Abigail respiró hondo para apaciguar sus crecientes temores. Eso era lo que había ido a hacer: entregar su vida para salvar el mundo.
«Puedes hacerlo.»
«No, no puedo. No puedo. No quiero morir.»
No cuando tenía un motivo para seguir viviendo. Quería alargar cada latido de su corazón, cada bocanada de aire que respiraba. Porque cada uno de ellos tenía un significado nuevo del que carecía antes. Tras una vida entera esperando algo, algo especial, cada segundo que pasaba con Jess era una aventura y un constante descubrimiento…
Lo descubría a él.
Y se descubría a sí misma. Había descubierto una faceta de su personalidad que desconocía por completo. Jess había despertado en ella una inocencia que se maravillaba por todo y la había ayudado a ver milagros en las cosas más insignificantes. No quería dejar atrás todo eso. No tan pronto.
«Un día más, por favor…»
El pánico clavó sus garras en ella, negándose a abandonarla.
Hasta que su mirada se topó con los ojos oscuros de Jess, que la ayudaron a recobrar el equilibrio y la calmaron. Sí, parecía un niño tonto con los pañuelos de papel metidos en la nariz. De todas formas, estaba tan guapo como siempre, con ese cabello negro agitado por el viento; con esos pómulos afilados y esos labios carnosos que le encantaría mordisquear a todas horas; con esa aura de tío duro que parecía decir: «Voy a darte hasta en el carnet de identidad».
Solo Jess podía estar sexy con un par de pañuelos metidos en la nariz.
Ese pensamiento la llevó a reconocer una verdad como un templo: «No moriría por salvar el mundo, pero moriré por salvarlo a él».
Jess no merecía sufrir por la estupidez que ella había cometido. Bastante sufrimiento había conocido ya durante su vida. Era su turno para sacrificarse. Para madurar y asumir las consecuencias de sus actos. Sí, le habían mentido, pero ella había permitido que la engañaran. No podía culpar a nadie más.
Había arrastrado a un hombre inocente a esa locura. Sí, aquella noche había visto su cara en el dormitorio. Sin embargo, a esas alturas conocía bien al hombre que Jess llevaba dentro, y aunque lo sabía muy capaz de haber matado a su padre sin dudarlo ni un instante, jamás le habría puesto un dedo encima a su madre.
Jamás le habría hecho daño. Y tampoco buscaría a una niña para matarla. Aunque era un hombre letal, no se comportaba con crueldad a menos que la situación lo justificara.
Jess era inocente mientras que ella no lo era. Se merecía que la castigaran por lo que había hecho.
El miedo hacía que todo su cuerpo temblara; sin embargo, se negaba a que los demás lo supieran. No quería ser una hipócrita. Levantó la barbilla y asintió con la cabeza.
—¿Adónde debo ir? —le preguntó a Choo Co La Tah.
—Sígueme, querida.
Dio un paso al frente… pero Jess la detuvo.
—No tenemos por qué hacerlo. Puedo enfrentarme a Coyote. Tenemos el poder para derrotarlo.
Sasha soltó una risa histérica.
—¿Se te ha ido la pinza? ¡Hola! ¿Dónde has estado durante estos dos últimos días? Me encantaría que me prestaras las gafas rosa que llevas puestas porque, tal como yo lo veo, nos están dando para el pelo. Vamos cuesta abajo y sin frenos.
Jess resopló, exasperado, mientras miraba al lobo echando chispas por los ojos.
—Todavía no estamos muertos.
—Tú lo has dicho: «Todavía». Si te interpones, te mato y acabamos con todo esto. ¿Ren? Dame tu puñal.
El aludido meneó la cabeza.
—La decisión deben tomarla ellos.
Sasha puso cara de asco.
—¡Hasta aquí podíamos llegar! Estás despedido, colega. Fuera de mi isla hasta que aprendas a jugar en equipo.
Abigail pasó de la conversación. En ese momento toda su atención estaba puesta en Sundown.
—Jess, no pasa nada. Estoy preparada.
—Pero yo no.
Sus ojos oscuros la abrasaron con unas emociones que fue incapaz de comprender. ¿Era posible que sintiera algo por ella después de todo?
¿Y si se arriesgaba a creerlo?
Caminó hasta sus brazos y lo estrechó con fuerza, deseando haber podido pasar otra noche con él.
«Daría cualquier cosa por conseguirlo.»
Pero no estaba escrito. Y le daban ganas de echarse a llorar.
Jess era incapaz de respirar mientras abrazaba a Abigail, embargado por el dolor. Sentía cada centímetro de su cuerpo pegado a él, y eso despertaba en su interior un deseo voraz que jamás había experimentado.
¿Cómo podía perderla si acababa de encontrarla? La profundidad de lo que sentía por ella carecía de sentido. Lo había noqueado, literalmente, la primera vez que la vio y a esas alturas seguía sin recuperarse.
Estaba sufriendo una agonía abrasadora al pensar que no volvería a verla jamás. La simple idea de perderla lo desequilibraba.
No podía pasar página. No así.
No podía dejarla.
«No soy tan fuerte para perder a otra mujer.»
Sí, sería capaz de resistir la paliza más brutal sin parpadear. Sería capaz de atravesar los fuegos del infierno mientras los demonios de Lucifer lo flagelaban.
Pero vivir sin ella lo mataría. Y pese al terrible dolor que había sentido al perder a Matilda, lo que experimentaba en esos momentos era mucho peor. No podía perder a la mujer que amaba.
Porque perdería a la única mujer que lo conocía realmente. A la única persona que conocía sus verdaderos sentimientos. Nunca se había sincerado tanto con nadie.
Ni siquiera consigo mismo.
«No puedo dejarte marchar.»
Abigail acarició su musculosa espalda, saboreando ese último contacto con la persona que había estado esperando toda la vida.
Con el hombre al que amaba con toda su alma.
Lo estrechó con fuerza, tras lo cual se obligó a apartarse de él. Jess la miró mientras ella le metía la mano en el bolsillo delantero para sacar su reloj. Lo abrió y contempló el rostro de la mujer que lo había cambiado para siempre. El rostro que lo había salvado de sí mismo y que le había devuelto su alma.
La mujer por quien había vendido su alma.
Si ella tuviese un reloj de bolsillo, sería el rostro de Jess el que guardaría en él.
Abatida y agotada, cerró el reloj y se lo dejó en la palma de la mano, tras lo cual lo instó a cubrirlo con los dedos. Después se llevó la mano a los labios, aspiró el olor masculino de su piel y besó sus nudillos, llenos de cicatrices. Un recordatorio permanente de lo difícil que había sido su vida y de lo mucho que había luchado para seguir adelante.
—Jess, siempre pertenecerás a Matilda. Ahora lo entiendo. —De la misma forma que entendía lo que él le había contado sobre su relación con su madre.
Estar enamorado no era lo mismo que amar a alguien. El amor consumía. Y devoraba.
Y conllevaba la felicidad más inmensa.
Eso era lo que Jess había hecho por ella.
«Matilda, cuida a nuestro hombre. No lucharé contra ti para robarte su afecto.»
Se consideraba afortunada por haber estado con él ese breve lapso de tiempo.
Contuvo las lágrimas, pasó a su lado y subió la elevación para reunirse con Choo Co La Tah, que la estaba esperando.
«No mires atrás. No te tortures.»
Pero no pudo evitarlo. Tenía que verlo por última vez.
Con un nudo en la garganta, se volvió y vio que sus ojos oscuros la miraban sin flaquear. Su tormento y su dolor la abrasaron. En ese momento deseó poder borrar de su memoria todos los malos recuerdos y reemplazarlos con otros felices.
El tiempo pareció detenerse mientras se miraban. Abigail tuvo la impresión de que incluso se le detenía el corazón.
—Abigail… —la llamó Jess, dando un paso al frente.
Ren lo detuvo.
—Tiene que hacerlo sola, penyo —le dijo.
En su mentón apareció el familiar tic nervioso. Abigail observó la batalla que libraba consigo mismo. La indecisión que lo consumía. Al final, apartó a Ren de un empujón y subió la cuesta a la carrera para detenerse junto a ella. Acto seguido, le cogió la mano y dejó el reloj en su palma. El metal había retenido su calor corporal.
Abigail lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
—No quiero que vuelvas a estar sola.
La obligó a cerrar los dedos en torno al reloj y le besó la mano, imitando el gesto que ella había hecho antes.
Las palabras y el beso la postraron de rodillas. Destrozaron la fachada valiente y le arrancaron un sollozo. Entendía perfectamente lo que Jess estaba diciendo; le estaba regalando su posesión más preciada.
¡La quería!
Y eso hizo que llorase todavía más.
—Jess, joder… —susurró, asqueada por mostrar semejante debilidad delante de los otros—. Te odio.
Él esbozó esa sonrisa pícara, tan característica como su acento sureño.
—Lo sé… yo también. —Y le aferró la mano.
«No me sueltes», pensó ella.
—¿Abigail? Debemos irnos —dijo Choo Co La Tah.
Ella se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía muchas cosas que decirle a Jess. Muchas cosas que contarle.
«Te quiero», pensó.
¿Por qué se le quedaban atascadas en la garganta dos palabras tan cortas?
Jess tenía razón. No había nada tan difícil como vivir con las palabras que uno debería haber dicho.
Hizo acopio de todo su valor, se apartó de él y se acercó a Choo Co La Tah.
Jess no podía respirar mientras la observaba adentrarse en la oscuridad.
«¿Por qué la dejas marchar?»
Por deber. Por honor. Podía enumerar un sinfín de motivos honorables. Pero ninguno de ellos aliviaba el mal trago.
Una vida para salvar el mundo. Era lo justo. El único problema radicaba en que esa vida se había convertido en todo su mundo.
Y acababa de enviarla a su muerte.
Moriría sola.
Abigail aferró el reloj contra su pecho y lo sostuvo mientras seguía a Choo Co La Tah hasta el interior de una cueva que no parecía haber sido excavada en la roca por la naturaleza. Una vez que estuvieron rodeados por la más absoluta oscuridad, el Guardián dio tres palmadas y, a la tercera, una pequeña llama apareció entre las palmas de sus manos. A medida que apartaba las manos, la lengua de fuego trazaba un arco entre ellas hasta que comenzó a elevarse hacia el techo. Los tonos azules, verdes, rojos y naranja de la llama hipnotizaron a Abigail con sus armónicos movimientos.
De repente, el fuego salió volando por la estancia, prendiendo antorchas en las que ella ni siquiera había reparado. Como si fuera un ente con vida propia, el fuego bailoteaba sobre las paredes y parecía insuflar vida a los petroglifos.
El más alejado de todos le llamó la atención. Era un hombre con una piel de búfalo que llevaba de la mano a una mujer con alas de mariposa; unas alas de mariposa que la fascinaron.
Porque las había visto antes.
¿Dónde?
Choo Co La Tah se acercó a ella.
—Abre tu mente, Abigail. No tengas miedo.
La voz del Guardián tenía algo que relajó sus sentidos. De repente, notó una enorme pesadez en los párpados. Le pesaban tanto que le resultaba difícil mantenerlos abiertos.
«Mantén los ojos abiertos», se ordenó.
Pero fue incapaz. En contra de su voluntad, los cerró y las imágenes siguieron bailoteando tras ellos.
Sintió la caricia de un viento fresco en la cara mientras corría junto a una pequeña charca, buscando algo.
No, estaba buscando a alguien.
—¿Dónde estás? —susurró.
Al ver que no aparecía nadie, la preocupación se hizo casi insoportable. ¿Dónde estaba? ¿Le habría pasado algo? Nunca llegaba tarde. El terror la invadió. ¿Qué haría si él se había ido?
—Jamás te abandonaría, preciosa.
Ella se echó a reír al oír esa voz ronca que le hablaba al oído.
—Sabes que no me gusta que me hagas eso —le reprochó ella.
Él colocó una áspera mejilla junto a la suya y después la abrazó.
Sí, eso era lo que llevaba deseando todo el día, pensó. Sonrió y le permitió que la acunara entre sus brazos mientras escuchaban el chapoteo del agua contra la orilla y los trinos de los pájaros.
Después él la besó en el cuello.
—¿Se lo has dicho ya?
La pregunta atravesó la felicidad que la invadía como si fuera una dolorosa flecha.
—No. No me he atrevido.
—Entonces ¿te casarás con él?
—No —contestó, inclinando la barbilla con timidez—. No puedo hacerlo.
Él la estrechó aún más.
—Son tus dos únicas alternativas.
Sin embargo, ella sabía que existía una tercera.
—Podemos huir juntos. —Colocó las manos sobre las de él y las presionó para sentirlas con más intensidad—. Los dos. Seremos libres y…
—Tengo responsabilidades. —Su tono era cortante como el filo de una navaja—. ¿Te gustaría que las abandonara?
—Sí —contestó ella con honestidad.
Él apretó los dientes.
—No.
Esa respuesta fue como un golpe al corazón que solo latía por él.
—¿No me quieres? —quiso saber.
—Claro que te quiero —respondió él.
En ese momento se volvió entre sus brazos para que pudiera ver la desesperación que sentía.
—Entonces huye conmigo. Ahora. Hoy.
Sus ojos la miraron con calidez mientras observaba sus alegres retozos que lograron disipar la ira de su voz.
—No puedo —replicó al tiempo que la acariciaba en la barbilla—. Tienes que contarle lo nuestro.
La culpa le aguijoneó el pecho mientras pensaba en el hombre que la quería tanto como ella amaba al que la abrazaba en ese momento; un hombre que había demostrado, como jamás se lo había demostrado nadie, lo mucho que significaba para él.
«¿Por qué no puedo quererlo? —pensó—. Si lo hiciera, todo sería mucho más fácil.» Y lo había intentando. Con todas sus fuerzas.
Por desgracia, el corazón se guiaba por sí mismo y parecía sordo a sus súplicas.
—Lo destrozaré y es lo último que quiero hacer. Me ha dado mucho y ha sido tan bueno…
Los ojos oscuros la miraron con furia.
—Entonces cásate con él.
Sus palabras la golpearon como si él la hubiera abofeteado. Porque no las merecía.
—No deberías decir algo así si no lo piensas en serio. ¿Y si decidiera hacerte caso?
Él resopló por la nariz.
—Le arrancaría el corazón y lo obligaría a comérselo.
Su respuesta la asustó. ¿Sería esa su verdadera personalidad y se la estaba mostrando abiertamente porque se sentía cómodo a su lado?
—¿Qué te está pasando?
—Que la mujer que quiero no entra en razón. Eso es lo que me pasa.
Ella meneó la cabeza, mientras sus instintos negaban la acusación.
—Hay algo más. Te noto… distinto.
—Soy el mismo de siempre.
No, estaba segura de que había algo más. Ese no era el hombre que la había conquistado y había conseguido lo que ningún otro hombre había reclamado nunca.
—¿Te está corrompiendo tu puesto?
Él resopló.
—Soy muy fuerte.
Todo el mundo tenía una debilidad. Todo el mundo.
—¿De dónde sale esa arrogancia? —No lo entendía.
—La verdad no es arrogancia.
Ella lo miró, boquiabierta.
—¿Quién eres?
—El hombre a quien quieres.
Esas palabras fueron las más dolorosas de todas.
—¿No eres el hombre que me quiere?
—Por supuesto.
Ella negó con la cabeza.
—No, eso no es lo que has dicho. Lo has dicho en el orden que más te importa. Solo piensas en ti.
—Yo no he dicho eso.
—Ni falta que hace. —Se le llenaron los ojos de lágrimas y el mundo quedó anegado por su sufrimiento—. Tus palabras traicionan tus pensamientos. —Intentó marcharse, pero él la detuvo. Forcejeó para zafarse de sus manos—. ¡Suéltame!
—No hasta que aprendas a ser razonable.
«¿Hasta que “aprendas”?», repitió para sus adentros. Ella no era una niña que necesitara recibir lecciones. Era una mujer hecha y derecha. ¿Acaso no se daba cuenta de ello?
—Yo no soy quien está cambiando. Hay una oscuridad en ti que antes no estaba.
Él resopló.
—No sabes de lo que estás hablando.
Se equivocaba. Lo sabía muy bien y esa certeza le resultaba muy dolorosa.
—Si me quieres, se lo dirás —insistió él, que se inclinó hacia delante para mirarla con una expresión gélida y distante.
¿Por qué tenía que ser ella quien demostrara su amor? ¿No era suficiente que él lo viera?
Se retorció hasta liberar el brazo.
—Tengo que irme.
Él la observó marcharse sin decir nada.
En ese momento, una sombra oscura surgió de la suya. Tan alta como un hombre, se acercó a él y le susurró al oído:
—Te lo dije, ¿no es cierto? Las mujeres son volubles. Los hombres no pueden mantenerlas siempre satisfechas.
—Mariposa es distinta. Es una buena persona.
—Y tú no lo eres.
No, él no lo era. Era un guerrero y se había bañado en la sangre de sus víctimas incontables veces. No demostraba clemencia ni paciencia. No tenía por qué hacerlo.
En su función de mano derecha de su jefe, había matado a numerosos inocentes. Era su trabajo, pero en la época de paz, como en la que se encontraba, se sentía perdido.
Hasta que vio a la Mariposa. Ella domesticó al salvaje que llevaba en su interior. Le enseñó a contentarse con sentarse frente al fuego y observarla. No lo entendía, pero cuando ella estaba a su lado, no deseaba blandir el cuchillo ni la lanza.
Solo deseaba complacerla.
Abigail parpadeó mientras la visión se desvanecía. Cuando lo hizo por completo, comprendió que seguía delante del muro, con Choo Co La Tah a su espalda.
—Ahora lo sabes —lo oyó decir en voz baja.
Atónita, se volvió para enfrentarse con su afable mirada.
—¿Qué es lo que sé?
—Sabes quién eres en realidad. Quién es Jess.
Por su mente pasaron más imágenes a gran velocidad, que amenazaron con desquiciarla. Se sucedían con tal rapidez que apenas las distinguía, pero su mente conseguía asimilarlas todas por extraño que pareciera.
—No lo entiendo.
Choo Co La Tah la aferró por los brazos.
—Eres la Mariposa y Jess es el Búfalo. La paz y la guerra. Dos mitades que supuestamente deben conformar un todo.
Ella negó con la cabeza, rechazando sus palabras.
—¿Has fumado o te has metido algo?
—¿No sientes el vínculo?
Por raro que pareciera, lo sentía. Pero eso solo conseguía asustarla.
Choo Co La Tah suspiró al comprender que todavía no estaba preparada para la verdad. La había ocultado durante todos esos siglos, esperando que ella encontrara el modo de librarse de la maldición. Sin embargo, seguía condenada.
Era una lástima.
Tal vez en su siguiente reencarnación lo consiguiera.
—Ven.
Él hizo un gesto hacia la roca emplazada en el centro de la estancia, que recordaba a una cama bajo un dosel de brillantes estalactitas.
La Mariposa era fuerte en esa reencarnación. Más fuerte que nunca. En los ojos de ella veía el brillo beligerante que él llevaba casi un milenio esperando.
Sin embargo, Abigail aplastó esa rebeldía y se dispuso a obedecerlo. Aunque era evidente que mostrarse sumisa le estaba costando un gran esfuerzo. Subió a la piedra con los dientes apretados y se acostó sobre su fría superficie.
Choo Co La Tah comenzó el canto de invocación gracias al cual el aliento sagrado los purificaría a ambos.
Abigail lo escuchaba, pero su mente conjuró una imagen de Jess. Sonrió al verlo de nuevo en el coche, al sentir el recuerdo de sus caricias. Estrechó con fuerza su reloj y lo sostuvo contra el abdomen.
—¿Choo Co La Tah?
Detestaba interrumpirlo, pero necesitaba decirle algo.
—¿Qué?
—Cuando muera, ¿serías tan amable de devolverle el reloj a Jess?
—¿Por qué?
Acarició la inscripción con el pulgar.
—Porque lo adora.
—¿Y su felicidad es lo único que te importa?
—Pues no, pero no quiero que se arrepienta de nada en lo que a mí respecta.
El Guardián asintió con la cabeza, tras lo cual siguió con el cántico.
Abigail se mostró paciente, pero al cabo de un rato empezó a ponerse de los nervios. ¿Por qué no la mataba y acababan ya? ¿También tenía que torturarla?
¡Qué retorcido!
Al escuchar que cambiaba el cántico sin descansar siquiera, Abigail perdió la paciencia.
—¿Choo? ¿Es necesario todo esto?
Él se detuvo a mitad de una palabra.
—¿Estás preparada para morir?
Bueno, ese era otro tema.
Volvió la cabeza para mirarlo.
—¿Puedo pedir el comodín del público?
Choo Co La Tah se echó a reír.
—Ya has elegido.
—Lo sé. —Tragó saliva y cerró los ojos—. Estoy preparada.
Sintió que Choo Co La Tah se acercaba y se colocaba junto a uno de sus hombros. Oyó el roce del metal contra el cuero y supo que estaba desenvainando un cuchillo. Se armó de valor mientras conjuraba una imagen de Jess, mientras soñaba que lo abrazaba.
En una playa. Sí, era un poco difícil porque no podía darle el sol sin que estallara en llamas, pero cuando era pequeña le encantaba la playa. Y puesto que los apolitas también sufrían una combustión espontánea si les rozaba el sol, no había puesto un pie sobre la arena desde la última vez que su madre la había llevado, para celebrar su cuarto cumpleaños.
Sin embargo, en ese momento estaba en la playa.
Y se imaginaba a Jess con un bañador Speedo.
O no. Eso era demasiado atrevido incluso para él. A lo mejor con un…
No, desnudo. Sí, desnudo. Eso era lo mejor. Los dos tendidos en la orilla como en la famosa escena de la película De aquí a la eternidad.
De repente, sintió algo frío en el cuello. Se puso tensa y se preparó para el corte que pondría fin a su vida.
—¿No quieres luchar conmigo para salvarte?
«Piensa en Jess. Desnudo. En la playa. Desnudo.»
—Contéstame, Abigail. ¿Quieres vivir?
—Por supuesto que quiero vivir. —¿Acaso necesitaba preguntarlo?
—Entonces ¿por qué no luchas contra mí?
Abrió los ojos y lo miró, furiosa.
—¿Es que no lo entiendes? Estoy salvando mi vida.
—No te entiendo. ¿Lo vas a hacer para salvar el mundo?
Ella negó con la cabeza.
—Voy a hacerlo para salvar a Jess.
—¿Permitirás que te rebane el cuello para salvarlo? —le preguntó él colocando la hoja del cuchillo contra su garganta.
Abigail la sentía tan cerca que no podía tragar sin cortarse. En esa ocasión mantuvo los ojos abiertos. Al cuerno con todo. Si Choo Co La Tah iba a matarla, que lo hiciera mirándola a los ojos.
—Pues sí —contestó al fin.
La mirada del Guardián se suavizó de inmediato al tiempo que sonreía.
—Esa es la respuesta correcta —dijo apartando el cuchillo.
Totalmente confundida, Abigail frunció el ceño.
—¿Qué haces? —le preguntó a Choo Co La Tah.
—Acabas de realizar tu sacrificio. Ya puedes levantarte —contestó él.
Seguía sin entender nada.
—Tengo que morir, ¿no? —dijo ella.
—Niña, no todos los sacrificios implican la muerte. Tal como solían decir los enapay, el mayor sacrificio de todos consiste en abrir tu corazón a otra persona y entregarle la daga con la que matarte. Estabas dispuesta a morir por Jess. A morir con valentía. Lo has demostrado. El Espíritu lo ha visto y se siente apaciguado.
Abigail lo miró, incrédula y boquiabierta.
—¡Venga ya!
¿De verdad era así de fácil?, pensó.
—Lo dicho. Ahora solo nos falta que realices tu ofrenda y después debemos encontrar las jarras para protegerlas.
Abigail se puso de pie al instante.
—¿De verdad no es necesario que muera?
—¿Vamos a pasarnos toda la noche dándole vueltas a lo mismo, doña Redundancia?
Ella se echó a reír. Hasta que, de repente, se percató de que había algo detrás de Choo Co La Tah.
La sombra que había visto en la pared cuando era pequeña; la sombra que le había susurrado a Búfalo.
Antes de que pudiera advertir a Choo Co La Tah, la sombra atacó.