Jess soltó un taco y dio un volantazo para sortear a un peatón mientras circulaban por Great Basin Highway en dirección al Valle del Fuego. La gente había abandonado sus vehículos en la autopista, abollados y volcados bien por el ataque de las avispas, bien por las continuas tormentas enviadas por Talon.
A pesar de que los medios de comunicación aconsejaban a la población que se quedara en casa, miles de personas habían intentado huir de la ciudad y en esos momentos caminaban por el arcén. Muchos gritaban que era el fin del mundo y otros andaban con determinación, dispuestos a llegar a sus respectivas metas.
Era una imagen horrible, y Abigail rezó para que no los alcanzara la siguiente plaga que desencadenara Coyote.
Los teléfonos móviles no funcionaban, lo que aumentaba el pánico de la población. No había manera de ponerse en contacto con nadie ni de dentro ni de fuera de la ciudad. Tal vez por eso habían decidido huir. Por la necesidad de encontrar a sus familias y de sortear juntos la crisis.
Aunque ella había perdido a sus padres de niña, aún conservaba el impulso de correr a los brazos de su madre cuando pasaba algo malo. Aún tenía la ardiente necesidad de hablar con ella para pedirle que ahuyentara todos los monstruos y todos sus miedos.
Ese impulso, esa necesidad, jamás la abandonaba.
La escena que se desarrollaba frente a sus ojos la dejó al borde de las lágrimas. Quería llorar por todas las personas que estaban sufriendo por culpa de su estupidez.
—No puedo creerme que yo sea la culpable de todo esto.
Seguro que iría derecha al infierno.
Choo Co La Tah se volvió para mirarla.
—Querida, la culpa no es solo tuya. No permitas que esa idea te agobie. El equilibrio es muy frágil y de él depende el control del universo. Si la balanza se inclina hacia un lado…
—Lo llevamos crudo —concluyó Sasha con voz alegre y cantarina.
—No tiene gracia, Sasha —masculló Jess.
—Lo siento. Solo intentaba aligerar un poco el ambiente. —Miró a Abigail a los ojos—. Por si te sirve de algo, este no es mi primer Apocalipsis. Y la esperanza es lo último que se pierde.
Abigail no sabía muy bien cómo interpretar esas palabras.
—Es evidente que el mundo sobrevivió —apuntó ella.
Pese a la oscuridad, se percató del dolor que le provocaban esas palabras a Sasha.
—Sí, pero por los pelos. Más o menos el mundo volvió a la Prehistoria. Lo bueno es que los humanos son resistentes y si algo no los mata, se inventan una historia para advertir del peligro a los demás. —Miró por la ventana y suspiró—. El típico cuento de miedo que se comparte durante una noche de tormenta.
Abigail contuvo el aliento al captar el sufrimiento que irradiaba la voz de Sasha.
—¿Qué pasó?
—Lo que siempre pasa cuando los poderes sobrenaturales son liberados o se declaran la guerra. A nadie le importan los daños colaterales que puedan producirse durante sus batallas. —Hizo un gesto hacia la gente que caminaba por la autopista—. Perdí a toda mi familia en un abrir y cerrar de ojos. Pero, oye, me ahorré un montón de pasta en felicitaciones de Navidad.
¿Cómo podía bromear con un tema tan doloroso para él?
Sin pensar en lo que hacía, Abigail extendió un brazo y lo cogió de la mano.
Sasha no la miró, pero le dio un apretón para hacerle saber que le agradecía el gesto.
Después carraspeó.
—Bueno, Choo, ¿a cuántos Apocalipsis has sobrevivido tú?
—A más que tú, lobo. A más que tú.
Abigail sintió un enorme respeto por todos ellos. Por todo el sufrimiento que habían presenciado. Era fácil no percatarse del dolor de los demás si el sufrimiento propio era tan grande. ¿No fue eso lo que dijo Platón? «Sé amable con los demás, pues todos ellos libran una dura batalla.»
Una gran verdad.
—¿Estás bien? —le preguntó Jess.
Ella lo miró a través del retrovisor.
—Sí.
Pero en fondo no lo estaba. Los remordimientos la estaban matando.
Su mente insistía en hacerse una pregunta en concreto:
—¿Cómo se aprende a vivir siendo un asesino a sueldo?
—De la misma manera que te enfrentas a cualquier otro acto de crueldad: mintiéndote a ti mismo, diciéndote que se lo merecían, inventando historias para justificar su muerte; repitiéndote que si no lo hubieras hecho tú, ellos te lo habrían hecho a ti. Al final, haces todo lo posible para no analizarlo.
Pues sí, la gente tenía la espantosa costumbre de excusar su mal comportamiento y de culpar a los demás cuando eran ellos quienes lo hacían.
Sasha le soltó la mano.
—Choo, ¿quieres apostar sobre las posibilidades de supervivencia que tenemos? Al fin y al cabo, estamos en Las Vegas. Creo que deberíamos darle un poco de vidilla al asunto y subir las apuestas, de modo que el que gane se lleve un buen botín. —Al ver que Choo Co La Tah no contestaba, le preguntó a Jess—: ¿Qué opinas, vaquero?
Este resopló.
—Yo solo apuesto con mi vida.
—Ah, ahora entiendo muchas cosas. Y cambiando de tema para ver si nos distraemos un poco del negro futuro al que nos dirigimos a toda pastilla, ¿por qué empezaron a llamarte Sundown?
—¿Quieres que te lo cuente ahora? —preguntó él a su vez, con incredulidad.
—¿Por qué no?
Jess meneó la cabeza.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Es un mote muy raro para un forajido. Supongo que tendrá algún significado —contestó el katagario.
—Se lo puso un periodista —terció Abigail. Hacía muchos años que había leído el artículo que encontró Jonah—. Según él, la gente lo llamaba «Sundown», atardecer, porque realizaba sus mejores y más atroces trabajos después de que se pusiera el sol.
—¿Te crees todo lo que lees en los periódicos? —La furiosa voz de Jess restalló como un latigazo en el interior de la camioneta. Tenía un tic nervioso en el mentón—. Nada de lo que decían era verdad, esa gente era muy retorcida y deshonesta. No había ni uno solo que se salvara.
Obviamente, el comentario de ella había dado en un punto sensible.
—¿Se equivocaban?
Sasha la miró como si fuera tonta.
—Pues sí —contestó Jess con voz furiosa—. Se equivocaban. Algún… —Guardó silencio, como si hubiera estado a punto de decir un insulto—. Alguien que intentaba hacerse pasar por mí. Mi verdadero nombre es Manee Ya Doy Ay, que significa «atardecer» en la lengua de mi madre.
«Qué bonito», pensó ella. Aunque no se creía capaz de pronunciarlo, dicho por él sonaba de maravilla.
—¿De verdad?
Jess asintió brevemente con la cabeza.
—Era su momento preferido del día. Cuando el sol hacía las paces con la luna y se tocaban un instante en señal de amistad y respeto. El equilibrio perfecto entre la luz y la oscuridad. Un momento de reflexión y de preparación.
Qué forma más bonita de interpretar las cosas. Escucharlo hizo que se compadeciera de él. Ninguna familia debería verse privada de una mujer tan especial. Era el mismo caso del de su madre.
—Parece una mujer increíble.
—Lo era.
—Era cherokee, ¿verdad?
—Tsalagi —la corrigió él—. Así era como ellos denominaban su nación.
Abigail frunció el ceño al ver la extraña expresión que adoptó el rostro de Choo Co La Tah. Como si quisiera decir algo, pero se viera obligado a morderse la lengua.
Antes de que pudiera preguntarle, algo los golpeó. Con fuerza.
E incendió la camioneta.
—Pero ¿qué…? —exclamó Jess dando un volantazo al tiempo que los rodeaba otra llamarada. El fuego se extendió sobre el metal como si fuera gelatina.
Abigail jadeó al ver que parte de la llamarada caía sobre la ventana, manchándola de rojo. De color rojo sangre.
—¿Es sangre ardiente?
Choo Co La Tah asintió con la cabeza.
—¿Quieres saber lo peor? Sigue ardiendo en el agua.
Genial. ¿Nadie podía inventar una plaga agradable? Una lluvia de margaritas, un subidón de euforia o una nube de cerdos voladores, por ejemplo…
«¡Qué va!», pensó. Todo tenía que ser desagradable.
—Chicos… —dijo Sasha con sorna—. Creo que no solo es una plaga.
Abigail comprendió un minuto más tarde lo que quería decir cuando el Ford Bronco salió despedido de la carretera con tal fuerza que se estrelló contra el parapeto de hormigón de la autopista y volcó, cayendo en la que discurría por debajo. El vehículo siguió avanzando pese a todo, directo hacia un grupo de camiones aparcados en un estacionamiento.
Cuando por fin se detuvo, Abigail se sentía desorientada.
Y comprendió que estaban del revés.
Se llevó una mano a la frente y notó que tenía algo húmedo en una ceja. ¡Estaba sangrando! Al menos eso explicaba el repentino dolor de cabeza que sufría. Miró a Jess de reojo para ver si estaba bien. Al igual que ella, tenía una herida en la sien y le sangraba la mano izquierda. Aparte de eso, no tenía más heridas. Choo Co La Tah parecía el menos perjudicado. Había apoyado una mano en el techo del coche para evitar quedar colgado por el cinturón de seguridad, que era lo que le pasaba a ella.
La gravedad era una putada en esos momentos.
Sasha gruñó mientras forcejeaba con el cinturón de seguridad.
—Creo que voy a vomitar una bola de pelo.
Jess soltó un suspiro frustrado mientras intentaba quitarse también el cinturón.
—No puedes. Eres un cánido.
—Eso se lo dices a la bola de pelo que tengo en el estómago.
A Jess se le resbaló la mano mientras intentaba liberarse y soltó un taco.
—Supongo que ahora te alegras de que te obligara a abrocharte el cinturón, ¿verdad, don Yo-me-teletransporto-antes-de-que-algo-nos-golpee?
Sasha gruñó.
—Cierra el pico, gilipollas —replicó, mirándolo furioso—. Me habría teletransportado fuera del coche, pero no quería arriesgarme a que me golpeara, porque estaba dando vueltas. ¡Joder con las leyes del Retis!
Abigail quería preguntarle a qué se refería, pero no le dio tiempo ya que la sangre ardiente seguía lloviendo sobre ellos. Olía a gasolina. Si el Ford Bronco no estaba ardiendo, era cuestión de minutos que lo hiciera.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Jess al tiempo que rompía el parabrisas de una patada.
Sasha desapareció en ese instante.
Abigail intentó desabrocharse el cinturón de seguridad, pero la hebilla se había roto durante el accidente.
—No me gustan los tópicos femeninos, pero resulta que estoy atrapada.
—¿Dónde está Sasha? —quiso saber Jess.
La respuesta les llegó a través de la ventanilla de Abigail.
—Recibiendo una paliza mientras intenta quitaros a este gilipollas de encima. Cuando te apetezca ayudarme, puedes salir, Jess.
El aludido resopló al escuchar el sarcasmo mientras cortaba el cinturón, tras lo cual acabó golpeándose contra el techo del coche.
—Haz lo que sea para mantenerlo ocupado.
—Tranquilo. Parece que le gusta usar mi cara como saco de boxeo. Pero después necesitaré que me ayudéis a encontrar los dientes.
Abigail vio a Sasha golpearse contra el suelo. ¡Eso debía de haberle dolido! Su expresión se tornó letal justo antes de ponerse en pie, y después desapareció de su vista.
Choo Co La Tah parecía extrañamente tranquilo mientras el olor a gasolina aumentaba. A ella le costaba trabajo respirar. Era difícil hacerlo con el cinturón de seguridad clavado en el pecho.
—¡Chicos! —gritó Sasha—. Creo que os conviene salir del coche ahora. Las llamas se están extendiendo por los bajos.
Abigail oía cómo crepitaban las llamas y sentía su calor.
«Voy a morir», se dijo.
Sin embargo y aunque no lo entendía, no tenía miedo. Era algo sorprendente. Porque también se sentía muy serena. Como si parte de su persona ansiara morir.
Jess se tendió de espaldas y comenzó a golpear frenéticamente el parabrisas con el pie.
—Joder. Si ya se ha hecho pedazos, ¿por qué no se suelta? —decía, enfatizando cada palabra con una patada.
En ese momento se oyó una especie de silbido y al cabo de un instante el parabrisas cayó. Jess se acercó a ella.
Abigail meneó la cabeza.
—Saca primero a Choo Co La Tah.
Jess titubeó.
—No —masculló Choo Co La Tah—. Libérala. Yo saldré dentro de un segundo.
Abigail vio que los ojos oscuros de Jess la miraban con indecisión.
—Él es más importante que yo.
«Para mí no lo es», pensó Jess. Apenas si logró morderse la lengua para no pronunciar las palabras en voz alta. Le espantaba la idea de que Abigail sufriera más. No soportaba verla atrapada y sangrando. Despertaba recuerdos en él que no comprendía.
No eran recuerdos de Matilda. Se trataba de otra cosa: reminiscencias de un momento y de un lugar que desconocía.
Sin embargo, era el rostro de Abigail el que veía.
Su cabello negro y su sonrisa descarada mientras le hacía un gesto con un dedo para que la siguiera.
«Siempre vendré a por ti, Kianini. Nada podrá mantenerme separado de ti.»
Ella se echó a reír mientras lo abrazaba y lo miraba con los párpados entornados.
«Y yo jamás te abandonaré, corazón. Siempre seré tuya.»
Recordó esas palabras como si se las susurrara al oído.
—Libérala.
Jess tardó un instante en asimilar la orden de Choo Co La Tah, pronunciada en una lengua que no había oído nunca, pero que había comprendido.
Parpadeó varias veces y se dispuso a obedecerlo mientras el Guardián salía por el hueco dejado por el parabrisas.
Abigail se enfrentó a la mirada decidida de Jess, y el horror que vio en sus ojos le dejó bien claro que se les agotaba el tiempo. El rugido de las llamas resultaba ensordecedor. Y lo peor era el olor a gasolina, tan fuerte que le saturaba las fosas nasales y le dificultaba respirar.
Ajeno al peligro, Jess intentaba cortar el cinturón. Se oyó un chasquido metálico, una especie de explosión.
Les quedaban segundos. Pero los esfuerzos de Jess la conmovieron.
Lo que hacía era una locura, pero la conmovió.
Colocó una mano sobre la suya para detenerlo.
—Vete. No es necesario que muramos los dos.
Él se llevó su mano a los labios y le besó los nudillos.
—No pienso dejarte. Si vas morir, moriremos los dos.
—No seas tonto, Jess.
—La inteligencia no es algo que caracterice a mi familia —se burló él, y siguió cortando el cinturón—. La locura suicida, sin embargo…
—¿Es congénita?
La miró con una sonrisa.
—Échate hacia atrás.
El coche protestó bajo el asalto de las llamas justo cuando el cinturón cedía.
Jess la abrazó con fuerza y se demoró un segundo para disfrutar de su contacto y besarla en una sien antes de sacarla del coche.
Acababan de salir del Ford Bronco cuando este estalló como si fuera un castillo de fuegos artificiales. Las llamas se elevaron hacia el cielo oscuro mientras caía sobre ellos una lluvia de trozos de metal. Jess se tumbó sobre Abigail para protegerla. Bajo su peso, ella apenas podía respirar. Sin embargo, le agradecía mucho el gesto. Su único deseo era que no acabara herido.
En cuanto sus ojos se encontraron, Jess se quedó de piedra: ella lo miraba con adoración, y eso le robó el aliento. La vio levantar una mano para acariciarle una mejilla. La calidez de su roce lo puso a cien.
De repente, se oyó un rugido ensordecedor que rompió el hechizo y lo distrajo.
Abigail volvió la cabeza al mismo tiempo que lo hacía él y jadeó al ver a Choo Co La Tah, a Ren y a Sasha enzarzados en una cruenta lucha con el ser más asqueroso que había visto desde que Kurt intentó cortarle el pelo a Hannah cuando eran pequeños.
La criatura era negra, muy alta y delgada, y sus miembros se parecían a las patas de una araña, si bien se retorcían como tentáculos. Fuera lo que fuese, blandía los miembros como un látigo con el que atacaba a sus oponentes. Se movía tan rápido que era difícil de seguir con la vista. El hecho de que sus amigos pudieran plantarles cara a esas nuevas criaturas dejaba patente que sus habilidades eran impresionantes.
Jess se apartó de ella y corrió a unirse a la lucha.
Abigail rodó para poder ponerse en pie con la intención de reunirse con ellos, pero antes de que pudiera moverse y de que Jess llegara hasta sus amigos, Ren apareció delante de ellos.
—Retrocede.
Jess negó con la cabeza.
—No podemos permitir que Choo Co La Tah acabe herido.
—Él es prescindible, Jess. Abigail y tú no lo sois.
Las noticias dejaron alucinada a Abigail.
Jess frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—¡Obedécelo! —gritó Choo Co La Tah mientras derrotaba a una criatura, cuyo lugar fue ocupado por otra—. Tenéis que sobrevivir.
Jess quería discutir, pero la verdad era que prefería proteger a Abigail. De modo que decidió obedecerlos.
—¿Qué son esas criaturas? —le preguntó ella cuando volvió a su lado.
—Un cuento bueno que acabó retorcido.
—¿Cómo?
Ren apartó de una patada a la criatura contra la que estaba luchando.
—Son Tsi-nook.
Lo dijo como si ella debiera conocerlos.
—Ren, no te entiendo. ¿Qué son los Tsi-nook?
Nadie le contestó, puesto que todos estaban muy ocupados luchando. Aunque derrotaban a algunos oponentes, no parecían estar ganando.
Abigail detestaba sentirse tan vulnerable. No sabía contra lo que se enfrentaba ni tampoco sabía si debía sacarles los ojos o patearles las rodillas. No obstante, dudaba mucho que tuvieran rodillas.
—Vale, me da igual lo que sean. ¿Cómo los matamos?
—Luchando con habilidad, niña. Con mucha habilidad —dijo Choo Co La Tah quitándose el brazalete con plumas del brazo.
En cuanto lo desenrolló, se convirtió en un báculo casi tan alto como él. Usándolo a modo de arma, atacó a la criatura que estaba más cerca de él. Sin embargo, no funcionó. Solo logró enfurecerla más. El tsi-nook cayó al suelo de espaldas. O al menos eso pensaba Abigail. Porque su cuerpo estaba tan retorcido que era imposible saberlo.
En cuanto tocó el suelo, logró verle la cara con claridad. Por extraño que pareciera, era como una máscara de madera, con surcos profundos y un par de ranuras por ojos, que no parecían tener párpados. De hecho, ni siquiera parpadeaba.
En resumidas cuentas: eran un espanto.
Como si hubiera percibido lo que pensaba de ellas, la criatura la miró y soltó un estridente alarido. Al parecer, en su lengua se usaba para llamar la atención, porque, nada más soltarlo, el resto de sus congéneres se detuvieron y se volvieron para mirarlos a Jess y a ella.
Nunca era una buena señal acabar convertido en el centro de atención, y en ese instante se sintió como Carrie en la fiesta de graduación. O más bien como un bistec en una perrera…
El miedo la invadió de golpe y le puso el corazón a doscientos.
Los Tsi-nook comenzaron a moverse hacia ella con una velocidad aterradora. Jess se adelantó para enfrentarse a ellos, pero pasaron por su lado y siguieron avanzando a toda pastilla…
Hacia ella.
Abigail puso abrió los ojos de par en par al comprender que los demás no les interesaban. Ella era el objetivo.
El único objetivo.
«¡Mierda!», pensó.
Se preparó para la lucha.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.
Había muchísimos Tsi-nook y ella estaba sola. Sola. Aunque era muy noble actuar con valentía, resultaba absurdo cometer semejante suicidio. Luchar contra todos esos oponentes sin contar con un arma y sin saber cómo podía matarlos superaba la categoría de «noble» y entraba de lleno en la de «ridículo».
De modo que hizo caso a su instinto y huyó. Corrió hacia el desierto lo más rápido que pudo.
Jess se quedó petrificado al ver que los Tsi-nook se lanzaban a por Abigail. El miedo se adueñó de él al tiempo que lo veía todo rojo. Durante un segundo volvió a ser mortal, pero la sensación desapareció al instante.
—Ah, no, ni hablar.
Sus poderes surgieron como hacía años que no lo hacían. Se sintió más fuerte que nunca. Algo se había roto en su interior para dejar paso a lo que solo podía catalogarse como su guerrero interior. Un guerrero que había derramado la sangre de los Tsi-nook.
Nadie le haría daño a Abigail.
Fue tras las criaturas. A medida que se acercaba, vio que los ojos de Abigail volvían a ser rojos. El demonio la estaba poseyendo otra vez.
Algo que podía ser bueno.
O muy malo.
Puesto que los Tsi-nook se alimentaban de los humanos, al igual que los daimons, tal vez no quisieran ni oler a un demonio gallu. Sin embargo, si actuaban como la nueva generación de daimons, alimentarse de su alma podría aumentar sus poderes y fortalecerlos.
Fuera como fuese, él no pensaba arriesgarse. De ninguna de las maneras.
Buscó en su interior con la intención de recurrir al único poder que evitaba usar por todos los medios. Un poder tan fuerte y tan doloroso que después desearía estar muerto.
Pero antes, conseguiría salvar las vidas de los demás.
Cerró los ojos y conjuró un rifle. Pero no era un rifle cualquiera. Era el que le había hecho tan famoso: un Winchester de 1887 con palanca de carga y capacidad para cinco balas. Aunque esa noche sus poderes se asegurarían de que tuviera munición de sobra.
El olor a sangre saturaba sus sentidos. Siempre le sangraba la nariz cuando usaba ese poder, uno de los motivos por los que nunca recurría a él. Por eso y por el terrible dolor de cabeza que le provocaba después. Y eso que supuestamente los Cazadores Oscuros no padecían migrañas…
Sin embargo, si usándolo salvaba a Abigail, merecería la pena.
Abigail se quedó petrificada al ver que Jess se acercaba con determinación. El viento del desierto agitaba su gabardina negra, apartándola de su musculoso cuerpo. La mirada asesina y la expresión letal de su apuesto rostro dejaban bien claro que los Tsi-nook no tendrían muchas oportunidades de sobrevivir. Ese no era el hombre cariñoso que le había hecho el amor en el reducido interior del Audi. Ni tampoco el bromista que le tomaba el pelo a la menor oportunidad.
Era el asesino feroz y cruel que había dejado a su paso cientos de muertos y una leyenda tan aterradora que llevó a un alguacil a entregar su placa antes que requisarle el caballo.
Y esa historia sí era cierta.
Jess solo tenía diecisiete años en aquel entonces.
Con razón su compañero le había disparado por la espalda. Dudaba mucho de que alguien fuera capaz de enfrentarse cara a cara con esa versión de Jess Brady. Incluso ella sentía escalofríos y se le había puesto de punta el vello de los brazos y de la nuca. Aunque estaba segurísima de que no le haría daño, tampoco le apetecía ponerlo a prueba.
Sin aminorar el paso, Jess amartilló el rifle mientras se lo llevaba al hombro, apuntó e hizo pedazos a la criatura que se encontraba más cerca de ella.
Abigail dio un respingo al oír el ensordecedor disparo seguido de un agudo alarido. La sangre del tsi-nook la cubrió por completo. Se puso tensa, ya que no sabía si esa sangre tendría algún efecto sobre su piel. Por suerte, no pasó nada.
Antes de que pudiera respirar siquiera, Jess disparó por segunda vez y siguió haciéndolo, abatiendo a todas las criaturas que la perseguían. Sus chillidos reverberaron a su alrededor hasta que el silencio reinó en el desierto, acallándolos para siempre.
Y en ese momento Jess la apuntó a la cabeza.
Ella abrió los ojos de par en par, paralizada por el terror.
«¿Y ahora qué hago?», se preguntó.
¿Por qué quería matarla a esas alturas? Miró fijamente el cañón, negro y aterrador, y comprendió lo que debieron de sentir todas las personas que había matado.
«No lo hagas», quiso decir, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
Jess disparó con una expresión cruel en el rostro.
Abigail contuvo el aliento al oír el disparo, a la espera del dolor y del impacto que la tiraría al suelo. En cambio, no sucedió nada.
No hubo dolor. No hubo impacto alguno.
Jess siguió avanzando hacia ella, y volvió a apuntar. Después de que disparara de nuevo, por fin comprendió que ella no era el objetivo, sino que estaba disparando a algo que se encontraba más lejos.
Gracias a Dios que no se había movido. De haberlo hecho, tal vez sí la habría matado.
No dejó de disparar hasta llegar a su lado. En ese momento soltó el rifle y escrutó la oscuridad para asegurarse de que no quedaban más criaturas.
El viendo silbaba a su alrededor y en la distancia se oyó el aullido de un coyote. Para ser sincera, Abigail se sorprendía de ser capaz de oír algo después de todo lo que había pasado.
—¿Ese es nuestro amigo? —le preguntó a Jess.
—No. —Él ladeó la cabeza y olisqueó el aire como lo haría un licántropo en busca de un rastro—. Son cazarrecompensas.
—¿Cómo dices?
Los dolorosos recuerdos lo llevaron de vuelta a su adolescencia. Tenía quince años y, como en ese momento, el viento resultaba gélido. Sin embargo, solo él podía sentirlo. Bart lo había dejado escondido en una pequeña cueva situada en la falda de una colina en Arizona. Los perseguía una partida organizada por el sheriff y Jess solo tenía un puñado de balas.
Estaba dormido y, de repente, se despertó con el corazón desbocado. Mientras intentaba conciliar de nuevo el sueño, percibió en el aire un hedor que desafiaba cualquier explicación.
El mismo hedor que olía en ese momento. Miró a Choo Co La Tah.
—¿Qué está pasando?
—Debemos llegar al Valle del Fuego. Rápido. Coyote está perdiendo la paciencia.
Sasha se detuvo frente a ellos, con los brazos en jarras.
—Coyote tiene a los suyos. —Señaló con la barbilla los cadáveres de las criaturas—. Muchos, por lo que veo. ¿Qué narices son esas cosas contra las que hemos luchado?
Abigail agradeció la pregunta del lobo.
—Gracias por preguntar —dijo—. A mí también me picaba la curiosidad.
Jess no contestó, pero su mirada buscó la de Choo Co La Tah.
—¿Qué hay ahí fuera?
—Me haces una pregunta cuya respuesta conoces. Y sí, te han perseguido antes… muchas veces.
Ren suspiró y dijo:
—Son criaturas que adoptan distintas formas y que perdieron una apuesta contra Coyote. Ahora son sus cazarrecompensas.
—¿Son como tú? —quiso saber Abigail.
Ren negó con la cabeza.
—No. Esas criaturas son lo peor de lo peor. El mal engendrado. —Se volvió hacia Jess para decirle—: Ese es el hedor que percibes. No hay nada igual.
Sasha gruñó.
—¿Qué poderes tienen?
—Pueden seguir un rastro tan bien como tú. Tal vez mejor. Pueden cambiar de forma, pero siempre y cuando cuenten con pelo o pluma del animal en el que quieran convertirse. Y, además, poseen una fuerza sobrehumana.
Choo Co La Tah asintió con la cabeza y añadió:
—Y una halitosis tan terrible que podría derribar un edificio.
Genial. Simplemente genial. Jess se estaba cansando de que lo persiguieran.
—Entiendo que esta noche nos atacasen, pero recuerdo que también me perseguían cuando era humano.
Sasha silbó.
—Vamos a dejar los porqués para más tarde y a centrarnos en lo importante. ¿Qué narices son las criaturas que yacen destrozadas en el suelo? Soy griego, por si se os ha olvidado. Y esto me suena a… a chino. Vamos, que no me entero de nada. Necesito contar con información por si tenemos que enfrentarnos a estas cosas otra vez. Es evidente que los rifles son efectivos. ¿Qué más?
Jess se apoyó el Winchester sobre un hombro.
—El término exacto es tsi-nook. Tsi-nook, en plural. No hay que confundirlos con la nación chinook, porque no tienen nada que ver. En resumen, son nuestra versión de los daimons.
—¿También los maldijo Apolo?
Jess resopló al escuchar la irreverente pregunta de Sasha.
—No. Eran humanos que cometieron crímenes tan atroces y espantosos que los vientos invernales transformaron sus corazones en hielo. Ahora se alimentan de almas humanas.
—Y son una de las plagas de Serpiente —añadió Ren—. Lo que significa que Coyote y él están más decididos que nunca a encontrar las jarras de Oso Viejo.
Sasha asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Ahora la pregunta del millón. Escuchadme bien, pringaos: ¿cómo los mato? Porque, no os ofendáis, lo he intentado y me han dado para el pelo. Me ha dolido y mi ego ha salido un pelín perjudicado. Mi único consuelo es que no lo ha presenciado nadie a quien tenga que ver todos los días. No entiendo por qué queríais que os acompañara si soy tan útil como una verruga en el trasero de Artemisa.
Choo Co La Tah sonrió mientras escuchaba los reproches de Sasha. Después disolvió el báculo hasta convertirlo nuevamente en el brazalete, que procedió a colocarse otra vez en la muñeca.
—Es muy sencillo, lobo. Se matan igual que a un daimon. Solo tienes que atravesarles el corazón para quebrar el hielo. Mueren al instante. Tal como has visto hacer a Sundown, el disparo de un rifle les destroza el corazón y acaba con ellos.
Sasha miró a Jess con los ojos entrecerrados.
—¿Y tú por qué lo sabías, vaquero?
—No lo sabía. Pero una bala del calibre doce disparada a la cabeza a o al corazón tumba cualquier cosa que se te ponga por delante. Y si no lo hace, date la vuelta y sal pitando.
Abigail se cruzó de brazos y comenzó a mover rítmicamente los dedos de una mano sobre un bíceps.
—Por cierto, tienes que contarme de dónde has sacado ese rifle si no estaba en el coche. —Lo miró de arriba abajo con una expresión que le hizo dar un respingo—. Me has estado ocultando cosas.
«Socorro», pensó Jess.
¿Cómo era posible que lo asustara más ella, un suspiro de mujer, que los Tsi-nook?
—Esto…
—¿Qué ha sido eso?
Todos se volvieron al oír la pregunta de Sasha, que estaba escrutando la oscuridad.
Jess frunció el ceño.
—¿El qué?
Ren retrocedió, como si él también lo hubiera oído.
—Debemos irnos.
Sasha hizo un gesto hacia los humeantes restos del Ford Bronco.
—¿Cómo? ¿También eres capaz de convertirte en una golondrina africana o qué?
Choo Co La Tah frunció el ceño.
—¿Una golondrina africana? ¿De qué estás hablando?
—Venga ya, seguro que habéis pillado la referencia a los Monty… Python… —Sasha guardó silencio al recordar quiénes conformaban su audiencia—. Da igual.
Jess se frotó el mentón.
—Tiene razón. Está demasiado lejos para ir andando, y los únicos que pueden llegar de otro modo son ellos dos.
Choo Co La Tah señaló hacia el aparcamiento donde se encontraban los camiones.
—¿Nos serviría uno de esos?
Jess consideró la idea.
—Es posible que alguno tenga las llaves puestas. Vamos a echar un vistazo.
Abigail caminó en el centro de los cuatro hombres, atenta a un posible ataque. Estaba tan oscuro que apenas veía. Las estrellas quedaban ocultas por una nube baja que creaba una sensación agobiante y siniestra. O tal vez no se debiera a la nube, sino al hecho de saber lo que la perseguía.
Sin pensar en lo que hacía, extendió un brazo en busca de la áspera mano de Jess. Él entrelazó sus dedos, y el gesto provocó en ella una agradable sensación pese al gélido aire del desierto. Su proximidad le dio fuerzas y deseó no verse obligada a llevar a cabo lo que debían hacer.
Deseó poder encontrar algún modo de poner fin a esa pesadilla y retomar una vida normal.
«Tu vida nunca ha sido normal.»
Cierto. Pero ansiaba una vida normal por primera vez. La ansiaba cuando ya era demasiado tarde para intentarlo. Estaba muerta y enterrada.
Su vida había acabado, pasara lo que pasase. Si sobrevivía gracias a algún milagro, y convencía a Choo Co La Tah de que no la sacrificara a los espíritus ofendidos por su comportamiento, estaba convencida de que los Cazadores Oscuros la matarían por lo que había hecho.
No había esperanza. Ninguna.
«¿Cómo he podido llegar a fastidiarla de esta forma?»
De la misma manera que lo hacía todo el mundo: escuchando a las personas equivocadas; confiando en las cosas equivocadas y esforzándose para conseguirlas y descubrir, demasiado tarde, que no debería haber albergado tanto odio.
«Qué idiota soy.»
Jess se detuvo al llegar a los camiones. Abigail y él inspeccionaron el más cercano en busca de las llaves mientras el resto del grupo se separaba para hacer lo propio con los demás vehículos.
Ninguno encontró nada.
—¡Eh! —gritó Sasha al cabo de un minuto—. Este no tiene las llaves, pero está abierto. ¿Alguien sabe hacer un puente?
Ren lo miró, sorprendido.
—¿No puedes usar tus poderes para ponerlo en marcha?
Ofendido, Sasha lo miró de arriba abajo.
—¿No puedes hacerlo tú?
Abigail levantó las manos.
—Apartaos, chicos. Yo tengo el poder maligno que necesitamos.
Jess sonrió mientras ella se subía a la cabina y desaparecía bajo el salpicadero.
—Mi señora aquí presente es la mar de habilidosa —dijo, imitando la irreverencia de Sasha.
Sin embargo, recuperó la seriedad al instante, en cuanto comprendió lo que había hecho.
La había reclamado para él. En público. Pero eso no era lo que lo había dejado pasmado: estaba sorprendido porque realmente sentía eso por ella. Abigail formaba parte de él. Aunque se conocían desde hacía muy poco tiempo, había superado sus defensas y se había colado en su corazón.
La simple idea le resultó aterradora.
No pensaba llamarlo amor.
¿Verdad?
No era lo mismo que había sentido por Matilda ni por asomo, y sin embargo reconocía ciertas similitudes que lo hacían dudar. ¿Cuándo descubrió que quería a Matilda?
El día que comprendió que no podía vivir sin ella.
Bart le había dicho que deseaba cambiar de aires, que era hora de buscar una nueva base de operaciones. Por regla general, él habría hecho el equipaje a toda prisa y en un par de horas habría estado listo para montar. En cambio, al pensar que jamás vería de nuevo a Matilda había sentido un dolor desgarrador; un dolor tan insoportable que lo había dejado postrado de rodillas.
Nada le había provocado una emoción tan intensa desde entonces.
No hasta que vio a los Tsi-nook persiguiendo a Abigail.
«Daría mi vida por ella», reconoció. Hacerlo fue como si le dieran un puñetazo en el mentón. Porque eso era lo que sentía. Abigail ostentaba un poder sobre él que Matilda nunca había tenido.
«Lo llevo muy crudo.»
El motor del camión cobró vida, sobresaltándolo de sus reflexiones.
Parpadeó varias veces y vio que los demás lo miraban como si le hubiera salido una segunda cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó a la defensiva.
Sasha resopló.
—En mi vida había visto a alguien tardar tanto en responder a una pregunta. Es como si te hubieras perdido dentro de tu cabeza. ¿Necesitas un trocito de pan o algo, colega? —Hizo un sonido como si estuviera llamando a su perro—. Ven aquí, toma, bonito. Toma.
Jess lo apartó de un empujón.
—¡Cállate! ¿Qué me has preguntado?
Sasha se dio una palmada en la frente y gimió.
—¿En serio? Menos mal que no te he dicho que te pusieras a cubierto porque nos atacaban.
Jess estaba a punto de replicar cuando lo interrumpió la voz frenética de Abigail:
—Caballeros, tenemos compañía.