—Jess, que sepas que como de repente entre algo en casa mientras tú no estás y me coma, te sentirás fatal. Es lo que pasa en las películas y en los libros. Lo sabes muy bien. El mejor amigo del protagonista y la novia siempre acaban secuestrados, torturados o las dos cosas por los malos que los persiguen.
Jess se frotó la frente en un intento por aliviar la migraña que le estaba provocando Andy. Aunque los Cazadores Oscuros no sufrían migrañas, su escudero era capaz de poner dicha teoría a prueba.
O bien era por su culpa…
O bien tenía un tumor.
Claro que tampoco se veían afectados por los tumores.
Entonces ¿qué era ese dolor palpitante que no lo dejaba tranquilo?
Andy, definitivamente.
Jess suspiró.
—Tienes razón, chaval. Así que te irás al Casino Ishtar y Sin hará de niñera hasta que yo vuelva. Así nos aseguraremos de que no te pasa nada malo.
Sus palabras hicieron que su escudero se pusiera colorado por la indignación. Impresionante, la verdad. Si fuera una tetera, estaría silbando como una loca.
—Puedo cuidarme solo.
—Pues según lo que acabas de decir…
—Jess, tenemos un problema —dijo Ren entrando en la cocina, tan colorado como su escudero.
Verlo así hizo que Jess tuviera un mal presentimiento.
—¿Qué pasa?
—Abigail se ha ido.
Eso era lo último que esperaba escuchar.
—¿Qué has dicho?
Ren asintió con la cabeza.
—He bajado al sótano, pero no hay ni rastro de ella. Debe de haberse escabullido mientras nos preparábamos. ¿A quién se le ocurre tener una casa tan grande? En serio, tíos, ¿era necesario tanto espacio?
Andy resopló.
—Intenta encontrar en Las Vegas una casa que no esté encantada, que sea lo bastante grande para alojar más de doce caballos, que además tenga un sótano y que esté disponible para mudarse en dos semanas. Creo que obré un milagro al dar con ella, la verdad.
Jess soltó un taco, sin hacer caso al mosqueo de Andy. Tanto sus poderes como los de Ren seguían debilitados y sabía que él era el único culpable de que Abigail se hubiera escapado. Debería haberla vigilado más estrechamente. ¿Cómo podía haber olvidado que en realidad era una prisionera a la que intentaban sacrificar?
Joder, él también habría salido por patas.
Andy los miró con una ceja enarcada.
—¿Por qué os asustáis tanto? Si ha cogido uno de tus coches, y estoy seguro de que lo ha hecho, podremos rastrearla.
Jess frunció el ceño.
—¿Ah, sí?
—Pues sí, vaquero, todos los coches llevan un GPS incorporado, así es como te tengo localizado en todo momento. Por si acaso. —Andy se acercó al monitor conectado a las distintas cámaras de seguridad y eligió la del garaje. Acto seguido, soltó un taco todavía peor que el que había soltado Jess poco antes—. No ha cogido ninguno tuyo; esa zorra tiene clase. Ha cogido mi Audi R8 Spyder.
Jess gruñó, furioso.
—Cuidadito con insultar, chaval. Estás hablando de una dama.
Andy rezongó algo, refutando dicha afirmación.
—No pensarías lo mismo si se hubiera largado en uno de tus apestosos caballos.
Ren se cruzó de brazos.
—¿Lleva GPS?
—Por supuesto —contestó Andy, indignado—. Es mi tesoro. Incluso puedo detener el motor a distancia.
—Pues hazlo.
Andy parecía horrorizado por la idea de Ren.
—¿Estás loco? ¿Y si alguien choca contra él cuando se detenga? ¡Estuve un año en la lista de espera para conseguirlo! Lo fabricaron siguiendo mis indicaciones. Es el epítome de la ingeniería alemana. Incluso pagué un poco más por la pintura. No voy a arriesgarme a que lo abollen ni de coña. Ni mucho menos, y Dios no lo quiera, a que lo destrocen.
Jess puso los ojos en blanco al escuchar la rabieta de su escudero. Si seguía así, volvería a ponerle pañales.
—Tú vas por aire —le dijo a Ren—. Yo cogeré una moto. —Miró a Andy y le dijo—: Y tú…
Andy alargó un brazo y le enseñó su teléfono móvil.
—Tengo una aplicación. Puedo rastrearla, recuperar mi coche y darle a Abigail una buena tunda… en ese orden.
Jess se habría reído si el destino del mundo no dependiera de que encontrasen a Abigail. Meneó la cabeza y se dirigió al garaje para coger su Hayabusa roja. Era la moto más rápida que tenía. Además, se sincronizaría con la aplicación de rastreo que Andy tenía instalada en el móvil. Benditos fueran los escuderos y sus juguetitos.
Tras coger de la estantería un casco y las llaves, subió en la moto sin pérdida de tiempo. Mientras la puerta del garaje se abría, sincronizó el teléfono. En cuanto se realizó la conexión, salió quemando rueda, si bien tuvo que agacharse porque la puerta no se abría tan rápido como le habría gustado.
Activó la verja de entrada con el teléfono y la atravesó antes de que se hubiera abierto del todo. Una vez en la calle, puso rumbo al sur. Lo mejor del dispositivo de rastreo era que le informaba de la velocidad que llevaba el coche. Abigail no parecía ir muy rápido. Seguramente se creía libre y no quería llamar la atención de la policía. Chica lista.
Claro que eso no impediría que diera con ella.
Abigail se arrepintió de haber elegido aquel coche mientras intentaba sortear el tráfico. Aunque había pensado que el Audi, con su motor V10, sería rápido, se había equivocado de parte a parte. La gente la obligaba a ir más despacio o incluso la detenía para poder fotografiar el coche con los teléfonos móviles. ¡Por el amor de Dios! En la vida había presenciado nada semejante.
Le daban ganas de gritar: «¡Oye, que solo es un coche con cuatro ruedas, como todos los demás!».
En la vida entendería cómo era posible que una persona se enamorara de un trozo de metal que servía para viajar.
¿Cómo lograba Sundown moverse por la ciudad si llamaba tanto la atención? Era de lo más frustrante. Nunca había estado en un coche que atrajera tanto tráfico y tanto público.
—Debería haber cogido algo más normalito —se dijo.
Por desgracia, sus opciones habían sido un Ferrari, una camioneta Ford vintage de los años cuarenta, un Gator y el Audi, que era el único con permiso de circulación en regla y también el único con caja de cambios automática, porque las marchas manuales no eran lo suyo. El resto eran motos, y puesto que nunca había conducido una, no quería que su intento de huida se convirtiera en su primera clase. Con la suerte que tenía, habría chocado contra algo en la misma avenida de entrada a la casa.
El corazón le latía desbocado cada vez que miraba el retrovisor, temerosa de que Sundown la siguiera.
«Que no descubra que me he ido hasta dentro de un rato. Por favor.»
Al menos no hasta que hubiera tenido la oportunidad de desentrañar algunas verdades. No quería huir de lo que había hecho. Solo quería comprender sus recuerdos.
¿Quién le estaba mintiendo?
Detestaba sentirse tan confundida, porque siempre había tenido una meta clara en la vida: matar a Jess Brady.
En ese momento, sus emociones y sus recuerdos estaban tan enredados que no tenía muy claro que pudiese desenredarlos. Y por si no fuera suficiente con eso, también experimentaba un ansia feroz por…
No sabía qué era lo que ansiaba. La sangre demoníaca que le habían transfundido le estaba ocasionando todo tipo de problemas. A veces aguzaba sus sentidos y otras todo parecía normal.
«Cuidado con tomar el camino de la venganza.»
La voz que oía en su cabeza se parecía mucho a la de Sundown.
Acababa de pensar en él cuando en su mente se produjo una especie de relámpago. En ese momento vio el pasado con tal claridad que se quedó sin aliento.
Era Jess.
Abriendo de una patada la puerta de una antigua habitación. El fuego que chisporroteaba en la chimenea iluminaba el papel pintado de color azul que cubría las paredes. Un hombre se levantó de un brinco de una cama de estilo antiguo, armado con un revólver. Sin embargo, tan pronto como reparó en la cara de Jess, titubeó.
—Te maté…
La expresión de Jess era la de un asesino cruel. Feroz. Aterradora. Inquietante.
—Sí, me mataste, Bart. Pero te dije que volvería a por ti, hijo de puta. —Extendió los brazos en cruz—. Aquí me tienes.
Bart recuperó los reflejos y disparó las seis balas, que atravesaron el cuerpo de Jess. Los disparos dejaron un pequeño rastro de humo a medida que se le incrustaban en el pecho, pero no parecieron afectarlo. Ni siquiera sangró mucho.
Bart siguió apretando el gatillo a pesar de haber vaciado el tambor.
Jess soltó una risa malévola mientras atravesaba la estancia para arrancarle el revólver a Bart de las manos. Mientras, con la otra mano lo agarró por el cuello con tal fuerza que los ojos de Bart amenazaron con salírsele de las órbitas. El hombre se arrodilló en la cama y Jess lo acercó para poder mascullar en su cara:
—Aunque me mataste, podría haberlo pasado por alto. Pero no tenías derecho a violar a Matilda y a matar a su padre delante de ella, cabrón despreciable. Y por eso vas a morir. Ella es lo único decente que he conocido en la vida. Y voy a mandarte al infierno por haberle hecho daño. No tenías motivos para hacerlo.
Esperó hasta que Bart estuvo al borde de la muerte para soltarlo y dejarlo en el suelo. Mientras este intentaba respirar a duras penas, Jess se acercó al lavamanos situado en un rincón. Tras coger el aguamanil, le tiró el agua a la cara.
Completamente empapado, Bart empezó a toser y a escupir agua.
Jess le dio una patada para ponerlo boca arriba y le plantó un pie en el pecho. Acto seguido, estampó el aguamanil contra el suelo, haciéndolo añicos junto a la cara de Bart, que dio un respingo y cerró los ojos mientras los trozos de cerámica caían sobre él. Algunos se le quedaron trabados en el pelo.
—No pensarías que iba a matarte tan rápido, ¿verdad? —se burló Jess—. Vas a sufrir minuto a minuto, de aquí al amanecer, por lo que le hiciste a ella. Voy a provocarte todo el dolor que el pueblo de mi madre era famoso por infligir. Y cuando por fin te mate, me darás las gracias.
—¡Vete al infierno!
Jess resopló.
—Ya he estado allí, tú me mandaste. Ahora te toca a ti. Saluda al diablo de mi parte.
Abigail dio un respingo al oír el claxon de un coche. Parpadeó y se percató de que estaba a punto de chocar contra un camión. Dio un volantazo y regresó a su carril.
Se frotó la frente con la respiración entrecortada. ¿Por qué veía los recuerdos de Jess? Porque sabía perfectamente que eran los recuerdos de Jess. Eran demasiado detallados para ser imaginaciones suyas. Todavía se acordaba del olor que desprendía el fuego, mezclado con el aliento hediondo y el sudor de Bart.
Jess no había vendido su alma para vengarse por su muerte. La había vendido para vengarse por lo que le habían hecho a Matilda.
Se le nubló de nuevo la visión. Otra imagen pasó por su mente, pero esa era posterior a la primera, sucedida unos años después. Era medianoche y Jess se encontraba en lo que parecía el despacho de un abogado. Tras un escritorio de caoba, se sentaba un hombre peinado con la raya en medio y que lucía un pulcro mostacho. Llevaba un traje gris oscuro y un chaleco rojo brillante de brocado. Sobre su cabeza había un enorme reloj cuyo tictac molestaba muchísimo a Jess.
—Estoy quebrando un sinfín de reglas —le advirtió el hombre mientras le acercaba un papel a Jess por encima del escritorio—. Pero he hecho lo que me pidió.
—¿Está contenta?
El abogado asintió con la cabeza.
—Le he transferido otro medio millón a su cuenta para que pueda comprar la casa y la tierra que quiere. Ya tiene suficiente dinero para hacer lo que le apetezca durante el resto de su vida.
Un tic nervioso apareció en el mentón de Jess.
—No es suficiente. Siga entregándole el dinero anualmente tal como le dije. Quiero que su única preocupación sea qué vestido le sienta mejor.
El abogado señaló con la cabeza el papel que Jess tenía en la mano.
—Es la fotografía extra que le pedí al fotógrafo. Pensé que le gustaría conservarla.
El amor que se reflejaba en los ojos de Jess era inconfundible, pese a mantener una expresión estoica.
—¿Necesita algo más? —quiso saber.
—No —contestó el abogado—. Está casada con un buen hombre, el dueño de la tienda del pueblo.
Jess frunció el ceño, como si el abogado hubiera dicho algo malo.
—¿Pero…?
—Yo no he dicho que hubiera un pero —respondió el hombre.
—Por las noches se sienta en su ventana a llorar —comentó Jess en voz baja.
—¿Cómo sabe que…?
—Le estoy leyendo el pensamiento. —Jess tragó saliva—. Gracias, señor Foster. Por todo lo que ha hecho —añadió y luego caminó hasta la puerta y se puso el sombrero antes de marcharse.
Ya en el exterior, se guardó la foto en la chaqueta y entonces fue cuando Abigail vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Jess parpadeó para librarse de ellas, tras lo cual fue en busca de su caballo.
Abigail sentía su dolor como si formara parte de ella. Jess había querido a Matilda de verdad.
—¡Ya vale! —se reprendió.
Las cosas estaban alcanzando un punto ridículo. No quería ver a Jess. Mucho menos en ese momento. Tenía cosas más importantes que hacer.
Se dio unas palmadas en una mejilla para concentrarse de nuevo en la carretera que la llevaría a casa.
Jess soltó un taco al perder por completo el rastro de Abigail. La señal del GPS había desaparecido de buenas a primeras. Como si alguien la hubiera borrado.
¿Qué narices había pasado?
Estaba a punto de llamar a Ren cuando recordó que este había adoptado la forma de cuervo y no podría contestarle. De modo que llamó a Sasha, que lo cogió de inmediato.
—¿Diga?
—La he perdido —le soltó Jess sin más preámbulo—. ¿Puedes orientarme?
Sasha resopló.
—¿Sobre qué? ¿Sobre cómo adquirir una nueva personalidad? ¿Sobre la compra de un coche? Soy un lobo, vaquero, no un psicólogo.
El sarcasmo fue la gota que colmó el vaso.
—Scooby, ¿puedes rastrearla o es pedirte demasiado?
—Puedo hacerlo, pero en ese caso dejaría a Choo Co La Tah sin vigilancia. En cuanto vuelva el pajarraco, voy a buscarla.
—Vale —asintió Jess. Luego colgó mientras rezongaba sobre lo poco que le gustaban los katagarios en general.
Cambió de carril para adelantar a un Toyota que iba muy despacio y usó sus poderes para comunicarse con Ren. Nunca lo había intentado mientras su amigo estaba en forma de cuervo, así que no sabía si funcionaría. Aunque sus poderes comenzaban a recuperarse después de haber pasado todo el día al lado de Ren, todavía no se habían recargado por completo.
—Si me oyes, dime algo, pensó.
Por suerte, Ren contestó rápido.
—Te oigo.
Jess suspiró, aliviado.
—¿No sabrás por casualidad adónde ha ido Abigail?
—No. No puedo rastrear su olor y todavía no la he visto.
Sabía que era pedirle demasiado.
—Entonces necesito que cambies tu puesto con Sasha para que él pueda rastrearla.
—¿Por qué no funciona el GPS?
—Esa es la pregunta del millón. Ni lo sé ni sé a quién preguntárselo. De momento sigo en la misma dirección que llevaba ella y espero que no haya dado media vuelta.
—Vale. Me vuelvo ahora mismo. Sasha ocupará mi lugar lo antes posible.
Jess aminoró la velocidad e intentó usar sus habilidades para rastrearla. En realidad, carecía de ese poder en concreto, pero… A esas alturas estaba dispuesto a intentar cualquier cosa.
¿Por qué? Por el mal presentimiento que le decía que si no la encontrara pronto, le pasaría algo malo. No tenía nada que ver con la necesidad de llevarla al Valle del Fuego para salvar el mundo. Era algo totalmente distinto. Algo que la instaba a encontrarla con desesperación.
—Aguanta, Abby. Voy a por ti.
Abigail aminoró la velocidad al llegar a la sencilla casa que compartía con Hannah en Henderson. Dio un respingo cuando rozó los bajos del coche al enfilar la pequeña rampa de acceso al garaje. Ojalá Sundown no estuviera obsesionado con ese coche.
Porque a lo mejor acababa matándola después de todo.
Aparcó frente al garaje y se encaminó a la puerta principal. Sin embargo, a medida que se acercaba, una neblina rojiza parecía cubrirlo todo. Era como si llevara unas gafas de cristales rojos. Oyó de nuevo el extraño zumbido, el mismo que había escuchado mientras le hacían la transfusión de sangre demoníaca.
Como si estuviera escuchando el latido del mundo.
Meneó la cabeza y se obligó a seguir caminando.
—Kurt, si le pasa algo, te juro que jamás te perdonaré.
—Hannah, cierra la boca y siéntate.
Aunque sabía que Kurt y Hannah estaban dentro de la casa, Abigail los oía como si los tuviera al lado. Además, los veía sentados a la mesa con Jonah.
—Sabemos dónde vive Sundown —dijo Hannah—. ¿Por qué no podemos ir a buscarla?
Kurt torció el gesto.
—¿Estás loca? Entramos en la casa de un Cazador Oscuro y luego ¿qué? ¿Le decimos que nos la entregue?
Hannah alzó la barbilla con un gesto desafiante.
—Pues sí.
Jonah apartó la vista del portátil que tenía delante y puso los ojos en blanco.
—Estoy harto de oíros discutir. Saca a tu hermana de aquí mientras acabo de hacer esto.
Su voz…
Le recordó algo, pero no supo qué.
Kurt agarró a Hannah del brazo y la echó de la cocina a la fuerza. Tan pronto como se fueron, Jonah sacó su teléfono y marcó.
—Hola. Sabemos que está viva porque sigo registrando sus latidos en el ordenador. Sí, creo que es una buena señal que el Cazador Oscuro no la haya matado todavía.
Al oír esas palabras, Abigail sintió que la embargaba una extraña emoción. Le crecieron los colmillos. Era de nuevo el demonio, que reaccionaba al sentirse en ese lugar.
¿Por qué?
La emoción fue seguida por una rabia arrolladora. El demonio ansiaba beber la sangre de Jonah.
«No puedo hacerlo.»
Sin embargo, empezó a salivar. El cálido sabor de la sangre le inundó la boca, ansiando degustar la de otra persona. La neblina se tornó más brillante. Atravesó la puerta sin abrirla siquiera. Aunque no era consciente de que se estaba moviendo, se encontró en la cocina con Jonah.
Él alzó la vista y se quedó lívido. Soltó el teléfono, que golpeó el suelo.
—¿Qué pasa?
Abigail se relamió los colmillos.
«Pruébalo. Sabes que lo deseas…»
Por extraño que pareciera, así era.
Abigail extendió un brazo para agarrarlo por el cuello, pero Jonah se puso en pie de un brinco y se apartó de ella, tras lo cual comenzó a retroceder.
—¿Qué te han hecho, Abby?
Abby…
No, algo no iba bien. Algo…
De repente, se sintió atrapada en un torbellino. El viento la azotaba por todos lados, aullando y destrozándola. La cocina comenzó a girar a su alrededor mientras las imágenes pasaban de nuevo por su mente. Vio el pasado, el presente y un futuro repleto de horrores indescriptibles.
Pero lo que más claro vio fue… la noche que sus padres habían muerto. Y en esa ocasión supo por qué esa voz le había resultado familiar. En esa ocasión supo quién había estado con el supuesto Sundown.
—Tú estabas allí —dijo, acusando a Jonah con un dedo.
Él seguía frente a ella, boquiabierto.
—¿De qué estás hablando?
Abigail no contestó porque el demonio la devoró por completo. Sin ser consciente de lo que hacía, se abalanzó sobre Jonah y le clavó los colmillos en el cuello. En cuanto probó su sangre, supo la verdad.
Jonah era un daimon. Por eso el demonio que ella llevaba dentro quería aniquilarlo.
Las almas de sus víctimas aullaron en su cabeza conformando un coro ensordecedor y espeluznante. Ansiaban recuperar la libertad.
Y ella ansiaba sangre.
—¡Abby, para!
Reconoció la voz de Kurt, pero era incapaz de obedecerlo. No en ese momento, en el que estaba poseída por el demonio.
Kurt corrió hacia ella e intentó apartarla de Jonah. Abigail se volvió y siseó sin soltar al daimon, que a esas alturas lloraba suplicando clemencia.
No podía creerlo. ¿Después de haber matado a todas esas personas para sobrevivir tenía la desfachatez de suplicar clemencia? Semejante hipocresía la enfureció aún más.
—Cobarde —le susurró al oído—. Podrías haber salvado a mi madre y no lo hiciste.
Se había alimentado de su alma para seguir viviendo. ¡Al cuerno con él! La furia y el sufrimiento se aliaron en su interior de tal forma que fue un milagro que no lo despedazara.
En cambio, extendió un brazo en busca del puñal que Jonah siempre llevaba en la caña de la bota. Como si estuviera sucediendo a cámara lenta, vio que Kurt se lanzaba a por ella. Pero antes de que pudiera golpearla en la espalda, ella apuñaló a Jonah en el corazón.
El daimon jadeó antes de estallar en una nube de polvo dorado.
—¡No! —gritó Kurt, pero ya era demasiado tarde.
Jonah estaba muerto. Ella lo había matado.
Aturdida y mareada, Abigail clavó la vista en su mano. Estaba impoluta. No había ni rastro de sangre. No quedaba nada de Jonah, salvo el rutilante polvo que manchaba el suelo; unas motas iridiscentes como las alas de una mariposa bajo el sol estival.
Oyó las risas de las almas humanas mientras ascendían por fin al lugar que les correspondía. Pero, sobre todo, oyó su gratitud. Al menos las había salvado. Qué lástima que nadie hubiera hecho lo mismo por sus padres.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Kurt con los ojos desorbitados, como si no la reconociera.
En realidad, ni ella misma se reconocía.
—¿En qué me habéis convertido?
—Supuestamente debías ser más fuerte. Pero no… no… —Kurt gesticuló, desesperado—. No tanto.
De repente, Abigail percibió un extraño olor, parecido al azufre, pero más fuerte. Era…
—Tú también llevas sangre demoníaca —dijo, comprendiendo lo que quería decirle el demonio.
Kurt no lo negó.
—¿Qué querías que hiciera? Cumpliré los veintisiete dentro de unos meses. Al igual que tú, yo tampoco quiero morir. Al menos es mejor que matar a humanos.
«¿Ah, sí?», pensó ella.
Hannah apareció, procedente de la parte trasera de la casa, y la miró espantada antes de soltar un chillido.
Abigail se cubrió las orejas, incapaz de aguantar el dolor que le estaba provocando. Miró al que había considerado su hermano.
—Me mentiste. Todos me mentisteis. No me hablasteis de los daimons.
Kurt la miró con los ojos entrecerrados.
—No tenías por qué saber que existían.
Una respuesta muy poco acertada dadas las circunstancias.
—Me dijisteis que los Cazadores Oscuros eran nuestros enemigos.
—Y lo son. Nos persiguen y nos matan.
Las cosas no eran así de simples. Ya no. Jess tenía razón. Le habían mentido. La habían utilizado.
—No tenéis ni idea de lo que habéis hecho. No sabéis lo que habéis puesto en marcha.
«Por tus actos te recordarán», pensó, haciendo suyas las palabras de su madre.
«Me recordarán como la mujer que ocasionó el fin del mundo», se dijo.
Se sentía fatal. Perdida. Confundida.
Traicionada.
Kurt la agarró de un brazo.
—Abigail, escúchame. No somos tus enemigos. Te acogimos en nuestra casa cuando nadie más quiso hacerlo. Mis padres te criaron como si fueras de la familia.
Sin embargo, había algo más.
La verdad flotaba en los límites de su mente como un espectro al que no podía ver ni tocar. Solo sentía su presencia.
Lo miró, destrozada por los remordimientos.
—Ya no confío en vosotros.
Hannah se acercó a ella.
—Abby…
Se alejó a fin de evitar que la tocara.
«Tengo que salir de aquí», pensó.
Ya no quería estar en esa casa. Ya no era su hogar.
Era un infierno.
Había robado vidas inocentes. Había asesinado a un anciano Guardián. Su vida jamás sería la misma. No debía serlo. No después de lo que había hecho. Trastabilló hasta la puerta y salió. El cielo estaba cuajado de estrellas. Esa noche parecían mil veces más brillantes que de costumbre.
¿Por qué?
¿Por qué parecía tan hermoso cuando la realidad resultaba tan horrible? Debería ser un cielo tormentoso. Pero no lo era. El mundo parecía ajeno por completo a los horrores que estaban por llegar.
—Tengo que arreglar esto —susurró.
Tenía que arreglar las cosas antes de que fuera demasiado tarde.
Iría al Valle del Fuego con Choo Co La Tah.
Y allí moriría.