Escena extra

16 de abril de 2011,

Nueva Orleans, Luisiana.

Soteria Partenopaeo se aferraba a la mano fuerte y grande de su marido en su dormitorio, rodeada por sus amigos más íntimos y su familia, mientras empujaba con todas sus fuerzas, recostada sobre un montón de almohadones.

¡Cómo dolía!

¡Dolía muchísimo!

Había perdido la cuenta del tiempo: ¿llevaba horas, días o semanas? Lo más gracioso del parto era que el tiempo parecía detenerse hasta el punto de que un minuto parecían tres horas. O tal vez más.

Sí, definitivamente más.

Volvió a emplear la técnica respiratoria que las tres comadronas (tenía tres porque el paranoico de su marido creía que con una no sería suficiente) le habían enseñado, pero no le sirvió de nada, como tampoco le había servido empujar.

Además, respirar de esa forma hacía que pareciese un perro jadeante después de una larga carrera. Y se estaba mareando. Miró a su marido, que estaba tan sudoroso como ella. No se había apartado de su lado ni un segundo desde que empezó todo. Se había recogido la larga melena en una coleta y sus turbulentos ojos plateados la miraban con orgullo y amor.

Soteria lo adoraba, lo amaba y lo quería tanto que habría sido capaz de arrastrarse desnuda por un lecho de cristales con tal de verlo sonreír. Sin embargo, en ese momento y tras diez horas sufriendo los dolores del parto, lo único que quería era aferrar con unas tenazas la parte más delicada de la anatomía de su marido y apretar para que comprendiera lo muchísimo que dolía parir.

—Ash, te juro que como sean unos cuernos lo que me está haciendo polvo las entrañas, una vez que nazca voy a darte hasta en el carnet de identidad. Porque, seamos sinceros, en el código genético de mi familia no hay cuernos.

Ash tuvo la osadía de echarse a reír al oír sus amenazas. ¿Estaba loco o qué? El hecho de fuese un omnipotente dios atlante de once mil años de edad no impediría que ella lo hiciera sufrir. Aunque en realidad jamás lo haría, claro. Lo menos que él podía hacer era fingir que sus amenazas lo asustaban.

Ash la besó en una mejilla y le apartó el pelo de la cara.

—Sota, no pasa nada. Estoy aquí contigo.

—Apóstolos, coloca mejor los almohadones —masculló su suegra, dirigiéndose a Ash—. No parece estar muy cómoda. No quiero que mi hija sufra más de lo necesario. Los hombres no imagináis el infierno que pasamos por vuestra culpa.

Aunque Apolimia no podía abandonar el plano en el que se encontraba encerrada, su proyección astral podía viajar sin ella. En ese momento se paseaba nerviosa de un lado para otro cerca de la primogénita de Ash, Simi, que estaba sentada en el sillón con ruedas de su padre, girando y moviéndose hacia delante y hacia atrás.

Simi era una criatura adorable. Llevaba una bata de laboratorio de color rosa fosforito, unos leggings de rayas negros y blancos, y unas botas de plataforma con cordones que le llegaban casi hasta el borde de la minifalda negra de encaje. Tenía la cara casi tapada por una mascarilla quirúrgica negra, adornada con una calavera y unas tibias del mismo color rosa que la bata. Se había recogido el cabello azabache en un par de trenzas, un peinado que resaltaba sus ojos rojos, maquillados con un delineador morado. El nacimiento del bebé la tenía tan emocionada que llevaba un mes vestida de esa guisa y persiguiendo a Tory por todos lados. Al menor movimiento extraño, Simi hacía aparecer un guante de béisbol negro y le preguntaba: «¿Ha llegado el momento? Simi tiene su guante preparado para cogerlo porque a veces salen volando».

Simi estaba deseando ser la hermana mayor.

Kat, la otra hija de Ash, que estaba casada con Sin Nana, estaba sentada en el alféizar de la ventana, con su hija dormida en brazos. El vestido azul de punto que llevaba le confería un aura de serenidad.

—Abuela, por favor, no pasa nada. Papá lo está haciendo genial. Hay que felicitarlo por mantenerse tranquilo y racional, y por no desahogarse con los que no estamos de parto. Todavía no ha empezado a acribillar a la gente con descargas astrales. El pobre Damien aún conserva la cicatriz.

El comentario hizo que Soteria soltara una carcajada al imaginarse la escena. El marido de Kat, Sin, solía perder los estribos cuando se trataba de su mujer.

Kat, que era tan arrebatadora, tan rubia y tan alta como debía serlo la hija de dos dioses, miró a Tory con una sonrisa.

—Si te sirve de consuelo, Tory, cuando Mia nació también dieron la misma guerra. Por lo menos tú no tienes a Sin, a Kish y a Damien corriendo de un lado para otro, intentando hervir agua solo porque alguien le había dicho a Sin que eso era lo que hacían los maridos. Y como Sin no sabía hervir agua, tenía que supervisar a los otros dos incompetentes que tampoco sabían hacerlo. Me sorprende que no se aliaran en su contra para matarlo durante el parto o para prender fuego al casino. Y luego estaba mi madre, que intentó matar a mi marido en mitad del parto, y que se puso a discutir con mi abuela para decidir cuál de las dos había sufrido un parto más doloroso. Además —añadió, mirando a Simi de forma elocuente—, cierta persona le prendió fuego al pelo de mi madre e intentó asarla a la barbacoa para celebrar el nacimiento.

Simi dejó de desplazarse en el sillón y se bajó la mascarilla quirúrgica, para enseñarles una sonrisa orgullosa que dejó sus colmillos a la vista.

—Es una antigua costumbre caronte que se remonta al inicio de los tiempos porque los demonios carontes se remontan al inicio de los tiempos. —Miró hacia la sombra resplandeciente de Danger, que estaba ayudando a Pam y a Kim durante el parto, y le explicó la costumbre a la que fuera Cazadora Oscura—. Cada vez que nace un bebé hay que matar a un miembro viejo de la familia que nadie soporte, en este caso le tocaba a la foca de Artemisa, porque a la única que le caía bien era a ti, akra Kat. Vale que es tu madre, pero a veces hay que saber decir hasta aquí hemos llegado. Habría que dejar a esa foca en medio del tráfico para ver si la atropella un autobús o un camión bien grande que le haga mucho daño. Sería graciosísimo. —Se puso la mascarilla otra vez—. Además, la barbacoa de Simi también habría sido muy divertida si alguien, akra Kat, no la hubiera detenido. Simi cree que habría sido el mejor regalo para el bebé. ¡La foca de Artemisa a la barbacoa! ¡Ñam, ñam! Qué rica. Bueno, la pobre Mia es un bebé delicado y si se la hubiera comido, seguro que habría sufrido una indigestión. Porque a Simi Artemisa le provoca indigestión y eso que todavía no se la ha comido.

Kat soltó un suspiro exasperado y miró a Tory con sorna.

—Uno de los motivos por los que Mia es hija única. El drama familiar adquiere una nueva dimensión cuando hablamos de varios dioses que ni siquiera pueden verse y que cada vez que se encuentran en la misma habitación intentan matarse.

Tory se echó a reír porque sabía que Kat llevaba toda la razón del mundo. Ese era el motivo de que Xirena estuviera en la planta baja con Alexion y Urian, poniéndose de comer hasta las cejas. La hermana mayor de Simi no soportaba a Apolimia, y la discusión entre ellas había llegado a tal punto que Alexion se había ofrecido voluntario para vigilar al demonio en la planta baja hasta que el bebé naciera.

Tory adoraba a su numerosísima familia, pese a sus rarezas, a sus disputas, a sus colmillos, a sus cuernos y a todo lo demás. Solo deseaba que su prima Gery, que era como una hermana para ella, pudiera estar presente. El problema era que Gery también estaba a punto de dar a luz y tenía que guardar cama hasta que llegara el momento.

Ambas lo estaban deseando. Sus hijos serían casi gemelos.

Aquerón le apartó el pelo húmedo de la cara y empezó a masajearle las sienes.

—¿Puedo hacer algo por ti?

Ella hizo una mueca, asaltada por otra dolorosa contracción.

—Sí, parar el dolor.

Ash presionó una mejilla contra la suya y le dio un suave apretón.

—Sabes que no puedo hacerlo.

Como no estaban seguros de las consecuencias que pudiera tener para el bebé, de los posibles efectos que conllevaría, habían decidido de mutuo acuerdo que nadie usaría poder sobrenatural alguno sobre el bebé, pasara lo que pasase, y esa decisión se aplicaba a toda la familia.

No después de lo que le hicieron a Aquerón cuando nació.

—Vale —susurró Tory—. Pero la próxima serás tú quien dé a luz. Yo me siento donde tú estás ahora y te cojo de la mano.

Ash rió de nuevo.

Ella lo miró echando chispas por los ojos.

—No valoras tu vida, ¿verdad?

—No mucho.

—Akra Tory, ¿quieres la salsa barbacoa de Simi para usarla con akri si sigue comportándose mal?

Tory rió.

—No pasa nada, Simi. Es que… —Gritó mientras algo se retorcía en sus entrañas, algo parecido a una botella de cristal rota.

Ash se quedó lívido.

—Tory, ¿estás bien?

No fue capaz de contestarle. Era más importante tratar de seguir respirando.

Ash miró a Kim, la mejor amiga de Tory, que hacía las veces de comadrona. En ese momento estaba hablando muy bajito con la otra amiga de su mujer, Pam, y su expresión era muy tensa.

—¿Qué está pasando? —exigió saber Ash.

Kim se volvió hacia Danger y le dijo:

—Cariño, ¿puedes ir a por Essie y decirle que suba?

Esmerelda Deveraux era otra amiga que prácticamente formaba parte de la familia. Aunque Kim era una enfermera diplomada y una comadrona con gran experiencia, Essie era una doctora con doce años de experiencia a la hora de asistir partos a domicilio.

Danger salió de inmediato en su busca.

Tory chilló, ya que el dolor aumentaba.

La piel de Aquerón adquirió un tinte azulado a medida que lo invadía el pánico.

—Kim, contéstame. ¿Qué está pasando? —preguntó en ese tono característico de los dioses; un tono tan grave que reverberó en las paredes del dormitorio.

Por suerte, Kim sabía que era un dios y, además, nunca se asustaba por nada.

—No lo sé, cielo. Es la primera vez que asisto al parto de un bebé que no es del todo humano. No sé si esto es normal o no. Por eso quiero una segunda opinión.

—¿Te vendría bien contar con una tercera? —preguntó Menyara, que entró en el dormitorio con Essie y con Danger.

Ash se puso de pie.

—Mennie, no toques al bebé.

Menyara ladeó la cabeza al oírlo. Llevaba una falda naranja larga y vaporosa, una blusa blanca y un pañuelo rojo de rayas en el cabello para mantener apartados los rizos de la cara.

—No me vengas con esa actitud de dios atlante todopoderoso. Si soy experta en algo, es en el alumbramiento de niños no humanos. Llevo haciéndolo desde mucho antes de que tú aparecieras en este mundo.

—Men…

Ella levantó la mano, interrumpiéndolo.

—Creo que me conoces bien. Jamás haría algo que pudiera dañar a tu hijo, y no pienso maldecirlo ni marcarlo. Permíteme echar un vistazo para ver qué está ocurriendo.

Ash se tranquilizó.

—Lo siento, Mennie.

—No pasa nada. Entiendo que estés así, pero no te preocupes, nosotras nos encargaremos de todo.

Ash volvió junto a Tory.

Ella se aferró a su mano e intentó no volver a chillar. Su pobre Ash. Estaba aterrado desde el día en que le había anunciado el embarazo. Aunque él no se lo había dicho abiertamente, ella sabía que el miedo no lo abandonaba. Había sufrido una infancia tan violenta y traumática a manos de aquellos que querían destruirlo que las cicatrices seguían sin cerrarse pese a los once mil años transcurridos desde entonces.

Y todo porque su tía, una diosa, lo había tocado al nacer.

—No pasa nada, cariño —le dijo Tory.

Sin embargo, el miedo no abandonaba su mirada. «No puedo perderte, Sota. No puedo», le repetía una y otra vez para que solo ella lo escuchase.

Ella sonrió pese al dolor, mientras usaba el poder que él le había regalado para replicarle: «No tengo intención de dejarte. Jamás».

—¿Se supone que debe hacer eso? —preguntó Kim a Menyara.

—En la vida he visto nada igual —respondió esta.

—¿Qué pasa? —quiso saber Tory, aterrada a esas alturas.

Si Menyara decía algo así, era porque alguna cosa andaba muy mal.

—Tenemos que practicarle una cesárea —dijo Menyara, quien comenzó a dar órdenes a las demás, que se separaron para prepararlo todo.

Ash se acercó a mirar y después retrocedió.

El pánico invadió a Tory.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

—Tranquila —le dijo Apolimia—. No pasa nada.

Pero pasaba algo y ella lo sabía. Se lo decían las expresiones horrorizadas de todos los presentes. La asaltó otra contracción.

Al cabo de unos minutos se encontraba preparada para la cesárea. Sin embargo, cuando Essie estaba a punto de practicar la incisión, el bisturí se partió en dos.

El dormitorio empezó a temblar.

Tory chilló porque el bebé se dio la vuelta, como si estuviera enfadado con todos ellos y lo estuviera pagando con ella.

Las comadronas se miraron, impotentes.

—¿Qué hacemos?

Tory estaba a punto de perder la visión. Temblaba de forma incontrolable.

—¡Haced algo! —gritó Aquerón.

Essie tragó saliva.

—No sabemos qué hacer.

No podían llevarla a un hospital porque el bebé no era humano. Si se parecía a su padre y nacía con la piel veteada de azul y con cuernos, sería un pelín difícil de explicar.

Apolimia hizo un gesto a Menyara y a Aquerón.

—Usad vuestros poderes para sacarlo.

Ash se quedó lívido.

—¿Y si le hacemos daño al niño?

—¡Por favor! El bebé jamás estará desatendido e indefenso. —Hizo un gesto para abarcar la abarrotada estancia—. Todos los presentes estarían dispuestos a dar su vida por él. No eres tú, Apóstolos. A él no hay que esconderlo.

Pam apartó la vista de los monitores.

—La tensión le está subiendo. Tenemos que tranquilizarla o sufrirá un paro cardíaco.

—¿Tranquilizarla? ¿Cómo?

Tory chilló porque el bebé se movió de nuevo. Era como si intentara partirla en dos.

Kim se quedó blanca.

—Vamos a perderlos a los dos.

Ash fue incapaz de respirar tras oír aquellas palabras.

Nunca había estado tan aterrado, pese a su larguísima vida. No podía perder a su mujer. No podía.

Con la esperanza de no estar cometiendo un error, usó sus poderes para sacar al niño.

De repente, se produjo un relámpago en el dormitorio que rebotó por todas las paredes. Ash se vio obligado a agacharse para que no lo alcanzara.

Tory chilló aún más.

Y el bebé siguió en su interior.

—Esto no es bueno —susurró Menyara, que apartó a Ash—. Déjame intentarlo.

En esa ocasión el relámpago estampó a Menyara contra la pared.

Ash miró a su madre, quien respondió negando con la cabeza.

—Nunca he visto nada igual.

Pam giró el monitor para que todos pudieran mirarlo.

—Tory no resistirá mucho más.

Ash miró a su mujer. La agonía y el terror que irradiaban sus ojos lo atravesaron como una daga. ¿Qué podían hacer?

—El corazón le está fallando.

Ash sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Si Tory moría por eso, por su culpa, jamás se lo perdonaría.

—Ve en busca de mamá.

Ash frunció el ceño al escuchar a Kat.

—¿Cómo dices?

—Es la diosa del nacimiento. Apenas tenía unas horas de vida cuando ayudó a su madre a alumbrar a Apolo. Si alguien sabe qué puede hacerse…

Sí, pero Artemisa también era su peor enemiga. Se odiaban. ¿Por qué iba a ayudarlos?

Aunque en ese momento lo asaltó otro temor. ¿Y si era Artemisa la culpable de lo que sucedía? No sería la primera vez que dejaba a una mujer morir durante el parto. ¿Tanto lo odiaba que estaba dispuesta a matar a Tory para vengarse de él?

Por supuesto que sí.

Tory chilló de nuevo.

Ash dio un respingo y se trasladó al templo de Artemisa en el Monte Olimpo. Preferiría que lo flagelaran, un castigo que había sufrido en infinidad de ocasiones, antes que poner un pie en ese sitio. Solo lo hacía por el miedo de perder a Tory.

El vestíbulo de recepción estaba vacío.

—¡Artemisa! —la llamó mientras se encaminaba hacia su dormitorio.

Como tuviera algo que ver con lo que estaba pasando, le daría permiso a Simi para que se la comiera. Al cuerno con el destino y el equilibrio del universo.

Artemisa apareció delante de la puerta de su dormitorio.

Ash titubeó. Había algo distinto en ella. Su belleza era tan perfecta como antes. Su larga melena pelirroja y sus imposibles ojos verdes delataban su estatus divino, pero tenía una serenidad que jamás le había visto en el pasado.

—¿Estás bien? —le preguntó, y logró parecer preocupada.

—Tory… —La voz de Ash se quebró tras pronunciar su nombre, asaltado por un miedo y un dolor tan terribles que lo dejaron abatido—. Tiene problemas. El bebé no quiere nacer y ella no sobrevivirá. Necesito tu ayuda.

Los ojos de Artemisa se oscurecieron.

—¿Te atreves a venir aquí a pedirme ayuda después de todo lo que me has hecho?

Bueno, pues ahí estaba la Artemisa de siempre, la diosa que conocía y a la que odiaba. A lo mejor se le había olvidado que ella había estado presente mientras su hermano Apolo le arrancaba las entrañas. O quizá no recordara todas las ocasiones en las que había presenciado las palizas y las humillaciones que él había sufrido.

Pero nada de aquello importaba en ese momento.

Lo importante era Tory.

Ash se tragó su orgullo y mantuvo el odio bien lejos de su mirada.

—Por favor. Pagaré el precio que me exijas. Haré lo que quieras, Artie. Pero no la dejes morir.

—¿Tanto significa para ti una patética humana?

—Moriría por ella.

Artemisa apretó los labios mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Hubo un tiempo en el que también me quisiste de esa forma —dijo.

Y él había pagado por ese amor del modo más terrible y violento.

—Artemisa, por favor. Si de verdad me has querido alguna vez, no lo pagues con Tory. Fui yo quien te hizo daño, no ella.

Una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla de Artemisa.

—¿Habrías suplicado por mi vida?

—Sí. Cuando era humano.

Ella extendió un brazo y le colocó una mano en la mejilla.

—Te quise mucho, Aquerón. Como nunca he querido a nadie, salvo a la hija que me diste. Y tienes motivos para odiarme. Puesto que no sabía qué era el amor, no supe cómo protegerlo. No supe cómo protegerte. —Tiró de él para acercarlo y le susurró al oído—: Lo siento. —Después, lo besó en la mejilla.

Y desapareció.

Ash examinó la estancia, intentando localizarla.

—¿Artemisa? —¿Adónde había ido? Abrió la puerta doble de su dormitorio—. ¿Artie?

No obtuvo respuesta.

¿La disculpa con la que se había despedido era porque no pensaba ayudarlo? El terror se apoderó de él.

«¿Qué he hecho?»

Se pasó las manos por el pelo mientras se esforzaba por controlar el pánico y la rabia. De acuerdo, si Artemisa quería comportarse como una zorra, él encontraría la manera de salvar a su mujer.

Cerró los ojos y regresó a casa.

Cuando se materializó en el dormitorio, se quedó paralizado. Ante sus ojos se desarrollaba la escena más sorprendente que podía imaginar.

Artemisa con Tory.

—Muy bien, Soteria. Respira despacio. —Artemisa le había colocado una mano a Tory en la frente mientras que con la otra le frotaba el abdomen—. ¿Ves qué tranquilito se ha quedado?

Tory asintió con la cabeza.

—El bebé siente lo que tú sientes. Está intentando protegeros. —Artemisa miró a las demás—. Debéis marcharos.

Kat se puso en pie despacio.

—Mamá…

—Márchate, Katra. El bebé quiere tranquilidad.

—Estaremos abajo —dijo Menyara.

Ash titubeó.

—¿Yo también tengo que marcharme?

Artemisa negó con la cabeza.

—Si te vas, siempre te quedará la duda de que le he hecho algo al niño para vengarme de ti. Quédate para que veas que no voy a hacerle nada.

Le quitó a Tory los cables de los monitores uno a uno. Después le tomó la cara entre las manos.

—Respira despacio y luego empuja. No muy fuerte, con suavidad. Hazle saber que aquí fuera estará a salvo y que tú vas a quererlo mucho.

Tory se humedeció los labios, asintió con la cabeza y la obedeció.

—Otra vez.

Después de la cuarta vez, Artemisa se puso en pie, se volvió hacia Ash y le dijo:

—Ven, Aquerón. Debes ser el primero en dar la bienvenida a tu hijo.

Tenía razón, todavía recelaba de ella. A lo largo de todos los siglos que habían estado juntos, la única constante había sido la disposición de Artemisa para hacerle daño de todas las formas posibles.

Sin embargo, la obedeció. Se acercó a Tory, que en ese momento empujó por última vez, haciendo que su hijo se deslizara hasta sus manos.

Ash se quedó sin respiración mientras contemplaba a la criatura más perfecta y diminuta que había visto en la vida.

—¿Es un pitufo? —preguntó Tory.

Ash se echó a reír. Puesto que en su forma divina él era azul, Tory se había pasado todo el embarazo bromeando y diciendo que no iba a tener un bebé, sino un pitufo. Artemisa le cortó el cortón umbilical y después cogió al bebé para despertarlo.

El niño soltó un alarido que dejó en ridículo a los de Simi.

Artemisa lo envolvió en un arrullo y se lo llevó a Tory.

—Te presento a tu hijo, Soteria.

Tory miró asombrada al diminuto bebé, que ya recién nacido era un calco de su padre. Un bebé perfecto. Desde los deditos de sus pies hasta la cabeza, cubierta por una pelusilla dorada.

Artemisa hizo ademán de apartarse.

Tory la cogió de una mano para impedírselo. Las emociones la abrumaban y le impedían hablar.

—Gracias, Artemisa. Gracias.

La diosa le sonrió.

—Espero que te sientas tan orgullosa de él como yo me siento de Kat, y que te ofrezca la misma felicidad que me ofrece mi hija.

Ash se acercó.

—Gracias, Artie.

Ella asintió con la cabeza y se alejó.

—¿No se te olvida algo? —preguntó él.

La diosa se detuvo al oír la pregunta.

—¿El qué?

—El pago.

Artemisa negó con la cabeza.

—La felicidad que he visto en tu cara cuando has tocado a tu hijo me basta. Ojalá hubieras podido estar presente cuando tu hija nació, pero yo fui la culpable de que eso no sucediera. A su lado he disfrutado de toda una vida de alegrías, abrazos y amor, que tú te has perdido por mi estupidez y por mis miedos. La vida de tu hijo es el regalo que os ofrezco. Esperemos que el futuro nos sea más propicio de lo que lo ha sido el pasado. —Y con esas palabras, se marchó.

Tory lo miró sin dar crédito.

—¿Qué le has hecho?

Ash meneó la cabeza.

—Creo que eso no es cosa mía.

—Entonces ¿de quién? Porque esa no es la Artemisa que se enfrentó a mí por ti.

Ash se encogió de hombros.

—No lo sé. Últimamente pasa mucho tiempo con Nick.

—¿Con Nick? ¿El mismo Nick que te odia tanto que quiere verte muerto?

Él asintió con la cabeza.

—Vaya… —murmuró Tory mirando a su hijo, que estaba dando patadas y removiéndose, inquieto.

No tenía palabras para describir lo que sentía en ese momento. Ese era su hijo. Parte de ella y de Ash. La mejor parte de ambos.

Ash extendió una mano para que el bebé le agarrara el meñique.

—Bueno, ¿y cómo vamos a llamarlo?

—Bob.

Ash se echó a reír al escuchar el nombre con el que Zarek se refería a su hijo, porque no le gustaba el que había elegido Astrid.

—¿En serio?

La sonrisa de su mujer lo excitó al instante.

—Qué va. Creo que me gustaría llamarlo Sebastos Eudoro.

Ash enarcó una ceja al oír su elección.

—¿Por qué?

—Sebastos porque es el nombre que mis padres me habrían puesto si yo hubiera sido un niño y siempre he pensado que sería genial llamar así a un hijo mío. Y Eudoro porque era el hijo de Hermes y Polimela. De pequeño, bailaba en el trono de Artemisa para complacerla. Cuando creció, se convirtió en uno de los mirmidones más temidos y venerados de las tropas de Aquiles. Homero le dedicó más versos a él que a ningún otro. Además, significa «buen regalo», justo lo que es nuestro hijo. Y aunque hemos tenido nuestros problemas con Artemisa, de no ser por ella yo no te tendría ni tampoco lo tendríamos a él.

Solo su mujer sería capaz de llegar a esas conclusiones. Ash rió.

—Sebatos Eudoro Partenopaeo. Nos odiará cuando tenga que deletrearlo…

—Seguramente, pero creo que lo llamaremos Sebastian. Así cuando crezca podrá confundir a la gente con su nombre, igual que hace su padre.

—Sí, bueno, yo todavía no entiendo que Tory sea el diminutivo de Soteria. —Se inclinó y la besó con ternura—. Gracias por darme un hijo. —Los ojos de Tory brillaron por las lágrimas. El amor que Ash veía en ellos jamás dejaría de sorprenderlo—. Gracias por darme esta vida. —Podría pasarse el día mirando su precioso rostro.

Ella le dio unas suaves palmaditas en una mejilla.

—Deberías dejar que subiera la horda que espera abajo. Diles que Artemisa no nos ha matado.

—Vale. ¿Seguro que estás preparada?

—Sí. Y asegúrate de que estoy maquillada antes de que empieces a subir fotos a Facebook para que las vean los Cazadores Oscuros.

Él resopló.

—No necesitas maquillaje para estar guapa.

—Esa es una de las cosas por las que te quiero tanto. Pero el resto del mundo no me mira a través de esos turbulentos ojos plateados.

—Te quiero, Tory. Sé que te lo digo mucho, pero…

—Lo sé, cariño. Yo siento lo mismo por ti. Esas palabras jamás abarcarán todo lo que me pasa por la cabeza y por el corazón cada vez que te miro y te veo sentado en mi casa. Lo más gracioso es que siempre había pensado que mi vida estaba completa. Tenía un trabajo que adoraba. Una familia que me quería. Buenos amigos que me mantenían anclada a la realidad. Todo lo que un ser humano puede desear. Y después conocí a un hombre insoportable e imposible que añadió lo único que no tenía y que ni siquiera echaba en falta.

—¿Los calcetines sucios tirados por el suelo?

Ella rió.

—No, la otra mitad de mi corazón. La última cara que veo antes de dormir y la primera que veo al despertar. Me alegro de que fueras tú.

Esas palabras lo llenaban de felicidad y lo aterraban al mismo tiempo. Sobre todo porque sabía de primera mano que si el amor no se cuidaba, acababa convirtiéndose en el odio más amargo.

—Espero que nunca cambies de opinión.

—Jamás —le aseguró Tory.

Por absurdo que pareciera, Ash la creía. Y había una cosa que sabía con absoluta certeza: jamás podría vivir sin ella.