9

Abigail sintió que el corazón le latía más despacio mientras se sumía en una neblina oscura. Por su mente pasó una sucesión de imágenes. Vio de nuevo a sus padres. Los oyó reír.

De repente, se encontró siendo una niña, tirada en el suelo con Sundown, que la miraba con una sonrisa. Iba vestido con una camisa de color negro y unos vaqueros, llevaba el cabello más corto y estaba bien afeitado. Aun así, quitaba el hipo, sobre todo cuando sonreía.

—Abby, ahora te voy a enseñar lo que tienes que hacer: coge un cordón y forma una orejita y luego el otro la abraza y se mete por la cuevita. Así.

Lo observó maravillada mientras él le ataba la zapatilla de baile roja.

—No es una orejita, tonto, es un lazo.

La sonrisa de Sundown se ensanchó, pero no lo suficiente para enseñar los colmillos.

—Lo sé, pero vamos a fingir que lo es —susurró como si fuera un gran secreto.

—Ah —repuso ella mientras intentaba atarse la otra zapatilla.

—Tienes que buscarte a una mujer y sentar cabeza, Jess. Serías un padre estupendo.

Abigail vio el dolor que asomaba a los ojos de él al escuchar las palabras de su madre. La sonrisa de Sundown se desvaneció al punto y extendió el brazo para acercar más su sombrero, donde Abigail había metido sus Pequeños Ponis.

—No me va eso de sentar la cabeza. Eso es para gente como tú —aclaró él mientras le acercaba el sombrero a Abigail para que recuperara sus juguetes.

—Sí, pero no querrás envejecer solo, ¿verdad?

De niña, no se había percatado del tormento que había asomado a sus insondables ojos negros mientras las miraba a su madre y a ella. Pero, de adulta, vio los demonios que lo torturaban, y eso le provocó un nudo en el estómago. Lo observó pasar la mano por el ala del sombrero y tragar saliva antes de contestar:

—Créeme, Laura, hay cosas mucho peores en este mundo que envejecer solo.

Abigail levantó la vista, lo miró con los ojos abiertos de par en par y le preguntó:

—¿Como qué?

Sundown le regaló la sonrisa forzada con la que los adultos miraban a los niños cuando no querían compartir su dolor.

—Como los monstruos de las galletas que se cuelan por tu lado para robarte las galletas de chocolate mientras tú te atas los zapatos.

Fingió que iba a coger una de las galletas que ella tenía en el suelo, a su lado. Con un chillido, Abigail se abalanzó sobre su brazo para evitar que lo hiciera.

En ese momento, Sundown dobló el brazo y la pegó contra su pecho para abrazarla y levantarla. Con gran agilidad, se puso en pie y comenzó a darle vueltas.

—El avión, el avión, el avión —comenzó a chillar ella mientras Sundown giraba más deprisa.

Su madre los miraba con la boca abierta.

—Como no pares, vas a acabar perdido de galletas de chocolate, Jess.

Él se echó a reír.

—Valdría la pena por oírla reír.

Y Abigail lo hizo, se puso a reír y a chillar, encantada.

¿Cómo había olvidado lo mucho que había querido a ese hombre?

—¿Qué pasa aquí?

Sundown dejó de dar vueltas en cuanto la voz furiosa de su padre echó por tierra el alegre momento, pero la pegó contra su pecho mientras ella le suplicaba que siguiera. Tras darle unas palmaditas en la espalda para tranquilizarla, se enfrentó a su padre, que estaba fuera de sí.

—Estaba enseñándole a Abby a atarse los cordones.

Su padre se la arrancó de los brazos.

—Pero eso no es cosa tuya, ¿verdad?

Abigail vio la furia en los ojos de Sundown, pero él se encargó de ocultarla enseguida.

—Supongo que no.

Su madre dio un paso al frente.

—Vamos, cariño, Jess solo ha venido un momento antes de entrar a trabajar para felicitarme por mi cumpleaños.

Su padre miró a su madre con los ojos entrecerrados, y los clavó en la preciosa y reluciente mariposa de diamantes. Abigail extendió una mano para tocarla, pero protestó cuando su padre la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño. Chilló de dolor e intentó soltarse.

Su padre hizo oídos sordos a sus gritos.

—Un momento lo bastante largo para darte eso, ¿no crees? ¿Qué pasa? ¿Piensas que no puedo permitirme hacerte regalos así? ¿Es eso?

Su madre se quedó boquiabierta por la sorpresa y la rabia al tiempo que cogía a Abigail en brazos para tranquilizarla.

—¿Qué te pasa?

Jess se interpuso entre sus padres para poder protegerlas a su madre y a ella.

—Mira, Stan, no pretendía ofenderte. La mariposa es muy bonita y creí que le gustaría. Nada más. No era mi intención dejarte en mal lugar ni nada parecido.

Aunque Sundown le sacaba una cabeza a su padre, este lo empujó y obligó a su madre a alejarse de ellos. Abigail vio la expresión de pánico de su madre. Tal vez en aquel entonces ella no estuviera al tanto del brutal pasado de Sundown o de su condición de Cazador Oscuro, pero era evidente que podía aplastar a su padre y que en una pelea él saldría vencedor.

Su padre le dio otro empujón.

—Deja de venir a olerle las faldas a mi mujer cuando yo no estoy.

Sundown torció el gesto, pero no se movió. Su expresión prometía una soberana paliza si su padre no recuperaba el sentido.

—No he venido a olerle las faldas. Somos amigos. Nada más.

—Pues búscate a la mujer de otro para que sea tu amiga. Mi familia está vedada para ti.

Un furioso tic nervioso apareció en el mentón de Sundown. Saltaba a la vista que le estaba costando la vida misma no darle una paliza a su padre. Miró a su madre.

—Tengo que irme a trabajar. Siento haberte causado problemas, Laura. Ojalá que no te haya estropeado el cumpleaños y siento muchísimo lo del regalo.

Sus palabras solo consiguieron enfurecer todavía más a su padre.

—Eso, vamos, restriégame lo bien que tú te encargarías de ella, mucho mejor que yo. No todos podemos ser inversores internacionales y ganar un pastizal, ¿verdad?

Sundown se detuvo y Abigail supo por la expresión de su cara que estaba en un tris de estampar a su padre contra la pared. Sin embargo, recogió su sombrero del suelo y dejó sus ponis con mucha delicadeza sobre la mesita auxiliar. Cogió el poni púrpura, que era su preferido, y cruzó la estancia para dárselo.

—Buenas noches. —En sus ojos brillaba el arrepentimiento cuando miró a su madre—. Feliz cumpleaños, Laura. —Y tras decir eso, se puso el sombrero y se marchó.

—Stan —gruñó su madre en cuanto él se fue—. Has sido muy desagradable. ¿Qué te pasa?

Su padre la miró con expresión desdeñosa.

—¿Qué pensarías si volvieras a casa y me encontraras a solas con una mujer?

—Me ha ocurrido muchas veces. ¿Te acuerdas de Tracy?

Su padre resopló.

—Es la niñera.

—Es una mujer muy atractiva.

—¿Y qué?

—Pues eso mismo digo yo —respondió su madre en un tono disgustado—. Siento que perdieras el trabajo, pero eso no es motivo para que empieces a odiar a un hombre que ha sido un buen amigo mío desde antes de conocerte.

—Claro, claro. Me da que hay algo más que amistad entre vosotros dos.

Su madre se quedó boquiabierta.

—¿Te has vuelto loco?

Abigail se tapó las orejas con las manos.

—Por favor, no os peleéis más. No me gustan los gritos.

Su madre le dio un beso en la mejilla y la acunó para tranquilizarla.

—Lo siento, cariño. ¿Por qué no vas a jugar a tu habitación? —le dijo dejándola en el suelo.

Abigail corrió por el pasillo, pero se detuvo cuando vio que su padre cogía a su madre del brazo y la acercaba a él de un tirón.

—Quiero que le devuelvas el colgante —masculló.

—¿Por qué?

—Porque no quiero ver a mi mujer con el regalo de otro hombre encima. ¿Me entiendes?

Su madre puso los ojos en blanco.

—Es un hermano para mí. Nada más.

—Así que nada más… ¿Y por qué lleva una foto tuya en su reloj?

Su madre puso cara de sorpresa.

—¿Cómo dices?

—Ya me has oído. La vi la última vez que estuvo aquí. Es una foto tuya. Ningún hombre lleva encima un retrato de su hermana. Créeme.

—No te creo. En la vida ha dicho o ha hecho algo que haga pensar que le intereso de esa manera.

—Puso yo sé lo que vi.

Su madre se zafó de su mano.

—Te equivocas con él.

—No, no me equivoco. No es normal que un hombre se interese tanto por la familia de otro.

—Antes no te molestaba.

—Porque antes no había visto el dichoso reloj.

Abigail frunció el ceño al ver una sombra moverse por la pared. La sombra subió y se deslizó lentamente hacia sus padres. ¿De dónde procedía? No había ventanas ni nada que pudiera proyectarla. Se desplazó por el pasillo despacio. Metódicamente. Pero de niña se distraía con el vuelo de una mosca, sobre todo cuando sus padres se acaloraban mientras discutían. Se fue a su dormitorio en busca de su muñeca, con la intención de esconderse.

Había construido un refugio debajo de su cama para esos momentos. Allí se sentía más segura que en ninguna otra parte. Su madre decía que era su escondite de princesa. Abigail decía que era maravilloso. Se quedó allí con su mantita y sus muñecas, y perdió la noción del tiempo hasta que oyó otra voz conocida en mitad de la acalorada y larga discusión.

La de Sundown.

—No te la mereces, cabrón.

—¿Qué haces aquí? —rugió su padre, logrando que ella dejara de jugar—. Te dije que no volvieras.

—Tú no me das órdenes.

La voz de su madre era mucho más razonable cuando dijo:

—Tal vez deberías irte.

—A esto hemos llegado, ¿no? —gritó su padre—. ¿Después de todos estos años y de todo lo que he hecho por ti? ¿Vas a darme la patada por este cabrón?

Abigail se tapó las orejas cuando los gritos empezaron a ser ensordecedores.

Se oyó el grito de su madre.

—¡Stan! ¡Suelta la pistola!

A continuación, Abigail oyó el ruido de los muebles al romperse. Aterrada, se envolvió todavía más con su mantita y contuvo el aliento. No sabía por qué estaba llorando. Pero algo le decía que no debía hacer ruido ni siquiera para respirar.

Sonaron cuatro disparos atronadores.

Se quedó petrificada por el pánico, con los ojos muy abiertos…

«Mamá.»

Esa única palabra resonaba en su cabeza mientras las lágrimas le inundaban los ojos.

«Ve a ver cómo está.»

No podía. Era como si algo o alguien la retuviera y la instara a quedarse callada.

Acto seguido, oyó el taconeo de unas botas de vaquero por el pasillo en dirección a su dormitorio. Se le pusieron los pelos de punta.

«No te muevas, Abby —le dijo una voz que parecía la de su madre—. Por lo que más quieras, no te muevas ni hagas ruido. Finge que eres invisible.»

La puerta de su habitación se abrió despacio.

Abigail contuvo el aliento y echó un vistazo desde debajo de la cama, alcanzando a ver cómo las botas se movían por el suelo.

—¿Dónde te has metido, mocosa? —masculló Sundown, que estaba buscándola por la habitación.

«Va a encontrarme…»

Todo su cuerpo se contrajo por el miedo.

«No quiero morir.»

—¡Abigail! —gritó él mientras buscaba en el armario—. ¿Dónde estás?

Al oír las sirenas que se acercaban, él comenzó a destrozar el dormitorio en su búsqueda. Aterrada por la idea de que levantara la cama, se cubrió la cabeza con las manos.

—Tenemos que irnos. ¡Ya!

Abigail frunció el ceño al oír esa voz, que le resultaba conocida. No de niña, pero sí de adulta.

¿De quién era?

—No encuentro a la mocosa.

Las sirenas sonaban cada vez con más fuerza.

—Ya me encargo yo —susurró esa voz—. Pero tienes que irte.

—¿Por qué? Sería preferible que me encontrasen aquí.

—Tengo una idea mejor.

Sundown soltó un suspiro exasperado mientras las luces de colores se filtraban por las ventanas.

—Vale —rugió él—. Te lo dejo a ti, pero como te equivoques, acabarás como los dos del salón.

—No te preocupes, yo me encargo de todo.

Sundown salió en tromba de la habitación, dejando únicamente unas huellas sangrientas a su paso…

Abigail se despertó de golpe en la casa de Sundown.

El recuerdo de la noche en la que habían muerto sus padres le atenazaba el corazón mientras la secuencia temporal se iba aclarando.

Sundown había matado a sus padres. Había mentido al negarlo.

«¿Cómo lo sabes?», le preguntó una voz en su mente.

«¿Que cómo lo sé? Estaba allí», se respondió.

Sin embargo, una minúscula parte de su ser todavía lo ponía en duda. Su mente era incapaz de reconciliar las dos caras que había visto de él: el protector letal y el asesino desalmado.

«Tú también has matado.»

Pero existía un motivo para ello. Sin embargo, sus padres no merecían morir.

—Estás despierta.

Miró a Sundown, que estaba de pie. La furia se apoderó de ella, pero se obligó a reprimirla. Lo último que quería era que él se percatase de sus intenciones.

—Sí. —Se humedeció los labios, que tenía resecos, y bajó la vista hasta el bolsillo delantero derecho de sus pantalones, lo que hizo que Sundown enarcara una ceja con gesto interrogante. Se puso colorada al darse cuenta de que él creía que le estaba mirando la entrepierna, no el otro bultito—. Ni en sueños, vaquero.

—Qué aguafiestas… Ahora que también se me estaba levantando la moral.

En esa ocasión Abigail no dejó que su encanto minara sus sospechas. Se sentó en la cama.

—¿Sabes qué hora es?

Él se sacó un antiguo reloj de bolsillo y lo abrió para mirar la hora.

Antes de que pudiera decírsela, Abigail saltó de la cama y le quitó el reloj. Se quedó sin aliento al ver la foto que había despertado la ira de su padre.

Era su madre.

—¿Qué haces con esto?

Sundown se quedó blanco.

—No es lo que crees.

Lo fulminó con la mirada mientras apretaba el reloj con fuerza, deseando estrangularlo.

—Creo que eres un mentiroso. —Sostuvo en alto el reloj para enseñarle la foto—. Es mi madre.

—No es tu madre.

—Y una leche que no. Sé muy bien cómo era.

Pero él siguió negándolo con la cabeza.

—Mírala bien. Tu madre tenía el pelo corto y en la vida se puso un vestido como ese.

Abigail le dio la vuelta al reloj y estudió la fotografía.

Sundown tenía razón. La mujer de la fotografía llevaba el cabello recogido de forma complicada, típico de la moda de finales del siglo XIX. Un antiguo camafeo adornaba el cuello alto de su blusa de encaje blanco. Al igual que le sucedía a su madre, su mirada irradiaba calidez y ternura.

Sin embargo, lo más sorprendente era el increíble parecido de ambas. Mostraban los mismos pómulos afilados, el mismo pelo oscuro y las mismas cejas sobre unos ojos de mirada dulce, aunque los su madre eran azules y los de la mujer de la fotografía, oscuros. Aun así, le parecía estar viendo a su madre.

—Te dije que tu madre me recordaba a alguien. —Jess le cubrió la mano—. Ahora ya sabes a quién.

La caricia le provocó un escalofrío.

—¿Quién es?

—Matilda Aponi —respondió con la voz quebrada, lo que indicaba que la simple mención del nombre le resultaba dolorosa.

—¿Y qué significó para ti?

Sundown le quitó el reloj y lo cerró.

—¿Importa mucho?

Era evidente que aquella mujer había sido muy importante para él.

—La querías.

—Más que a mi vida.

Esas sentidas palabras le provocaron un nudo en el estómago. Jamás había visto tanto amor en los ojos de un hombre. Era tan intenso e inesperado que en cierta forma se sintió celosa. Habría dado cualquier cosa por que un hombre la quisiera tanto.

—¿Estamos emparentados con ella?

Sundown hizo ademán de volverse, pero Abigail se lo impidió. Cuando le tocó el brazo, la invadió una sospecha nada halagüeña. «Por favor, que esté equivocada», pensó.

—¿Estoy emparentada contigo?

—Por Dios, no —respondió él, con espanto—. Jamás habría dejado que me besaras así si lo estuvieras.

Menudo alivio…

—¿Se casó con otro?

Él asintió con la cabeza.

—Lo nuestro no estaba escrito.

Abigail reparó en su forma de acariciar el reloj como si formara parte de Matilda, y también se percató de la agonía que asomaba a los ojos de Sundown al hablar de ella.

—De todas maneras, era demasiado buena para mí. Me alegró que conociera a alguien que la hiciera feliz. —Devolvió el reloj a su bolsillo y cambió de tema—. Andy te ha preparado algo de comer. Lo llamaré para que te lo traiga.

En esa ocasión no intentó retenerlo, ya que necesitaba digerirlo todo.

¿Podía un hombre capaz de querer tanto a otra persona ser el monstruo que ella pensaba que era?

Aunque lo creía capaz de asesinar a su padre, dudaba mucho que hubiera matado a su madre. No con lo que sentía por Matilda. No encajaba.

¿Los habría matado un ser capaz de adoptar otras formas? Había muchos que podrían haberse hecho pasar por él.

Pero ¿quién? Y lo más importante, ¿por qué? ¿Qué ganaban tendiéndole una trampa si luego no lo entregaban a las autoridades? ¿Y por qué matar a sus padres?

Le dolía la cabeza por el esfuerzo de intentar entenderlo todo.

«Tengo que averiguar la verdad y hacer que el asesino pague por lo que hizo», se dijo. Era lo mínimo que les debía a sus padres.

Regresó a la cama en busca de sus zapatos, pero se detuvo al oír una voz enfadada.

—¿Cómo que no puedo ir? —preguntó una voz desconocida, que parecía proceder de un punto no muy lejos del dormitorio.

—Chaval, creía que ya habíamos zanjado el tema —dijo Sundown con sequedad.

—Ah, no, y una leche. Me dejaste ir contigo a Alaska y entonces era mucho más joven que ahora.

—Y había más escuderos para cuidarte las espaldas. Además, yo no tenía ni idea de lo feas que iban a ponerse las cosas. Esta vez sí lo sé, y tú no vas a ir.

—Te odio, viejo decrépito.

Sundown resopló.

—Lo que tú digas. Ahora llévale eso a Abigail y cuidadito con tus modales, chaval.

—Que sí, que sí.

Al cabo de unos segundos, el muchacho llamó a la puerta.

—Adelante. —Se moría por conocer al escudero de Sundown.

Andy entró con una bandeja en la que había una botella de Coca-Cola, agua y un plato de pollo, patatas asadas y guisantes. El escudero se detuvo y la miró con suspicacia. Llevaba vaqueros, una camiseta roja, parecía tener más o menos su edad y era monísimo. O lo sería si no esbozara una mueca desdeñosa, como si le revolviera el estómago estar en su presencia.

—Tú debes de ser Andy.

—Sí, y te juro por lo más sagrado que si le haces daño a Jess, te perseguiré hasta lo más recóndito del infierno y haré que te arrepientas de haber nacido. ¿Entendido?

En fin, eso no se lo esperaba.

—¿Saludas a todas las personas así?

—No. Suelo ser muy amable. Pero tú… No tienes ni idea de lo que me está costando no matarte ahora mismo.

Abigail le devolvió la mueca desdeñosa.

—Adelante, mequetrefe.

—No me tientes.

Cuando dejó la bandeja a los pies de la cama, Abigail se dio cuenta de que era casi tan alto como Sundown, pero carecía de su potente musculatura y de esa aura letal, por lo que no resultaba tan evidente a simple vista. A diferencia de Sundown, su presencia no dominaba la estancia ni abrumaba sus sentidos.

Andy hizo ademán de marcharse.

—Dime, ¿por qué lo proteges tanto? Creía que los escuderos odiaban a sus Cazadores Oscuros.

Andy la miró como si hubiera perdido la cabeza.

—Nuestros Cazadores Oscuros son nuestra familia. Haríamos cualquier cosa por ellos. Incluso morir si fuera necesario.

—No es eso lo que tengo entendido.

Lo vio fruncir el ceño.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Los daimons? ¿Los apolitas? Si los Cazadores Oscuros son tan malos, explícame por qué algunos de los apolitas trabajan y viven con ellos.

Abigail puso los ojos en blanco al escucharlo y replicó:

—Ahora sé que mientes. Ningún apolita trabajaría jamás para un Cazador Oscuro.

Andy cruzó los brazos por delante del pecho y la miró con sorna.

—Tía, conozco a dos que se casaron con un Cazador. —Señaló la puerta con la cabeza—. En el Casino Ishtar, aquí en Las Vegas, la mayoría del personal es apolita y trabaja a las órdenes de Sin Nana… que hasta hace cuatro años era un Cazador Oscuro y realizaba su trabajo mientras los tenía en nómina. Joder, la mitad lo ayudaban, y cuando lo atacaron, lo protegieron. Incluso un daimon luchó por él.

Abigail habría discutido, pero conocía a los apolitas que trabajaban allí y sabía que Sin era el propietario del casino.

—¿Cómo sé que Sin era un Cazador Oscuro?

—¿Por qué iba a mentir?

—A lo mejor es algo patológico.

En ese momento fue Andy quien puso los ojos en blanco.

—Lo que tú digas. No voy a discutir contigo. No me caes bien, así que no voy a molestarme siquiera. Pero como acabo de decirte, si le tocas un pelo, te arrepentirás. Jess forma parte de mi familia y ya ha pasado lo suyo en esta vida. Y pese a todo lo que le han hecho, lo que ha tenido que soportar, como por ejemplo que su mejor amigo le disparase por la espalda en la cabeza el día de su boda a los pies de su novia, no hay mejor ser humano en el mundo —dijo y luego se volvió y salió del dormitorio antes de que ella tuviera la oportunidad de replicar.

Abigail se quedó aturdida por ese último comentario, que la había golpeado como un puño.

¿Le habían disparado a traición el día de su boda? Las imágenes de Matilda y de su madre acudieron a su mente. Durante un minuto entero, se quedó sin respiración. Por fin lo comprendía todo.

«Lo nuestro no estaba escrito.» Las palabras de Sundown resonaron en su cabeza. Con razón él se había entristecido tanto al hablar de ella.

Estar con su madre, que se parecía tanto a Matilda, debió de haber sido una tortura.

«Por eso mató a tus padres. No podía soportarlo más.»

Un ataque psicótico tenía sentido.

Andy y Sundown mentían.

Ansiaba creer aquello. Todo sería sencillo… Por no mencionar que esa alternativa le evitaría sentirse culpable durante el resto de su vida.

Durara lo que durase.

Se frotó los ojos con una mano y se sentó en la cama antes de mirar la comida. Le revolvió el estómago.

No, no era por la comida. Era por lo que ella había hecho. Nadie le había enseñado a asimilar un asesinato. Ya antes de que Sundown la secuestrara, le remordía la conciencia, recordándole que había matado a alguien. La rabia la mantenía en el camino, pero no bastaba para hacerle olvidar sus actos.

«Se lo merecían. Piensa en todos aquellos a los que han matado a lo largo de los siglos. ¿Crees que sienten una punzada de compasión cuando piensan en nosotros? No, de eso nada. Matan a los apolitas. Para ellos son animales a los que matar. ¿No basta con que Apolo nos haya maldecido? No, su dichosa hermana tuvo que crear una raza para darnos caza y matarnos con brutalidad. Nos apuñalan en el corazón, Abby. Y se quedan junto a nuestros cuerpos mientras morimos. ¿Te parece justo? Vivimos veintisiete años y alcanzamos la pubertad cuando la mayoría de los humanos están en el colegio, aprendiendo el abecedario. Nuestras vidas tienen una brevedad aterradora, y tú estabas presente cuando mi madre se convirtió en polvo. Con veintisiete años. ¿Te acuerdas? ¿La oíste alguna vez decir algo malo de alguien? No. Era la ternura personificada. Te acogimos y tú lo has vivido en primera persona. No le hacemos daño a nadie. Somos las víctimas.»

La indignación de Kurt había alimentado su búsqueda de venganza, acompañada por Perry y Jonah.

Incluso Hannah la había alentado.

«Mata a los Cazadores Oscuros», eso le habían dicho desde que la madre de Kurt murió. Incluso su padre adoptivo, en su lecho de muerte, le había suplicado que se vengara.

«Eres nuestra única esperanza, Abby. No nos defraudes. Recuerda lo que nos hicieron. Lo que ese animal hizo a tus padres. Nunca lo olvides.»

Pero sus recuerdos… Algo no encajaba. Faltaban demasiadas piezas.

Ojalá supiera la verdad.

«Sabes la verdad. Estabas allí.»

Incapaz de desentrañar el misterio, clavó la vista en el techo mientras deseaba que la verdadera respuesta cayera de allí y le diera un golpe lo bastante fuerte para poder oírla.

—Tus coyotes acaban de volver por la puerta trasera con el rabo entre las patas. Debería haberlos matado, pero supuse que tú querrías ese honor. Aseguran que hay un lobo ayudando a tus enemigos. Pero no sabe quién es ni si pertenece a nuestro panteón o a otro. Aunque yo creo que no es de los nuestros.

Coyote miró con los ojos entrecerrados al gigante que se atrevía a entrar en su guarida con tan malas noticias. Solo había una persona capaz de semejante osadía. Serpiente le sacaba una cabeza, y eso que él medía más de metro ochenta. Coyote tenía el cabello negro y corto, pero Serpiente iba rapado y tenía tatuada una intrincada serpiente que comenzaba en el nacimiento del pelo, le recorría la cabeza y descendía por la nuca hasta enroscarse en ambos brazos con un diseño que solo su gente podría entender. Para la mayoría, Serpiente parecía un criminal. Pero Coyote sabía lo que era en realidad: un antiguo guerrero que, al igual que él, había dormido demasiado tiempo.

¿Quién iba a pensar cuando accedieron a cumplir con su deber tantos siglos atrás que acabarían relegados al papel de meros cuidadores, ellos que en otro tiempo hicieron temblar la tierra de miedo por su fuerza y su habilidad?

—¿Me has oído, Coyote?

Este asintió con la cabeza.

—Se han vuelto vagos. Han engordado. Ya no saben cazar. Lloro por lo que ha pasado con nuestra gente. —Sobre todo, lloraba por lo que les había pasado a ellos dos.

—Con Choo Co La Tah tan débil, a partir de ahora nos irá mejor.

Ojalá pudiera ser tan optimista. Choo Co La Tah había hecho retroceder a sus escorpiones antes de lo esperado. Pero habían debilitado al viejo. Con un poco de suerte, su próxima plaga lo debilitaría lo suficiente para poder matarlo.

Una vez que Choo Co La Tah estuviera fuera de juego, nada podría detenerlos.

Estuvo a punto de sonreír por el inesperado regalo que les había hecho la humana. Esperaba que matase a Renegado y a Brady. Que hubiera eliminado a su otro enemigo había sido un plus.

Habían pasado siglos desde la última vez que había estado tan cerca de su objetivo. Tan cerca que sentía su aliento en la cara.

Pero no había nada seguro. No podía dar nada por sentado.

Y nunca, jamás, subestimaría a Choo Co La Tah. Aunque Serpiente y él superaban en número al viejo, debían enfrentarse a un problema: había obtenido el puesto de Guardián del Este con trampas.

Era un puesto que no le correspondía.

El legítimo Guardián seguía vivo, aunque era un Cazador Oscuro, y mientras viviera, cabía la posibilidad de que quisiera reclamar lo que era suyo y matarlo sin más.

«Dejaría el puesto encantado», pensó. Pero el verdadero Guardián había dejado claro que no lo permitiría. No al precio que Coyote exigía.

Serpiente miró el cielo.

—El ciclo se cierra.

«Por fin», pensó, pero no lo dijo en voz alta. No hacía falta. Los dos llevaban demasiado esperando el Tiempo del Destiempo.

Si la Mariposa y el Búfalo se unían durante el Tiempo del Destiempo, Serpiente y él acabarían destruidos. Y todos los Guardianes serían sustituidos por otros de su elección.

Sin embargo, si podía impedirlo, él resurgiría en la víspera del Reinicio, y ostentaría el poder de elegir a los próximos Guardianes. Una vez que los controlara, podrían unir sus poderes y devolver el mundo a su pueblo. El Señor del Bien sería derrotado de una vez por todas.

El reinado del Coyote sería absoluto. Indiscutible.

Sus enemigos serían barridos hacia el mar.

Y los ancestros y la tierra pagarían muy caro el mal que le habían causado. La sangre llovería del cielo y el Coyote se comería el sol y esparciría su venganza por esa tierra.

Casi saboreaba la victoria. El mundo pronto sería suyo, y, con su renovado ejército, los sometería a todos.

Lo que más deseaba podría ser suyo. Nadie volvería a arrebatárselo.

Solo tenía que destruir a un Guardián más.

Muy sencillo…

Y más difícil todavía.

Sin embargo, esa vez no iba a fracasar. En esa ocasión tendría éxito y el mundo de los humanos por fin entendería el verdadero significado de la desdicha.

El Reinado del Coyote estaba a punto de comenzar, y el mundo no volvería a ser el mismo.