelo que se lo hicieran a él.

No obstante, siguió sentado cual adolescente enamorado esperando ver un segundo al objeto de su amor.

Necesitaba ayuda de forma urgente.

Tal vez Grace Alexander tuviera un hueco en su agenda para atenderlo. Era una psicóloga que incluía a los seres sobrenaturales en su lista de pacientes, y seguro que podía ayudarlo.

Oso, tú no tienes remedio. Lo tuyo es patético. Mira que ir detrás de una tía que te echó de su cama…, se recordó.

No podía negarlo, la verdad.

Se bajó el visor del casco con la intención de volver a casa, pero justo cuando estaba a punto de acelerar, sintió algo extraño en la espalda.

Daimons.

La sensación era inconfundible. Un hormigueo molesto y abrasador. Paró el motor, bajó la pata de cabra de la moto y aguzó el oído. Si tuviera más confianza con Sam, usaría sus poderes para trasladarse al interior de su casa y echar un vistazo. Sin embargo, lo más probable era que ella lo apuñalara en agradecimiento.

Estás haciendo el tonto. Aquí no hay nada, se dijo.

Solo su patético subconsciente buscando una excusa para volver a colarse en su casa.

De todas formas, la sensación persistía.

Suspiró por ser tan imbécil, arrancó la moto y se largó.

Sam vagaba por una nebulosa de recuerdos que no le resultaban familiares. Montones de personas rubias, niños y adultos. Riendo y jugando…

Muriendo. Era horrible. Hombres y mujeres en la flor de la juventud, descomponiéndose hasta convertirse en polvo. Chillando por el dolor mientras sus cuerpos envejecían y se desintegraban.

Estaba soñando, lo sabía, pero…

¿Por qué estoy viendo apolitas y daimons?, se preguntó.

Y lo peor era que tenía miedo del mundo y estaba enfadada. Ansiaba vengarse con tanta vehemencia que la sensación la abrasaba de la misma manera que le sucedía cuando pensaba en su propia familia. Su sed de sangre era tal que casi podía saborearla en la boca. La ira se apoderó de todas las células de su cuerpo.

¡Despierta!, le gritó su subconsciente al comprender que estaba canalizando las emociones de alguien que tenía muy cerca.

Demasiado cerca.

¿Por qué no puedo moverme?, se preguntó.

Abrió los ojos y se descubrió en la cama, atrapada bajo una resplandeciente red plateada.

«¿Qué narices es esto?»

A un lado de la cama había un tío rubio guapísimo que la miraba con cara de asco.

—No intentes luchar, Cazadora Oscura. No puedes hacer nada.

En fin, eso era como decirle a una serpiente que no atacara. Sam empujó con todas sus fuerzas.

No pasó nada.

El daimon que le había hablado se echó a reír.

—Ya te lo he dicho, no puedes luchar. Tus poderes no podrán hacer nada contra la diktion.

Sam dio un respingo al escuchar el nombre de la red que la cubría. Era un arma de Artemisa y el daimon tenía razón. La red inutilizaba sus poderes. Solo un dios podía luchar contra su influjo o librarse de él.

Y ni siquiera en ese caso resultaría sencillo.

El daimon miró hacia el otro lado de la cama, donde esperaba una mujer.

—Sophie, abre el portal.

Sam logró sacar una mano de debajo de la red. Si pudiera coger el puñal que siempre escondía debajo de la almohada antes de acostarse…

Mientras tanto, los recuerdos y las emociones de los daimons la abrumaban con tal violencia que se sintió desorientada y confusa. Aunque al menos le facilitaron la información necesaria para atacarlos verbalmente.

Sam enfrentó la mirada del daimon.

—En fin, Karos, tienes razón. Sophie te la ha estado pegando con tu mejor amigo. ¿Cómo se llama? ¿Jarret? En realidad, no se va a casa de su hermana como te dice. Tesoro, te está poniendo los cuernos y se lo está pasando pipa. Para ella eres una piltrafilla.

El daimon miró a la mujer, sorprendido.

—¿Cómo?

La preciosa cara de Sophie había perdido el color.

—No es verdad. Está mintiendo.

—¡Y una mierda!

—Karos, te lo juro. Ni siquiera me he acercado a él.

Sam resopló.

—Cierto, en las últimas seis horas. Pero anoche… anoche estaba con él. Y muy ligerita de ropa, por cierto.

El daimon miró a su mujer con cara de asco.

—Sabía que os traíais algo entre manos. ¡Zorra mentirosa! —Rodeó la cama para darle un bofetón.

Ella se vengó con un impresionante puñetazo.

Mientras luchaban, Sam liberó la mano lo suficiente para recurrir a la telequinesia y hacer que el puñal se acercara a su mano. Intentó cortar la red, pero para su sorpresa no funcionó.

De repente, el puñal salió volando de su mano.

Sam soltó un taco y volvió la cabeza. Había otra daimon oculta en las sombras que chasqueó la lengua mientras acariciaba el puñal de Sam.

—Buen intento, pero no va a servirte de nada. —Miró a los combatientes—. Como no paréis, os arranco la espina dorsal. Abrid el portal para llevarle esta basura a Stryker antes de que cree más conflictos.

Stryker. Sam recordaba haberlo visto en los recuerdos del daimon. ¡Por todos los dioses, planeaban llevarla a la central daimon!

Y una vez allí la matarían. ¿Para qué si no iban a querer a una Cazadora Oscura en sus dominios a menos que fuera para destriparla?

Voy a convertirme en la atracción principal de la noche, pensó.

El pánico la invadió mientras forcejaba para librarse de la red. En un rincón del dormitorio apareció una brillante neblina verdosa que fue aumentando hasta obtener un tamaño lo bastante grande para atravesarla.

Sophie fue la primera en entrar mientras el daimon se acercaba a la cama para cogerla a ella en brazos.

Sam se debatió y forcejeó con todas sus fuerzas en vano. La red no le permitía moverse. El daimon la cogió en brazos como si no pesara nada.

Voy a morir, se dijo.

Lo supo con una certeza aplastante. Nadie descubriría jamás lo que le había pasado. Los daimons se la llevarían a sus dominios y la torturarían de mil formas distintas antes de matarla.

Y así es como acaba mi vida. No en plena lucha, llevándome por delante a todos los que pueda. Ni sacrificándome de forma heroica, pensó.

Iba directa a la tumba, en brazos del enemigo.