—¿La gente se ha vuelto idiota de repente o son cosas mías?
Dev Peltier se echó a reír al escuchar el comentario de su hermano Rémi por el auricular que llevaba en la oreja. Dev ejercía de portero en el Santuario, el club regentado por su familia. Rémi y él formaban parte de un grupo de cuatrillizos idénticos… y ese comentario era tan poco habitual de boca de su arisco hermano que Dev meneó la cabeza.
—¿Desde cuándo te ha dado por imitar a Simi? —le preguntó a través del micrófono. Estaba tan acostumbrado a llevarlo que se sentía raro cuando no lo hacía.
Rémi resopló.
—Sí… soy una gótica vestida con corsé, falda de vuelo y medias de rayas, y me estoy poniendo hasta arriba con todos los platos de la carta… y con algún miembro del personal.
Pues sí, era una buena descripción de Simi…
Sin embargo, Dev no pudo resistirse y siguió pinchando a su hermano.
—Siempre he pensado que eras un bicho raro, mon frère. Acabas de demostrarlo. Quizá deberíamos cambiarte el nombre y llamarte como a ese personaje de película, Frank-N-Furter, y tirarte salchichas cada vez que pases.
—Dev, cierra la boca si no quieres que salga y acabe convertido en un trillizo.
Sí, claro. A Rémi se le había olvidado quién lo enseñó a luchar.
—Hazlo, colega. Tengo un par de botas nuevas que están deseando patearle la cabeza a…
—¿Queréis dejar de discutir por el canal abierto? Y ya puestos, a ver si maduráis un poco. Os juro que como no paréis, esta noche voy a hacer estofado de oso con vosotros dos —dijo Aimée y después siguió en francés, su lengua materna, para continuar insultándolos y amenazándolos con castrarlos.
Dev respondió a la hostilidad de su hermana con una bordería que fue celebrada con vítores por el resto del personal, cuyos auriculares les permitían escuchar todas las conversaciones.
En realidad, Dev y su familia no necesitaban esa forma de comunicación. Parte de sus poderes como osos katagarios capaces de adoptar forma humana consistía en proyectar sus pensamientos, siempre y cuando la distancia entre ellos no fuera excesiva. A algunos se les daba mejor que a otros. Sin embargo, esa forma de comunicación solía provocar suspicacias entre los humanos que trabajaban para ellos y entre la clientela habitual. Así que llevaban los auriculares en un intento por parecer normales.
Sí, claro… la normalidad se despidió de su familia y de su especie hacía mucho tiempo. Pero ¿por qué no?
El auricular le daba un aire interesante.
Se lo quitó de todas formas mientras la bronca de su hermana en francés le recordaba a su madre, lo que le provocó una inesperada oleada de dolor. Cómo echaba de menos las riñas en francés de su madre…
¿Quién iba a imaginárselo? Con todas las cosas que podía añorar… Seguro que me falta un tornillo, pensó.
Sin embargo, la furiosa voz de su madre lo torturaba desde el pasado: «Necesitas madurar, Devereaux. Ya no eres un cachorro. Llevas doscientos años sin serlo. ¿Por qué pinchas tanto a tus hermanos y me cabreas a mí? Mon Dieu! Eres la cruz de mi existencia, de verdad. ¿Es que no puedes, aunque sea una vez, morderte la lengua y obedecerme? ¿Cómo vamos a confiar en ti si sigues comportándote como un crío? ¿Es que no has aprendido nada?».
Dev hizo una mueca mientras recordaba la cara de su madre cuando le echaba la bronca.
Una cara que jamás volvería a ver y una voz que algún día, muy pronto, desaparecería por completo de su memoria.
Le repateaban los cambios.
Durante cien años había sido uno de los porteros del Santuario, y había observado entrar y salir a todo tipo de criaturas. Era un centinela. En más de un sentido. Dejaba pasar a los humanos sin detenerlos. Pero a los clientes sobrenaturales siempre les explicaba las reglas del Santuario y los interrogaba para decidir hasta qué punto eran peligrosos si atacaban o si podía contar con ellos como aliados.
Por si acaso.
En ese momento ejercía su cometido para asegurarse de que sus enemigos no remataban la faena y destruían el bar que acababan de remodelar tras la pelea que había dejado cicatrices en todos ellos.
Te echo de menos, maman, pensó.
Y también echaba de menos a su padre.
Las cosas materiales podían reemplazarse. Podían arreglar las mesas y también sustituir la barra. Los estragos del incendio y del humo se podían reparar.
Pero sus padres…
Se habían ido para siempre.
Y eso lo enfurecía y le provocaba un dolor angustioso. Le había costado mucho no perseguir al clan de lobos que los habían atacado. Si no fuera porque el Omegrion, el consejo que regía a los clanes arcadios y katagarios, habría decretado la persecución y muerte de todos los Peltier en caso de que Dev se hubiera dejado llevar por el instinto, lo habría hecho. Pero no podía arriesgarse. No sería el responsable de la muerte de un solo miembro de su clan.
Ni siquiera de la de su hermano Rémi.
Ya había visto morir a demasiados miembros de su familia.
Quiero largarme de aquí, se dijo.
Una idea que se le antojaba cada vez más apetecible. Desde que volvieron a abrir el Santuario después de la batalla y del incendio, sus ansias de ver mundo iban en aumento. La única razón de que no se hubiera marchado todavía eran las palabras de su madre, que le había pedido que siguiera con la familia y ayudara a proteger a Aimée.
Pero su madre ya no estaba y Aimée tenía pareja.
Ya no era tan necesario que se quedara. Todos los días lo tentaba el impulso de marcharse y de forjar su camino en la vida. Era un oso, y el instinto animal instaba a los machos a buscar una hembra y a crear su propia manada.
¿Qué hago aquí?, se preguntó.
No lo necesitaban. Cuando estalló la guerra descubrieron quiénes eran sus aliados. Un número impresionante. El Santuario viviría para siempre. Pero él no tenía por qué quedarse para vigilar la puerta.
Sin embargo…
Los cambios me repatean, se dijo.
Solo estás inquieto. Se te pasará. Ya lo verás, arguyó su cabeza.
Además, no quería pareja. Nunca. Bastante complicado era sentirse satisfecho con la vida en solitario. Que los dioses lo ayudaran si algún día tenía que satisfacer a alguien más.
Lo que le pasaba era que los últimos acontecimientos lo habían agitado mucho. Se sentía perdido, como si le hubieran cortado las amarras y lo hubieran dejado a la deriva, sin motor y sin remos. Le costaba adaptarse a los cambios, y durante esos últimos meses se habían producido tantos que solo le apetecía dejarlo todo atrás y empezar de nuevo en otro lugar.
Encontrar un sitio donde volver a sentirse a gusto. Aunque tuviera que viajar al pasado para hacerlo. Encontrar algún lugar donde no estuviera todo el día esperando ver a sus padres a la vuelta de la esquina o sentados a su mesa preferida. Algún lugar donde los recuerdos no lo torturaran.
Y más específicamente: un lugar donde los recuerdos no lo hirieran.
El rugido de una moto que avanzaba por la calle interrumpió el melancólico rumbo de sus pensamientos. Era una Suzuki Hayabusa. Lo sabía por el ruido del motor. Tenían un sonido especial, inconfundible para un amante de las motos. Muchos katagarios las usaban como medio de transporte, tal como hacían Dev y sus hermanos. A diferencia de los coches, una moto era más fácil de teletransportar con sus poderes, y en la calle no había nada tan rápido ni tan manejable para escapar de los enemigos.
O para perseguirlos.
No obstante, el rugido de esa moto en concreto dejaba claro que la habían modificado para conseguir la mayor velocidad posible y para sacarle todo el jugo al motor.
Como esperaba encontrarse a Aquerón, el líder de los Cazadores Oscuros, acercándose en su Hayabusa negra, Dev se sorprendió al ver que era una roja. Iba tan rápido que le extrañaba que no la persiguiera la policía. El motorista pasó por delante del Santuario, frenó de golpe y giró la moto deslizándola de costado, quemando rueda. La delantera se levantó un poco del suelo antes de quedar mirando hacia Dev. Cuando estaba a punto de chocarse con la acera, el neumático se quedó clavado y el motorista aparcó justo delante de él, con un movimiento brusco que levantó la rueda trasera.
Las voluptuosas curvas del motorista, cubiertas por el mono de cuero negro, delataban que se trataba de una mujer. Una mujer alta y de constitución fuerte.
Y que seguramente estaría buenísima, una posibilidad que lo excitó.
A fin de no demostrarle que sus habilidades lo habían impresionado, Dev se cruzó de brazos mientras ella se quitaba el casco y sacudía una alborotada melena de rizos rubios que le llegaba por debajo de los hombros. Unos rizos que enmarcaban una cara preciosa. De rasgos en absoluto perfectos o despampanantes, pero sí exóticos. Diferentes. Unos rasgos atractivos que lo llevaron a preguntarse qué pinta tendría nada más levantarse de la cama desnuda y con los rizos alborotados.
Irradiaba una especie de joie de vivre que resultaba contagiosa, como si saboreara cada segundo que tenía la suerte de vivir. Sin embargo, conducía la moto como si quisiera pegársela…
—Si sigues conduciendo así, vas a matar a alguien.
La vio pasar una pierna sobre el asiento, tras lo cual se acercó a él contoneándose de forma seductora. Dev estaba seguro de que había mandado a algunos hombres a la tumba de un infarto. Llevaba botas de motero New Rock adornadas con llamas en los laterales. Sus ojos oscuros, casi almendrados, lo miraron de arriba abajo con un brillo travieso y ardiente mientras se desabrochaba la cremallera de la chupa.
—Solo mato a quienes se lo merecen, y me los cargo con gusto.
¡Joder!, pensó Dev. Era la mujer más sexy que había visto en la vida. Su cuerpo reaccionó al instante. Y se preguntó si sería tan abierta en la cama.
La desconocida se quitó la chupa y se la echó al hombro, sosteniéndola con una mano protegida por el guante. Debajo llevaba una camiseta negra de punto. Se acercó a él, y el cálido olor a cuero y a mujer despertó el interés del oso que llevaba en su interior. Hasta tal punto que tuvo que esforzarse para no acariciarle con la nariz ese cuello que pedía a gritos que lo besara.
—Respondiendo a tu pregunta, oso, soy tan feroz en la cama como en la calle. Para que lo sepas. —Y le guiñó un ojo.
El comentario se la puso dura muy a pesar suyo y se obligó a recordar que podía leerle el pensamiento. Desvió la mirada de sus ojos al canalillo, más que evidente a causa del sujetador negro que llevaba. En la curva del pecho derecho descubrió la marca del arco doble y la flecha que le dejó bien claro quién era y lo que era. Aunque ya lo había supuesto al percatarse de sus poderes y ver el asomo de sus colmillos cuando sonrió. Joder. Seguro que ni siquiera la diosa Artemisa había podido resistirse a acariciar ese cuerpazo cuando la convirtió.
—No te conozco, Cazadora Oscura.
Ella se enderezó el colgante negro de calaveras que llevaba al cuello.
—Nos hemos visto una vez. Muy brevemente. Ni siquiera hubo tiempo para presentaciones.
Dev frunció el ceño mientras intentaba recordar el encuentro.
No, definitivamente no. Si hubiera visto alguna vez a esa Cazadora en particular, la recordaría aunque hubieran pasado siglos. Aunque hubiera estado muerto. Era de esas mujeres que los hombres no olvidaban.
—Seguro que te refieres a uno de mis hermanos.
La mayoría de la gente no los distinguía. Más que nada, porque eran idénticos y porque tanto Cherif como Quinn se turnaban también en la puerta cuando él estaba de descanso. No era de extrañar que lo hubiera confundido con alguno de ellos.
—Somos cuatrillizos y, además, también me parezco mucho a mis otros hermanos.
Ella negó con la cabeza.
—Lo sé. Os he conocido a todos. Estaba aquí la noche del ataque de los lobos. —Alzó la vista hacia el lugar donde todavía se apreciaban los estragos del fuego y su expresión se tornó compasiva—. Siento mucho lo de tus padres… y siento mucho que falláramos a la hora de protegerlos.
Aunque no supo por qué, sus palabras lo conmovieron.
—Gracias por la ayuda. Sé que todos os esforzasteis al máximo.
Todos habían puesto la carne en el asador. Pero el número de sus enemigos había sido abrumador. A decir verdad, era un milagro que hubieran sobrevivido.
De no ser por los Cazadores Oscuros y sus aliados, no lo habrían conseguido.
Un atisbo de dolor ensombreció la mirada de la Cazadora como si esas palabras también encerraran sus propios demonios.
—Sí, pero a veces eso no basta, y las disculpas sirven de bien poco. Dicho lo cual, lo siento mucho. Por todo. —Echó un vistazo hacia el interior del local y después recobró el ánimo—. Soy Sam Savage.
Samia Savage…
Un nombre que había escuchado mucho entre los Cazadores Oscuros a lo largo de lo siglos. Era una de las más feroces, de ahí que se hubiera ganado el apodo de «Salvaje» entre los demás Cazadores hacía mucho tiempo, después de presenciar su brutalidad en la batalla. Un apodo que ella usaba como apellido para adaptarse a los nuevos tiempos. Los Cazadores Oscuros eran asesinos inmortales que protegían a los humanos, y todos ellos tenían un pasado terrible. Todos distintos, pero con algo en común: alguien los había traicionado y los había matado de un modo tan atroz que habían vendido sus almas a la diosa griega Artemisa para poder vengarse del traidor. No era algo que se hiciera a la ligera, y Dev se preguntó qué le habría pasado a Sam para que vendiera su alma.
¿Quién la habría matado y por qué ese momento la había convertido en un ser tan brutal que hasta los más aguerridos Cazadores Oscuros solían apartarse de ella? Las historias que había oído sobre Sam no aclaraban ese punto. Solo afirmaban que esa mujer vivía por la emoción de la lucha.
Cuanto más sangrienta, mejor.
—Eras una reina amazona al final de la guerra de Troya —dijo Dev.
Más concretamente era la nieta de su reina más importante, Hipólita. Y se decía que Sam fue la encargada de acompañar a Helena a casa después de la guerra. Un cometido que debió de ser muy difícil, ya que había muchos griegos deseando matar a Helena por ocasionar la guerra que los había mantenido diez años alejados de sus hogares.
La vio esbozar una sonrisilla.
—Pronuncias la palabra «amazona» como si fuera algo malo.
Dev rió.
—He conocido a algunas a lo largo de los siglos. No es algo malo, es… interesante.
Las amazonas eran el pueblo elegido por Artemisa. De ahí que muchas fueran Cazadoras Oscuras. Cuando Artemisa comenzó a reunir su ejército para luchar por la Humanidad en contra de sus depredadores sobrenaturales, las amazonas fueron su primera opción, y se rumoreaba que les pagaba diez veces más que al resto. Un pequeño favoritismo que había ocasionado cierto resentimiento entre los Cazadores Oscuros.
En el caso de Dev solo significaba que debía vigilarla de cerca, ya que las amazonas solían ser muy bordes y les encantaba armar bronca.
—¿Qué te trae por aquí esta noche? —le preguntó, cambiando el tema de conversación a otro más pertinente.
Sam guardó silencio un instante antes de contestar:
—La verdad es que no lo sé. Tuve el presentimiento de que iba a pasar algo malo. Así que se me ocurrió dejarme caer por aquí para agarrar por el pescuezo al culpable y cargármelo antes de que tenga la oportunidad de hacer alguna trastada.
Dev chasqueó la lengua.
—Nena, ¿no sabes que el único malo por aquí soy yo?
Ella hizo un mohín con la nariz.
—¿Estás tonteando conmigo?
—Depende. ¿Habrá látigos y estarás desnuda mientras me azotas en el culo?
Sam lo miró con gesto travieso.
—¿Te gusta que te azoten en el culo?
—No mucho, pero si tú estás desnuda mientras lo haces, lo acepto encantado.
Eso le arrancó una carcajada.
—Un poco guarrete. Me gusta.
Dev ignoraba por qué estaba tonteando con ella. Aunque era tan mujeriego como sus hermanos, al menos los que seguían sin pareja, normalmente no perdía el tiempo con mujeres que sabía que estaban fuera de su alcance. Y acostarse con una Cazadora Oscura era tabú en su mundo. Por muchos, muchísimos motivos.
Pero no podía evitarlo. Sam tenía algo que lo invitaba al suicidio.
—Es que estoy un poco salido. Llevo un tiempo sin mojar.
Ella jadeó.
—Un tío sincero. Un cambio refrescante. La mayoría intentaría adularme primero.
Él se encogió de hombros.
—Te diría que la vida es demasiado corta para andarse con rodeos, pero llevo varios siglos a cuestas y tú, toda una eternidad, así que para nosotros el tiempo no es importante. De modo que me limitaré a decir que no me gusta marear la perdiz ni almibarar las cosas. Y punto.
—Un oso igualito que yo, pero ¿no sabes que no podemos confraternizar?
Dev se encogió de hombros otra vez.
—No me gusta obedecer las normas.
Sam recorrió su cuerpo con una mirada tan abrasadora que las hormonas de Dev se pusieron en pie de guerra.
—A mí tampoco.
—Sí, solo hay que verte conducir la moto.
Sam no quería dejarse engatusar por el oso que tenía delante, pero la verdad era que no podía evitarlo. Tenía algo que la hacía sonreír. Y no solo porque estuviera cañón. Ni porque su sonrisa fuera matadora.
Parecía el tipo de persona con el que era divertido relacionarse, y en su mundo esa gente escaseaba mucho. Era rubio y tenía el pelo largo y rizado, recogido en una coleta. Sus rasgos parecían esculpidos en acero. Y sus ojos azules brillaban con inteligencia y buen humor.
En cuanto a su cuerpo…
Podría pasarse toda la noche lamiéndolo. Sin embargo, lo más inquietante era que tenía algo que le recordaba a Ioel. Esa facilidad para arrancarle una sonrisa pese a lo malo que hubiera sido el día. Habían transcurrido miles de años, pero seguía echándolo de menos.
Mientras intentaba no pensar en eso, clavó la mirada en uno de los musculosos brazos de Dev y frunció el ceño al ver el tatuaje que asomaba por debajo de la manga de su camiseta.
¿Eso era…?
No. Imposible.
Incapaz de contenerse, le levantó la manga con la mano aún protegida por el guante y descubrió el arco doble y la flecha. La misma marca que Artemisa le había hecho a ella la noche que la convirtió en una Cazadora Oscura y la devolvió a la vida para luchar contra los daimons vampíricos. La única diferencia estribaba en que la suya era auténtica y la de Dev, un simple tatuaje.
Lo miró y enarcó una ceja.
—¿Puedo preguntar por qué?
Él esbozó una sonrisa picarona.
—Me gusta mosquear a los dioses.
—Deberías andarte con ojo. Por lo que sé, Artemisa no tiene mucho sentido del humor.
—De momento no me ha matado.
Ese tío los tenía bien puestos, sí, señor.
—¿Eres así de valiente o más bien eres tonto?
—Mi madre solía decir que ambas cosas van de la mano.
Eso le hizo gracia. Su madre también le dijo algo parecido en una ocasión.
Sam meneó la cabeza y cambió el tema de conversación para explicarle el verdadero motivo de su presencia, y también para recordarse que ese tío no debería parecerle interesante en absoluto.
—¿Ha aparecido algún daimon esta noche?
—Sabes que no tengo por qué decírtelo.
Ese código de honor entre daimons, arcadios y katagarios siempre la había molestado. Los arcadios y los katagarios fueron creados de la misma especie de la que descendían los daimons, de modo que compartían un vínculo con sus «primos».
—Sois tan humanos como daimons.
—Y no entregamos a los humanos, que conste. —Le guiñó un ojo—. Pero respondiendo a tu pregunta, no. Hace semanas que no aparecen por aquí.
Algo difícil de creer. Los lugares turísticos como ese eran los cotos de caza de los daimons.
—¿De verdad?
—Sí, es raro, lo sé. Es como si estuvieran de descanso o algo. Nunca había pasado tanto tiempo sin que apareciera un grupo o dos. El último que vimos vino antes de que abriéramos después de las reparaciones y… y el muy cabrón se presentó a plena luz del día.
Sam resopló al escucharlo.
—Qué gracioso eres. —Lo que acababa de decir era ridículo—. Los daimons no pueden salir de día, todo el mundo lo sabe.
—Ya lo sé, pero te digo que lo vi. De carne y hueso, a plena luz del sol. Y se largó andando como si fuera el tío más feliz del mundo.
Sam seguía sin creérselo. No tenía sentido.
—¿Y no se os ocurrió comentárnoslo?
—Se lo comunicamos a los escuderos y hemos estado repitiéndoselo a todos los Cazadores Oscuros que hemos visto. —Los escuderos eran los empleados humanos que ayudaban a los Cazadores Oscuros y que los protegían durante el día, ya que sus jefes no podían salir porque si les daba el sol estallaban en llamas—. Lo que pasa es que como nadie más ha visto a un daimon de día, dicen que íbamos colocados y pasan de la advertencia como si hubiera sido un caso de alucinación masiva provocada por un atracón de miel.
A Sam le hicieron gracia sus palabras.
—¿Le das al crack?
—Sabes que las drogas no nos hacen efecto, igual que a vosotros.
Tanto los Cazadores Oscuros como los arcadios y los katagarios eran inmunes a la mayoría de las drogas.
Sam seguía sin creerse lo que le decía.
—¿Se lo habéis dicho a Aquerón?
—Sí, y nos dijo que solo había existido un daimon inmune al sol y que él lo destruyó. Que era imposible que hubiera otro caso.
Sin embargo, Dev creía a ciencia cierta haber visto a un daimon a plena luz del día. Lo percibía con ayuda de sus poderes.
—A lo mejor fue un crío de estilo gótico con colmillos que quería quedarse con vosotros.
—Sí, porque a estas alturas no sé distinguir a un humano de un daimon. Soy un desastre en mi trabajo.
Su sarcasmo le hizo gracia. ¿Cómo podía ser tan irritante y tan gracioso a la vez?
—Vale. Te creo. Pero…
Dev levantó las manos en señal de rendición.
—Sí, sé que es raro. Sé que no tiene sentido. Pero yo te digo lo que vimos para que lo sepas. Tú saca las conclusiones que quieras.
—Vale, si tienes razón, esperemos que sea una anomalía y que acabara churruscado a los tres segundos de marcharse.
—Los milagros ocurren, sí. —Cogió el auricular que colgaba de su hombro y se lo colocó en la oreja.
A Sam le pareció raro que un hombre con semejante artilugio le pareciera tan sexy, pero así era.
Rarísimo.
Dev señaló la puerta.
—Puedes entrar tranquilamente. No hay ningún Cazador Oscuro dentro.
Sam le agradeció el aviso. Aunque no lo necesitaba. Si bien la cercanía con otro Cazador Oscuro reduciría sus poderes, estos eran tan inmensos que apenas lo notaba. Por no mencionar que su destreza en la batalla era tal, que pocos podían igualarla con sus poderes de Cazadora o sin ellos. Eso la convirtió en un miembro de los machiskyli. Los Perros de la Guerra. Los daimons tenían sus tropas de élite y los Cazadores Oscuros tenían a los Perros. Hombres y mujeres que vivían para la batalla y que solo disfrutaban arrancando los corazones de sus enemigos.
Era un distintivo que Sam llevaba con honor. Y esa noche percibía de forma inequívoca la presencia de un daimon. Solo tenía que localizarlo, agarrarlo por el cuello y estrangularlo para sentirse mejor. Lo que significaba que tendría que dejar a ese oso tan atractivo en la puerta y hacer su trabajo.
—Nos vemos luego, oso.
Dev inclinó la cabeza a modo de despedida mientras Sam se dirigía al oscuro interior. Puesto que eran las siete de la tarde, el local no estaba muy concurrido. En las mesas delanteras había grupos de humanos comiendo. Dos humanos más estaban sentados a la barra, atendida por un lobo katagario y un oso katagario que se parecía mucho a Dev. Debía de ser otro de los cuatrillizos.
Se acercó despacio a la barra y le pidió al lobo una cerveza.
—¿Quieres algo para acompañarla? —le preguntó él mientras le abría la botella y se la ofrecía.
Sam negó con la cabeza e hizo caso omiso de la mirada curiosa que el lobo le echó a sus manos cubiertas por los guantes. La comida no le gustaba y esperaba poder beberse la cerveza en paz. Estaba sacándose la cartera cuando el lobo la detuvo.
—Te recuerdo de la noche de la lucha. Aquí no hace falta que pagues.
Sam percibió su dolor al tiempo que en su mente aparecía un retazo del pasado del lobo. Un pasado que lo había dejado con una honda sensación de culpa. Nicolette Peltier murió protegiéndolo, y él se sentía culpable por haber dejado sin madre a la mujer que amaba. Era un dolor amargo que ocultaba en lo más hondo y que lo quemaba por dentro. Si se preocupaba tanto por su mujer, debía de ser un buen tío.
—Gracias… Fang.
Supo su nombre con la misma claridad que veía su pasado, en una serie de imágenes que se intensificarían de modo brutal si lo tocaba aunque fuera brevemente.
Fang inclinó la cabeza.
—De nada.
Sam se alejó antes de percibir más emociones residuales e imágenes procedentes del pasado del lobo. Detestaba ese poder en concreto. Quizá no sería tan malo si pudiera controlarlo un poco, pero no era el caso. Lo que sucedía era que las emociones de los demás se mezclaban con las suyas hasta el punto de que le costaba distinguir entre unas y otras. Por eso tenía la costumbre de evitar a la gente en la medida de lo posible. Y por eso no podía tocar a nadie con las manos desnudas ni con cualquier otra parte de su cuerpo.
Si lo hacía…
Era espantoso.
¿Por qué no se me concedió el poder de volar, o algo útil como la piroquinesia?, se preguntó.
Pero no. En cambio, se le concedieron los ridículos poderes de la empatía y la psicoscopia.
Le encantaría estrangular a Artemisa por semejante «don». Aunque también dominaba la telequinesia, que era muy útil sobre todo en una pelea. Así que después de todo no estaba tan mosqueada, porque llevaba disfrutando de un mando a distancia desde muchísimo antes de que el hombre descubriera la ciencia.
Le dio un trago a la cerveza mientras deambulaba por el bar, un local agradable y en penumbra, un detalle que sus sensibles ojos agradecían. Mientras caminaba, captó retazos de miles de acontecimientos que habían tenido lugar en ese sitio a lo largo de los últimos ciento cincuenta años.
Aunque había vivido momentos tristes, el Santuario se percibía como un lugar agradable y acogedor. Con razón era tan popular entre la comunidad sobrenatural. Si bien muchos carecían de su habilidad para ver lo mismo que ella, sí que captaban la sensación de amor y seguridad que irradiaban todos los objetos presentes. El lugar al completo estaba empapado del cariño y la devoción de la osa que lo construyó.
—Que los dioses te bendigan y te acompañen, Nicolette —susurró.
Como madre que era conocía muy bien la agonía que suponía la pérdida de un hijo. Un dolor tan grande que ni el paso del tiempo lograba mitigar. Algo que nadie debería experimentar jamás.
Dio un respingo cuando la imagen de Agaria pasó por su mente. Pese al tiempo transcurrido, el simple hecho de pensar en su hija la postraba de rodillas y le provocaba una furia incapaz de aplacar. Una furia que la había convertido en la gran luchadora que era. Los daimons se lo habían arrebatado todo, y por muchos que matara, jamás se sentiría satisfecha.
Jamás podría vengar la vida que habían sesgado con tanta brutalidad.
—Pareces cabreada esta noche.
Sam ladeó la cabeza al reconocer el sutil acento de la voz que había escuchado tras ella.
Chi Hu.
Se volvió para mirarla, una mujer china de apariencia delicada y largo pelo negro que llevaba trenzado a la espalda. Claro que esa apariencia delicada era extremadamente engañosa. Aunque apenas rozaba el metro cincuenta de altura y era delgada como un palo, Chi era una guerrera consumada, capaz de vencer a cualquiera que la confundiera con un blanco fácil. Esa noche llevaba unos vaqueros ajustados, una camiseta y un chaleco, todo de color negro. Poseía una belleza exquisita. El tipo de belleza que Sam ansiaba cuando era humana. Sin embargo, a lo largo de los siglos había aprendido que ese tipo de belleza era tanto una bendición como una maldición.
De ahí que Chi fuera una Cazadora Oscura.
Sam sonrió. Chi, que también formaba parte de los Perros de la Guerra, era la única amiga que se había permitido tener en los últimos cinco mil años. Seguía sin comprender cómo había sucedido, pero era muy difícil no encariñarse de Chi. Una vez que se penetraba su gélida fachada, claro.
—¿Qué haces aquí?
Consciente de que no debía tocarla, Chi abarcó el bar con un gesto de la mano.
—Lo mismo que tú. Buscando daimons. Buscando una buena pelea para relajarme un poco. ¿Te ha contado el oso de la puerta que tuvieron una alucinación colectiva y vieron a un daimon Diurno?
—Sí, me lo ha contado.
—¿Y qué te parece?
Sam se encogió de hombros.
—Tal vez confundieron a un demonio con un daimon.
Chi asintió con la cabeza.
—Podría ser. Sin el entrenamiento adecuado es fácil confundirlos. —Y Chi sabía de lo que hablaba, porque era una experta en demonología—. Existen ciertas subespecies demoníacas muy parecidas físicamente a los daimons. Un katagario o un arcadio podrían confundirlos.
Era posible, pero Dev le había parecido muy convencido. Aunque claro, Chi era la experta, detalle que llevó a Sam a preguntarse qué hacía en Nueva Orleans.
—¿Cuándo te han trasladado?
—Hace tres semanas.
Sam ladeó la cabeza.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
Chi chasqueó la lengua al oír su tono de voz.
—No te mosquees. Quería darte una sorpresa, jiejie. Ni más ni menos. Si no me hubiera topado esta noche contigo, te habría llamado. Es la primera vez que salgo a echar un vistazo y esperaba encontrarte, como así ha sido. —Sonrió—. Quería darte una sorpresa. Nada más.
Sam estuvo a punto de dar un respingo cuando la oyó llamarla «hermana mayor» en chino. En su mundo, «hermana» era un insulto. Además, sabía que Chi decía la verdad sobre su traslado y sus motivos para no contárselo. Otro efecto de sus poderes: era un detector de mentiras con patas.
—Me alegro muchísimo de volver a verte.
Chi hizo un mohín con la nariz.
—Esperemos que esta vez no haya tanta sangre como en la anterior.
Sam se echó a reír.
—Como si no te gustara pelear tanto como a mí. A veces me parece que te gusta incluso más.
Chi también rió.
—Cierto, muy cierto.
Sam se percató de las resplandecientes agujas de plata que Chi llevaba en la parte superior de la trenza. Alargó un brazo para tocar una con la punta de un dedo. Tal como pensaba, estaba tan afilada que le arañó el guante.
—Qué buena forma de camuflar tus armas.
Chi le dio un sorbo a su bebida.
—Hoy en día hay que ser creativo. Los humanos son más recelosos que nunca. Si quieres, te doy un par de ellas.
—Me encantaría, pero creo que paso.
Llevarlas encima sería una molestia, porque percibiría las emociones de aquel que las hubiera creado. Por ese motivo todo lo que llevaba, conducía o usaba estaba creado por Aquerón especialmente para ella. Sin que otras manos lo tocaran. Menos mal que su intrépido líder tenía los poderes que tenía. De lo contrario, ella lo llevaría muy crudo. Por eso no le gustaba la comida. Con la bebida era distinto, porque casi todas pasaban por una máquina.
La carne era impensable. ¡Por los dioses, cómo añoraba un buen chuletón!
Desterró ese pensamiento mientras le daba otro trago a la cerveza y reflexionaba sobre la información que le había dado Chi.
—Entonces, ¿a cuántos nos han trasladado a Nueva Orleans?
—Lo último que he oído es que Aquerón ha traído a ocho Perros.
Un número impresionante.
—¿Ocho? ¿No es un poco excesivo?
Chi se encogió de hombros.
—Supongo que el atlante espera que pase algo gordo.
Todos habían sido trasladados para proteger a un hombre en particular: Nick Gautier. Eso era lo único que sabían.
Nick tenía que vivir, aunque eso los matara.
—Aunque, claro, Aquerón no piensa contárselo a nadie. —Sam se percató de que había hablado con más mala leche de la que pretendía. En el fondo, quería mucho a Aquerón. Pero le gustaría que fuera un pelín más comunicativo con todos ellos.
Chi levantó su botella a modo de brindis.
—Exacto.
Típico de Aquerón. Le encantaba guardar secretos, y eso la llevó a preguntarse qué estaría sucediendo en el mundo sobrenatural para que el atlante se hubiera visto obligado a trasladar a tantos Perros de la Guerra al mismo punto. No podía decirse que fueran muy amigos entre sí, y casi todos eran muy territoriales. La última vez que dos Perros compartieron la misma ciudad estuvieron a punto de destruirla.
Al contrario de lo que se rumoreaba en los foros, no habían sido Ethon y ella.
Chi la miró con los ojos entrecerrados, como si le hubiera leído el pensamiento.
—¿Ya has visto a Ethon?
Sam hizo una mueca al escuchar el nombre del antiguo general espartano que se vio obligado a refugiarse en su casa hacía ya siglos, después de una noche de batalla.
—Todavía no, pero hace unas cuantas noches vi a Romano en la calle. —Pronunció el nombre del Cazador como si el asco que sentía al hacerlo le quemara la garganta.
Romano era un gladiador, y aunque apreciaba sus habilidades, despreciaba todo lo que representaba.
La mirada de Chi la taladró.
—¿Estás planeando repetir lo de Ethon?
Sam se estremeció solo de pensarlo.
—¿Te recuerdo yo tus antiguas aventuras?
—Pero es que está que te mueres.
—Pues no tiene nada que me interese. Ni para una noche. —Por no mencionar que los Cazadores Oscuros tenían absolutamente prohibido liarse entre sí.
Ethon y ella sufrieron un calentón, pasaron una noche juntos y llevaban arrepintiéndose desde entonces. Si Aquerón llegaba a descubrirlo, seguro que los mataría.
Artemisa lo haría sin duda.
Aquella noche la enseñó a mantenerse alejada para siempre de los hombres y de Ethon en particular. Las imágenes del brutal pasado de Ethon seguían bien frescas en su memoria. No quería volver a sufrir tanto al exponerse al dolor de otra persona. Bastante tenía con lo suyo.
La asaltaron los remordimientos y la culpa. Hizo una mueca mientras se libraba de las dolorosas emociones.
Chi miró con gesto socarrón hacia la barra, donde el cuatrillizo idéntico a Dev estaba sirviendo a otro cliente.
—¿Qué me dices de los osos?
Sam se obligó a no demostrar la menor reacción.
—¿Qué pasa con los osos?
—¡Venga ya! Como si no se te hubiera ocurrido comerte un sándwich de cachorrito. Sobre todo con los cuatrillizos. ¡Madre mía, el de la puerta está para comérselo enterito!
—¿Enterito?
Chi se frotó contra ella, con cuidado de no rozarle la piel.
—No te hagas la tonta —le dijo—. Te conozco muy bien. Por Dev merece la pena sufrir una descarga emocional.
Sam resopló.
—Pues sí, me conoces, y sí, lo había pensado.
—¿Pero?
—Pero se me ha venido a la cabeza lo de Ethon y estoy a punto de echar la pota. No quiero volver a pasar por algo así. En la vida. —Ni por un tío tan bueno como Dev.
Chi resopló y dijo:
—Una noche no va a matarte.
—¿No fue eso lo que dijo Geitara justo antes de la Batalla de Tortulla? Si no recuerdo mal, acabó muerta junto con todas sus tropas. —Sam hizo un gesto con la barbilla en dirección al camarero—. Si tanta hambre tienes, ¿por qué no te llevas a alguno a casa?
—¿A uno? Cariño, yo quiero el paquete completo…
Sam se echó a reír.
—Eres mala.
Chi se puso seria al instante, mientras se volvía hacia la derecha para inspeccionar el bar.
—¿Has sentido eso?
Sam volvió la cabeza e inclinó la barbilla, aguzando el oído. Había una extraña sensación en el aire. Algo inhumano y feroz que descendió por su espalda como una cuchilla.
—Sí.
Era parecido al tremor que provocaba la presencia de un daimon, pero distinto. Más poderoso. Echó un vistazo por el bar para ver si alguien más lo percibía.
En caso de que lo hicieran, nadie había reaccionado.
Qué raro.
Enfrentó la mirada preocupada de Chi.
—Yo me encargo del callejón trasero —le dijo a su amiga.
—Yo voy por delante —replicó Chi.
Sam usó sus poderes para inspeccionar el éter que los rodeaba mientras caminaba hacia la puerta trasera del Santuario. Los Cazadores Oscuros también tenían un detector electrónico de daimons, pero ella no lo necesitaba. Sus sentidos y poderes le permitían localizarlos con exactitud.
Salvo esa noche.
Esa noche perdió el rastro nada más poner un pie en el callejón.
¿Cómo era posible? Sin embargo, la sensación era innegable. O más bien, la falta de sensación. El aire era fresco y presagiaba el frío del otoño. Olía el quingombó y los chuletones que preparaban en la cocina, y percibía el olor del río que discurría a unas manzanas. Pero no había ni rastro de daimons.
Con los sentidos en alerta, rodeó con sigilo el edificio intentando localizar lo que había percibido.
No había nada. Todo parecía normal y, sin embargo, su instinto le decía que no era así.
Chi apareció por la esquina y la detuvo. Enfrentó la mirada curiosa de Sam y le indicó con un gesto que mirara hacia arriba.
Sam la obedeció y, en cuanto se fijó en el cielo, le dio un vuelco el corazón. Sobre sus cabezas flotaba una luna tan roja y difusa que parecía estar bañada en sangre.
La luna del cazador, para más señas. Científicamente, sabía que era un fenómeno natural producido por la posición de la Luna y del Sol con respecto a la Tierra, que hacía que la luz del sol iluminara de forma peculiar la superficie lunar. Sin embargo, había vivido lo bastante para saber que la ciencia no estaba al tanto de todo.
Desde luego, no estaba al tanto del velo protector que separaba los mundos. Un velo que se difuminaba durante una luna de sangre. Y tampoco estaba al tanto de que en la Antigüedad se creía en los malos augurios por una razón de peso.
El mal deja su perversa huella
en el corazón y en el alma.
Cuando la luna brille ensangrentada,
de demonios la tierra se verá inundada.
Recordó el antiguo poema de las amazonas. Una luna como esa iluminó una noche su hogar. En aquel entonces lo descartó como una simple superstición.
Y murió arrepintiéndose por haber cometido semejante estupidez.
—Llamaré a Aquerón —dijo Chi, que sacó el móvil.
Sam asintió mientras sentía que el mal le rozaba la piel. Algo iba tras ellas. Lo presentía. Pero… ¿qué era?