PRÓLOGO

Dicen que el camino al infierno está cuajado de buenas intenciones. En el caso de William Jessup Brady, este se lo ha labrado con los disparos del rifle Henry que carga sobre el hombro y del Smith & Wesson de seis balas que lleva a la cadera.

En una época salpicada de violencia, él es el peor con diferencia. Salvaje. Bárbaro. Un perro de Satanás, salido del agujero más inmundo del infierno. Mata indiscriminadamente y es el peor azote que asola nuestras ciudades. Nadie está a salvo ni es inmune a su rabia. Nadie está a salvo de su puntería. Es una pistola a sueldo que no rechaza ningún objetivo. Ya sea hombre, mujer o niño.

Si pagas su precio, él pone la bala. Una bala que puede meter a su víctima entre ceja y ceja.

Hay quienes quieren ver a un héroe romántico en este villano. Algunos lo consideran una especie de Robin Hood, pero Sundown Brady roba a todo el mundo y se lo queda todo para él.

Es un desalmado.

La recompensa por su cabeza es de cincuenta mil dólares, una fortuna en toda regla, pero a la gente le da pavor entregarlo siquiera. De hecho, las autoridades siguen encontrando los restos desperdigados del pobre comisario que cometió el error de dispararle en Oklahoma mientras Brady robaba un banco. Ni un solo disparo alcanzó su objetivo. ¿Queda alguna duda de que Brady ha vendido su alma a Lucifer para ser inmortal e invulnerable?

Aunque Brady no se compadece de nadie, el periodista que escribe estas líneas quiere saber si hay alguien con la temeridad necesaria para acabar con su maldad. Seguro que alguno de ustedes, hombres decentes, disfrutaría de la fama y del dinero que le reportaría librar al mundo del ser más siniestro que haya pisado jamás su superficie. Rezo para que encuentre el valor, buen hombre. Y le deseo buena puntería.

Sobre todo, le deseo suerte.

—Hoy cambiará todo.

Jess Brady aguardaba fuera de la iglesia, sin terminar de creerse que hubiera vivido lo suficiente para hacer realidad ese sueño inmerecido, ataviado con sus mejores, aunque incómodas, galas. Eso era lo último que esperaba de su desdichada vida.

Llevaba robando bancos y enfrentándose en duelos con pistoleros experimentados sin pestañear ni sudar desde que tenía trece años. Sin embargo, allí de pie, en ese preciso momento, estaba tan nervioso como un potrillo en un establo en llamas. Tenía los nervios a flor de piel. Temblaba de la emoción, y por primera vez desde que nació ansiaba lo que el futuro podía depararle.

Con mano temblorosa sacó el reloj de bolsillo dorado para comprobar la hora. En cuestión de cinco minutos abandonaría su brutal pasado para siempre y renacería como un hombre nuevo. Ya no sería William Jessup Brady, jugador, pistolero y asesino a sueldo; iba a convertirse en William Parker, granjero…

Hombre de familia.

Detrás de la reluciente puerta blanca de la iglesia se encontraba la mujer más guapa del mundo, esperando a que él entrase y la hiciese suya.

«Los sueños se cumplen.»

Su maravillosa madre se lo había dicho cuando era un niño, pero la dura vida y un padre borracho, consumido por el odio y los celos hacia todo el mundo, le habían arrancado esa esperanza cuando cumplió los doce años y vio cómo enterraban a su madre en la parcela reservada para los pobres. Desde que ella enfermó, no había habido nada bueno en su vida, y los años que estuvo enferma habían provocado en él una tremenda amargura. Nadie con un corazón tan puro debería sufrir tanto.

A Jess no le había sucedido nada agradable en toda su existencia, nada que le hiciera pensar ni un instante que el mundo consistía en algo más que desdicha para los pobres desgraciados que nacían. No hasta que Matilda Aponi le sonrió. Ella era quien lo había convencido de que el mundo era un lugar hermoso y de que las personas que lo habitaban no eran unos animales crueles con ansias de castigar a quienes los rodeaban. Ella había logrado que aspirara a ser un hombre mejor; el hombre que su madre le dijo que podía llegar a ser.

Un hombre sin odio y sin amargura.

Oyó los cascos de un caballo que se acercaba. Debía de ser su padrino, Bart Wilkerson. Era la única persona en la que había confiado, el hombre que lo había acogido cuando era un niño fugado de trece años. Bart le había enseñado a sobrevivir en un mundo frío y hostil que parecía querer cobrarle hasta el aire que respiraba. Había recibido balas destinadas a Bart en tres ocasiones, y los dos se habían metido en más líos que dos demonios intentando escalar los muros del infierno.

Al igual que él, Bart llevaba un frac negro y tenía el cabello canoso pulcramente peinado. Al verlos en ese momento, nadie diría que eran dos famosos forajidos. Parecían respetables, pero Jess no solo quería parecerlo, quería serlo.

Bart se bajó del caballo, que ató junto a la calesa de Jess, la que había comprado para ese día. Joder, incluso la había decorado con azucenas, las flores preferidas de Matilda.

—¿Estás listo, chico? —le preguntó Bart con solemnidad.

—Sí.

Por muy asustado que estuviera, no había nada que Jess deseara más en el mundo.

Nada.

Ya había renunciado al botín que había amasado para que Matilda no descubriera su pasado. Por ella haría lo que fuera.

Incluso ser honesto.

Jess echó a andar hacia la puerta con Bart a la espalda. Acababa de llegar a los escalones de entrada cuando oyó un disparo.

Siseó con fuerza.

Un repentino dolor se apoderó de todo su cuerpo cuando la bala le arrancó el sombrero y lo lanzó por los aires. Este cayó cerca de él y rodó hasta llegar a un matorral cercano. Jess intentó dar otro paso, pero sonaron más disparos. Y todos impactaron en diferentes partes de su cuerpo.

Esos disparos consiguieron que hiciera algo que no había hecho en la vida.

Postrarse de rodillas en el suelo.

Furioso, quiso devolver los disparos, pero Bart sabía que había vendido sus armas para comprar la alianza de Matilda. Había sido el último paso con el fin de librarse del antiguo Jess Brady.

«¿Por qué he sido tan tonto?»

¿Por qué había permitido que alguien se colocara a su espalda cuando sabía que no debía permitir que eso pasara?

Tal vez ese fuera su castigo por todos los pecados que había cometido. Tal vez eso era lo que se merecía un malnacido como él.

Morir a tiros el día que debería ser el más feliz de su vida.

Bart lo tiró al suelo de una patada.

Jadeando por el dolor y con la boca llena de sangre, Jess lo miró. Miró al hombre por quien había arriesgado la vida en incontables ocasiones.

—¿Por qué?

Bart se encogió de hombros, indiferente, mientras recargaba el arma.

—Es cuestión de dinero, Jess. Ya lo sabes. Y tú ahora mismo vales una fortuna.

Sí… ¿por qué había olvidado su código? Al matarlo, Bart se convertiría en el hombre más rico de Gull Hollow. Aunque ya lo era.

Porque él le había dado todo su dinero.

Jess escupió sangre y empezó a verlo todo borroso. Tenía mucho frío, más frío del que había sufrido de niño, cuando trabajaba en los campos sin zapatos o sin abrigo. Su padre siempre le había dicho que acabaría así.

«Eres basura, chico. Eso es lo único que serás, no vivirás lo suficiente para ser otra cosa. Créeme, acabarás muy mal.»

Y allí estaba, en el suelo, muriéndose con tan solo veintiséis años. Era tan malo que Dios ni siquiera le había permitido traspasar las puertas de la iglesia donde le esperaba Matilda.

Pero, al fin y al cabo, también era Sundown, y Sundown Brady no moriría sin luchar. ¡Nadie iba a matarlo y a vivir para contarlo!

—Volveré a buscarte, Bart. Aunque tenga que vender mi alma para conseguirlo. Que Dios me ayude, pero te mataré por esto.

Bart se echó a reír.

—Saluda al diablo de mi parte.

—¡William!

El grito agónico de Matilda le dolió más que cualquiera de las heridas.

Volvió la cabeza para verla por última vez, pero, antes de que pudiera hacerlo, Bart lo remató a sangre fría y le negó incluso la paz de ver el rostro de ella antes de morir.

Jess se despertó maldiciendo. Al menos, creía estar despierto. No lo sabía con seguridad, la verdad. Ese lugar era más oscuro que el negro corazón del malnacido de su padre. El silencio era tal que le zumbaban los oídos.

Ni siquiera oía su corazón.

«Porque estoy muerto», pensó.

Recordó el dolor de los disparos, el sufrimiento de intentar ver a Matilda vestida de novia…

«Así que esto es el infierno…»

A decir verdad, había esperado llamas y una agonía insoportable, o demonios atacándolo con tridentes y con un hedor parecido a lo que solía sacar de los establos cuando era niño.

En cambio, solo había oscuridad.

—Porque estás en el Olimpo. Al menos, tu alma lo está.

Se volvió hacia la voz justo cuando una solitaria fuente de luz le mostraba a la mujer más hermosa que había contemplado en la vida. Alta, bien formada y voluptuosa, tenía un cabello tan rojo que relucía incluso en la penumbra. Y unos ojos tan verdes y brillantes que parecía etérea, casi un ángel más que un demonio, sobre todo por el vaporoso vestido blanco que se amoldaba a su cuerpo. El estilo le recordó a las estatuas blancas que había visto en los hoteles caros en los que se habían alojado tras los atracos más provechosos que habían realizado a lo largo de los años.

—¿Qué es el Olimpo?

La mujer emitió un sonido que le recordó a una potrilla a punto de desmontar a su jinete por haberla irritado.

—Me duele la pobre educación del supuesto hombre moderno. ¿Cómo es posible que ignores el nombre de la montaña donde moran los dioses griegos?

Jess se frotó la barbilla y se obligó a reprimir la irritación que le había provocado el insulto. No le convenía enfurecer a esa mujer sin antes saber quién era.

—En fin, señora, y sin ánimo de ofender, seguramente se deba a que no soy griego. Nací en Possum Town, Mississippi, y eso es lo más al este que he estado.

La mujer gruñó y después comenzó a hablar en un idioma que no comprendía, aunque seguro que era mejor para él. No tenían por qué estar enfadados los dos.

Vio cómo apretaba los puños antes de calmarse un poco y fulminarlo con la mirada.

—Intentaré hablar para que me entiendas. Soy la diosa griega Artemisa.

—No creo ni en dioses ni en diosas.

—Pues deberías, porque esta diosa va a proponerte un trato que creo que te interesará.

Ese comentario sí despertó su interés.

—¿Qué clase de trato?

La mujer caminó la distancia que los separaba para susurrarle al oído:

—Escuché lo que dijiste cuando te estabas muriendo a los pies de tu mejor amigo. Tu alma gritó tan fuerte clamando venganza que acudí a su llamada para evitar que fueras a tu destino final.

La miró a los ojos.

—¿Puedes enviarme de vuelta para matar a Bart?

—Sí, puedo hacerlo.

La simple idea lo inundó de alegría. Solo por eso la mujer podía insultarlo lo que quisiera.

—¿A qué precio?

—Tú lo fijaste mientras te morías.

—Mi alma.

La mujer asintió con la cabeza antes de darle una palmadita en la mejilla.

—Es la tarifa oficial por la venganza. Pero no te preocupes; carecer de alma tiene sus ventajas. Si accedes, te daré veinticuatro horas para que le hagas lo que quieras a quien te traicionó. Sin consecuencias.

Le gustaba cómo sonaba eso. De todas maneras, su ennegrecida alma nunca le había servido de mucho.

Artemisa sonrió.

—Serás inmortal y dispondrás de toda la riqueza que puedas imaginar.

—Tengo una imaginación increíble.

—Que no se acercará ni por asomo a lo que conseguirás.

«Cuando algo pinta tan bien…», pensó.

Se pasó el pulgar por el labio inferior y le lanzó una mirada suspicaz.

—¿Dónde está el truco?

La mujer soltó una carcajada siniestra.

—Ya veo que eres listo. Bien. Eso me facilita el trabajo.

—¿Trabajo?

—Mmm… Servirás en mi ejército de Cazadores Oscuros.

Jess frunció el ceño al escucharla.

—¿De Cazadores qué?

—Oscuros —repitió ella—. Son guerreros inmortales, seleccionados a pie por mí.

—¿Seleccionados a pie?

¿A qué se refería con aquello?

—Como se diga —replicó ella, irritada—. Son mis soldados que protegen a la Humanidad de los daimons que se alimentan de ellos.

En teoría hablaban el mismo idioma, pero ¡la leche…! Le costaba entender a una mujer que usaba palabras que no había oído en la vida.

—¿Qué es un daimon?

Artemisa puso los brazos en jarras mientras paseaba de un lado para otro delante de él.

—En resumen, son el estropicio de mi hermano Apolo. Hace siglos creó una raza, los apolitas. —Se detuvo para mirarlo—. Muy arrogante, ¿verdad? Creía que el hombre era débil y que él podía mejorarlo. —Echó a andar de nuevo—. El caso es que los dejó sueltos entre la Humanidad, y los apolitas se volvieron contra él y mataron a su concubina humana preferida y también a mi sobrino, su hijo. Un movimiento muy poco inteligente. No entiendo cómo llegaron a la conclusión de que Apolo no averiguaría quién los había matado. Menuda mejora de la raza, ¿no crees? —Puso los ojos en blanco—. Apolitas… Qué ridiculez. La cuestión es que ahora están malditos y la única manera de que vivan más de veintisiete años es que maten a humanos y les roben el alma… Y la culpa la tiene una puta diosa atlante, a quien debemos agradecer que les concediera esa pequeña bendición. —Agitó una mano, muy inquieta—. Y no me tires de la lengua o te digo cómo me gustaría matarla. —Bajó la mano y lo miró—. Aquí es donde entras tú, si me has seguido. Tú me vendes tu alma y luego pasas la eternidad buscando y destruyendo a los daimons… que es el nombre que reciben los apolitas que se alimentan de humanos. ¿Estás fuera?

—Dirás dentro, ¿no?

—Como sea. Eso.

Jess meditó el asunto. La última vez que había hecho un trato parecido fue para aliarse con Bart.

Y el asunto no había acabado nada bien.

—No sé. Tengo que pensármelo.

Artemisa extendió un brazo y lo agitó hacia la derecha. De repente, una fuente de luz parpadeó hasta que empezaron a verse imágenes. Jess jadeó al verlas. Era increíble. Lo veía todo como si estuviera al otro lado de un escaparate. Era tan real que tenía la sensación de poder extender el brazo y tocarlo.

Las imágenes mostraban a Bart tirándolo al suelo de una patada antes de pegarle el tiro de gracia en la cabeza.

No solo vio cómo Bart lo mataba, sino también cómo pasaba por encima de su cadáver. La rabia se apoderó de él al ver que su antiguo amigo mataba al padre de Matilda y al predicador antes de arrastrar a la novia a la sacristía.

—¡Basta! —rugió, incapaz de soportarlo.

Siempre había sabido que Bart era un animal, pero esas imágenes lo demostraban sobradamente. ¿Cómo se atrevía a mancillar a Matilda de esa manera…?

¡Maldita fuera su estampa!

Furioso, miró a Artemisa mientras temblaba de rabia, ardiendo en deseos de bañarse con la sangre de Bart.

—Estoy dentro.

—Hay unos detallitos que deberías saber, como que…

—Me da igual —le soltó, interrumpiéndola—. Mientras pueda destripar a ese cabrón, haré lo que sea. Y quiero decir cualquier cosa.

—Muy bien.

De pronto, un medallón de oro apareció en la mano de Artemisa, quien cogió a Jess del brazo y colocó el medallón sobre él.

Jess jadeó al sentir un dolor atroz. Aun así, Artemisa mantuvo el medallón pegado a su bíceps, pasando por alto el olor a carne quemada, un hedor tan espantoso que a Jess le revolvió el estómago. Cuando por fin ella apartó el medallón, se sintió vacío y débil. Y tenía una marca en forma de doble arco con una flecha allí donde lo había tocado el medallón.

Estaba a punto de preguntarle cómo iba a enfrentarse a alguien en ese estado cuando una extraña sensación lo recorrió de los pies a la cabeza. De repente, se sintió más fuerte que nunca. Más alerta. Oía cosas que no tenían sentido, como los latidos del corazón de Artemisa y los susurros de voces muy lejanas. Albergaba más conocimiento del que le habían enseñado jamás.

Era como ser un dios, pero sabía muy bien que, pese a ese flamante poder, no podía compararse con el que ostentaba Artemisa.

Con el medallón en la mano, la diosa se apartó de él.

—Vaquero, tienes veinticuatro horas para vengarte y matar como creas conveniente a quien te ha traicionado. Aprovéchalas bien. Ah, y que sepas que no puede darte la luz del sol. Si lo hace… En fin, es mejor que no mueras sin tu alma. Es muy desagradable. En algún momento, a lo largo de los siguientes días, un nombre llamado Aquerón Partenopaeo irá a buscarte y te enseñará todo lo que necesitas saber como Cazador Oscuro. Si eres listo, le harás caso. —Lo miró con una expresión perversa al tiempo que retrocedía un paso y levantaba las manos—. Bienvenido a la locura.